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Prólogo
Оглавление“No tenemos nada que temer en el futuro,
a menos que olvidemos la manera
como el Señor nos ha guiado en el pasado”
Elena de White, Notas biográficas
(Buenos Aires: ACES, 2013), p. 193.
Quien logra hacer un alto en la estresante vida moderna para echar un vistazo a su propio pasado descubre, con sorpresa, que esa mirada retrospectiva enriquece sensiblemente. Inspira a comprender muchos de los enfoques que ha dado a su vida y permite interpretar una serie de decisiones que inconscientemente ha tomado.
El pasado no puede borrarse de nuestra mente, sino permanece resguardado en ella en el subconsciente. Y, desde allí, trabaja generando nuestro carácter y plasmando nuestra personalidad. Se trata de un proceso continuo: mientras más años dejamos atrás, más vivencias se acumulan. Con el correr del tiempo nos alcanzan nuevas impresiones que desplazan –inadvertidamente– experiencias anteriores al infinito del subconsciente.
Suponemos que dichas experiencias se han perdido, pero no es así. Están almacenadas y de ninguna manera inactivas. Se encuentran depositadas en una red sofisticada de archivos de la mente, están permanentemente a disposición para influenciar nuestras decisiones. El pasado dispone las herramientas para que estructuremos el presente.
Fue Salomón quién dijo: “Instruye al niño en su camino, Y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Prov. 22:6).1 Hacemos bien en prestar atención a los eventos del ayer: estos nos ayudan a entender el presente.
En el pasado, las experiencias de misioneros enviados a tierras lejanas ha sido un tema que ha cautivado, como pocos, a creyentes cristianos de distintos lugares y denominaciones. En línea con esto, en las primeras décadas del siglo XX una serie de sociedades misioneras del centro y del norte de Europa enviaron voluntarios a países de ultramar. Una de ellas fue la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
Liberia, un país de África Occidental, fue el destino señalado para uno de los barcos que partió desde el puerto de Hamburgo. Aquella nave llevaba a personas jóvenes de habla alemana que habían aceptado el desafío de proclamar el evangelio a hombres y mujeres de otras culturas. Los registros cuentan de nombres como Rudolf Helbig y su esposa, Elisabeth –tras cuya muerte, el misionero se casó con Erna, con quien continuó la labor–, Ernst Flammer y su cónyuge Hanny, Rudi Reiter y el matrimonio conformado por Karl Noltze y Clärle.
Claro que ellos no estaban solos: las oraciones de sus iglesias los acompañaban. Es que los proyectos en los campos misioneros distantes fueron considerados, al mismo tiempo, proyectos de las iglesias que enviaban a los voluntarios. Todos y cada uno de los miembros se sentían parte del cometido. De hecho, había en el calendario eclesiástico un momento culminante: las visitas de estos misioneros a su país de origen y el relato de sus experiencias. Aquello significaba un impulso espiritual para las iglesias.
Hoy en día los tiempos han cambiado. Las culturas han evolucionado. El hombre mismo se ha ido transformando.
Actualmente, el evangelio no resulta atractivo para el europeo promedio, un individuo secularizado que difícilmente reconoce la existencia de Dios. Sin embargo, no fue en vano lo que se hizo en el pasado: “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás” (Ecl. 11:1).
El crecimiento espiritual de aquellos países donde se esparció la semilla es palpable. La cosecha está madura. Las pequeñas capillas de la selva se han transformado en iglesias. Y de las estaciones misioneras resultaron escuelas, academias e instituciones médicas.
Los frutos, claro, también incluyen vidas transformadas: no son pocos los predicadores religiosos que han surgido de esos campos misioneros tan distantes de nuestras latitudes. Así, se continúa un círculo virtuoso: los mismos predicadores traen a la memoria de los europeos los valores cristianos que décadas atrás les fueron enseñados.
