Читать книгу La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada - Rosetta Forner - Страница 7

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REGRESO AL PASADO

Cuando él no tenía aún armadura −que luego se oxidaría, no lo olvidemos−, y era todavía un caballero en toda la extensión de la palabra.

Érase una vez dos seres de cándido corazón y abierta esperanza a conocer al amor de su vida. Un día quiso el destino que ambos se encontrasen en una fiesta, y desde el instante en que se vieron supieron que querrían pasar el resto de sus días juntos. El amor brotó en su alma casi al instante de conocerse, de mirarse a los ojos. Ella se quedó embelesada por su propio presentimiento, pues una premonición cruzó cual estrella fugaz su espacio interior: «Con este hombre te casarás», le susurró una voz. Y ella sonrió a su destino.

Por su parte, él andaba metido en una relación para «pasar el rato», y cuando la vio supo que tenía ante sí a «la mujer de su vida», y así se lo dio a entender. Ella era un sueño hecho realidad. Toda su vida había aspirado a una mujer como ella: bella en su exterior y mágica en su interior. Una mujer de alma hermosa y cerebro inteligente cuya luz le fascinó, pues inmediatamente se dio cuenta de que tenía ante sí a una reina. Y, él, que se consideraba a sí mismo un caballero de gran nobleza, decidió que aquella reina sería suya. Exacto: ¡Para él y para nadie más en este mundo! No quería dejar escapar semejante oportunidad del destino. No quería que nadie le robase la magia que aleteaba en las alas de aquella reina, porque estaba hasta las espadas de toparse con damiselas de alma vacía y corazón estrecho que sólo sabían dejarse llevar y rescatar. Y, cuando ya creía que jamás podría hallar semejante maravilla, el destino la trajo hasta su puerta de la mano de un colega (otro caballero que había ido de viaje a otras tierras en las cuales había conocido a aquella reina de elevadas alas).

¡Ah! Lo olvidaba. El otro caballero, que no era tan caballero, se mosqueó sobremanera cuando la reina se fijó en su amigo. Le entraron muchos celos y quiso boicotear la relación de ambos, pero el destino no lo permitió y le sacó a puntapiés de su vida. Un caballero jamás desea a la reina de otro, ni siente celos ni idea estrategias para ponerles en contra o hacerles enfadar, ni busca otras triquiñuelas con las que conspirar para malograr la relación.

Nuestro caballero, al que llamaremos Sir Ramplón de Librogrande, era de rango intelectual elevado, por lo que formaba parte de un club cuyos miembros se caracterizaban por idear estrategias para las guerras y cruzadas. En verdad eran inteligentes, pero no sabios, pues en ellos faltaba el corazón, y ya se sabe que sin corazón un guerrero se queda en lo intelectual, sólo es mente, y acaba por ser un simple guerrero «enfadado y malhumorado» que dispensa violencia en forma de ideas y dogmas fríos. En el fondo, a todos les gustaba ser amados pero no se lo querían confesar a sí mismos.

El caballero encontró a su corazón bajo la apariencia de una reina. Durante mucho tiempo estuvo embelesado mirándose en ese amor que la reina le prodigaba. Y fue feliz como nunca lo había sido en su vida. No podía vivir sin ella ni lo quería. Ella había dado sentido a su vida, a su mente y a sus despertares. Vivir con ella el resto de su vida era lo que más deseaba en este mundo, y por eso hizo lo que hizo: casarse con ella. Ahora bien, paralelamente a su historia de amor con la reina, existía su historia de club de caballeros. Y, como los demás tenían el corazón ciertamente congelado, los consejos que le daban eran fríos como el hielo. Es más, no podían soportar que el caballero tuviese a una reina en su vida, ni que fuese feliz con ella, ni que ella le amase tanto como le amaba, y que encima fuese guapa, inteligente y elegante. No podían admitir que hubiese un caballero en el club que tuviese una vida amorosa feliz y satisfactoria, pues eso era atentar contra las buenas costumbres y normas de la vida de caballero de armadura demasiado oxidada.

Ellos sentían con la razón y no se dejaban dominar por las nimiedades del corazón. «El cerebro manda, y punto», decían. «Cuando uno no se guía por la mente, la razón y el análisis, acaba por desviarse del camino, con lo que sus logros profesionales se ven mermados y contaminados por la sensiblería del corazón. Si uno aspira a ser un caballero de pro, ha de dejar de lado las emociones.» Y así se lo explicaron al caballero.

