Читать книгу Una candidata inesperada - Romina Mª Miranda Naranjo - Страница 12

Capítulo 6

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Claire Ferris había llegado a la propiedad de su familia, en Kent, pasada la medianoche, con la única compañía de un cochero y en un carruaje tirado por dos bayos. Aunque su malévola idea inicial había sido entrar a hurtadillas sin ser vista y retirarse a sus habitaciones hasta el día siguiente, debió haber supuesto que estaba emprendiendo una empresa demasiado arriesgada como para que pudiera llegar a buen término.

Gilly, el lacayo que la había acompañado desde la entrada de rejas hasta la puerta principal, había tenido la osadía de quedarse con ella hasta que el mayordomo disponible (en épocas de grandes celebraciones o reuniones hasta altas horas, como era el caso, solían contratar un segundo mayordomo para que hubiera un reparto equitativo de las tareas) se hiciera cargo de ella y su equipaje. De modo que su madre la había cazado.

En esos momentos se encontraba sumisamente sentada en la mesa de la sala de desayuno, con la mente todavía adormilada y tratando de mostrar en vano una expresión de sumo arrepentimiento.

–¡No solo es el peligro que corrías viajando sola a semejantes horas de la noche, por rutas que ya son difíciles de transitar durante el día, es que además debías tener en cuenta a los forajidos y salteadores de caminos que albergan oportunidades como las que tú les has puesto en bandeja!

La condesa viuda echaba chispas por sus ojos azules, mirando a su hija como si quisiera dar gracias de que estuviera sana y salva al mismo tiempo que deseaba estrangularla ella misma. Apenas lo había creído cuando el señor Bolton la había informado de que la joven Claire aguardaba tras la puerta. Se había quedado estática, incrédula. Aún no sabía de dónde había sacado el aplomo para pedir disculpas a sus invitados y salir de forma sigilosa para recibir a su hija, que se mostró ante ella con equipaje y atuendo de viaje y sin el menor rubor en las mejillas.

–Al menos podrías haber dejado que me quedara a la cena –masculló Claire, levantando débilmente la cabeza.

–¡Oh, desde luego que sí, querida! –ironizó Joanna, golpeándose la falda con las manos abiertas–. Ya que habíamos despertado al servicio para que se encargara de disponer tu aposento, bien podríamos haberles hecho trabajar más ordenándoles tu baño de burbujas y el planchado de uno de tus vestidos ¿no es así?

La cabeza de Claire volvió a caer, esta vez, hasta que su barbilla le rozó el inicio del pecho. De nada había valido decirle a su madre que su única intención había sido reunirse con ellos cuanto antes, y que la deshora y la intempestiva llegada que había protagonizado no había sido planeada de antemano. De hecho, se trataba de todo lo opuesto. Su mejor amiga, Betina Hildegar, que tenía previsto organizar una soirée ese fin de semana había caído enferma de gripe de la noche a la mañana, con lo que el evento había sido inmediatamente cancelado. Los padres de la joven incluso habían escrito una carta de disculpa destinada a la condesa viuda por los inconvenientes ocasionados.

Aunque lamentaba la pérdida de salud de Betina, Claire se había mostrado irascible al enterarse de que los planes habían sido cancelados. No le había resultado fácil convencer a su madre de que partiera a Kent dejándola en Londres con la única compañía de los empleados de la casa, por muy de confianza y respetables que estos fueran. Joanna se había visto impulsada tanto por el enorme deseo de su hija de participar de las diversiones de la ciudad, como por los años de amistad que la unían al matrimonio Hildegar, con el que mantenía una muy estrecha relación.

Sin embargo, y por mucha misiva de excusas que estos hubieran presentado… la furia por la manera en que su hija había llegado a Kent estaba más que justificada en su razonable opinión.

–Ha sido terriblemente descortés de tu parte no avisar antes, Claire –prosiguió.

–Madre, no tuve tiempo de hacerlo. Ayer mismo por la mañana, cuando visité a Betina, me informaron de que había enfermado durante la noche y que la soirée estaba anulada. Pensé que actuaba bien viniendo cuanto antes. –Tanteó, no demasiado convencida–. ¿O habrías preferido que me quedara sola en Londres más tiempo del estrictamente necesario?

–Lo que no quería, desde luego, era que se armara un jaleo a esas horas de la madrugada. Un lacayo que tuvo que volver al trabajo, dos doncellas arreglando el dormitorio y Josephine encargándose de la cena.

