Читать книгу Una candidata inesperada - Romina Mª Miranda Naranjo - Страница 5

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Capítulo 2

Todavía con el ceño fruncido después de la parquedad con que le había despachado su madre, Andrew decidió que lo más inteligente que podía hacer era dejar de lado todo pensamiento que recayera sobre los invitados y centrarse en asuntos más apremiantes.

Satisfecho con su actitud práctica, cruzó el vestíbulo haciendo resonar sus zapatos en los pulcros mármoles de tonos gris y pizarra y se encaminó hacia la puerta lateral que daba a la cocina y las habitaciones de los sirvientes que trabajaban dentro de la propiedad. Más de una vez, mientras recorría el pasillo bien iluminado tuvo que apartarse a uno y otro lado para esquivar doncellas que iban cargadas de manteles pulcramente planchados, cestos con reluciente cubertería o jarrones poblados de las más exquisitas flores.

Respondiendo con gestos de cabeza, Andrew devolvió todos los saludos que le fueron dados y prosiguió su marcha hasta cruzar el ancho portón que daba a la enorme cocina de la casa Holt. Aquel era, con diferencia, uno de sus sitios preferidos de toda la propiedad. Siempre olía a algo delicioso y los calderos que bullían al fuego jamás le desilusionaban cuando metía la nariz en ellos para inspeccionar su contenido. La enorme mesa de centro, ahora llena con tablas de cortar, verduras frescas, frutas y hogazas de pan estaba lustrosa y muy limpia, como si el tiempo, en su inexorable paso, hubiera dejado esa habitación de lado.

–Todo sigue como siempre –susurró, con un suspiro sosegado. La ansiada paz por fin parecía acomodarse dentro de su pecho.

Ya iba a colar disimuladamente la mano en una bandeja rebosante de galletas recién horneadas, cuando un ladrido resonó en la cocina haciendo temblar las paredes. Por extraño que pareciera, las doncellas que se encargaban de sus labores apenas se inmutaron, y una joven rubia que cargaba una montaña de servilletas de tela se limitó a hacerse a un lado y proseguir su camino cuando un perro de considerable tamaño pasó corriendo junto a ella.

–¡Harvey! –exclamó Andrew, sonriendo de oreja a oreja.

Se agachó y recibió gustoso los lametones del dálmata que había criado y al que tanto echaba en falta cuando no podía llevarlo con él a Londres. El animal, de un elegante color blanco, tenía el delgado cuerpo sembrado de manchas redondeadas del mismo negro azabache que el reverso de las orejas y la punta de la nariz. Ante las caricias hábiles de su dueño, el animal movía la cola y ladraba escandalosamente, sin dejar de prodigar lametones a Andrew, que reía como el chiquillo despreocupado que había sido antaño.

–Yo también te he echado de menos, amigo mío –le susurraba el joven conde, inspeccionándolo con ojo crítico–. Veo que te han alimentado bien, granuja, ¿has estado haciendo ejercicio también?

Harvey levantó las patas delanteras y las subió a los hombros de Andrew, haciéndole quedar sentado en el centro mismo de la cocina. En medio de su creciente buen humor, Andrew apenas se dio cuenta de que la puerta que unía la cocina con la salida al jardín trasero se abría y volvía a cerrar, y que una mujer con el ceño fruncido y el delantal torcido le miraba como si estuviera a punto de darle unos azotes. Con un carraspeo, la señora, (cuya estatura era considerablemente menuda) alzó una correa en alto y apuntó con ella al dálmata.

–¿No podías esperar a que yo te trajera, condenado? –bramó, haciendo que el perro bajara las orejas–. Ah no, a mí no me vengas con esas.

Andrew se levantó, sacudiéndose las manos inapropiadamente en la parte trasera del pantalón. Tocó la cabeza del perro y este se sentó a su lado, inmóvil. Esbozó su sonrisa ladeada, pero imaginó que le valdría para tanto como a Harvey su maniobra de sumisión. Josephine, el ama de llaves, era muy dura con aquellos a los que más quería, y habiendo prácticamente visto crecer a Andrew, su cariño por él era directamente proporcional a lo estricta que se mostraba.

–Debí imaginar que tendría por aquí a su compinche –se lamentó la mujer, entregándole la correa–. Milord… ¡un conde tirado en el suelo de la cocina!

