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Viaje a Liiwa

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–Mañana tenemos que visitar sin falta Liiwa, tu lugar de nacimiento –dijo Roberts.

Liiwa había sido la segunda estación misionera fundada en el país.

–Para cubrir esta distancia antes los misioneros necesitaban unas dos semanas –nos dijo Gatai, en relación con el trayecto que íbamos a emprender–. Solía ser una caravana de hasta treinta hombres de carga. La señora, tu madre, generalmente viajaba en una hamaca. Yo siempre los acompañaba, ya que conozco esa región –explicó.

Ahora, con auto, podían cubrirse en solo dos horas los 110 kilómetros hasta la ciudad de Gbarnga, la capital de la provincia. Allí tuvimos que dejar el vehículo, porque solo por senderos de densa selva se podía llegar hasta la antigua estación misionera: Liiwa. Gatai era de esta zona. Para mi gran sorpresa y consternación, se quitó súbitamente toda la ropa y se quedó solo con un taparrabos –llamado lappa entre los nativos–, la vestimenta natural de su tribu.

–No me entenderían de otra manera –fue su comentario, ingenuo y seco, al notar mi sorpresa.


Estación misionera Liiwa (1935).

La agotadora caminata, cuesta arriba y en el calor del mediodía, me exigía al máximo. Gatai, por su parte, caminaba ágil y liviana a mi lado, entreteniéndome con recuerdos, a la vez que se empeñaba con solicitud en ayudarme, cuando mi calzado quería resbalarse en los húmedos puentes, llenos de moho, construidos con troncos de un árbol.

Inesperadamente, el bosque se abrió y salimos a un claro, una plataforma que permitía la vista sobre un vasto valle. Sobre una colina cercana se veía una alargada choza de barro, con techo de paja.

–Esa es nuestra escuela, la escuela de la Misión –dijo Gatai con orgullo.

Tres docenas de alumnos formaban una fila ordenada junto a su maestro y sobre ellos flameaba la bandera de Liberia. Era evidente que nos habían estado esperando. Cada uno vestía camisa y pantaloncito, y todos ellos tenían una Biblia en la mano.

–¿Cómo sabían ustedes que vendríamos hoy? –le pregunté al maestro.

–Oh, Míster Bubele, Recibimos la noticia con un mensaje del tambor que nos enviaron desde Konola –me explicó.

Giré y miré a los ojos de Gatai buscando comprender aquella respuesta. Mientras me miraba, murmuró con algo de vergüenza:

–Sí, Míster Bubele, fui yo.

Evidentemente había sido ella la que, sin consultar a Míster Roberts, hizo los arreglos para pasar el mensaje de aviso a su tribu mediante un código basado en el tambor.

El maestro de la escuela resultó sorprendentemente bien informado sobre el desarrollo histórico de las misiones adventistas en el país.

–Como parte de la enseñanza para los niños repetimos cada semana la historia de los pioneros. Cada niño sabe de memoria en qué forma se establecieron las diferentes estaciones misioneras. ¿Quiere escucharlo? –me preguntó.

Con visible satisfacción, llamó a un alumno de entre las filas y este repitió con voz clara cómo había sido la llegada del misionero Massa Noltze, en una barcaza, a la costa de Liberia. Era evidente: la trasmisión oral consecuente había logrado conservar cada uno de los detalles del pasado.

¡Impresionante! Escuchar de labios de un niño liberiano el relato de cómo mis padres habían arribado a su país fue algo conmovedor. ¡Estaba fascinado!

La casa principal de los misioneros en Liiwa ya no existía. Había sido incendiada y destruida por los hechiceros de la tribu de los Kpelle –un grupo étnico de la zona– a mediados de los años treinta. Pregunté a Gatai por el sitio.

–Conozco perfectamente el lugar donde ha estado ubicada la “gran casa blanca”, pero ahora está todo invadido y cubierto por los matorrales de la selva –me respondió.

De todas maneras, no me rendí e insistí:

–Quisiera ir a ese lugar, vayamos a esas ruinas, por favor.

Con machetes, algunos hombres de la zona nos abrieron laboriosamente el camino. Cuando llegamos, comprobé que Gatai estaba bien informada. Me encontré parado frente a los restos carbonizados de lo que alguna vez había sido mi lugar de nacimiento: allí estaban los hierros retorcidos y oxidados de la cama de mis padres, una cocina de hierro fundido con una todavía legible inscripción de “Stuttgart” y un pequeño montículo más alto y extendido de cenizas de lo que había sido una gran casa hecha de troncos.

¡Había llegado a la meta de mi viaje! Este había sido el desafío: las expectativas se habían cumplido. No sé durante cuánto tiempo permanecí en cuclillas, ensimismado, recordando lo que había sido y lo que ya no era más...

–No estés triste... –dijo Gatai con voz suave.

–Gracias –fue lo único que logré musitar.

Estaba emocionado ante estos mudos testigos. Ellos me hacían recordar a los intrépidos pioneros, quienes habían venido a este país para traer al pueblo liberiano el mensaje de un Redentor que los ama. Entre ellos estaban mis propios padres. Su confianza en Dios había sido más fuerte que el temor a los nativos incivilizados; más fuerte que el miedo a la selva, los animales salvajes y al calor tropical. Habían puesto fundamentos, con la certeza de que, con la ayuda de Dios, otros se encargarían de la cosecha.

Con el tiempo, las estaciones misioneras –sencillas, aunque bien organizadas– se desarrollaron. Seminaristas nativos, hijos de la misma tierra, fueron entrenados como pastores y continuaron con la labor. De los vacilantes comienzos resultaron escuelas reconocidas, una universidad, un hospital y una gran cantidad de iglesias adventistas en todo el país.

Más allá del ayer

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