El libro que está en tus manos tiene la intención de volver a iluminar el pasado. Lleva el deseo de trasmitir a la generación actual las experiencias de aquella época, con el fin de que estas vivencias sirvan como un impulso para la iglesia. Así, los creyentes actuales podrán nutrirse del legado de los misioneros. Estas páginas también abrigan la esperanza de que los jóvenes encuentren, en los desafíos y las vivencias de los pioneros, sentido e inspiración para sus propias vidas. Finalmente, pero no menos importante, este libro busca servir como motivación para ti y para mí, para que podamos mantener una fe firme y sólidamente fundamentada.
Fue Dios mismo quien señaló la necesidad de conservar recuerdos. Según el relato de la Biblia, al finalizar el Éxodo, fue él quien ordenó a Josué, el líder de Israel, la erección de dos monumentos como recordatorios de la travesía milagrosa por el río Jordán. Mientras las aguas de este aún eran detenidas por Dios, doce rocas debían ser apiladas como recordatorio perpetuo en medio del lugar. Un segundo monumento –también con doce rocas– debía ser construido en la orilla, lejos de las aguas del río.
“Y habló a los hijos de Israel, diciendo: Cuando mañana preguntaren vuestros hijos a sus padres, y dijeren: ¿Qué significan estas piedras?, declararéis a vuestros hijos, diciendo: Israel pasó en seco por este Jordán. Porque Jehová vuestro Dios secó las aguas del Jordán delante de vosotros, hasta que habíais pasado, a la manera que Jehová vuestro Dios lo había hecho en el Mar Rojo, el cual secó delante de nosotros hasta que pasamos” (Jos. 4:21-23).
Los valores divinos son inmutables. Las culturas cambian y se adaptan. Las sociedades se modifican. Los objetivos de movimientos religiosos pueden incluso descarrilar. Pero, a pesar de todo, el amor de Dios hacia el ser humano se mantiene inamovible. Las aspiraciones humanas y las obras son limitadas, tanto por las estructuras como por el tiempo. El Eterno es permanente. Por ello es valioso trasmitir lo vivido junto con Dios: porque estas experiencias se mantienen vigentes independientemente del tiempo y del lugar.
La descripción de los comienzos de la misión en la inhóspita selva de Liberia es impresionante. La búsqueda de contactos con los aborígenes llevaba a los misioneros muchas veces hasta los límites mismos de lo que era aceptable. Barreras lingüísticas y diferencias culturales se levantaban como muros insuperables para aquellos voluntarios en tierra remota. Los malentendidos y una total falta de comprensión de parte del pueblo local los acompañaban constantemente. Los nativos no estaban en condiciones de aceptar los aparentes errores de los extranjeros en relación con sus costumbres.
Por el contrario, preocupados por la pérdida de su poder, los brujos, los “diablos del pueblo” y las sociedades secretas incitaron los ánimos de los locales en contra de los misioneros. Estos “blancos” eran para ellos, en realidad, ¡las almas resucitadas de sus antepasados muertos! Aquel era un obstáculo místico severo, el cual exigía no poco tacto para ser enfrentado y desarraigado.
Resulta inspirador observar cómo, a pesar de todo, estos hombres y mujeres paganos de la selva, apegados de manera ingenua y ciega a la superstición de su cultura, abrían paulatinamente sus corazones. Humildemente y tocados por el mensaje de salvación, cientos de ellos encontraron el camino a la fe cristiana y al bautismo.
Una vez que el africano se decidía por el evangelio de Cristo, se convertía en un discípulo fiel hasta la última consecuencia. Este hecho ayudó a la expansión del evangelio una vez que los misioneros dejaron Liberia, ya que los conversos locales, quienes previamente habían sido capacitados, continuaron con la obra en los pueblos vecinos.
