Читать книгу La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada - Rosetta Forner - Страница 9
4
ОглавлениеLA GUERRA DE LOS MIEDOS
Estando así las cosas, la reina decidió seguir sola su camino, sin hijos ni legado emocional alguno que le recordase en los años venideros su paso por el castillo del caballero de la armadura demasiado oxidada. Quería partir sola, sin que ni por nada ni por nadie tuviese que verse obligada a ser visitada o desahuciada por el caballero de armadura demasiado oxidada. Pues ya se sabe que, cuando hay hijos de por medio, muchos caballeros y muchas damiselas, en su confusión emocional o en su intención positiva de desmelenarse la rabia y sacudirse el desamor de las entrañas, optan por usar a los niños como si fuesen proyectiles con los que pasar factura al otro del fracaso matrimonial, creyendo, en su ignorancia, que los hijos son insensibles a los golpetazos que sus progenitores se propinan uno al otro en nombre del divorcio. Y es que cuando dos se divorcian confunden la pareja con la familia, lo meten todo en el mismo saco, no reprimiendo en absoluto el más que generoso recíproco obsequio de agravios e insultos. Y, mientras tanto, los hijos en medio de todo este fregado, siendo blanco perfecto del fuego cruzado del despropósito iracundo de dos seres que no pueden evitar culpabilizarse para acallar el dolor de su alma.
Normalmente, al menos uno de los dos suele optar por poner verde al ex cónyuge cuando se reúne con los hijos habidos en la relación. Al que adopta esta conducta parece importarle tres soberanos pimientos si con esto daña la psique, la autoestima de sus hijos o les implanta semillas de terror al matrimonio que, años más tarde, les despertarán en medio de la noche, no dejándoles conciliar el sueño de la serenidad y la paz interiores, y les negará la posibilidad de una relación basada en el compromiso auténtico del corazón.
El abogado que la reina contrató para que la ayudase a separarse legalmente del caballero de la armadura demasiado oxidada opinaba que no había nada peor que un marido dejado. «Los hombres no soportan que sea la mujer la que decida certificar la defunción de un matrimonio que no iba a ninguna parte...», solía decir. Y, muy a pesar de la reina, tenía razón. No hubo más que esperar al reparto de bienes materiales: se montó el belén.
¿Quién lo montó?
El caballero de la armadura demasiado oxidada, por supuesto.
Y esto no va en defensa de las damiselas, ni es un ataque a los caballeros. Simplemente, se trata de una realidad que se da tanto de un lado como de otro. Porque, al parecer, con demasiada frecuencia, él o la abandonada se erige en pie de guerra y decide que la otra parte «se las pagará y se acordará de lo que le ha hecho». Eso mismo le dijo el caballero de la armadura demasiado oxidada a la reina cuando ésta se enfrentó a él por el reparto de las posesiones existentes en el castillo. Él la amenazó con un «te arrepentirás de lo que me has hecho» y le sacudió la corona para que se diese cuenta de que iba en serio con su advertencia teñida de amenaza caballeresca. Y, válgame Dios, que trató de hacer realidad su promesa de dejarla sin nada, con una mano delante y otra detrás. Hizo todo lo posible por despojarla de todo lo suyo, por lo que recurrió a todas las tretas habidas y por haber a su alcance: mintió, tergiversó, escondió facturas y documentos. ¡Hasta buscó falsos testigos!
Pero no le critiquemos. Hizo lo que cualquier caballero −de armadura demasiado oxidada, claro− suele hacer en su situación, a saber: tratar de ventilar su rabia podrida de miedo y de rencor al darse cuenta de que hizo el tonto y perdió a la reina de su vida.
«Bueno, pues podría hacer otra cosa más productiva como pedir perdón, enmendarse y rectificar», a buen seguro pensarás.
¡Pues no!
Eso era pedirle demasiado.
Eso no entra en los conceptos vitales de un caballero de armadura demasiado oxidada. Una iluminación interior de ese calibre sólo es propia de hombres que tienen un corazón cálido y están abiertos a amar y ser amados. Desdichadamente, nuestro caballero de armadura demasiado oxidada no había alcanzado ese nivel de soltura emocional y de humildad de espada.
