Читать книгу El poder de los ángeles - Rubén Zamora - Страница 9
ОглавлениеLos cristianos
Después de la desilusión, para ser más exactos, unos sesenta años después de la decepción caótica o salvadora, entre las cloacas y catacumbas de Roma empezó a medrar una secta tan fanática como terrible, que adoraba a un dios sin rostro ni nombre y que practicaba los actos más reprobables de la época. Comían pájaros carpinteros y robaban los caballos de posta, abandonaban a sus hijos y a sus mujeres, se enfrentaban a sus padres y a sus amigos, no trabajaban ni engrandecían el imperio. Ni siquiera eran esclavos.
Por algún tiempo su locura movió la compasión de las autoridades romanas, hasta Nerón se llegó a preocupar por ellos. Séneca, hombre sabio de la época, sentía náuseas solo de oír hablar de ellos. Eran los primeros cristianos, los prístinos, que en un principio ni siquiera creían en el Salvador que partió nuestro calendario en dos, sino en un Dios primordial, quien, al carecer de nombre y de imagen, no podía ser inscrito en los registros romanos como el resto de los dioses.
A pesar de todo, y contra todo pronóstico, aquella secta progresó, se ordenó y engrosó sus filas, entre otras cosas, porque en aquel entonces era la única secta que decía seguir manteniendo el contacto con los seres celestiales, con aquellos ángeles que llevaban casi doscientos años sin dar señales de vida.
Pero no bastaba el contacto con los ángeles, esos ángeles que decepcionaron a monarcas, sacerdotes y sabios, hacía falta una figura más importante, el mismo Niño Dorado que todos los primogénitos poderosos pretendieron ser, el esperado Mesías de los hebreos, el adorado Krishna de la India, el Buda esperado de los chinos, el mismo hijo del Dios más elevado en persona.
Saulo de Tarso (San Pablo) fue el principal promotor de la idea, y el primero en organizar a los execrables sectarios.
Saulo de Tarso (San Pablo), un rabino frustrado,
se apoderó de la más rica tradición hebrea,
incorporándola al naciente cristianismo
Claudio, como emperador y César de Roma, murió decepcionado por tal inocuidad de la recientemente estrenada Edad de Oro. Nerón enloqueció sin llegar a comprender a aquellos sectarios que gritaban como mujeres desvalidas, cosa que jamás haría un verdadero romano, cuando eran llevados al circo. Y Calígula, por más que espoleó a sus astrólogos y consejeros, no pudo contactar con los dioses y convertirse en uno de ellos.
Los judíos de Roma estaban escandalizados por las blasfemias de los cristianos y, para colmo, Saulo de Tarso, un rabino frustrado, estaba dándoles argumentos para apoderarse de la más rica tradición hebrea.
Cuando murió Saulo de Tarso, los cristianos ya tenían un nombre y un rostro para su Dios, o para el hijo de su Dios: se llamaba Jesús, era el Hijo de Dios, y había nacido hombre, pastor y palestino, entre los excrementos de un establo.
Los jerarcas religiosos estaban anonadados, algunos astrólogos empezaron a decir que lamentaban su error, que consistía en no haber contemplado la contraposición de los astros, y que era perfectamente (al menos astrológicamente) posible que el esperado Niño de Oro fuera todo lo contrario a un monarca, sin religión, sin cetro y sin oro, el más humilde entre los humildes.
A partir de ahí se confeccionaron los Evangelios en un orden estrictamente astrológico, y entre los cristianos empezaron a aparecer personas que no vivían en las cloacas ni escuchaban los mensajes divinos entre los osarios de las catacumbas.
Romanos de pro, centuriones, maestros, religiosos, libertos, comerciantes y estudiosos empezaron a formar parte de la secta, que con el paso de los años y tras la organización de Saulo de Tarso había dejado de ser tan intransigente y fanática, y en el siglo II de nuestra Era ya conformaban prácticamente una religión que convivía con el sinfín de religiones, venidas de todas las partes del mundo, que existían en la cosmopolita capital del Imperio. Parecía que los ángeles estaban de su parte, y que obraban el milagro de darles un lugar en el mundo.
La élite romana no se dejó convencer fácilmente, ya que los cristianos, sobre todo en sus inicios, no eran más que la escoria de la escoria, los esclavos de los esclavos y los parias de los parias. La élite romana, tras la decepción de la Era Dorada, abandonó a los dioses romanos que no habían bajado a salvarlos y se entregó a las corrientes filosóficas y a los cultos mágicos antiguos. El epicureísmo, el pitagorismo y el estoicismo, con sus aspectos mágicos y filosóficos, acercaron a la élite romana a religiones tan mágicas y exóticas como las orientales. De esta manera, los que antes adoraban a Júpiter y a Dea Roma, pasaron a adorar a Mitra, Isis, Apis y Serapis, y, poco a poco, se fueron decantando más hacia la nueva y pujante religión cristiana.
