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Capítulo 5 Bajo el velo de la hominum
ОглавлениеNo fue fácil para los médicos curar y estabilizar a Antia, aunque al final lo consiguieron y esperaban que llegara a reaccionar y despertara para poder explicarle a la policía qué les había pasado.
Después de revisar a las tres niñas e intentar localizar a sus familiares, decidieron avisar a un asistente social.
—¿Dónde están mamá y papá? —le preguntaba sin parar Clelia a la enfermera sin soltarse de las pequeñas manos de sus hermanas.
—Vuestra madre está muy enferma y ahora mismo necesita dormir.
—¿Y papá?, ¿dónde está papá? —le preguntó Velia poniéndose delante de sus hermanas, decidida a protegerlas y que aquella extraña les explicara qué pasaba.
La pregunta y la actitud de la niña esperando una respuesta dejaron a la enfermera sin saber qué decir. ¿Cómo explicarles a unas criaturas tan pequeñas que su familia no volvería a estar completa?
En aquel momento, como si un ángel hubiera caído del cielo, una jovencísima chica con un enorme bolso de un color verde estridente en su mano derecha y una carpeta a juego con el bolso en la izquierda apareció. Sus ojos, de un bello tono esmeralda, contrastaban con su piel bronceada. Su sonrisa hizo que las pequeñas dejaran de llorar y preguntaran por un momento.
—Hola, soy Diana, la asistente social que se hará cargo a partir de ahora de estas preciosas niñas —se presentó mientras rebuscaba en su gran bolso. La enfermera no acababa de creerse que aquella joven fuera quien decía ser hasta que sacó la tarjeta que la identificaba—. Vosotras debéis ser Velia, Clelia y Antia, mis futuras tres mejores amigas —les dijo a las niñas, colocándose a su altura para ponerse enfrente de sus ojos al hablarles.
En el momento en el que se miraron algo pasó. Las pequeñas se calmaron, la rodearon y la cogieron de ambas manos, que había dejado libres colocando sobre la mesa que había en la pequeña sala lo que llevaba con ella.
—Nos quedamos con ella —le dijo Velia muy decidida a la enfermera.
—¿Estás segura de que puedes hacerte cargo de este asunto? ¿No necesitas a ningún supervisor que te guíe? —le preguntó la enfermera sin llegar a creerse que pudiera hacerse cargo.
—Soy capaz de realizar mi trabajo a la perfección. Entiendo qué estás pensando y no soy tan joven como imaginas. No es la primera vez que tengo que encargarme de algo parecido. Solo queda que arreglemos los papeles. Y me gustaría una copia de los informes médicos de las niñas —le explicó Diana a la enfermera con gran seguridad.
—Está bien. Perdona por haber dudado, pero es que parece que acabas de empezar la universidad como mucho —se disculpó la enfermera.
—No es la primera vez que me pasa, no te preocupes. Si os portáis bien mientras hago una cosa, haré lo que me pidáis. Ahora, sentaos y pintad algo bonito para vuestra madre —les pidió a las pequeñas, sacando del bolso unos cuantos folios y una caja de madera con lápices y colores.
No dijeron nada, tan solo hicieron lo que les había pedido, esperando su momento.
En cuanto todo estuvo listo Diana volvió con las niñas, aunque algo en su interior le dijo que aquel caso debería tratarlo de manera diferente, a pesar de que con ello hiciera algo poco aconsejable.
—¡Madre mía, qué dibujos más bonitos! —Su reacción fue sincera. No entendía cómo unas niñas de seis años podían dibujar con tanto realismo. Se habían dibujado las unas a las otras, y en los tres dibujos había multitud de corazoncitos y pequeños sombreros de bruja. Algo que solía hacer Antia, su madre, cada mañana para decirles lo mucho que las quería y que les transmitía su energía para que fueran muy fuertes.
Cuando Clelia se lo explicó a Diana, solo pudo imaginar el amor que había en aquella familia y la enamoró ver cómo las pequeñas hacían, en aquel momento, algo que habían aprendido de su madre para transmitirle su fuerza y que se curase, a pesar de no saber la magnitud de los hechos.
—¿Adónde iremos ahora? —le preguntó An, intentando no llorar.
—Hasta que mamá se ponga bien, tendréis que quedaros con otra familia. ¿Tenéis abuelos o tíos?