Claire hizo un mohín, pensando para sí misma, otra vez, que si la hubieran dejado quedarse en el comedor al llegar la señora McKan no habría tenido que volver a sus labores para prepararle otra bandeja. Al pensar en todas las personas a las que había molestado cuando ya habían acabado sus horarios de trabajo, se le hizo un nudo de vergüenza en el estómago y comprendió mejor a su madre. Nadie le había puesto mala cara e incluso habían parecido contentos con su llegada, pero aún así… eran personas y merecían su respeto.

Arrugó el entrecejo «bueno, no parece que todos se hayan alegrado… si Gilly ya se había retirado, sin duda otro lacayo debía estar de guardia durante la cena». Un lacayo que debía haber sido el responsable del trato inmediato recibido por sus bayos… y que se había esforzado mucho en no darle la cara todavía. «No vas a poder esconderte de mí siempre, eso te lo aseguro».

–Lo que importa es que logró llegar sana y salva –comentó una voz masculina a espaldas de Claire y Joanna, sacándola de sus cavilaciones–. Desde luego, su aparición resultó la comidilla durante el resto de la cena.

Andrew, que llevaba un rato hojeando el periódico mientras tomaba su café de la mañana, decidió intervenir en ese momento. Aunque admitía estarse divirtiendo profundamente con los intentos de su hermana por parecer merecedora de piedad, no quería que su madre exagerara con su riña desde una hora tan temprana. Además, los olores a bacón, huevos gratinados y gachas procedentes de las bandejas que Josephine había depositado sobre las repisas calientes le recordaban el hecho de que no podría disfrutar de comida sólida hasta que ambas damas ocuparan sus lugares en la mesa.

Y ya empezaban a temblarle las manos por causa de las dos tazas de café que había tomado para intentar aquietar el apetito de su estómago, que rugía de forma poco caballerosa.

–Deberíamos disfrutar de nuestro último desayuno a solas y en familia –comentó, echándose hacia atrás el rebelde mechón castaño que siempre le caía sobre la frente–. Los huéspedes terminaran de llegar hoy, con lo que mañana tendremos que abrir el salón para hacer las comidas acompañados.

–¿Todas las comidas? –Se alarmó Claire que expresó su descontento con un bufido muy poco femenino–. Perderemos totalmente nuestra intimidad.

–Imagino que de eso se trata. –Andrew dobló el periódico, encogiéndose de hombros–. Al tener invitados, se supone que queremos pasar con ellos el mayor tiempo posible.

Joanna se giró hacia él, mirándole con un mohín de claro disgusto y haciéndole cerrar la boca de improviso. Maldita sea, pensó Andrew, ¿por qué se habría metido, con lo a salvo que estaba leyendo y pasando desapercibido? Ahora le tocaría recibir su parte de chaparrón.

–Es curioso que defiendas tanto los derechos de los invitados, cuando anoche te comportaste de esa forma tan poco decorosa con prácticamente todos los asistentes al buffet.

–Madre… me pediste que interactuara con todos en igualdad de condiciones. –Haciendo caso omiso al temblor de sus dedos, se sirvió otro café–. Y eso fue exactamente lo que hice al acercarme para hablar con las Linton.

–Andrew, acudiste a una zona apartada del salón con la señorita Aldrich del brazo, haciendo completamente a un lado al resto de invitados. –Joanna lanzó un exasperado suspiro, llevándose la mano a la sien–. Afortunadamente logré convencer a Adeline de que me acompañara a saludar a su madre para que se apartara de ti.

–Dudo mucho de que nadie haya calculado el tiempo que la señorita Aldrich estuvo en mi compañía como para encontrarlo indebido. –Aquella situación empezaba a mermar la capacidad de contención de Andrew–. Y aunque hubiese excedido los límites, no estábamos a solas.

–Adeline Aldrich es capaz de sentir que tiene derecho a una proposición de matrimonio incluso si le deseas salud después de estornudar –apostilló Claire, levantando graciosamente la nariz–. Ha sido educada para ello.

–Aunque no estoy de acuerdo en absoluto con la forma en que lo ha expresado tu hermana… tiene razón. –Joanna se aproximó a la mesa y su hijo se puso respetablemente en pie mientras ella se sentaba–. Si aún no estás seguro de a qué dama cortejar… y ciertamente no debes estarlo cuando no has prestado atención a otras, harías bien en no alentar posibilidades que luego no quisieras satisfacer.

–¡Vamos, por Dios santo! Yo no he alentado a la señorita Aldrich. –Se quedó de pie, dejándose llevar por la incomodidad del momento–. Me limité a saludarla y luego no pude verme libre de ella.

–Educada para ello –repitió Claire, sirviéndose un bollo de la fuente central de la mesa–. ¿Y quiénes son esas Linton? No hacéis más que nombrarlas.