–Únicamente en ocasiones especiales. –Volvió a sonreírle–. Estás espléndida, si me permites el cumplido.

–Vieja y correosa sería más acertado. ¿Cuándo habéis llegado? ¿Está la señora ya en sus aposentos? –Antes de dejarle contestar, Josephine dio una fuerte palmada y las doncellas levantaron la cabeza–. El baño de la señora no va a calentarse solo, niñas. Que esto sirva de entrenamiento porque esta noche la casa se llenará de ladys, ¡vamos, vamos!

Con las manos en las caderas, el ama de llaves vio partir a dos de las muchachas a toda prisa rumbo a la habitación de Joanna. Después dedicó su ojo crítico a valorar el estado de Andrew. Dejando de lado el polvo que se le había pegado en la chaqueta y las marcas de las patas del perro que llevaba ahora en la camisa (Santo Dios, pensó espantada), se veía tan apuesto y saludable como siempre. Con su casi metro noventa, Andrew Ferris era un joven fuerte y ancho de espaldas, con caderas proporcionadas y piernas fibrosas. Llevaba el pelo castaño un poco más largo de lo acostumbrado, con un rebelde mechón que siempre le caía sobre la frente.

Josephine secretamente se alegraba de que su joven señor no usara esa crema fijadora en el cabello, pues aunque daba un aspecto más señorial y sofisticado, motivo por el que se había puesto tan de moda, era engorrosa y a menudo los caballeros tenían dificultades tanto para aplicarla como para retirarla después. Eran incontables las sábanas y fundas de almohada que había tenido que frotar a conciencia para eliminar los restos del dichoso mejunje.

En todo caso, el peinado de Andrew le hacía más joven, lo que recordaba que antes de haberse convertido en un conde, había sido un muchacho estudioso y despreocupado como el resto. Continuando su escrutinio, Josephine decidió que el atuendo del señor era pasable. No estaba de acuerdo con el ancho de las patillas que se había dejado, pero imaginaba que era así como se llevaban en Londres, y poco podía decir ella al respecto.

–¿Se le ofrece algo, joven? –le preguntó tras unos momentos de silencio–. ¿Falta algo en sus habitaciones?

Antes de que diera nuevamente su atronadora palmada, Andrew se apresuró a cogerle la fría mano entre las suyas. Con un gesto que ruborizó a la curtida mujer, se la llevó a los labios y la besó, haciéndole un guiño cariñoso.

–No he pasado por la habitación, pero estoy convencido de que estará perfecta, como siempre. –Se guardó la correa de Harvey en el bolsillo–. Solamente quería echar un vistazo a la cocina y luego estirar un poco las piernas por el jardín.

–Y gorronear cualquier cosa que estuviera cociéndose, imagino. –Fingiendo irritabilidad, estiró la mano y le dio a Andrew una galleta de la fuente que tenía más cerca–. Está terriblemente pálido, joven, ¿qué hacen con usted en esa condenada ciudad?

–Mantenerme encerrado, me temo. –Se encogió de hombros–. Espero poder recuperarme en estos días.

–Algo me dice que otros menesteres lo mantendrán muy ocupado…

Con un mohín de fastidio, Andrew chasqueó la lengua y se dirigió a la puerta situada detrás de Josephine, que daba al invernadero y los jardines. Silbó suavemente y Harvey se puso a trotar con alegría tras él. El ama de llaves gruñó cuando vio a Andrew dar al perro la mitad de la galleta, pero como no podía hacer nada por cambiar el aprecio que el joven tenía por aquel can (como tampoco parecía posible que el mismo conde cambiara muchas de sus actitudes a pesar de su rango) decidió descargar su frustración en el trabajo.

–¡Esta plata no está suficientemente pulida, niñas! ¡Quiero verme las arrugas en ella!

La palmada resonó incluso cuando la puerta se cerró.

Dejando que el sol le diera en la nuca, Andrew caminó distraídamente por el jardín, conduciendo sus pasos a la estructura acristalada que conformaba el invernadero. Perdido en sus pensamientos, y con el reconfortante sonido de la respiración de Harvey a su lado, se permitió volver a la conversación que había tenido rato antes con su madre.

