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Introducción: Entre la tierra y el cielo

¿Qué hay entre el cielo y la tierra? Aire, simple y llanamente, aire. Pero qué hay entre el Cielo y la Tierra, es decir, entre ese cielo que siempre hemos contemplado con mística fascinación desde nuestra vida terrenal.

También podríamos decir, copiando la tradición bíblica, que entre el Cielo y la Tierra hay Siete Cielos, y que en cada uno de ellos existe todo un mundo poblado por ángeles buenos, ángeles malos, pecadores que están siendo castigados, como dijo Enoch, o bien hombres justos que están siendo premiados con el maná celestial, como dijo Ezequiel. Pero, a primer golpe de vista, entre el Cielo y la Tierra no hay más que aire.

El hombre, desde un punto de vista racional, no es otra cosa que un primate superior, un animal más, un simple habitante de este planeta. Si lo miramos a través del microscopio, no es más que un conjunto de células más o menos contaminado por virus y bacterias.

Desde un punto de vista mágico puede verse como un diamante en bruto, como un ser poderoso por descubrir.

Desde un punto de vista religioso, el hombre puede ser un ángel en potencia, un demonio en ciernes, un simple y mortal juguete de los dioses, un pecador más, o un ser involucionado que está en camino de obtener sus alas.

Pero, desde un punto de vista materialista, el hombre no es más que un conjunto de vísceras más o menos organizadas que comen y excretan, sin más sentido que seguir la cadena alimentaria de la naturaleza.

Por supuesto, podemos ir un poco más allá y descubrir que, independientemente de la animación de la células, el hombre está principalmente compuesto de moléculas de carbono y agua. Hidrógeno, oxígeno, carbono, hierro, nitrógeno, calcio, elementos naturales al fin y al cabo, átomos de materia común y corriente, sin más.

El hombre no es nada más que eso: unas cuantas moléculas ordenadas sobre un inmenso vacío, organizadas y animadas por ese extraño misterio que denominamos vida.

El elemento más pequeño de su constitución es el hidrógeno, con un solo electrón dando vuelta alrededor del núcleo. No hay ningún elemento conocido más simple dentro de la naturaleza.

El hidrógeno, por tanto, parece ser el origen de la creación, y, consecuentemente, del hombre. Está formado de un electrón y un núcleo, en el núcleo hay un protón y un neutrón. Hasta hace pocos años se creía que no había nada más pequeño y que no se podía encontrar nada más allá en este sentido, pero poco a poco se han ido descubriendo fragmentos más pequeños del átomo, como los positrones y los neutrinos, hasta llegar a los quarks, y es muy posible que a medida que la técnica avance se vayan descubriendo fragmentos elementales más y más pequeños, hasta llegar prácticamente a la nada.

Bien, el conocimiento humano no llega más allá, y por eso, detrás del neutrino más pequeño nos queda la pregunta de siempre: ¿qué hay antes del neutrino? ¿quién creó el neutrino? ¿de dónde salió el neutrino? Algunos responden, de una o de otra manera, que detrás de todo esto está, o debe de estar, la fuerza mística y vital que mueve todo el universo, y que muchos denominan Dios.

No hablo del Dios personal ni del Dios patriarcal al que se refieren tan a menudo las religiones; no, en este momento me estoy refiriendo al eterno inconmovible, a la fuerza inconcebible, al sin nombre, sin forma ni personalidad, al que es todo luz y todo esencia, al Dios que no podemos entender ni acceder por mucho que lo intentemos; ese que está más allá de toda creencia y de toda vida, de todo conocimiento y de toda sabiduría, al que no se le reza ni se le pide, al que no se le teme ni se le rinde pleitesía, al que forma parte del todo y de la nada, al que sustenta a los dioses que creemos conocer, y que ni los mismos dioses conocen ni entienden.

Desde este hipotético punto de vista, entre el Cielo y la Tierra hay miles de millones de mundos paralelos, miles de millones de distintas dimensiones ocupando exactamente el mismo punto, en el mismo tiempo y en el mismo espacio, compartiendo la misma eternidad, por increíble que parezca.

No se trata de inventar lenguajes, como Carlos Castañeda, para redescubrir los viajes astrales dentro de la «segunda atención», se trata simplemente de las posibilidades esotéricas y físicas que componen nuestro amplio y complejo universo.

Las ciencias, a pesar de su aparente acartonamiento, no hacen otra cosa que buscar las mismas respuestas que las religiones han perseguido siempre: descubrir el misterio de la vida y de la naturaleza.

La Física, aparentemente tan seria y concreta, no ha hecho otra cosa en toda su historia que intentar descubrir el origen de los fenómenos que mueven a nuestro universo, y nos habla de energías y de fuerzas sutiles y mesurables, de la misma manera que los brujos de la antigüedad nos hablaban de influencias divinas o demoníacas. La Física intenta utilizar el razonamiento y poder repetir en un laboratorio sus descubrimientos, mientras que la magia intenta utilizar la intuición y poder hacer funcionales sus artes de hechicería. Parece un contrasentido, pero ambas explican a su modo el universo y ambas intentan dominar o conocer las fuerzas que nos envuelven. Por si fuera poco, ambas utilizan un lenguaje que es incomprensible para los seres humanos comunes y corrientes.

Conceptos como la relatividad del tiempo y la vibración subatómica, nos suenan tan a chino como un quincucio astrológico o un mantra budista. Todas las cosas son perfectamente explicables, pero no todos somos capaces de comprender las explicaciones que se nos dan.

La Magia nos habla de los distintos mundos que se contienen en este, mientras que la Física nos dice que la vibración molecular determina nuestra capacidad de percepción de las cosas que consideramos sólidas. Ambas confluyen en señalar que las cosas no son como pensamos que son, que ni siquiera son como las vemos o como las sentimos, y a nosotros, los ciudadanos de a pie, limitados por nuestros propios sentidos, se nos hace muy difícil entender de qué nos están hablando.

La única diferencia entre la magia y ciencia, es que la magia intenta mirar con los ojos del alma lo que la ciencia intenta ver con microscopios o con telescopios, mientras que ambas parten de la misma premisa: la limitación de nuestros cinco sentidos, que nos impiden ver y oír más allá de nuestras narices.

En la Tierra estamos los hombres, y en el Cielo se haya lo ignoto, o si ustedes lo prefieren, los dioses, y entre los hombres y lo ignoto está el aire, simplemente el aire, pero dentro de este aire también hay miles de pobladores que unos llaman intuiciones, inspiraciones o descubrimientos, mientras que otros denominan simplemente ángeles.

¿Qué hay entre el Cielo y la Tierra? Entre el cielo y la Tierra se encuentran los mensajeros de los dioses, esos seres que han recibido toda clase de nombres a través de las distintas culturas que conforman a la humanidad, y que para la mayoría del mundo occidental no son otra cosa que las inteligencias celestiales, los ángeles en persona.

A lo largo de este libro recorreremos, en la medida de lo posible, el camino que hay entre el Cielo y la Tierra para llegar a contactar con nuestros ángeles custodios, nuestros ángeles guardianes.

Intentaremos no confundirlos con otros seres, benéficos y maléficos, que habitan en las regiones desconocidas de nuestro universo, y desvelaremos la forma más sencilla y asequible de invocarlos, porque también nosotros, al igual que los magos y los científicos, intentamos descubrir y explicar el fenómeno existencial que nos ha tocado vivir.

El poder de los ángeles

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