–Además, madre… si me acerqué con tanta prontitud hacia ese condenado rincón de la sala fue para reiterar mis disculpas a la señora Linton y su hija por haberme presentado ante ellas con las ropas de un jornalero.

Claire dejó el bollo a medias y levantó los ojos, con la malicia y la curiosidad bailando en sus pupilas. Abrió la boca para interrogar a su hermano sobre los inescrutables caminos que podrían haberle llevado a lucir atuendo semejante, pero se vio interrumpida por Joanna, que alzó la mano en su dirección, rogándole que se mantuviera al margen. La muchacha arrugó el entrecejo, decidiendo que se centraría en calmar el apetito, habida cuenta de que nadie parecía prestar atención a sus preguntas.

–Andrew… intenta abrir más el abanico de tus expectativas, ¿de acuerdo? –Joanna procedió a untar una tostada con la olorosa jalea que llenaba un cuenco de porcelana china–. Déjate ver por todas las invitadas y comparte agradables momentos puntuales con todas ellas. –Dio un mordisco, limpiándose la comisura de los labios con la servilleta de hilo–. Pero eso sí… siempre de forma apropiada y decorosa.

El aludido hizo una leve inclinación como muestra de aprobación, y por fin se acercó a la mesa caliente para servirse una buena ración de comida, aunque lo cierto era que su frustración había llenado gran parte del espacio destinado a comer. Rememoró las palabras de su madre, comparándolas con el estrepitoso fracaso de la noche anterior. ¿Cómo iba a tener agradables conversaciones si sus interlocutoras eran, por ejemplo, como Victoria Linton? No había podido olvidar los desplantes que la joven de cabello encendido le había hecho, ignorando prácticamente sus disculpas y quitándole toda importancia.

Se había retirado a la mesa de refrigerios con Bernard Chamber sin pararse a pensar si él, el anfitrión de la velada, había terminado la conversación. ¿Acaso le costaba mucho mostrarse educada? ¿Le era tan desagradable su compañía que apenas le era posible mirarlo? Había advertido claramente que la joven tenía la vista perdida durante prácticamente todo el interludio que habían compartido. Su osadía en las respuestas, en los gestos, le había tenido enervado durante toda la noche. «Un animal nunca te hace sentir menos que él por convencionalismos o posesiones materiales» ¿y ella lo decía? ¿Ella, que había rechazado las excusas de un conde? ¿Que había dejado muestras claras de que la opinión que tenía de él no podía ser más deplorable sin motivo alguno?

Se había pasado la noche dando vueltas, tratando de dilucidar qué pecado podría haber cometido para que Victoria Linton se asqueara tanto en su presencia. Los únicos momentos de sueño con que había contado habían estado llenos de pesadillas donde los brazos de Adeline Aldrich se transformaban en serpientes que envolvían su cuerpo sin dejarle escapatoria.

–Creo que he terminado de desayunar por esta mañana –exclamó, levantándose de súbito–. Con permiso, daré un paseo por el jardín antes de que se llene del frufrú de las faldas de las invitadas.

–Ten presente ser cordial con todo el mundo, Andrew –insistió Joanna–. Dedica tiempo y respeto por igual a todos los huéspedes. Los condes de Holt siempre hemos podido presumir de nuestra hospitalidad, no lo olvides.

Con un asentimiento, Andrew emitió un silbido bajo y Harvey salió de debajo de la mesa, trotando a su lado ajeno a las miradas asombradas de Claire y Joanna que, hasta ese momento, no se habían percatado de su presencia.

–Creo que yo tampoco voy a tomar nada más. –Claire sonrió, apoyando los brazos en los respaldos de la silla con claro ademán de levantarse–. Con permiso madre, voy a…

–Ni se te ocurra. –Un ademán bastó para que volviera a dejarse caer en el asiento–. Todavía no hemos terminado de aclarar los motivos que te indujeron a cruzar medio Londres de madrugada y a solas en un carruaje sin vigilancia.

Claire suspiró y bajó nuevamente la cabeza, mientras su madre proseguía su diatriba sobre el decoro, el orden y la moral de una señorita decente cuyo comportamiento dejaba claramente que desear. Perdiéndose en sus pensamientos para no volverse loca dando excusas que ya había expuesto, pensó en Josh, y en su repentino afán por esconderse de ella. Sus ganas de verle aumentaron y decidió, mientras era protagonista de una reprimenda épica, que iba a arrancarle de cuajo toda la cobardía a la que había decidido agarrarse.

Una candidata inesperada

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