Victoria Linton era pelirroja. Y se suponía que con ese dato él tendría que poder reconocerla. Como si fuera la única mujer en la faz de la tierra que tuviera ese color de cabello. ¿A qué jugaba su madre? Se suponía que la única intención de Andrew al cuestionarla sobre sus invitadas personales era poder prodigarles un trato adecuado. La misma Joanna se lo había pedido. Y, dado que apenas sabía nada de esas misteriosas mujeres, dudaba mucho de que pudiera ser cortés con ellas, si no le daba alguna pauta a la que agarrarse.

Por supuesto, no es que pensara ignorar a ninguna de las personas que iban a hospedarse en su casa, puesto que jamás haría algo tan descortés; pero siendo honestos, él solo era un hombre y, dado que la razón principal de aquella recepción era la de encontrar a la candidata adecuada para que se convirtiera en su esposa, parecía lógico creer que Andrew se centraría en pasar tiempo con ciertas jóvenes casaderas en detrimento de otros invitados.

La señorita Linton acudía a la casa Holt no como posible dama casadera a tener en cuenta, sino (y en compañía de su madre) como una visitante considerada por Joanna. Era de esperarse, pues, que Andrew apenas reparara en ellas, a menos que se encontraran por casualidad o tuviera la oportunidad de ofrecer algunos minutos de charla cortés. De querer su madre que mostrara un poco más de interés en sus invitadas, diferenciándolas del resto de personas a las que Andrew tendría que dejar de lado (por el bien de su futura empresa matrimonial), debía al menos señalarle quiénes eran.

–Y definitivamente –masculló, apretando el paso–, darme algún maldito dato más que un color de pelo tan común y corriente.

Se paró al llegar junto a la puerta del invernadero, que estaba flanqueada por dos grandes rosales. Harvey movió la cola, expectante, como preguntándose si entrarían a oler las flores o se quedarían fuera bajo el sol. Andrew se pasó la mano por la frente y respiró hondo. Todavía no había empezado la búsqueda de una esposa y ya estaba volviéndose loco. Le esperaban unos días agotadores, donde tendría que poner la mente únicamente en las jóvenes casaderas que fueran desfilando delante de él, intentando quitar las capas superfluas de personalidad que ellas mostraran para ver si escondían algo debajo en lo que pudiera sustentarse una vida en común.

Definitivamente, no tenía tiempo para pensar en el color del cabello de Victoria Linton, a la que ni siquiera podía poner rostro, cuando lo más probable era que tuviera que pasar entre una veintena de damas (y eso, siendo positivos) hasta llegar a una con la que pudiera tener afinidades y gustos comunes. Jamás pasaría el resto de su vida atado a una mujer que solo hablara cuando él le hiciera una pregunta. Si tuviera que envejecer oyendo monosílabos, se pegaría un tiro con la escopeta de caza.

–No aspiro a encontrar ese amor del que hablan las novelas, ¿sabes? –Se acuclilló, rascando las orejas de Harvey–. Ni siquiera la clase de amor que tenían mis padres, siempre con sus rencillas, manteniéndoles unidos en sus desacuerdos… pero desde luego tengo que apreciar a la mujer con la que me case. No suena muy descabellado, ¿verdad?

Aspiraba a poder querer a la joven que se convirtiera en la madre de sus hijos, poder mirarla y decir «lo he hecho bien, pasaremos una vida tranquila juntos, apreciándonos y siendo respetuosos el uno con el otro». Tenía tiempo, en todo caso, no había ninguna necesidad de apresurarse… pero tampoco quería invertir en la tarea de casarse una eternidad, no era ningún jovenzuelo enamoradizo, ni tampoco un aprendiz de poeta. Andrew era un hombre práctico y decidido, y por ello esperaba haber conseguido dar con la candidata deseada con la prontitud necesaria para poder volver a Londres y cerrar el trato del barco de vapor que viajaría a China.

–Un hombre sensato debe anteponer a las personas en sus prioridades –le dijo a Harvey, que pareció entenderle con su mente perruna–. Primero la familia, luego los negocios con el extranjero. No lo olvides, amigo.