Por consiguiente, el Universo salió al paso y le echó una mano a la reina: ésta había guardado las facturas de muchas de las cosas que había adquirido cuando estaba soltera, pudiendo demostrar las falsedades que el caballero de armadura demasiado oxidada esgrimió con el fin de despojar a la reina de todo lo suyo. No le bastaba con haber vilipendiado su dignidad sino que, encima, le quiso arrebatar la calma interior y la cuenta bancaria. Pero su conspiración no prosperó, la reina estaba muy pero que muy divinamente protegida. Ella, a su vez, se rindió a la posibilidad de que lo suyo fuese un pago kármico, esto es, que ella estuviese en deuda con él, que le debiese algo a cuenta de otra vida en común.
«¿Es eso posible?», pensarás.
Por serlo, lo es. Hindúes, tibetanos y otros seres humanos (por ejemplo C.G. Jung, que acuñó el término del «inconsciente colectivo») creen en las múltiples y diversas existencias humanas de una misma alma. Siendo el karma el pago de deudas y el cobro de premios en función de lo que hicimos y no hicimos a otros en nuestras vidas anteriores. Al parecer tenemos que equilibrar la balanza de pagos y cobros.
Así pues, merced a la rendición se obró el milagro. En cuanto ella, la reina, se rindió a la posibilidad de la existencia de una deuda kármica, ofreciendo su corona al Universo, su todavía marido legal, el caballero de armadura demasiado oxidada, decidió firmar el divorcio y dejarla en libertad para siempre jamás.
Todo un milagro.
La reina, a partir de entonces, decidió aconsejar a otros a deponer su orgullo y aceptar que, tal vez, sólo tal vez, hubiese una deuda de otras vidas que condonar, un agravio que reparar, un beso que devolver, un amor que alimentar.
La actitud frente a las adversidades de la vida es algo que decide uno mismo, y la reina decidió no guardar rencor alguno al caballero de la armadura demasiado oxidada. No importaba que él tratase de crearle problemas, segarle la hierba debajo de los pies y criticarla acusándola de asesina matrimonial por haberle plantificado el adiós. Según él, ella era la que había matado el amor que él sentía por ella y, de paso, se había cargado la pareja. Ella y sólo ella era la culpable de que ahora estuviesen divorciados. Esto no se lo creía ni él, pero lo argumentaba tan bien que toda su familia cerró filas a su alrededor y lanzó dardos envenenados contra la reina.
Lástima.
Más que eso.
Uno recoge lo que siembra, y el caballero de armadura demasiado oxidada no hacía sino sembrar odio y maldades en el desconcierto de sus relaciones amorosas, creyendo que con ello eran los demás los perjudicados. Pero la triste realidad es que uno y sólo uno es el perjudicado de sus propios desaguisados vitales.
Esta realidad sólo se alcanza cuando uno se ha puesto la corona y se ha sentado en el trono de su vida (desde aquí existe una perspectiva muy diferente, amplia, neutral, disociada, elevada y sabia).
¿Seguro?
Seguro.
Palabra de reina.
Una reina sabe domeñar su orgullo tontorrón (ese que, de dejarlo salir a pasear, sólo le creará problemas). Una reina sabe que las personas tienen misiones, razones para estar en nuestras vidas y, una vez concluidas, se van. Unos se irán sin un adiós. Otros se largarán dando un portazo. Otros, en cambio, nos obsequiarán con flores en la despedida o celebrarán con champán haberse encontrado con nosotros. Unos nos verán, esto es, se darán cuenta de quiénes somos más allá de la identidad personal. En cambio, otros jamás atisbarán ni un tímido rayo de luz de nuestra alma.
Y todo este macramé se repite incesantemente a lo largo de muchas y variadas vidas. Por consiguiente, recuerda que existen muchas vidas, muchos maestros, muchos alumnos y muchas posibilidades a nuestro alcance.
Mejor perdonar, soltar lastre e irse a nadar al océano existencial con las alas abiertas a la posibilidad de la magia, y en plena libertad, ésa que genera la ausencia de rencores.
La reina se fue de la vida del caballero de armadura oxidada con un beso, deseándole que fuese capaz tanto de hallar la felicidad como de recuperar al bello ser que moraba dentro de él.
Siempre amaría su ser interior. Pero ahora había llegado el momento de seguir en busca de su alma gemela. ¡Y no quería llegar tarde a la cita!