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LA LIBERACIÓN DE LA REINA

La reina ya no volvió a ser la misma.

¡Ni falta que le hacía ser la del pasado!

Decidió aprender de toda esa experiencia vital y no casarse nunca más con caballeros de armadura demasiado oxidada o un pelín oxidada.

Tampoco quería más suegras celosas.

La madre de su marido, Sir Ramplón de Librogrande, el caballero de la armadura tristemente oxidada, sentía celos de la reina porque ésta había logrado tener éxito profesional y triunfar en la vida, hecho que ella, como suegra y mujer, no podía soportar. Sencillamente porque no se había atrevido a resolver su propia historia vital, aquella de aguantar a un marido insufrible para su corazón y dignidad de mujer. No obstante, ella se obligó a sufrir en silencio porque, según su propia creencia, las mujeres de su época no se separaban.

Pero, ¿en qué época vivía esa señora?

En la edad media no.

¿Entonces...?

Entonces ella se escudó detrás de una creencia de fabricación propia que le vino como anillo al dedo para disimular su miedo a enfrentarse con el statu quo reinante en su propia familia: erigirse en pie de guerra y actuar según la verdad de su corazón. Ella, la suegra, era de signo Leo, y eso que dicen que las personas de dicho signo son valientes... Pues aquí tenemos la prueba de que todas las generalizaciones son falsas, lo mismo que todas son ciertas. Resumiendo, la valentía no es patrimonio de ningún signo zodiacal, ni te lo da éste ni lo proporciona el traje físico (esto es, el ser hombre o mujer), sino el estado interior de realeza.

Volvamos a la reina.

La reina no quería más maridos que propinasen patadas a su castillo, ya fuese en forma de insultos a su familia de origen, culpabilizarla de su enfermedad, utilizarla como diana de sus frustraciones o celos, tenerla de enfermera a tiempo completo, usarla como cocinera, anfitriona o traductora sin sueldo ni agradecimiento, pasearla cual trofeo de guerra, no apoyarla en momentos profesionales duros, tratar de ningunear su sensibilidad y su inteligencia pretendiendo hacerla pasar por tonta por no tener suficientes títulos académicos, o por pasear su magia de hada por las reuniones de caba-lleros de armadura oxidada hasta las tuercas sin ningún tipo de rubor, vergüenza o sentimiento de inferioridad. Ya os he contado que la reina era muy suya; por tanto, pasaba de las órdenes −aunque sería mejor decir que «se las pasaba por el arco de triunfo y hacía lo que le salía de la varita mágica»− del caballero, aunque esto supusiese broncas monumentales y silencios desoladores de varios días o semanas de duración. En cierta ocasión, la reina se empeñó en ponerse un abrigo de piel para ir a un concierto, y es que fuera, en la calle, se estaba a 10º C bajo cero. El pifostio que el caballero le montó fue épico, te lo juro. Y todo porque, según dijo, el hecho de que ella se pusiese ese abrigo atentaba contra él, ya que le dejaría en ridículo delante de otro caballero de armadura (no sabemos si tan oxidada como la suya, aunque esto no nos importa pues no viene al caso) porque éste era −¡agárrate!− marxista. ¡Y claro! El hecho de que ella se enfundase un abrigo de piel equivalía a ir de capitalista por la vida (lo cual era verdad, tanto en su caso como en el de la reina). Pero esto, según él, era un insulto para su colega de armas y armadura caballeresca. A sir Ramplón de Librogrande le preocupaba más lo que pudiera pensar un colega de armadura que su mujer pasase frío. Para él ella era un «objeto» a usar para conseguir fines político-domésticos, y si el carácter altivo de la reina le creaba problemas con sus socios del club de caballeros de armaduras oxidadas... ¡él no lo iba a permitir por nada del mundo! Por tanto, se afanaba en someterla a un acoso psicológico en toda regla con el firme propósito de rebajarle los humos hasta el nivel del inframundo.

