Читать книгу La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada - Rosetta Forner - Страница 8
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ОглавлениеLA VIDA EN EL REINO MALDITO
La vida de ambos se tornó taciturna y ausente de cariño.
Ninguno de los dos era feliz con el otro.
Se pasaban los días mirando para otro lado, tratando de no cruzar sus mutuas ausencias y vacíos de corazón. No obstante, la reina era poderosa y su luz invencible, por lo que ni todos los celos del caballero lograron matarla de hambre emocional, aunque le dejaron la corona maltrecha y fuera de su sitio. De todos modos consiguió recolocarla con la ayuda de un hada muy ducha en temas de autoestima y recuperación de la dignidad. Y es que lo que la reina perdió en su matrimonio con el caballero de la armadura demasiado oxidada fue la dignidad de sentirse y saberse reina. Renunció −sólo temporalmente, pero renunció− a su rango de reina, sometiéndose a sí misma para poder, de esta manera, seguir casada con el caballero que le propinaba mamporrazos a sus alas, corona y dignidad.
A buen seguro muchas mujeres pensarán que «no sería para tanto», pues de haberlo sido le hubiese dejado. Tengo que contaros que, en verdad, llegó un día en que le dejó plantado, y no por otro, sino por ella misma. Sólo una mujer que haya perdido la dignidad y la haya recuperado −o esté en vías de hacerlo− sabe a ciencia cierta que sí que era para tanto y para más.
Las excusas para seguir casada con un asno emocional, léase caballero de armadura oxidada, son cosas como: «Mi amor le cambiará», «no es para tanto», «eso de ser hombre es muy duro» y un largo etcétera de sandeces varias que atontan la mente y matan de hambre la estima.
La vida en el reino maldito era triste, vacía, distante, políticamente correcta, repleta de broncas de campeonato y de hielos aplicados directamente al corazón cual puñales envenenados.
Pregunta: ¿Qué pueden hacer dos cuando no se aman de verdad y tienen el corazón repleto de miedos, rencores, celos −o al menos, uno de ellos?
Respuesta: Sencillamente, pelearse, discutir, echarse las culpas y tratar de huir de una realidad que se ha vuelto demasiado dura, demasiado real, como para ser vivida. Por su parte, el caballero optó por buscar solaz en la química (no es que se pusiese a estudiar química, no. Es que fue al psiquiatra del reino y éste le recetó pastillas para su pérdida vital −léase depresión−, con lo que comenzó a tomar «champiñones mágicos» para olvidarse de la reina, del mundo y de sí mismo). Pero no se olvidó. En su lugar, se acordó más y más de sí mismo y, tornándosele insoportable la realidad, optó por decir a la reina que ella era su enfermedad, y que si ella desaparecía de su vida también lo haría la enfermedad.
Al principio, la reina trató de apoyarle y de ayudarle a salir de su desconcierto vital. Trató de no prestar atención a lo que él le decía. Lo disculpaba alegando que estaba enfermo, razón por la cual no era consciente de lo que decía. El amor que ella sentía por él aún era demasiado poderoso y ciego como para dejarla ver que tratando de ayudarle no hacía ningún favor a ninguno de los dos: ni se lo hacía a él, porque entraba en su juego, ni a ella misma, pues estaba cavando su propia tumba vital.
«¿Cavando su propia tumba vital?», repetirás a modo de exclamación tratando de despejarte tu perplejidad.
¿Qué era aquello?
Te lo explico: ella se había puesto a un lado, negándose el derecho a ser ella misma y quitándose la dignidad con el propósito de ayudar a un ser que no quería ayuda. De haberla querido se la hubiese buscado en serio, por lo que no se hubiese refugiado en la química, que distrae de todo menos de uno mismo. Ella, la reina, pretendió ayudar a un ser cuyo único objetivo era someterla, arrancándole dignidad y luz para así llevarla a su nivel de armadura oxidada. Si ella se construía una armadura similar a la suya armonizarían, y él ya no tendría que buscarse otra damisela (ya que encontrar otra así de guapa, inteligente, elegante y poderosa no era fácil) para pasearla por los torneos y llevarla a los banquetes de su club de caballeros de la armadura demasiado oxidada, cual trofeo a ser exhibido para honra y honor de su graduación. Él quería que fuese ella, sí, que ella siguiese siendo su reina. Pero la quería domesticada, rebajados los humos y arrancada la dignidad para así poderla manejar a su antojo y que no le crease problemas. La reina, a sus ojos, ¡era demasiado respondona! Paradójicamente, todas las cualidades que al principio le gustaron e hicieron que de ella se enamorase se habían convertido en motivos envenenados que laceraban su debilucha estima de caballero de armadura demasiado oxidada (recordemos que dentro de una armadura no hay sitio ni para uno mismo).
«¿De verdad pasan estas cosas?», te preguntarás.
«No puede ser», sé dirán muchos al leerlo.
Pues sí, pasan, y muy a menudo. Demasiado a menudo. En caso contrario no habría tantos divorcios ni tantas personas con el corazón envenenado ni tanto acoso psicológico-matrimonial y laboral.