La Era Dorada, más que salvación o apocalipsis, trajo el declive del Imperio Romano, y la religión cristiana, ya aposentada y reconocidos todos sus seguidores como romanos en el 212, gracias al césar Caracalla, empezó a nutrirse con una élite romana que ya no respetaba al emperador y que buscaba hacerse con una parcela de poder que contrarrestara la tiranía del ejército.
La fuerza del alma resultó tan poderosa, que en el siglo III d.C., cuando el cristianismo ya no era una secta de locos, empezaron las verdaderas persecuciones y represiones a esta forma de expresión religiosa. Diocleciano, en los edictos de Nicomedia, fue el César que más persiguió a los cristianos, pero poco pudo hacer, porque buena parte de su senado ya gozaba de cierto poder en el escalafón cristiano.
Los ángeles seguían de parte de los cristianos, y el paganismo oficial fue dando paso a la nueva forma de expresión religiosa. El cristianismo aún no era oficial, pero ya gozaba de una parroquia más extensa que el paganismo.
Todo poder dividido lleva inevitablemente a una confrontación entre las partes, y Roma no pudo evitar un sinnúmero de guerras civiles. Majencio, que apostaba por el antiguo sistema político y religioso, fue derrotado por Constantino, simpatizante del cristianismo, y en el 313, dictó el edicto de Milán oficializando el cristianismo, lo que provocó prácticamente la desaparición del paganismo.
La élite romana, que desde el siglo II d. C. apostó por el cristianismo, tenía tanto poder en los años 300 de nuestra era, que se dio el lujo de poner en jaque al ya debilitado poder imperial, y Juliano, todo un emperador de Roma, no pudo reinstaurar el paganismo. Esa misma élite romana, que llevaba casi doscientos años gobernando el Imperio desde la sombra, se erigió en el verdadero poder que cohesionaba el mundo conocido gracias a la religión cristiana, y la antigua tolerancia de cultos que observó el Imperio durante siglos, fue desapareciendo gradualmente desde Bizancio hasta Finisterre, pasado por el Norte de África y llegando casi a toda la Bretaña (la actual Inglaterra). Los cristianos dejaron de ser perseguidos por Diocleciano y pasaron a ser perseguidores de todos aquellos que no querían sumarse a la religión de moda. Sitios tradicionalmente hebreos y semíticos (actualmente mahometanos y judíos) eran, a pesar de sus pobladores y del mismo Imperio, cristianos.
De la Edad de Oro ya nadie se acordaba, y el famoso Cristo, aquel que había dado nombre a la pujante religión, ni siquiera contaba con el respaldo de sus jerarcas ni con una iconografía. El Dios único, el Dios sin rostro y sin nombre, con sus ángeles y arcángeles como mediadores, era el verdadero punto de culto para la élite romana. No había culto a la Virgen ni a Cristo entre la curia, pero el pueblo, las bases cristianas, las que respaldaban el poder con su fe y su creencia, quizá demasiado acostumbradas al paganismo a pesar de todo, se encargaron de empujar el paralelismo religioso hasta que el mítico Jesús y su madre ocuparon un lugar preponderante en la simbología de la jerarquía católica, que puesta a olvidar, se había olvidado hasta de sus propios orígenes, y en lugar de oficializarse bajo la denominación de religión cristiana, se bautizó a sí misma como Iglesia Católica Apostólica y Romana, consolidándose bajo los reinados de Constancio II y de Valente.
Pero fue Teodosio, en el 394, quien cedió finalmente al poder cristiano y ordenó cerrar los antiguos templos para siempre, declarándolos proscritos y paganos. Unos pocos años después, los hijos de Teodosio, Arcadio y Honorio, se dividieron el Imperio Romano y con ello a la Iglesia, dando lugar a sus dos vertientes principales, la Romana y la Ortodoxa.
Roma, según la leyenda, nació con Rómulo y Remo, y murió, como si su destino hubiera estado marcado desde el principio, en el 476, bajo el mandato de Augústulo Rómulo. Bizancio, la otra parte del Imperio, se mantuvo hasta el comienzo de la Edad Media. El Imperio Romano, militar y administrativamente, desapareció para siempre, pero, religiosamente, sigue siendo el imperio más poderoso de la Tierra y, a pesar de que en los últimos tiempos la devoción religiosa ha descendido entre los habitantes del planeta, su declive no se ve nada cerca.
La historia de la Iglesia Católica es todo un misterio, pero el cristianismo, que nació en las catacumbas romanas desconociendo al mismo Cristo, supo mantener la magia del contacto con los seres celestiales, el carisma preconizado por sus evangelios y la complicidad de una Era Dorada que nunca tuvo lugar físico en la Tierra, pero que sí impresionó profundamente las creencias de los hombres.
No hay duda de que la tradición hebrea ha sido un baluarte en la conformación y consolidación del cristianismo, ni de que los filósofos griegos y las ideas místicas del hinduismo y el budismo han puesto su grano de arena, pero es en su politeísmo soterrado, plagado de cristos, ángeles, arcángeles, vírgenes y santos, donde radica la verdadera aceptación popular que ha tenido en los últimos veinte siglos.