—No —le contestó Velia sin más.
—¿Y tenemos que irnos ya? ¿No podemos ir con mamá para que vea nuestros dibujos?
—Preguntaré si podéis verla, aunque no puedo prometéroslo. Pero, si dicen que esta noche no podéis, en cuanto me den permiso os traeré —les aseguró Diana con una enorme sonrisa.
—Yo quiero darle el dibujo a mamá para que se ponga bien pronto —le pidió An.
—¿Y por qué no viene papá a buscarnos? —le preguntó An.
Aquello no pilló por sorpresa a Diana. Había estado esperándolo desde que las vio y, aunque entendía que tal vez no comprendieran lo que iba a explicarles, sabía por experiencia que era lo mejor. Se sentó en la pequeña sala, cerrando antes la puerta para que nadie las molestara, e hizo que se sentaran ellas también.
—Sabéis que habéis tenido un accidente, ¿verdad?
—Sí —le dijeron las tres al mismo tiempo.
—Vuestro papá tenía muchas heridas y los médicos no han podido curarlo. Ahora está en el cielo y desde allí os vigilará y cuidará. Nunca os dejará solas. —Esperaba que aquellas palabras fueran suficientes.
—¿No lo veremos más? —le preguntó Clelia con lágrimas en los ojos.
—Siempre que queráis podréis verlo en vuestras cabecitas, recordándolo.
—Seguro que Hécate lo cuidará muy bien. —An quiso creer en esa posibilidad.
—¿Quién es Hécate? —Diana no comprendió a quién se refería.
—Es nuestra diosa y la de mamá. A ella no va a llevársela también, ¿verdad? —le preguntó An como si ella pudiera darle una respuesta.
—Le pediremos que no lo haga. ¿Y esa diosa no lo es de vuestro padre?
—No, solo lo es de las personas especiales como mamá y nosotras —le explicó An como si Diana fuera tonta por no saberlo.
—¡An, calla! —la regañó Velia.
—¿Es un secreto? —les preguntó Diana intentando que las niñas se despistaran y le explicaran más de aquella extraña historia.
—No.
—Sí.
—An, mamá va a reñirte. Nos dijo que no teníamos que decírselo a extraños.
—Pero ya no soy una extraña y podéis explicarme lo que queráis, sé guardar secretos. —Diana quería que confiaran en ella.
—Tengo sueño. ¿Dormiremos con mamá? —le preguntó Velia cambiando de tema como lo haría un adulto.
—No creo que eso pueda ser, pero antes de irnos intentaré que podáis verla para que le deis los preciosos dibujos que le habéis hecho. —Diana entendió que no le explicarían más.
—¿Promesa de luna? —le preguntó Clelia, como si creyera que Diana iba a entenderla.
—Supongo que sí, promesa de luna —le contestó para que se sintieran más tranquilas y, de esa manera, poder hacer su trabajo con calma y sin altercados, a pesar de no saber a qué se refería.
Diana era muy buena en su trabajo como asistente social, en el que ponía su corazón y sus cinco sentidos. Había mostrado grandes aptitudes con los niños, a los que siempre hacía sentir bien a pesar de la complicada situación en la que le tocara trabajar. Ayudar era su vocación desde muy joven y presentía que aquel no sería un caso cómo los demás.
Después de hablar con los médicos que trataban a Antia, y a fuerza de insistir en que las niñas lo necesitaban y se portarían bien, consiguió el visto bueno. Y, con las pequeñas sujetas a su jersey, siguió los pasos de una enfermera.
Antes de entrar en la habitación donde tenían a Antia, hicieron que Diana y las pequeñas se pusieran unas batas verdes —bastante grandes para las pequeñas—, un gorro del mismo color y unas mascarillas. Parecía que las hubieran disfrazado, aunque en aquella ocasión no se sentían felices como para pasárselo bien.
La enfermera les abrió la puerta. Pero, antes de que pudieran ver a su madre, Diana sintió la necesidad de explicarles cómo la encontrarían; no quería que se asustaran.
—Necesito que me prestéis atención un momento.
—Queremos ver a mamá —le dijo Velia, no queriendo esperar más. A pesar de su edad y por lo que acababan de pasar, su firme personalidad y fortaleza no la dejaban amedrentarse ante cualquier cosa que se interpusiera en su camino.
