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Capítulo 2

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Los fines de semana siempre eran muy ajetreados para Jonah, sobre todo ahora que se acercaba el verano. Los días de mayo en la costa catalana eran temperados y agradables, cosa que se notaba en la afluencia del restaurante. Además, había elegido un enclave privilegiado, lo suficiente cerca de Barcelona como para que no resultara pesado ir hasta allí y, a la vez, un poco lejos como para ser un pueblo tranquilo. Le gustaba Canet de Mar, era un bonito lugar para vivir, a pesar de que su familia disintiera y prefiriera la gran ciudad, moderna y cosmopolita.

Los días de Jonah acostumbraban a empezar a las seis de la mañana, cuando el despertador sonaba y se levantaba para salir a correr. Después de un buen desayuno era momento de la visita al mercado local para poder comprar productos frescos y de buena calidad. Le encantaba su trabajo. Su madre siempre decía que nació con un cucharón en la mano, ya de pequeño era sumamente exigente con las comidas y nunca se cerró a probar cosas nuevas, de hecho, adoraba los nuevos sabores, las texturas, las mezclas… ¡Le encantaba experimentar!

Compaginó la carrera de Turismo con un trabajo mal pagado en la cocina de un restaurante fusión, donde aprendió muchas cosas, en especial todo aquello que no se debía hacer. Después llegó un Erasmus que lo llevó de vuelta a sus orígenes. A pesar de que de griego solo le quedaba el apellido y un extraño gusto por las cosas agrias, poder estudiar en el país de sus antecesores fue una grandísima experiencia. Al regresar de ese año en tierras griegas le llegó una gran oportunidad de aprender con uno de los mejores chefs del país. Al final todo ese conocimiento y pasión desmedida cultivado a lo largo de los años, ahora se traducía en uno de los restaurantes más prósperos de la costa del Maresme.

Jonah ojeó el reloj y alzó la mirada en dirección a la puerta, hizo la cuenta regresiva mentalmente y justo cuando llegó al cero esta se abrió dando paso a Víctor, uno de sus mejores amigos a la par que uno de sus peores trabajadores.

—Me duele la cabeza —advirtió el chico, antes de que Jonah pudiese decirle nada.

Jonah mantuvo el silencio, ya que había decidido ignorarlo, encendió la cafetera y, a pesar de no ser su trabajo y sí el de Víctor, aprovechó para repasar que no faltara nada en las neveras de las bebidas.

—Oye —dijo Víctor acercándose y sentándose, como si el trabajo no fuera con él—, ¿cómo terminó la historia con el tipo ese del cochazo? ¿Ha vuelto a llamarte?

—¿Has avisado a Lucía de que tenía que venir una hora antes? —le preguntó Jonah, con su agenda entre las manos.

—Sí —confirmó Víctor, mientras se rascaba los ojos como si pretendiera sacárselos de las cuencas.

—La semana que viene empezaremos a hacer las entrevistas para coger refuerzos para el verano, yo necesito mínimo dos personas en la cocina, ¿qué necesitas tú aquí fuera? —siguió Jonah.

—¿Puedo pedir lo que me dé la gana? —inquirió Víctor, dejándose en paz los enrojecidos ojos y mirando con la ceja alzada de manera pícara a su amigo.

—Siempre que no sea descabellado… —murmuró Jonah, agachado reorganizando la parte baja de un armario.

—Dos chicas —soltó Víctor con socarrona sonrisa y haciendo el gesto internacional de «grandes pechos», a pesar de que Jonah no pudo verlo.

—Ajá… —siguió el otro, cerrando el armario y dirigiéndose a la cocina, mientras continuaba hablando, esperando que su amigo lo siguiera o, al menos, hiciera el amago de ello—. ¿Solo dos camareros nuevos? El verano pasado dijiste que te faltaban manos…

—No me has entendido —dijo Víctor con resignación desde el comedor—. Joder, Jonah, es que contigo no merece la pena ni intentar hacer bromas —bufó, entrando en la cocina donde Jonah ya se había puesto un delantal y estaba empezando con su obsesivo ritual de limpieza, a pesar de que la cocina estaba impoluta.

—¿El qué era una broma? —demandó Jonah mirándolo confundido—. ¿Necesitas dos camareros o no?

—Tres —resopló Víctor, y dándose por vencido cogió uno de los delantales, fastidiado—, no, mejor que sean cuatro, a poder ser con experiencia.

—Hablaré con Ina.

—Ina, Ina, Ina… Parece la dueña de esto —murmuró entre dientes Víctor.

—No te metas con mi hermana —dijo Jonah molesto.

—Tu hermana es una bruja —soltó de tal manera que no admitía discusión—. Cada vez que viene al restaurante algún camarero coge la baja por depresión.

Jonah meneó la cabeza mientras rebufaba. Cierto que Ina era un tanto… fría. La verdad era que tenía cero mano izquierda, y era bastante brusca diciendo las cosas. Pero era su hermana. Si él había nacido con un don para los fogones, Ina lo había hecho para las finanzas. Se fiaba de ella, y sus decisiones siempre terminaban siendo acertadas, por eso Jonah había delegado en su hermana parte de esa tediosa faena que era dirigir el restaurante. No quería desentenderse del todo, pero sí le resultaba un trabajo nada estimulante, y a pesar de estar siempre al tanto de todo, traspasaba a Ina algunos de los asuntos. A él lo que le gustaba era cocinar.

