Читать книгу Una candidata inesperada - Romina Mª Miranda Naranjo - Страница 4

Capítulo 1

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Kent, 1849.

Normalmente, el viaje desde la ruidosa Londres hasta el apacible pueblo de Canterbury, en Kent, donde había sido erigida la casa solariega de la familia Ferris resultaba para Andrew, actual conde de Holt y dueño de la propiedad, un acto relajado y apacible. No obstante, en esta ocasión, el conocido paraje rural no había logrado mitigar el estrés de la ciudad y los efectos sedantes del periodo vacacional, que se abría en su horizonte, apenas habían hecho mella en él.

Mientras intentaba dejarse llevar por el incesante traqueteo del carruaje, echaba vistazos distraídos a la lista que tenía entre sus manos, repasando y reconociendo nombres a medida que sus ojos los procesaban. Seguía pensando que eran demasiadas personas, pero imaginaba que de nada le valdría quejarse a esas alturas, cuando todo estaba hecho ya.

–No pongas esa cara, Andrew, después de todo, esto ha sido idea tuya, ¿no es así? En ningún momento me has oído presionarte.

Aunque esa afirmación fuera más que discutible, su impecable educación le impidió dar a su madre la respuesta mordaz que empezó a picarle en la lengua. Bajó el caro papel que confería la lista de invitados a la reunión primaveral en Kent y le dedicó una mirada a Joanna, condesa viuda de Holt.

Siempre había sido una mujer hermosa, con el pelo de un castaño oscuro profundo y los ojos azulados. El tiempo la había apreciado tanto como cualquiera de las personas que la conocían, por lo que había respetado sus facciones, apenas surcándolas de arrugas. El cabello se le había encanecido y mostraba ahora vetas plateadas entre los mechones oscuros. Joanna era una dama de la que Andrew se enorgullecía enormemente, educada, elegante y muy sofisticada, nunca había dejado que el hecho de llevar un vestido nuevo le impidiera abrazar a sus hijos. Era amable y cuidadosa en su trato con el servicio y nunca miraba por encima del hombro a nadie, ni siquiera a las personas que lo merecían.

La observó atentamente, viendo como su brazo delgado se sostenía con fuerza al arnés que colgaba de un lado del asiento donde iba acomodada. Las sacudidas del carruaje por el accidentado camino hacían moverse desordenadamente sus pendientes y los flecos del chal burdeos que se había echado sobre los hombros. Aquello le hizo sonreír.

–Únicamente iba a hacer notar, madre… que quizá la lista de invitados sea demasiado… extensa.

–Teniendo en cuenta la naturaleza de la reunión, me parece que el grosor de personas que acudirán a la propiedad es bastante aceptable.

Andrew frunció el ceño, mirando el papel otra vez.

–No tendré tiempo material para dedicar a todas estas personas –masculló.

–Tonterías, sabrás dividirte entre tus invitados, como he hecho yo en mis reuniones sociales hasta ahora.

Considerándose a sí mismo, tal como lo había sido su padre, un hombre razonable, Andrew estaba convencido de que en esta ocasión particular su madre se equivocaba. Del mismo modo en que en su cuadra solo había unos pocos animales de montura, porque únicamente contaba con dos piernas y le era imposible disfrutarlos a todos, consideraba que tenían que haber ceñido las invitaciones solo a aquellas personas cuya presencia pudiera aportarles algo a la empresa que estaban a punto de iniciar.

Cierto era que él poco o nada sabía de esas cosas, puesto que había centrado su tiempo y energías en dedicarse a los negocios de la familia, dejando el resto para las mujeres, pero ahora que se veía en la posición de socializar… bien, no consideraba práctico perder tiempo con trivialidades. A la vuelta a Londres le esperaban duras negociaciones para entrar a formar parte de los socios de un nuevo barco a vapor que traería telas y especias de China, así que era lógico pensar que no querría entretenerse en Kent más de lo debido.

–Figuran hombres en esta lista, señora. –Le hizo notar, como si los nombres no estuvieran escritos de su puño y letra.

–Naturalmente que sí –respondió Joanna sin dejarse inmutar–. Nuestras reuniones en Kent son muy apreciadas, quizá porque rara vez venimos todos… muchas personas han querido asistir y he aprovechado la ocasión.