Empezaba a incorporarse cuando el traqueteo de un carruaje por el caminito allanado de acceso a la propiedad le distrajo. En una posición inesperadamente buena entre los rosales, Andrew tenía una vista exquisita de la entrada a la casa Holt. Intrigado por conocer la identidad de los primeros visitantes, se levantó con cuidado de no ser visto y caminó unos pasos hasta apoyar un hombro contra la parte oeste del invernadero. Tan solo tuvo que alzar un poco la cabeza para tener una visión panorámica.

–Ven aquí, chico –susurró–. Abajo, Harv.

El dálmata se acomodó junto a Andrew, doblando las patas delanteras y bostezando copiosamente mientras se tumbaba bajo la sombra del rosal, ajeno a cualquier otro ser humano que pudiera estar a punto de llegar. Dejó caer la cabeza sobre las patas y entrecerró los ojos, decidido a gandulear mientras su amo terminaba sus trabajos detectivescos.

El carruaje que se aproximó hasta detenerse ante las verjas de la entrada era sin duda propiedad de alguien de la aristocracia más acomodada, y aquello era evidente incluso desde la posición de Andrew. Lacado en negro, tenía los paneles relucientes. Una A dorada adornaba la puerta lateral, como era costumbre, y estaba rodeada por diminutas figuras, que debían ser los escudos o emblemas de la familia a la que pertenecía. Lamentablemente, desde la lejanía donde ese encontraba, Andrew no podía identificarlos.

Uno de los lacayos de la casa Holt, con su librea color chocolate, se apresuró a abrir la portezuela y bajar la escalinata. Tanto el interior del carruaje que podía verse como los escalones estaban forrados en damasco azul de un tono tan vibrante que Andrew pudo percibirlo sin dificultad. Dos mozos empezaron a bajar el equipaje enganchado a la parte posterior del carruaje, en tanto que el lacayo ya había ayudado a descender a una dama.

La mujer, alta y esbelta, llevaba una inmensa pamela a juego con su vestido de paseo de un tono vainilla muy recargado. Andrew entrecerró los ojos, pero le fue muy difícil ver nada bajo el ala de aquel voluminoso tocado. No obstante, fue mucho más sencillo reconocer a la joven que descendió a continuación.

Una delicada mano enguantada tomó la del lacayo y una dama tan sofisticada como rígida se apeó del carruaje. Estaba tan estirada como un junco, y el único movimiento estrictamente fuera del protocolo que se permitió fue el de mover la cabeza a los lados, dejando que su mata de rizos castaño oscuros cayera más grácilmente sobre sus hombros. Llevaba un vestido de un rosa muy pálido a juego con el sombrerito y las botas, e inmediatamente después de pisar el suelo abrió el abanico para impedir que el sol irradiara directamente contra su tez marfileña.

Madre e hija se comportaban como si estuvieran siendo observadas por un experto en protocolo y daban instrucciones a los mozos de cómo y en qué orden debían transportar sus pertenencias. Incluso aunque hubiera estado a muchos más kilómetros de distancia, Andrew habría podido reconocer aquellas maneras tan extremadamente correctas en cualquier parte.

–Adeline Aldrich –dijo para sí–. Tenías que ser la primera en llegar, sin duda.

Sin querer moverse para no ser descubierto (habría tenido que dar muchas e incómodas explicaciones), Andrew vio a Adeline y a su madre caminar dignamente hacia el interior de la propiedad. Los mozos trabajaron sin descanso transportando los bultos de ambas mujeres, y el lacayo guió al conductor del carruaje para que lo llevara a la cochera, donde los cuatro caballos serían atendidos. En medio de la polvareda que se levantó, Andrew estuvo a punto de perderse otra llegada.

El vehículo en cuestión era, esta vez, bastante diferente al que había traído a las Aldrich. Quienes fueran sus propietarios también se habían dado prisa en acudir a la residencia Holt. Pero Andrew dedujo, cuando pudo ver bien el vehículo y apreció que solo llevaba dos caballos, que o bien la distancia a recorrer por los dueños del carruaje era corta y por ello contaban con tan pocos animales de tiro… o por el contrario, no podía permitirse tener más, motivo por el que habían decidido salir más pronto y así no hacer demasiado llamativa su tardanza.