—Señor Katsaros. —Ambos amigos se vieron sorprendidos por una tímida voz que llegaba de la puerta trasera.

Jonah dejó el trapo sobre la encimera y fue a abrirla, Oriol apareció tras ella sonriente, sudado y cargado con cajas. Jonah alargó las manos para hacerse con parte de ellas y aligerar el peso al muchacho.

—Víctor, encárgate de las cosas de nevera —pidió Jonah, mientras él dejaba las verduras sobre el mostrador metálico—. Vaya, esto es genial —exclamó, cogiendo unas grandes y redondas berenjenas que solo les faltaba brillar para ser consideradas una joya.

—Señor Katsaros… —dijo de nuevo Oriol, entrando en la cocina tras el dueño de la misma—. Mire… —continuó el chico, alzando una caja de cerezas—. Están muy buenas.

Jonah se sorprendió, no las había visto cuando había pasado por el mercado, pero la verdad es que se veían gordas y jugosas, ¡perfectas! Oriol sabía que a Jonah le encantaban las frutas de temporada, por eso había añadido una caja para el restaurante a pesar de que no la hubieran pedido.

—¿Quieres un trozo de ravani? —ofreció Jonah, hacía mucho tiempo que Oriol y él se conocían y sabía a la perfección la pasión del chico por los dulces, en especial por ese pastel en concreto—. Y un café —añadió a su ofrecimiento, recordando que la cafetera ya estaba encendida.

—Gracias —dijo Oriol, siguiendo a Jonah por la cocina para pasar a través de la puerta abatible hasta el comedor.

Katsaros era un restaurante pequeño pero deslumbrante. Afincado en un antiguo edificio de estilo modernista a pocas calles del mar. Su fachada era, en sí sola, una auténtica obra de arte, y el interior no se quedaba atrás. Cuando Jonah se hizo con la propiedad decidió mantener la originalidad y el estilo en todo su esplendor, no había querido quitarle nada de alma a esa construcción que a veces parecía tener vida propia. Era un pensamiento irracional que derivaba de sensaciones que tenía a veces, cuando estaba a solas entre esas paredes. Como si quisieran hablar y contarle su historia, que a buen seguro la tenía.

Terminó de preparar el café y lo dejo frente a Oriol, junto con un trozo de ravani recién cortado. De la cocina llegaban exclamaciones y maldiciones de Víctor, sobre el frío que hacía dentro del frigorífico. Jonah lo ignoró.

—¿Cómo está tu padre? —le preguntó al muchacho, jugueteando con el cordel de la bolsita del té, haciéndola ascender y descender por turnos.

—Mejor, nos han dicho que le darán el alta durante esta semana que entra.

—Me alegra —suspiró Jonah—. Ahora deberá tomarse las cosas con calma.

—Eso es lo que le decimos, pero ya lo conoces… Para que estuviera quieto lo deberíamos atar a la cama.

Jonah soltó una carcajada imaginando al viejo señor Torras maldiciendo a sus vástagos mientras ellos trataban de inmovilizarlo. Había almas que eran inquietas por naturaleza. Sacó la bolsita de té y la arrojó a la basura antes de dar el primer sorbo cuando Víctor sopló con fuerza en su oído, haciendo que diera un bote que casi derramó todo el contenido de la taza.

—¡Serás gilipollas! —gruñó Jonah.

—¡Ooohh! El jefe ha dicho una palabrota —se burló Víctor, sacándole la lengua al muchacho de la tienda—. Anda que ofreces… —se quejó, señalando el café.

—No sabía que te tuviera que dar permiso para saquearme la despensa —se quejó Jonah.

Puede que las mañanas fuesen un tanto relajadas y distendidas, sin embargo, después la cocina se volvía un caos, un ir y venir de un lado a otro, el olor de las especias, el calor de los fuegos y los hornos, el cansancio que se iba acumulando en el paso de las horas. Ese agotamiento era la recompensa por un trabajo bien hecho. Cuando terminó el turno de cenas y el restaurante se cerró, todavía aguardaba el laborioso momento de la limpieza, poco a poco los trabajadores fueron marchándose y, al final, solo quedó él, agotado pero satisfecho.

Jonah se dejó caer en la silla tras la mesa de ese pequeño despacho de dirección que empleaba a veces para… apenas para nada. Solía usarlo más Ina cuando se desplazaba para hacerles alguna visita. Sacó del primer cajón del escritorio una de las viejas libretas de recetas y empezó a ojearla, descartándola al rato para tomar otra, hasta que por fin encontró lo que buscaba. Era una suerte ser tan organizado. Leyó las notas, cogió un marcador de página y lo pegó a la esquina, metió la libreta en la mochila que solía llevar siempre. Apagó las luces para marcharse a casa, a las seis de la mañana tocaba volver a empezar.

Seamos una familia

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