–¿Y no habría sido más sencillo invitar únicamente a las jóvenes casaderas?

–Eso habría sido tremendamente vulgar, Andrew. –Enfatizó sus palabras con un movimiento de su mano enguantada–. Quedaría evidente desde el primer momento cuál es el motivo de tu estancia aquí y eso provocaría que las jóvenes doncellas estuvieran insoportables durante todas las veladas.

Admitió que en ese punto, su madre estaba acertada. Solo imaginarse rodeado de damitas de piel pálida y ojos caídos persiguiéndole por cada rincón hacía que sintiera escalofríos. Quizá fuera buena idea después de todo el tener a otros hombres en la casa, así podría tener una buena charla sobre naviera, montar a caballo y distraerse un poco de la realidad en la que se había metido por voluntad propia.

Andrew tenía que casarse. No era algo que hubiera descubierto de la noche a la mañana, sino un camino que sabía que tarde o temprano debería tomar. El matrimonio era algo natural y necesario. Había pospuesto el momento el tiempo suficiente para hacerse valer como cabeza de familia, pero ahora que llevaba al día la contabilidad y propiedades de los Ferris, y que su posición como conde de Holt estaba afianzada, Andrew sabía que el tiempo de escoger una compañera había llegado.

En cuanto comunicó su decisión, su madre se mostró encantada de que por fin sus ruegos hubieran sido escuchados. Tan solo una semana tardó en disponerlo todo para viajar a Kent y abrir la casa solariega, por lo que las invitaciones pertinentes fueron enviadas en un abrir y cerrar de ojos. Dado que Joanna conocía a todo el mundo, porque nadie prescindía de ella en ningún acto social de la clase que fuera, elaborar la lista de invitados le resultó coser y cantar.

Andrew miró por la ventana del carruaje cuando enfilaron el camino allanado que llevaba hasta la entrada de la propiedad. Suspiró, sintiendo que el nudo en su estómago, ese que normalmente desaparecía en cuanto se alejaban de Londres, se intensificaba. Aquel lugar siempre había sido su refugio, su escondite, pero ahora estaría invadido de personas, a muchas de las cuales no conocía lo suficiente como para juzgar si sus personalidades eran o no aceptables con respecto a su forma de pensar.

–Debía haber retrasado el viaje unos días –murmuró para sí mismo, aunque no dudó de que su madre le oyera–. Podría haber venido con Claire.

–¿Y no recibir a los invitados? Andrew… no creí haberte criado tan descortés.

–Apuesto la casa a que la mayoría de esos caballeros desearían ser recibidos por usted antes de que por mí. –Le dedicó una sonrisa seductora–. El atractivo que yo pueda tener no es comparable con su legendaria belleza, señora.

Joanna negó con la cabeza, aunque sonrió encantada con el halago.

–Guarda esas sonrisas y esa palabrería para alguna de las damas a las que vamos a recibir. –Con un parpadeo inocente, Joanna fijó la vista en el papel que aún sostenían las manos de Andrew–. ¿Hay alguna por la que te sientas especialmente inclinado?

La mente de Andrew, que todavía seguía parada en lo afortunado del movimiento de su hermana Claire, quien no viajaría desde Londres hasta varios días después por haber aceptado algunos compromisos a los que no podía ahora negarse, trabajó a toda velocidad. Hojeó por décima vez el papel, buscando entre aquellos nombres alguno que le dijera algo.

Sabía quiénes eran algunas de las invitadas, por supuesto, había coincidido con ellas al acompañar a su madre a veladas musicales, cenas, bailes y un sinfín de cotillones interminables, pero otras le eran ajenas. Repasando los nombres situados más arriba (imaginó que por ser los más deseables en opinión de Joanna) se fijó en uno en particular, porque era habitual de todo evento social que se preciara.

–Adeline Aldrich –leyó, mostrando sus emociones comedidamente.

Joanna asintió, dejándole llegar a sus propias conclusiones. Andrew sabía de ella lo que casi todo el mundo, que era una joven de la aristocracia alta, con buena dote, joven y despampanante que buscaba esposo. Con sus ojos verdes y su cabello liso y castaño, Adeline encajaría a la perfección en el salón de los retratos de los condes de Holt, quienes tenían todos unos rasgos muy similares desde hacía generaciones.