Tengo que contar, en honor a la verdad, que si pudieron contaminarle fue porque en él existía un caldo de cultivo que lo propició. Por ello, la labor de desajuste emocional prosperó y acabó por arraigar en el corazón del caballero, siendo así como Sir Ramplón de Librogrande finalmente terminó por enfundarse la misma armadura que los demás: una armadura oxidada, símbolo del club de caballeros que huyen de su corazón y del dolor de las experiencias emocionales de su infancia...

La infancia de nuestro caballero no fue patética, simplemente tuvo como modelo de madre a una mujer de alma resentida.

¿Por qué tenía el alma resentida?

Sencillamente, porque se había sentido obligada a casarse y a proseguir con un matrimonio que resultó ser un fiasco para su corazón. Su madre era una mujer independiente que se ganaba las habichuelas por su cuenta, con grandes dones y capacidades para triunfar como mujer y como ser humano; en fin, para ser una reina. Pero, dado que ella daba más importancia a las normas imperantes en la sociedad y familia en la que vivía, dejó de lado sus propias creencias y se obligó a sí misma (esto nunca se lo confesó ni lo admitió) a casarse con un hombre que creyó caballero pero que, en verdad, andaba muy perdido en una armadura que estaba oxidada hasta las tuercas. Esto generó un resentimiento de tres pares de... ¡zapatones! Tanto la madre como las hermanas de nuestro caballero andaban muy enfadadas con la vida, razón por la cual se sentían minusvaloradas y vilipendiadas por el hecho de ser mujeres, y proyectaban toda su rabia y resentimiento contra los hombres. Es más −y esto es lo más triste de todo−, no soportaban a una mujer triunfadora y feliz. ¡Ah! Y dado que nuestra reina lo era, arremetieron contra ella y... ¡contra él! Trataron de hacerles la relación imposible.

Evidentemente, si el corazón del caballero no hubiese estado sembrado de dudas, sombras y rencores ajenos, hubiese resistido el embate y hubiese salido a defender su reino, su amor y su relación con la reina. Pero su realidad interior le llevó a hacer todo lo contrario: arremeter contra la reina. De pronto pasó a tener celos de ella.

Todo el amor que sentía por ella se contaminó de dudas, y la luz que antaño le deslumbrara y quisiese para sí, pasó a ser empañada por los celos de la inseguridad. Se sentía desamparado, y no sabía por qué.

La razón era bien simple: le había pegado una patada a sus sentimientos y éstos, al irse, le habían dejado un profundo hueco. Pero en su desamparo no atendió a razones y comenzó a acusar a la reina de ser la causante de sus males y a exigirle que le reparase la maltrecha armadura.

Otro caballero de elegante porte y sabia mente le comentó a la reina que ella no era culpable de nada de lo que le ocurría al caballero, su marido. Sencillamente, él tenía asuntos internos por resolver. Dicho en lenguaje un poco psicoanalítico: «Tenía que enfrentarse a dragones interiores cuyo origen se remontaba a la infancia». También le dijo: «Verás, la relación amorosa, convivencia y matrimonio es la relación más íntima que existe, y nos pone frente a frente con nuestras sombras más temidas y odiadas. Y, ante ello, uno tiene dos opciones, a saber: enfrentarse con los dragones existenciales cogiéndoles por los kinders o proyectárselos a la pareja, que es ni más ni menos lo que él está haciendo contigo».

La reina se sentía muy triste, pues el caballero no quería asumir la responsabilidad sobre su propia vida y prefería echarle toda la basura a ella tachándola de poco femenina, arrogante y deslenguada. La misma reina que un día le había enamorado por su luz tan excelsa y bella era ahora una bruja a la que insultar y odiar. Y todo porque él no había podido apropiarse de unas maravillosas cualidades que ella tenía y, en cambio, a él le faltaban.

Amar a otro no implica transferencia de genialidades.

Pero él no quería verlo así, y por ello decidió abrazarla cada mañana con sus celos.

Trató de hacerle la vida imposible para intentar que ella se deshiciese de su luz y, al menos, los dos quedasen en igualdad de condiciones y conviviesen desde sendas armaduras... Pero no unas armaduras relucientes, creativas y positivas (que no por ello dejan de ser armaduras...), sino unas sucias y terriblemente oxidadas.