—Y la veréis en un minuto, pero escuchadme antes de entrar. —Cuando supo que las niñas le prestaban atención, continuó—: Vuestra madre, en este momento, está muy malita y hemos tenido que curarla, así que veréis muchas vendas, tubos y cables conectados a un montón de máquinas. Todo eso es solo para curarla, no os asustéis.
—¿Cuándo se pondrá bien? —le preguntó An mostrándose más sensible.
—No lo sabemos. Cuando estéis con ella, tenéis que hablar muy flojito. Y por ahora es mejor que no la toquéis hasta que sus heridas se hayan curado.
—¿Está despierta o dormida? —Esa vez fue Clelia la que quiso saber.
—Por ahora, está dormida. Es como cuando vosotras os ponéis muy malitas y vuestra madre deja que paséis todo el día en la cama, durmiendo. Ahora, ella necesita hacer lo mismo.
—¡¿Podemos entrar ya?! —Velia estaba poniéndose nerviosa.
An y Clelia se miraron y se pegaron a su hermana, a quien le susurraron algo al oído. Sabían que, si seguía enfadándose, acabaría lloviendo allí mismo y le habían prometido a su madre que eso no pasaría delante de personas que no conocían.
La pequeña Velia las entendió e hizo algo que su madre le había repetido en multitud de ocasiones: respiró profundamente unas cuantas veces hasta que se tranquilizó.
—Solo podéis estar cinco minutos —les advirtió la enfermera.
Se apartó y las dejó pasar sin estar del todo segura de si aquello sería bueno para unas niñas tan pequeñas.
Los sonidos de las máquinas que controlaban las constantes de Antia rompían el penetrante silencio de la austera habitación de hospital. Como les había explicado la enfermera, su madre estaba dormida, tumbada sobre una cama de sábanas blancas. Lo que nadie sabía era que podía escucharlo todo y que no se despertaría mientras sus pequeñas estuvieran en peligro. Sabía que sus bebés estarían en manos de los hominum mientras ella no pudiera hacerse cargo.
—Tened mucho cuidado cuando os acerquéis a vuestra madre —les pidió Diana con un tono suave y muy cariñoso.
Escuchar aquella voz, por el motivo que fuera, le proporcionó la paz que tanto necesitaba en aquel momento. Sus rezos a Hécate habían funcionado, estaba segura.
Las niñas se colocaron alrededor de la cama sin tocarla, tenían miedo de hacer daño a su madre. Ninguna de ellas dijo nada hasta que por fin rompieron a llorar en silencio.
—Mamá, seremos buenas. Tú ponte bien pronto y nos vamos a casa —le susurró Clelia colocándose cerca de su oído.
—Haremos todo lo que dices siempre. No haremos cosas especiales. —Velia sabía que su madre la entendería.
—Quédate aquí y duerme mucho para ponerte buena. Ahora tenemos a Diana que nos cuidará hasta que te despiertes. —An seguía cogida de la mano de la asistente, que había arrastrado al lado de su madre.
Las palabras de sus pequeñas hijas le llegaron al corazón. Sabía que eran fuertes y que estarían bien, pero fue incapaz de dejar de sentir miedo por ellas. En algún momento de su supuesta inconsciencia dejaría de protegerlas, de contener el poder que iba creciendo en el interior de aquellos cuerpecillos, y entonces volverían para buscar de dónde provenía una magia que contenía una parte de su esencia.
—Es hora de que nos vayamos y dejemos a vuestra madre descansar —les dijo Diana a las niñas, que no eran capaces de dejar de mirar a la persona más importante de sus vidas.
La chica abrió la puerta de la habitación y esperó a que salieran mientras ellas se despedían de Antia lanzándole besos al aire, ya que les habían dicho que no podían tocarla.
El corazón de Diana se encogió cuando las vio salir agarrándose las enormes batas verdes para no pisarlas, cabizbajas y con un millón de lágrimas resbalando por sus mejillas sin emitir un solo sonido. Las miró sin llegar a entender qué tipo de familia era aquella en la que habían dotado a aquellas pequeñas de una fortaleza espiritual incomprensible para su edad.
Tuvo muy claro desde que las vio con qué familia de acogida las dejaría. Ellos las cuidarían mejor que nadie y no habría ningún problema para que permanecieran juntas.