¡Vaya con el mobbing matrimonial! Y eso que ella no sabía que se llamase así ni que existiese semejante misil capaz de marearle la corona a una reina.

¡Menudo elemento estaba hecho el caballero de la armadura oxidada de tristeza hasta las tuercas y retuercas!

Volvamos a la reina.

La reina recordó que, muchos años antes, el Universo ya había puesto en su camino a otro caballero de armadura también oxidada que la acusó, como su marido, de haber destruido su idea del amor. Y es que nuestra reina se había cruzado con muchos caballeros de armadura oxidada hasta la médula que, al no poder someterla, trataron de derribar su dignidad a base de pegarle patadas a su corazón, que era inmenso y capaz de un amor sin límites. Ellos sacaron ventaja de esa capacidad de amor para insultarla y tratar de culpabilizarla: ya que no podían tenerla, al menos su estima femenina quedaría hecha un estropajo estropajoso. Y como todos los que amaba poseían el privilegio de ser admitidos en el castillo, obviamente, sus opiniones contaban. Y fueron tantos los que se lo dijeron, y tanto se lo repitieron, que la reina acabó por creer que era poco femenina, y que además tenía problemas con el compromiso y con eso de tener hijos.

Demasiados caballeros de armadura excesivamente oxidada.

Demasiados insultos a su corazón de reina.

Demasiados rencores a los que ella abrió la puerta y permitió entrada.

Demasiadas creencias ajenas que guardó en su castillo emocional.

Su libertad fue vilipendiada y atacada.

Ellos no soportaban que fuese libre e independiente. La querían sometida, rotas las alas y domesticada.

Curioso.

Y digo curioso porque lo que al principio les atraía de ella era lo que acababa por sacarles de quicio una vez habían conquistado su corazón de reina.

¡Oh! He de aclararlo: conquistaban su corazón de mujer, pero su alma de reina no la conquistaron jamás, y eso les era absolutamente inaceptable.

¿Quizá no consideraron la posibilidad de que su fuerza fuese real y auténtica?

Posiblemente.

En caso contrario, ¿no conquistar su alma les hubiese sacado de quicio y enervado la espada en grado semejante?

No creo.

La reina era guapa y elegante, lo cual para muchos llevaba parejo la ausencia de una mente maravillosa, que pensase y razonase incluso mejor que la de un hombre cualquiera. Y es que a los caballeros de armadura demasiado oxidada −esto no les sucede a los auténticos caballeros, esos que no poseen armadura, sino corona y, por consiguiente, son reyes− les gusta pensar que las reinas bellas carecen de mente brillante, ya que para ellos se trata de dos capacidades mutuamente excluyentes. En su estulticia no aciertan a aceptar −la idea está absolutamente descartada, no entra en sus planes− que existan reinas de verdad cuya mente esté a la altura o sobrepase incluso su belleza física.

A nuestra reina le sucedió que se topó con muchos caballeros de armadura demasiado oxidada que trataron de someterla y convencerla de que estaba equivocada al no querer casarse en régimen de sometimiento, ni resignarse a una vida completamente gris y ausente de magia. Ella añoraba a un ser de esbeltas alas y elevada corona como la suya, pero tendrían que acontecer muchas relaciones, llover muchas experiencias y asumir muchas decepciones hasta que el destino la condujese hasta a su rey. Parecía como si el Universo se hubiese empeñado en hacerla aprender algo que, años más tarde, compartiría con otros en su misión de enseñarles a vivir y tener vidas más plenas de sentido y de amor verdadero.

La reina tuvo que enfrentarse no sólo a los dragones que le presentaron sus amantes, sino a los que le presentaron otras mujeres que le decían que no debía mostrar su fuerza ni su potencial ni su luz en toda su extensión, pues ella, y sólo ella, era la responsable de que todos los caballeros se asustasen y huyesen de su lado tarde o temprano. Ella, la reina, no entendía cómo otras mujeres podían decirle semejante sarta de tonterías. ¿Cómo era posible que tratasen de llenarle la corona con mensajes negativos que insultaban la inteligencia de cualquier reina? No acertaba a darse explicación alguna.