Tanto trató de hacerle la vida insoportable que, cada mañana, al despertar, y cada noche, al ir a dormir, le recitaba un mantra destructor de la dignidad más sólida y minador de la moral más elevada. Sir Ramplón de Librogrande se afanó en desestabilizar los cimientos de la psique de la reina cual terremoto en su escala máxima, haciendo de ello su cruzada vital y, no contento con mancillar su espacio vital, se dedicó, a su vez, a ensuciar la imagen de la reina, haciéndoles creer a los demás (incluida su familia) que ella era una marimandona, soberbia y celosa que le tenía amedrentado y no le permitía salir del castillo ni tan siquiera para visitar a sus parientes cuando le necesitaban.

A todo este «tinglado conspirador» ahora se le conoce como «acoso psicológico», pero en aquella época de cruzadas, caballeros, damiselas y reinas... ¡Eso era desconocido! A casi nadie se le ocurrió dudar que la historia fuese poco menos que una farsa envenenada propia de una armadura oxidada hasta las tuercas de las tuercas. Consecuentemente, todos murmuraban a escondidas, compadeciendo al caballero de armadura demasiado oxidada por la ruin mujer que le había tocado en suerte como esposa.

«Pobre, con lo bueno que eres no te mereces semejante bruja de esposa», leyó un día la reina en una carta que cierta damisela de diadema muy floja le había escrito a su marido.

Dediquemos un momento a analizar este comentario bienintencionado que una mujer −obviamente, damisela de diadema floja−, hace a propósito de la esposa de un caballero al que quiere «caerle bien», que es lo mismo que decir «ante quien querría ganar puntos o el favor de su armadura».

¿Por qué querría hacer esto?

Sencillamente porque, en el pasado, se interesó por el caballero, pero éste la rechazó indirectamente al escoger a otra por esposa. Por consiguiente, la rechazada aprovechará la más mínima ocasión de desliz matrimonial para meter cizaña en contra de la elegida. Compadecerá al caballero con la podrida intención de generarle más zozobra y maldad en su corazón de forma que odie un poquito más a la reina o dama que tiene por esposa y, así, abrirse paso hasta su corazón.

«¡Qué barbaridad!», estarás pensando.

Bueno... No sé si es barbaridad o no. Pero lo qué si que sé es que esto sucede, y a veces con demasiada frecuencia. Suele tratarse de una táctica muy utilizada por damiselas de diadema floja para demostrar al caballero de turno que ellas son mejores.

¡Oh!

Ya ves.

Por consiguiente, una damisela de diadema floja decide aprovechar la coyuntura desastre-amoroso-matrimonial para ganarse el favor de un caballero mostrándole lo buena, considerada, compasiva, comprensiva y generosa de corazón que ella es. A diferencia de la esposa, ella «nunca le haría una cosa así».

Absolutamente cierto, ella nunca haría lo que la reina hace: ¡Decir la verdad a su esposo!

Damiselas de diademas flojas haberlas haylas, y reinas también.

De todos es sabido que las damiselas (no las reinas) gustan de utilizar trucos malabares para desprestigiar a otra dama delante de un caballero, tratándola de algo en lo que precisamente ellas son las expertas, pero cuya zona oscura disimulan muy requetebién.

¿Sólo las damiselas de diadema floja exhiben comportamientos tan deleznables?

¡No! ¡Por favor, no seamos misóginos!

La realidad: caballeros de armadura oxidada y damiselas de diadema floja tienen muchas cosas en común, y una de ellas es la poca honestidad de las estratagemas que utilizan para ganarse la atención, el favor o el privilegio del otro. De todos es sabido que el estilo de competición de muchos seres humanos es el de igualar hacia abajo, esto es, superar o vencer al contrincante a base de desprestigiarle o negarle cierta cualidad.

Ya dijimos que otro caballero (no tan caballero, por cierto), pretendió meter cizaña entre nuestro protagonista y la reina cuando estos se conocieron.

Dejémoslo, pues, en que dichos comportamientos ponzoñosos son propios de caballeros de armaduras muy oxidadas y de damiselas de floja diadema y oscurecida alma. Pues la maldad no es patrimonio de un sexo, sino de ambos, aunque ciertas estrategias sean más usadas por un bando que por el otro.

«¡Pardiez! Podrían ambos usar la verdad y la dignidad para exhibir sus almas», pensarás.

¡Oh!, eso sólo lo hacen las reinas y los reyes de verdad.

Pero eso es otra historia que, ahora, aún nos queda lejana.

La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada

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