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Capítulo 3 Nuevos pasos
ОглавлениеEl camino fue mucho más largo de lo que Antia hubiera imaginado o, por lo menos, eso le pareció. Aún estaba acostumbrándose al reloj de muñeca que Efrén le había regalado para que llegasen los dos al punto de encuentro a la vez. Cuando Efrén se lo enseñó, le pareció que en aquella pequeña cajita se escondía una inmensa magia, porque con ella podía controlarse el tiempo.
Lo que descubrió durante el viaje le confirmó que todo lo que le habían hecho creer acerca de los hominum no era cierto. En cada lugar en el que pararon las personas fueron amables y nadie llevaba antorchas para quemar brujas. Estaba descubriendo un mundo que cada vez le fascinaba más, aunque era consciente de lo mucho que debería trabajar para sentirse libre y de que tendría que mantener su magia en el más absoluto secreto.
—En serio, Efrén, como vuelvas a decirme que queda poco, cojo la escoba y me largo.
Antia estaba nerviosa por llegar a su destino. No había dejado de preguntarle cuánto les quedaba para terminar su viaje. Ahora que conocía la magia de las horas, ansiaba ser capaz de controlarla, pero la respuesta de él siempre era la misma: «No falta mucho».
—Esta vez es cierto. Y la escoba creo que te la has dejado, porque en el coche no llevamos ninguna. —Se rio sin apartar la vista de la carretera.
—¡No tiene gracia! —Abrió su libro, molesta con su actitud, para intentar mantenerse distraída.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—¿El qué? —Antia no entendió a qué se refería.
—No es buena idea que me lances uno de tus conjuros mientras conduzco.
Antia lo miró, intentando entender por qué le había dicho eso. Movió la mirada de él al libro un par de veces hasta que lo comprendió.
—¡Estás loco! ¿Cómo se te ha ocurrido que haría algo así por muy enfadada que esté?
—Era solo una broma para que dejases de pensar en lo largo que es el viaje y, de paso, para que no te dieras cuenta de adónde estamos llegando.
En cuanto Efrén acabó la frase cerró el libro y se quedó mirando fijamente lo que había delante de ella. Aquello debía ser un buen augurio. El sol estaba escondiéndose en el mismo lugar en el que el cielo y el mar se daban la mano. Habían llegado a la ciudad en la que empezarían una nueva vida con una visión casi idéntica a la imagen con la que dejaron atrás su vida pasada.
—Dime que este será el lugar donde viviremos, donde estaremos el resto de nuestras vidas juntos —le pidió Antia, sin poder apartar la mirada del mar.
—Será muy cerca. Tanto que desde nuestra nueva casa podremos oler el agua salada que tienes delante —le explicó, sujetándole las manos con ternura.
Después de aquel primer contacto con la playa del Espejo, empezaron una nueva vida.
Durante mucho tiempo, Antia vivió con el miedo de que fueran a buscarla y, mientras Efrén trabajaba delante del ordenador en su casa, ella se encargaba de preparar hechizos de protección, antilocalizadores o cualquiera que imposibilitara que los encontrasen.
Después de cuatro años no había sentido ni pizca de magia en Los Alcázares. Poco a poco, fue adaptándose a vivir entre los humanos y solo practicaba magia bajo la protección de su hogar.
Cada día que pasaba estaba más segura de la decisión que había tomado y entendía menos por qué los suyos seguían viviendo aislados de los hominum. Sabía que la mayoría de los humanos no creían en la magia y que había otros que incluso pensaban que eran auténticos magos, algo que a ella le hacía muchísima gracia. Si vieran la magia auténtica, descubrirían que lo que ellos creían no tenía nada que ver con la verdad.
Durante todos aquellos años la pareja fue uniéndose cada vez más y, aunque procuraban mantener cierta distancia con las personas que estaban más cerca de ellos, la cordialidad era máxima.
—Me preocupa que no quieras tener amigas. Necesitas relacionarte —le repetía a menudo Efrén.
—Ansío que llegue el día en el que te quede claro que estoy más que bien. Y ya me relaciono con las personas cada vez que salgo de casa.
—Pero no tienes ninguna amiga.
—Tampoco las tenía antes, cuando vivía en mi aldea, y no me fue tan mal. Es muy difícil que me deshaga de todas mis costumbres a la primera.
—Pero ¡es que han pasado cuatro años!
—¿Tengo que recordarte que no he cambiado solo de ciudad, sino también de especie?
—Sigo pensando que somos de la misma especie. No veo nada que nos haga diferentes. —Efrén sonrió, mirándola de arriba abajo.
—No, qué va. Tan solo que yo puedo hacer esto y tú no. —Hizo que una manzana volara hasta ella para demostrarle sus diferencias.