Cuando llegaron al aparcamiento del hospital, con las tres niñas haciendo una cadena encabezadas por Velia, que iba sujeta a su chaqueta, Diana se paró y sacó las llaves del coche. Fue hacia el maletero, donde había guardado tres elevadores al saber cuántas niñas debería trasladar.
Los colocó en la parte de atrás del vehículo y, sin decirles nada, se subieron. Le costaba creer que fuera tan sencillo.
El trayecto sería de una hora y, en cuanto dejara a las pequeñas en su hogar temporal, debería acabar el informe para presentarlo a la mañana siguiente. Sabía que su jefe no le pondría ninguna pega porque hubiera escogido a esa familia sin consultarle antes, no solía pasar nada. Era complicado encontrar familias que aceptaran a tantas hermanas y en aquel momento aquella era la única de las pocas disponibles.
El viaje en el coche fue silencioso. Diana las miraba a través del espejo retrovisor. Cuando la adrenalina por lo sucedido fue desapareciendo de sus pequeños cuerpecitos, el agotamiento pudo con ellas y cayeron en un profundo sueño. Debería prevenir a los habitantes de la casa de acogida sobre la posibilidad de que las niñas entraran en crisis en cualquier momento. Aquella actitud por parte de ellas no era para nada normal.
Las luces de la gran casa estaban encendidas a pesar de la hora. Diana los había llamado para avisar de su llegada y de que necesitarían tres camas.
Al aparcar justo en la entrada de la casa, la gran puerta de madera caoba se abrió y salieron un hombre y una mujer que rondaban la cincuentena.
—Pensábamos que llegarías antes. ¿Ha pasado algo? —le preguntó el hombre mientras se acercaba a Diana, a quien abrazó y besó en la mejilla en cuanto la tuvo cerca.
—No. Solo que antes de irnos han dejado que vean a su madre —le explicó.
—Pobrecillas, ¿cómo se encuentran? —le preguntó la mujer mirando a través de la ventanilla del coche.
—Extrañamente bien. Aparte de algunas lágrimas por haberse separado de su madre, están tranquilas. No acabo de entender cómo pueden estar así sabiendo que su padre ha muerto y su madre está grave.
—¡¿Se puede saber qué loco les ha explicado que no volverán a ver a su padre?! —se enfadó el hombre.
—Yo —le contestó Diana agachando la cabeza.
—Hija mía, ¿es que no has aprendido que no debes dar noticias como esa a criaturas pequeñas sin el apoyo de un psicólogo?
—Lo sé, papá, pero algo me dijo que debía hacerlo y que ellas podrían aguantarlo.
—Es horrible que algo así pueda sucederle a una familia. ¿Crees que la madre se recuperará? —le preguntó su madre sin poder separarse del coche.
—Eso espero. Me ha parecido ver lo unidas que están a su madre, hasta un punto que no he visto hasta esta noche.
—Será mejor que las llevemos dentro para que descansen —les indicó Lucas, su padre, abriendo la puerta trasera del coche—. ¡Estas niñas son preciosas! Parecen unos angelitos —exclamó sin levantar la voz para no despertarlas.
—Por muy angelitos que sean, necesitan descansar y despertar en un lugar cálido donde se sientan protegidas. Y tú —le dijo Celeste a su hija—, vas a quedarte a dormir en casa.
—No puedo, mamá, debo acabar el informe de este caso para mañana a primera hora y así hacer oficial su residencia temporal con vosotros, ya lo sabéis.
—Puedes hacerlo aquí, en tu habitación. —Celeste intentó convencerla.
—No insistas, mamá, tengo mi ordenador en casa. Te prometo que antes de ir a trabajar me pasaré por aquí. —Diana sabía que no sería tan fácil convencerla.
—Celeste, déjalo. Es tarde y debemos acostarlas de una vez. —Lucas ya estaba con An en sus brazos.
—Está bien, pero que nos ayude a llevarlas dentro. —Celeste dejó de insistir, sabía que no conseguiría nada.
—No, que se quede aquí, vigilándolas, mientras yo las llevo una a una. Son pequeñas, pero no plumas.
—De acuerdo, te acompañaré para arroparlas. Te esperamos mañana para desayunar. —Celeste le dio un beso a su hija para después seguir a su marido al interior de la casa.