El caballero, al principio, adoró a la reina por su luz. También creyó que si la amaba podría poseerla, por lo que la quiso más que a sí mismo. Pero cuando su objetivo se demostró baldío, la ira tejió maldad en su corazón y, enredado en la perdición de la oscuridad, trató de recuperar por todos los medios el amor que le había entregado. Al no obtener el resultado esperado −que no era otro que el de la devoción ciega, la entrega absoluta y no hacerle ni la más mínima pizca de sombra− le dio un ataque de venganza... Y, ya se sabe, la frustración iracunda es demasiado poderosa puesto que se requieren grandes dosis de amor, coraje, compasión, sentido del humor y flexibilidad para lograr enfrentarse a ella. Los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera −eso dicen−, el resto se toma demasiado en serio como para siquiera elevarse medio palmo cuando da un salto.
No obstante, la dignidad de una reina es demasiado eterna, demasiado testaruda como para ser acallada. Por eso, a pesar del amor que por él sentía, llegó un momento en que la vida en el castillo se le antojó demasiado insufrible como para continuar de aquella manera. Así que plantó cara al desafío que él le había planteado.
Ya te lo había confesado con anterioridad: la reina era muy pero que muy respondona y no agachaba la cabeza ni se quitaba la corona por nada ni por nadie. Aunque sólo fuese por la tozudez que alimentaba su empeño de recuperar su dignidad... ¡se mantendría en su trono! A ella le traía al fresco lo que dijeran tanto el caballero como sus secuaces del club de los caballeros de la armadura muy oxidada.
Para sorpresa de él, no había conseguido debilitarla suficientemente. Y, en vista de que la reina seguía levantando la cabeza y todavía se atrevía a plantarle cara, decidió pedir consejo a sus colegas del club. Ellos le comentaron que tenía que hacerle ver como fuese −no importaban las estratagemas, ardides, astucias que usase para conseguir tan loable fin− que ella era su esposa y que, como tal, debía apoyarle en todo y le debía obediencia fiel. Incluso le recomendaron que le ofreciese hacerla madre.
«¿Cómo?», te oigo exclamar perpleja.
Lo que lees: hacerla madre.
Y es que entre los caballeros del club de la armadura demasiado oxidada se llevaba aquello de hacer madres a las esposas, para así tenerlas calmadas y entretenidas en menesteres mundanos. No entendían la paternidad como un proyecto en común fruto de una relación de pareja madura y preparada para dárselo todo al nuevo ser que llegara al mundo. Lo utilizaban como moneda de intercambio: «Yo te hago madre y tú me apoyas en las cruzadas», que era lo mismo que decirle: «Como ya tienes compañía, me podré ir de cruzadas sin que me repliques que siempre estás sola en el castillo y no tienes con quién hablar. De ahora en adelante, ya lo tienes».
Pero la reina no entró al trapo. En vez de ello, rechazó el chantaje emocional alegando que los hijos no se negocian de esa manera ni son moneda de intercambio doméstico-profesional. Si él pretendía tener hijos por otro motivo que no fuese el amor, ¡ella no haría padre a un caballero con semejantes ideas! Esto sorprendió mucho al caballero de armadura demasiado oxidada, ya que no era normal que una mujer no quisiese tener hijos para salvar un matrimonio de la ruina emocional. Eso era un parche de lo más común y habitual entre las parejas del reino, pues de todos es sabido que «los hijos unen». Aunque sólo una reina sabe la ver- dad: que los hijos no unen un matrimonio que no está unido, sino que ponen aún más de manifiesto si dicha unión existe o no, así como la calidad y el estado de salud de la misma. Los hijos toman el pulso a la relación y le hacen una analítica en toda regla.
Por consiguiente, viéndolas venir, la reina decidió que suficiente sería tener que pasar ella por el trance del divorcio como, para encima, enredar a una criatura inocente en semejante fregado. Si en su destino estaba tener hijos, con toda seguridad sería con un rey y no con un mendigo emocional. Es más, no quería tener motivo alguno basándose en el cual verse obligada a visitar al caballero de armadura demasiado oxidada una vez se hubiesen divorciado. Porque... ¿para qué se divorcia una dama de un caballero si no es para perderle de vista? La reina no entendía cómo había mujeres que seguían relacionándose tan ricamente con su ex después de haber alegado, como base de su divorcio, que la relación con él era insufrible, dolorosa e insoportable. Si tan insoportable era, ¿cómo es que se seguían viendo con él y permitiendo que él les regalase flores una vez divorciados? ¿Por qué seguían jugando a estrategias románticas varias con el caballero del que se habían divorciado amargamente un día de lejano olvido? La aparente incongruencia de comportamiento tenía una posible y sencilla explicación: no sabían terminar una relación; la muerte simbólica les daba pánico. Dicho de otra manera más llana: temían los finales y las rupturas absolutas, lo cual las llevaba a divorciarse en el papel pero no así en su corazón. Sólo las reinas saben que si el caballero ni siquiera es tu amigo cuando estás casado con él, ¿cómo vas a seguir relacionándote con él una vez ya divorciados, sin la excusa de los hijos habidos en el matrimonio? La respuesta: miedo a los finales, pánico a los cierres, no saber dejar atrás el pasado.