¿No?

No.

Así las cosas, se encontró más sola que la una.

Y en su soledad decidió que quizás era la época perfecta para dedicarse a la introspección de su propia psique e inconsciente y ver qué de bueno había allí, qué de provechoso podía rescatar de su olvido.

La reina descubrió por qué apabullaba a la gente en general. Su fuerza y su luz eran de tal intensidad que asustaban, no por el hecho de ser malas, sino por no ser habituales. La reina se reconcilió con su genialidad y pasó a usar sus talentos naturales en pro de los demás y, de paso, a su favor.

Pero, en el amor, nada volvió a ser igual.

Nada.

¿Nada?

Nada.

Se volvió a enamorar, eso sí, pero fue para constatar una y otra vez que el club de caballeros de armadura demasiado oxidada, al que pertenecía su marido, debía tener tantísimos socios que apenas quedaba nadie que no siguiese sus preceptos caballerescos. Ella se preguntaba si habría alguno que fuese por libre y pasase olímpicamente de las normas de caballeros de corazón duro como el pedernal y mente obtusa como la ausencia silenciosa. Al parecer todos eran sapos que nunca se convertirían en príncipes.

¿Todos, todos?

¿Sólo sapos, y nada más que sapos?

¿Nada de reyes?

¿Nada de nada?

Así pues, ¿con su padre y su abuelo se acabó la generación de hombres-reyes?

¿De verdad?

¿Tendría que emigrar a otra galaxia como toda solución?

¡Pero si aún tendrían que pasar siglos para que ello fuese posible! Lo de ir a otra galaxia, digo.

Y ya que estamos de confidencias, tengo que contar que a la reina hubo quien le propuso, como solución a sus males, hacerse lesbiana.

«¡¿Lesbiana?!», gritarás asombrándote de la intensidad de tu propio grito.

Cierto. Así es, como lo lees.

Muchas damas a su alrededor, odiadoras de hombres −pues según ellas las habían vilipendiado y ninguneado el sentido−, la apremiaban a pasarse al bando de las nuevas mujeres, ésas que no necesitan de los hombres porque ellas son mejores que los hombres, y lo son en todos los sentidos.

¿Asombroso?

Puede.

Consecuencia de lo más lógica si tenemos en cuenta la confusión reinante y el desencanto emocional que en su caída arrastra la esperanza de una vida mejor y el coraje de contribuir a un futuro de diseño propio.

Pero la reina no quería ni oír hablar de hacerse lesbiana por desilusión, desmérito de los hombres o extravío de la líbido emocional. Ella no era una perdedora, y no es que pensase que las lesbianas lo eran, ni mucho menos. Con «perdedoras» se refería a las mujeres que optaban hacerse lesbianas o monjas como toda solución a sus problemas, desviando la atención de toda verdad liberadora. Las lesbianas de siempre son muy valientes, y lo son porque no sólo no huyen de nada si no que además se enfrentan a la sociedad para mostrar su verdad, esto es, no les importa estar fuera del armario y proclamar su elección. La reina era como ellas pero en versión heterosexual. Y alentada por su valentía y coraje no estaba dispuesta a tirar la toalla ni la corona. En su opinión, los hombres no eran mejores o peores por el hecho de ser hombres, lo mismo que las mujeres no eran unas santas por el hecho de serlo. No. Eso era misoginia mezclada con racismo, sexismo, clasismo y todos los «ismos» del mundo, aderezada, por si fuera poco, de tontismo.

Ella no pertenecía al club de los fanáticos resentidos de la Tierra, ni tenía intención alguna de hacerlo.