En cuanto las niñas estuvieron metidas en las camas, profundamente dormidas, Diana se subió en el coche y se marchó. Le esperaba una larga noche de trabajo y debería ponerse en marcha muy temprano.
Desde el día en el que Diana decidió que se dedicaría a mirar por el bienestar de los niños, sus padres se unieron. Incluso cuando esa decisión la tomó siendo muy joven. Era una chica decidida, con un gran corazón y con las ideas muy claras, y cuando llegó el momento de decidirse por una carrera universitaria tuvo claro que sería asistente social. Sus padres supieron que la mejor forma de copiar a su hija sería convirtiéndose en familia de acogida, ya que podrían proporcionar un buen hogar a esos niños que lo necesitaran, fueran uno, dos, tres o más, al disponer del espacio suficiente y personal a su servicio que les echaría una mano. Era la parte buena de encontrarse en una situación socioeconómica muy buena.
Mientras las pequeñas dormían plácidamente, Antia intentaba estar lo más tranquila posible para poder recuperarse de sus múltiples heridas y así concentrar toda su energía vital en la protección de sus hijas. Había podido escucharlas y sentirlas, a pesar de no haberlas tocado. No sabía cómo lo conseguiría, pero no permitiría que la ceguera y la incapacidad de querer entender que las cosas de su madre y de sus tías, por muy familia suya que fueran, le arrebataran a sus hijas. Lo habían conseguido con Efrén y de alguna manera se lo haría pagar.
Inmersa en sus pensamientos, no prestaba atención a todos los que entraban y salían para comprobar su estado, administrarle medicamentos o realizarle algún tipo de cura. Hasta que notó la calidez de una mano que reconoció al instante. En aquel momento se tensó, disparando las pulsaciones que se dibujaban en el monitor que tenía al lado del cabecero de su cama.
—Ssshhh, no debes alterarte —le pidió una voz profunda y tranquila—. No debí permitir que te hicieran esto. Debes perdonarlas, tu huida las cegó, creyeron que los hominum te habían raptado.
Su padre estaba junto a ella, la esencia de su magia era inconfundible, y no supo si hacerle caso y calmarse o hacer saltar las máquinas para que los médicos y las enfermeras acudieran a la habitación.
—Sé que no puedes hablar. Jamás imaginé que pudieras hacer magia ancestral. Para ti, solo eran historias y canciones. Te has convertido en una bruja muy fuerte, aunque siempre supe que eras especial. No es normal que los nuestros nazcamos con luna de sangre, pero tú lo hiciste, aunque tomamos la decisión de no explicártelo.
Aquella información dejó a Antia de piedra. Sus hijas también habían nacido en una noche así, aunque con una enorme luna llena.
Fue entonces cuando decidió hacer caso a la petición de Xalbat, su padre, y relajarse para escuchar lo que había ido a decirle.
—No puedo pararlas, no ahora que están cegadas de ira por no haber conseguido llevarte con ellas. Lo que sí puedo hacer es ayudarte con un conjuro de protección para que puedas despertar y darme un fuerte abrazo. Y, si no quieres volver a casa, no te obligaré, pero sí te pediría que me explicaras por qué te fuiste sabiendo lo que podía suceder. Espero que estés de acuerdo con lo que voy a hacer. Es por tu bien.
Xalbat sacó piedras de hematita y lapislázuli, que colocó bajo el colchón de la cama en cada una de las esquinas, lo suficientemente metidas como para que no las vieran cuando tuvieran que cambiar las sábanas. Después, apartó lo que cubría el cuerpo de su hija para untarle un aceite. Antia pudo olerlo, era esencia de crisantemo. Supo entonces que todo lo que le había dicho era cierto y se sintió mal al no poder explicarle por qué eso no haría que ella despertara. Si lo hacía, las que quedarían desprotegidas serías sus niñas, unas nietas de las cuales él desconocía su existencia y de las que no podría hablarle en su estado.
Siempre tuvo miedo de que los encontraran, pero jamás llegó a imaginar que la mujer que le dio la vida y sus tías, que le habían enseñado lo que era la magia y explicado multitud de historias, pudieran provocarle el dolor que la quemaba lentamente. Nunca creyó en su radicalidad y en aquel momento se encontraba incapaz de moverse, con su padre protegiéndola.