No obstante, por deseables que fueran las cartas de presentación de la señorita Aldrich, tenía una gran tara a sus espaldas: su madre. Era mezquina, egoísta y en ocasiones incluso maleducada. Por supuesto, Andrew concedería a la bella joven la oportunidad de ser ella misma, la conocería y trataría dejando de lado todo prejuicio. Después de todo, parecía la más indicada para convertirse en su esposa en un futuro próximo.

El pensar en ello hizo que se le revolviera el estómago, pero no de emoción, sino de pesar. ¿Ese era el nombre de la mujer con la que iba a compartir su vida? ¿Con la que envejecería y tendría hijos? ¿Y era normal que no sintiera nada? Quizá cuando Adeline se pusiera ante él y sonriera... No es que esperara casarse rendido de amor, pero al menos sí veía necesario un afecto previo, sentir algo al mirar a la joven con la que conviviría.

–…Y por eso considero importante pedirte que intentes tratar de igual modo a todos los invitados.

Andrew sacudió la cabeza. Ni siquiera se había percatado de que su madre estaba hablándole. Apartó a Adeline Aldrich de sus pensamientos y le dedicó a Joanna toda su atención.

–Perdón, madre…

–Sí, estabas distraído. –Con un suspiro, soltó el arnés al que había estado sujeta y le miró directamente–. Te decía que no debes centrar tu atención únicamente en las potenciales novias… espero que seas cordial y afable con todos los invitados.

–¿Insinúa que debo sacar a bailar también a los jóvenes solteros?

El comentario socarrón no hizo mella en Joanna, demasiado acostumbrada a las salidas de tono de Andrew como para tomarse en serio sus palabras. Puso los ojos en blanco y le dedicó una mirada de advertencia.

–No, a menos que pienses en una unión a la francesa.

–¡Madre! –La carcajada de Andrew resonó en el interior del carruaje–. Jamás habría creído que oiría algo semejante viniendo de usted.

–He vivido lo bastante para oír toda clase de cosas… como sea, me refiero a que no solo he invitado a las damas que son… digamos, de un círculo cercano a ti, sino también a otras que por algún motivo he creído merecedoras de disfrutar de unas vacaciones con nosotros –Joanna carraspeó de forma tan elegante que apenas fue audible–. Como es el caso de la viuda Linton y su hija.

Aquello definitivamente dejó a Andrew bloqueado. Rápidamente, retomó su lectura de la lista de invitados y llegó por primera vez hasta el final. Era cierto. Ahí estaban, Eleanor y Victoria Linton. El hecho de saber que acudirían a su casa solariega le desconcertó sobremanera.

–Tengo entendido que no poseen una propiedad en Londres –comentó, sin poder apartar la mirada de los nombres grabados con la elegante tinta negra.

–Bueno… sí la tienen, pero tras la muerte de su esposo, Eleanor decidió alquilarla y tanto ella como su hija fijaron su residencia aquí, en Kent.

–Eso explica por qué no las recuerdo de ningún acto social de la ciudad…

Joanna se encogió de hombros, lo cual bastó a Andrew para hacer sus propias conjeturas. Por lo poco que sabía del apellido Linton, creía recordar que el finado, Charles, había sido un aristócrata de clase baja que había muerto algunos años antes. No había que ser muy avispado para deducir que si su esposa había decidido alquilar la casa de la ciudad y retirarse al campo, debía ser porque la viudedad le había traído deudas.

–De modo que no tienen un estilo de vida que pueda adecuarse al ritmo de Londres ¿no es así? –Inquirió Andrew, intentando hacer memoria y recordar la apariencia de alguna de las mujeres, sin éxito–. ¿No tuvo la hija de Eleanor Linton una puesta en sociedad?

–Hace algunos años, sí –concedió Joanna, sin entrar en detalles–. Victoria es una joven carismática y bien educada. Con una… peculiaridad adorable.

–Comprendo.