Además de la resistencia de muchos locales al mensaje del evangelio, Liberia presentaba desafíos propios de su geografía. Los peligros de la selva, emboscadas, el calor constante, las enfermedades y privaciones de todo tipo a las que fueron sometidos los pioneros son motivos suficientes para valorar su tarea. ¡Qué tremenda dedicación mostraron, sin vacilar, con el único fin de predicar el evangelio! ¡Qué manera de poner en un segundo plano su bienestar físico y sus necesidades personales! La alimentación era desequilibrada, la higiene mínima y su salud, muchas veces, estuvo severamente comprometida. Los diarios que con tanto esmero escribieron están colmados de situaciones que reflejan cómo solo con la oración y tomados de la mano de Dios lograron sobrellevar los constantes imprevistos. Así, ellos crecieron espiritualmente y se convirtieron en verdaderos pilares de fe de la nueva comunidad de creyentes.
Como hijo de estos misioneros, muchas de las experiencias mencionadas han sido parte de mi propia vida. Liberia, donde nací, está íntimamente entrelazada con mi infancia. La selva, el idioma y sobre todo el alma africana, que fueron parte de mis primeros años, han dejado sus huellas.
Hace algunos años tuve que viajar desde Buenos Aires, la capital de Argentina, hacia Europa. Y por aquellas marcas que Liberia había dejado en mi infancia, decidí aprovechar la escala en suelo africano y pasar un tiempo en mi tierra natal. Aquel fue un viaje sorpresivo, improvisado, sin ningún tipo de planificación a un lugar que por mucho tiempo no había pisado.
No tuve que esforzarme demasiado para evocar los recuerdos de mi infancia. Y no solo por lo que fluía naturalmente de mis pensamientos, sino también por una particular costumbre que encontré en la escuela primaria local de Liiwa, la estación misionera en la que nací. Allí, los domingos por la mañana todos los alumnos de la escuela asistían a una clase de enseñanza religiosa. Antes de esto, sin embargo, se seguía fielmente una rutina: relatar de memoria la historia de los misioneros adventistas en Liiwa y en el resto del país. Cada uno de los alumnos repetía una parte, comenzando con la llegada de los primeros misioneros a la costa de Liberia y siguiendo progresivamente hasta el presente.
Evidentemente, estaba en presencia de una transmisión oral fiel –palabra por palabra– de todos los detalles del pasado. Con visible satisfacción, el director de la escuela me presentó este logro didáctico de sus alumnos.
Esta experiencia tan singular generó un impacto en mí. El tipo de impacto que lleva a la acción: decidí conservar también –en este caso por escrito– el desarrollo histórico de las misiones de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en Liberia.
Los hechos reales que relata este libro son extraídos de un sinnúmero de páginas de diarios personales, notas informales, manuscritos y registros, como así también de artículos y otras publicaciones en revistas de la Iglesia Adventista, tanto en Alemania como en los Estados Unidos. También fueron empleados otros documentos complementarios, como informaciones oficiales enviadas a la Sociedad Misionera en Hamburgo y a la sede de la Asociación General en los Estados Unidos, cartas a iglesias, a los amigos y a la familia.
Por último, hay una gran cantidad de fotos y un reciente documental audiovisual que retratan gráficamente los eventos descritos en el libro.
Quiero expresar una palabra de sentido agradecimiento a Noemí, mi esposa. Ella no solo apoyó sin reservas mis horas de ausencia, empleadas en la selección de los documentos, sino que también me acompañó durante el proceso de lectura y la estructuración de los manuscritos.
Igualmente agradezco a mis dos hijos por su apoyo: a Eroll, por su bien lograda filmación de los comentarios de su abuelo Karl; y a Ariel, por los oportunos consejos en la configuración del libro.
Gracias también a Franz Mössner, editor del Top Life Center Vienna (casa publicadora situada en Austria), por su apoyo profesional para facilitar la publicación de este libro.
Pero, por sobre todo, gracias al Señor del cielo, que permitió que las vivencias excepcionales de nuestros misioneros puedan revivir una vez más y sean accesibles al lector.
Ronald K. Noltze, marzo de 2016.
1 Los versículos bíblicos citados en el libro corresponden a la versión Reina–Valera 1960.