Cada vez que alguna mujer ponía verde a un hombre y le menospreciaba negándole determinada capacidad supuestamente femenina, la reina salía en defensa de los hombres en general y del ser humano en particular. Opinaba que el alma no sólo no tiene sexo sino que aúna el principio o esencia femenina −anima− con el principio masculino −animus−. Por consiguiente, en su opinión, la supresión automática y drástica de ciertas capacidades o habilidades emocionales tales como la ternura, la compasión, la intuición, el coraje de enfrentarse a la verdad... y toda una serie de habilidades, capacidades o dones por el mero hecho de ser hombre era una barbaridad. Como lo era negar a las mujeres ciertas capacidades o atribuirles ciertas conductas (generalmente calificadas como inferiores) por enfundar traje del sexo femenino.

Si se me permite, diré que, para la reina, en vez de opiniones con fundamento, todo esto eran tonterías varias producto de mentes despistadas y aleladas, por no decir otra cosa.

Según la reina, las mujeres que así pensaban, al esgrimir argumentos confeccionados y estructurados con ideologías sexistas y racistas, caían en el mismo error misógino y machista que aquéllos a los cuales pretendían combatir. Para más inri, circulaban creencias basadas en argumentos científicos tales como que el cerebro de las mujeres es más pequeño y tiene menos neuronas que el de los hombres. Creencias que no hacían sino mantener y agrandar el abismo de incomunicación existente entre hombres y mujeres a base de emponzoñar sus mentes y sus psiques con cortinas de humo caduco y cegador de la sensata y pragmática razón. Por consiguiente, o ambos bandos aceptan que las capacidades no vienen incluidas o excluidas con el traje físico, que no son patrimonio de hombres o de mujeres sino de seres humanos cuya alma vive una experiencia humana, o esto acabará en un despropósito de soledad afectiva, camino al que parecemos estar abocados sin remisión.

¿De verdad no hay salvación?

Los optimistas pensamos que sí.

Y, optimista era, asimismo, la reina.

−¿De verdad sólo existen caballeros de armadura demasiado oxidada? −se preguntaba a sí misma a menudo.

−No. Los hay que van por libre, ya te los encontrarás −solía repetirle una voz interior.

−Pero voy camino de estar harta, pues no le hallo −solía replicarse a sí misma.

La misma voz la conminaba a seguir su camino en solitario, por el momento, con el propósito de darse la oportunidad de aprender a regir su propio destino sin príncipe ni rey alguno. Pero, no un rey cualquiera, sino uno de auténtica corona, uno para el cual la reina aún no estaba preparada cuando se había casado con el caballero de la armadura demasiado oxidada.

«¿Que no estaba preparada?», te oigo protestar, lector o lectora.

Pues, no. No lo estaba. A la edad en la que la reina desposó con Sir Ramplón de Librogrande, aún no había desplegado las alas en todo su esplendor ni mostrado al mundo la belleza de su alma. A esa edad aún tenía muchos pájaros en la cabeza, que es lo mismo que decir que daba más importancia a las creencias sociales que a las necesidades de su alma y a los impulsos de su psique, por lo que trataba de ajustarse al patrón social reinante. Si a esa edad la reina se hubiese permitido ser ella, ni se hubiese casado con el caballero de la armadura oxidada, ni hubiese hecho otras tantas tonterías.

¿Tonterías?

Aparentemente.

Porque la verdad sólo la conoce el alma, por ser ahí donde reside el plan de navegación, o lo que es lo mismo, nuestro destino humano para cada ocasión. ¿Y quién nos dice que la reina no necesitaba de esta experiencia para poder aprender ciertas cosas, como por ejemplo, ser la mujer tan espléndida y única que era?

A veces, uno se casa, en su primer matrimonio, con las lecciones incompletas de su inconsciente.

«...»

«...»

«...»

¡Ahí queda eso para la reflexión!

La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada

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