«No es atractiva» pensó Andrew de inmediato. Cuando su madre, que siempre era sincera, describía a una persona basándose en atributos meramente interiores, sin hacer comentario alguno a su físico, normalmente era porque dicha persona no contaba con atractivo alguno. Tampoco se le pasó por alto el hecho de que la presentación en sociedad de Victoria hubiera sido hace algunos años, lo que le daba otra clara pista a tener en cuenta sobre ella. «Es una solterona», se dijo, puesto que no se había mencionado marido alguno en la conversación y sólo se había hablado de una puesta de largo.

Pobre muchacha. Sin duda iba a sentirse terriblemente perdida e incómoda en compañía de invitadas como Adeline Aldrich y su madre, por no hablar de lo fuera de lugar que muchas de las damas de alta alcurnia, para quienes el linaje lo era todo, iban a hacerla sentir.

–¿Las ha invitado para que pasar un tiempo en nuestra propiedad alivie en cierta manera sus… gastos económicos?

–¡Andrew! ¿Cómo puedes pensar que yo haría algo semejante? –Joanna parecía realmente ofendida–. La presencia de las Linton en nuestra reunión no tiene nada que ver con la caridad.

–Madre, no pretendo ser descortés… ni mucho menos maleducado, y puedes tener por seguro que no faltaré el respeto a las damas Linton si su compañía es tan agradable para ti. –Desde luego, le había educado para que fuera atento con todas las personas, independientemente de la holgura con la que vivieran.

–Puedo entender que te parezca extraño que las haya invitado. –Aceptó Joanna, aunque parecía incómoda ante tanta explicación–. Sé que pueden no tener el perfil del resto de asistentes, pero en el pasado, Charles Linton y tu padre tuvieron una amistad afectuosa y por ello quiero hacer algo por la joven Victoria, ahora que tengo ocasión.

–¿De qué se trata? –Se vio impulsado a preguntar Andrew, que no había conocido a Charles Linton en toda su vida y no recordaba haberlo oído mencionar a su padre.

–Ya lo sabrás. –Joanna sonrió, encantada con mostrar misterio.

–Sabe Dios que no me interesa entrar en tus maquinaciones, madre. Me siento más a salvo quedando fuera de ellas.

Joanna rió delicadamente al mismo tiempo que el cochero cruzaba las verjas forjadas que daban acceso a la propiedad de campo de los Holt en Kent. Andrew sonrió al ver la enorme H labrada que su padre se había empeñado en hacer colocar a la entrada de las rejas principales, asegurando que toda gran casa que se precie debía tener un emblema. Con un suspiro, la mirada del joven abarcó toda la extensión de tierra y cultivos que conformaba el hogar donde había crecido. La añoranza se abrió paso dentro de él, paralizándole unos segundos.

La casa Holt, situada a unos veinticinco o treinta kilómetros del amplísimo bosque en cuya dirección se encontraba Hampshire, estaba formada por dos pisos, con una planta inmensa, resultando más larga que alta en su construcción. Poseía un extenso porche sujeto por dos gruesas columnas y había sido conferida con más funcionalidad que ostentación. Al este, se erigía un invernadero acristalado con una parte expuesta al sol que formaba un coqueto parque redondeado donde crecían árboles frutales y plantas de todas las clases.

Al oeste se hallaba el cuidado establo, que daba a un cercado cubierto donde se podía entrenar y liberar a los caballos para que se ejercitaran. Más allá del mismo, abarcando cuanto la vista alcanzaba, se extendían las zonas de cultivo y plantaciones, que conformaban parte del eje de los negocios agrarios del conde en Kent.

Cuando el carruaje quedó detenido a la sombra de la cochera, un lacayo se apresuró a abrir la puerta y hacer un gesto de reconocimiento a Andrew. El muchacho, cuya librea de color chocolate estaba impecable, se apresuró a peinarse los largos mechones de pelo azabache en una coleta y tomó una expresión tan seria que rayó en lo hostil.

–Bienvenido a la casa Holt, milord.

–Muchas gracias, Josh –respondió Andrew, apeándose de un salto–. Santo Dios, ¿al fin han conseguido imponerte la librea? Creí que siempre te había gustado más encargarte de los caballos.

–Y así es, milord. –El joven se encogió de hombros, manteniendo abierta la puerta del carruaje–. No me quedó más remedio que aceptar el puesto.