Al ver cruzar al coche el último recodo y pararse con un bamboleo justo delante de la entrada, donde ya esperaban un lacayo y otros dos mozos, Andrew se dio cuenta de que su segunda hipótesis estaba más cercana a la realidad. A diferencia del carruaje donde había aparecido Adeline Aldrich, lustroso y bien lacado, este parecía desvaído. La pintura estaba opacada y deslucida, había una cantidad de polvo en el contorno y la tracción de las ruedas daba a entender el desuso, e incluso era visible que la marca de la familia, pintada en el lateral de la puerta, había sido borrada y sustituida por otra.

Andrew se rascó la barbilla, curioso. Había poca cantidad de maletas en la parte trasera del coche y el mozo no tardó en descargarlas por completo. Cuando la puertezuela se abrió, la escalerilla automática no llegaba del todo al suelo, sino que se quedaba a una distancia que implicaba bajar de un salto, algo poco recomendado cuando en el carruaje viajaban mujeres, dado que podían tropezar con sus faldas y caer.

Todas las pistas recogidas dejaban bastante claro que aquel coche era de segunda mano. Seguramente, la familia poseedora lo había vendido y los actuales propietarios habían decidido pintarlo y cambiar el símbolo de la puerta por otro, pero no parecía que hubieran hecho un trabajo demasiado vistoso. Incluso quedaba la posibilidad de que el coche fuera alquilado y por ello la altura de la escalerilla no hubiera sido regulada.

–Qué extraño… –musitó Andrew, inclinándose hasta apoyar las manos en el cristal del invernadero–. ¿Quién de nuestros invitados no puede permitirse su propio coche particular?

–Milord –siseó una voz a su espalda–. ¿Milord?

Con un carraspeo Andrew se dio la vuelta y sonrió a Josh como pudo, pretendiendo que no había sido hallado en ninguna posición comprometida. Harvey levantó la cabeza en cuanto su amo se movió.

–Le estaba buscando –dijo el muchacho, apresurándose a bajarse las mangas de la librea para mostrar un aspecto más adecuado–. Uno de los canales de riego se ha estropeado y ha ahogado dos tomateras del sector norte.

Andrew forzó su mente a concentrarse en lo que el recién ascendido lacayo le informaba. Alzó la vista hacia el otro lado de la propiedad, donde se encontraban los establos y los campos de cultivo. Eran unas tierras prósperas, donde se había sembrado una gran cantidad de frutas y hortalizas que alimentaban tanto a la casa principal, como a los arrendatarios que trabajaban en ellas.

–Se ha ahogado… ¿Y el encargado? ¿El señor Greyson? –preguntó de súbito, envarado–. ¿No se ocupa él del control de la cosecha?

–Está en cama, milord –explicó Josh, cuyas orejas estaban ya rojas–. Reúma.

Un gruñido bastante maleducado salió de la garganta de Andrew. Por supuesto, sabía que su comportamiento estaba siendo ridículo, pues era claro que cualquier cosa relacionada con el bienestar de la finca y todos los que allí vivían recaía directamente sobre sus hombros. Siempre le había gustado estar al tanto de lo que se hacía, de los planes y nuevas medidas que se tomaban para mejorar la producción y hacer más fáciles las vidas de todos. Pero en esta ocasión, sin embargo, su ansiedad por conocer la identidad de esos visitantes que acudían a su hogar en un carruaje tan poco apropiado parecía eclipsar todo lo demás.

Asumiendo que su responsabilidad y deber debían estar por encima de cualquier inesperada obsesión, Andrew palmeó el hombro del azorado lacayo como disculpa por su actitud, dándose la vuelta para emprender el camino a la zona de los cultivos, decidido a tomar el mando de la situación cuanto antes y cumplir con su obligación.

–Busca a un par de mozos que no estén ocupados cargando con los equipajes de los huéspedes y llévalos al sector norte –ordenó, mientras empezaba a andar, quitándose la chaqueta–, arreglaremos esa fuga antes de que eche a perder todos los tomates.

–¡A la orden milord!

–Vamos, chico.

Harvey trotó junto a su amo alegremente, con las orejas levantadas, Andrew le dio la espalda al camino de entrada a la propiedad y se alejó, sin ver cómo Victoria Linton descendía del carruaje recién llegado y ponía los pies en la casa Holt por primera vez.

Una candidata inesperada

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