De todos los expertos en la psique es sabido que la transición de una relación pareja-matrimonio a una de amigos no se hace un plis plás sin más.
No.
Dicho proceso lleva su tiempo. Eso contando con que no haya habido resquemores antes, durante y después, lo cual es ciertamente improbable. Dejémonos pues de excusas, cerremos la empresa y salvemos de ella solamente el aprendizaje de la experiencia. Si en el futuro, desde otro posicionamiento y realidad interna, ambos se vuelven a encontrar, ya se verá si son capaces de crear una nueva relación de amistad o lo que sea. Pero, por el momento, un divorcio es un adiós literal, o debería serlo.
Nuestra reina era sabia, práctica y valiente. ¡Pero ella también temía los finales! Sin embargo, aquel miedo no le impedía usar el coraje de su alma y ser consecuente: si se divorciaba del caballero era porque la relación con él era inexistente e insostenible. Por consiguiente, no quería volverle a ver nunca más después del divorcio. Para eso se divorciaba de él: ¡para perderle de vista de una vez por todas!
Damas del mundo, ajustaos la corona y sed consecuentes con vuestras decisiones. No colaboréis a que sigan habiendo caballeros de armadura demasiado oxidada. Sed reinas y dejadles ir, hacedles ir si es necesario, esto es, cortad todo vínculo con ellos, tened una relación meramente cordial y educada en caso de que tengáis hijos en común y, si no los hay, simplemente, decid adiós con gracias incluidas por las vivencias y las oportunidades de aprendizaje que os ha aportado esa persona. Por lo demás, es muy saludable a la corta y a la larga ser congruentes con un divorcio: hay que divorciarse a todos los niveles y darse la oportunidad de seguir el propio camino. Cuando las damas no se desvinculan de un caballero no propician el aprendizaje de la lección.
¿Por qué?
Posiblemente, porque con la no-desvinculación él puede llegar a la conclusión de «no debo haberlo hecho tan mal cuando ella aún sigue viéndose conmigo y aceptando regalos después del divorcio...». Y tiene razón al no entender ni acertar a averiguar cómo contribuyó −ella, a su vez, tampoco hará su propia introspección− a la muerte de la relación. Se crea una paradoja: su ex esposa sigue relacionándose con él a pesar de haberse divorciado. Por consiguiente, no tiene nada que ver con él. No, será más bien que ella no sabía lo que quería y se encaprichó con divorciarse o variar, como quien cambia de coche. ¿O no?
Pero hay más. Y aquí es donde yo quería llegar: la siguiente dama que con él se relacione después del divorcio se encontrará con que él está «enganchado» a su ex de una manera muy disimulada. No saber terminar una relación, cerrarla y sanear el corazón emocional, se disfraza de pretendida «relación cordial», en la que ambos juegan a interpretar el papel de maduros, civilizados y amigos después de haberse divorciado. ¡Pamplinas! Lo que sucede es que no se atreven a certificar la defunción de la relación, pretendiendo con ello evitar tener que enfrentarse al período de duelo que sigue a toda muerte, así como a la incertidumbre de lo nuevo, lo desconocido, el porvenir. En el caso de las damas, ésas que siguen enganchadas a sus ex, al siguiente caballero aspirante a compañero sentimental le conminarán a entrar en el «club de fans pegados a su dama». Por lo que, si se trata de un rey, posiblemente las mirará con sorpresa y les preguntará: «Entonces, ¿por qué te divorciaste de él? ¿No será que no sabes superar etapas vitales?». O: «¿Me he perdido algo, querida?»
Por regla general, cuando uno no sabe cerrar relaciones acaba por arrastrar un club de personas que le convienen más o menos según la ocasión, lo cual disimula una ignorancia emocional, una incapacidad para «hacer limpieza de armarios». Todo este cortejo postfúnebre tiene una cla- ra misión o intención positiva, muy comprensible, que ya hemos apuntado anteriormente: pretendemos disimular delante de nosotros mismos el terrible miedo que tenemos a la soledad, a alargar la mano y no hallar a nadie que nos despiste de nosotros mismos, del dolor que genera haberse perdido.
O reina o damisela fomentadora, consentidora, animadora e inspiradora de armaduras oxidadas.
¡Tú eliges!
Recuerda: una reina siempre es valiente para hacer limpieza de armarios y hacer sitio a otras «sorpresas» mucho mejores que le tiene reservadas el destino. Porque una reina ha ido en busca de su yo olvidado y proscrito. Una reina ha recuperado la conexión con su alma. Una reina no reniega jamás de la mujer salvaje que habita en su interior ni envía al exilio sus dones, talentos, valor, coraje, dignidad, compasión... Una reina coge al miedo por los kinders y se lo lleva al bosque para juntos hallar un camino por el que proseguir la motivadora experiencia vital que supone estar viva y sentir el amor correr por sus venas cada día, cada noche, cada segundo de esta vida humana, hermosa, retadora, sorprendente, emocionante...
El rango de reina se gana latido a latido, recuérdalo.