Joanna, que en ese momento se apeaba, sujeta de la mano de su hijo, le dedicó al joven empleado una sonrisa maternal de reconocimiento. No en vano, aquel muchacho había crecido al amparo de los Ferris desde mucho antes de que el condado recayera sobre los hombres de Andrew.

–Ascender es bueno –le dijo con cariño–. Y en tu caso, más que merecido.

–Bienvenida a casa, milady –expresó el joven con un leve rubor.

Respetuosamente (y agradecido de poder esconderse por ahí), Josh ayudó al otro lacayo a bajar las maletas mientras Joanna y Andrew salían al sol de la tarde y dejaban atrás la cochera. Llevando a su madre del brazo, el joven conde se dio cuenta de que la casa bullía en actividad. Recibían saludos distraídos a cada paso que daban, puesto que los sirvientes parecían recorrer la propiedad a toda velocidad. Barrían los caminos, cortaban las malas hierbas, recogían las flores marchitas que caían al suelo, preparaban los servicios de aseo para los carruajes, llenaban los abrevaderos para los caballos…

–Es extraño notar tanto movimiento aquí –susurró Andrew, acompañando a su madre a las escaleras del porche.

–Es normal, teniendo en cuenta que nuestros invitados empezaran a llegar al anochecer. –Le acarició el brazo para indicarle que ya podía soltarla–. Lo que me recuerda… que tengo que cambiarme y asegurar que todos los dormitorios estén a punto para nuestros huéspedes.

–Estoy convencido de que Josephine se habrá adelantado a todas tus posibles peticiones, madre, como siempre.

–Naturalmente, como ama de llaves no hay mujer en Inglaterra que sea más exigente que ella. –Le apuntó con un delicado dedo, arqueando la ceja en modo de advertencia–. Recuerda bien lo que te he dicho, Andrew… muestra respeto y cortesía para con todos mis invitados. No es un ruego.

–Es una orden, lo sé. –Le hizo a su madre un respetuoso gesto con la cabeza–. Prometo que seré el perfecto anfitrión, madre. Me mostraré cortés con todas las personas que se alojen bajo este techo, incluidas tus protegidas Linton.

Una sonrisa satisfecha enmarcó el rostro nacarado de Joanna, que le hizo a su hijo una leve reverencia y traspuso el umbral de la casa, dejando que sus pies resonaran en el mármol gris del hall. Mientras la veía alejarse rumbo a la escalera principal, seguramente para comprobar que el equipaje estuviera ya en su aposento, Andrew cayó en la cuenta de algo importante. ¿Cómo podría cumplir la promesa que acababa de hacer, si una gran parte de los invitados le eran desconocidos?

Había nombres que le sonaban pero a los que no podía poner cara, y las Linton eran un ejemplo de ello. Sin percatarse de que quizá estuviera dando más importancia a ese hecho del que tenía, siguió a su madre hasta llegar al primer escalón, haciéndola detenerse en plena subida.

–¿Cómo sabré quiénes son? –le preguntó, ceñudo–. Apenas recuerdo nada de la presentación en sociedad de la hija, y estoy seguro de que jamás conocí al padre para sacar algún parecido.

Por alguna razón, Joanna pareció divertida ante la preocupación de su hijo. Pudo calmarlo fácilmente diciendo que ella le presentaría a todos los huéspedes conforme fueran llegando, pero en lugar de eso, decidió proseguir con el aire enigmático que había caracterizado aquella conversación desde un comienzo.

–Oh, estoy segura de que las reconocerás enseguida. –Su delicada mano enguantada se colocó mejor sobre la reluciente barandilla de la escalera–. Al menos, a Victoria.

–¿Acaso tiene algo que la haga distintiva del resto?

Al ver que su madre se disponía a proseguir el ascenso al segundo piso, Andrew temió que no le dijera nada, ya que su silencio estaba lleno de grotescas posibilidades. ¿La reconocería por tener una nariz demasiado ganchuda? ¿Unas curvas excesivas? ¿Por ser baja o rolliza?

–Es pelirroja –culminó Joanna, perdiéndose de vista al llegar al rellano superior.

Una candidata inesperada

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