En aquellos cuatro años, y gracias a la proximidad del mar, había descubierto poderes en ella que jamás creyó que llegara a tener, ya que entre los magos aquellas habilidades se habían convertido en un mito.
—No es justo que me pongas los dientes largos, me encantaría poder hacer algo así —se quejó Efrén, cogiendo la fruta antes de que llegara hasta ella.
—Si pudiera, te cedería la mitad de mi poder. Aunque en este momento no sería posible, te tocaría esperar un tiempo.
—¿Y eso por qué? —le preguntó antes de darle un bocado a la manzana.
—A partir de ahora puedes dejar de sentirte mal porque no tenga a alguien cercano, aparte de a ti. Jamás volveré a estar sola. —La sonrisa de Antia rebeló un brillo especial en su mirada.
—¿Te has comprado un Tamagochi?
—¿Un qué? En serio, cada día aprendo una palabra nueva contigo, aunque la mayoría sean tonterías. No, vamos a aumentar nuestra diminuta familia. —Por fin, Antia le dio la gran noticia. Llevaba días intuyéndolo y lo había confirmado con una poción que recordó haber visto por casualidad hacía algunos años.
—No sé si te he entendido bien. ¿Estás diciéndome que vamos a ser padres? —Los ojos de Efrén se abrieron como nunca, sorprendido y emocionado, mientras se acercaba despacio desde la puerta de la cocina hacia Antia, que dejó de preparar la cena.
—Eso es exactamente lo que te he dicho.
Efrén empezó a saltar de la emoción y la cogió entre sus brazos. Aquellos años no habían sido fáciles para ninguno de los dos con las familias de ambos lejos de ellos por diferentes motivos, pero el amor que sentían el uno por el otro los ayudó y los unió cada vez más. Tan solo con mirarse se entendían sin que la magia tuviera nada que ver y por ello Efrén percibió que Antia no estaba tan feliz como él. O, por lo menos, no se lo dejó ver.
—¿Acaso una noticia como esta no te alegra? —le preguntó, al ver que no reaccionaba.
—No estoy segura de cómo debo sentirme. No puedo negar que estoy feliz, muy feliz, pero al mismo tiempo estoy muerta de miedo.
—Sé por qué lo dices, pero en cuatro años no hemos sabido nada de tu familia. Supongo que el amuleto que siempre llevas colgado y los hechizos de protección que nos rodean están haciendo bien su trabajo.
—Por ahora, sí. No sé qué pasará cuando nazca nuestro hijo.
—O hija.
—O hija. No sabemos si tendrá magia en su sangre o será humana. Si es la primera opción, podrían detectarla y a mí también. Todo esto es nuevo para mí. —Antia entendió lo que estaba sintiendo.
—Aún faltan meses para que llegue el momento. Mientras tanto, podremos pensar en algo y prepararnos. No voy a permitir que nadie, por muy brujas que sean, separe a mi pequeña familia.
—Me gustaría sentir tu seguridad y tener más poder.
—Lo único que tienes que hacer es contagiarte de mi felicidad y darte cuenta de lo que has conseguido por ti misma en este tiempo. Nuestro libro familiar es cada día más grande y lo has logrado sin la ayuda de nadie.
Aquella seguridad que Efrén tenía en ella surtió el efecto que pretendía y por fin se dejó inundar por lo que significaba una noticia como aquella.
Él tenía razón, debían ir paso a paso, sin perder de vista lo que pudiera pasar, pero sin dejar de disfrutar de un momento como aquel.
Los meses fueron pasando y la barriga de Antia aumentó mucho más de lo que se esperaron. El día que tuvieron su primera visita con la ginecóloga, no pudieron creerse la noticia que les dieron cuando deslizaron el ecógrafo por la barriga de Antia.
Uno, dos y tres fueron los bebés que contaron. El silencio invadió la sala mientras intentaban digerir la noticia. Se convertirían en familia numerosa a la primera y ella rezó a la diosa Hécate para que eso no dificultara la protección de su familia. Un milagro como aquel era tremendamente escaso entre los brujos y se interpretaba como el augurio de que algo muy importante estaba por venir.
Según las antiguas historias, cuando los últimos trillizos nacieron, los brujos decidieron apartarse de los hominum para que no acabaran con ellos.
Aquel miedo empezó a inundarla, pero sabía que lo mejor era mantenerse en silencio y prepararse lo mejor que supiera para lo que estaba por venir. Protegería a sus bebés aunque le costase la vida.
Hubo un tiempo en el que supo que debía dejar atrás todo lo que había conocido y ahora sabía que debía proteger a sus vástagos con toda la magia de la que dispusiera. La diosa Hécate quiso que anduviera por el camino que había iniciado hacía años, sin tener claro por qué ella. Lo único que supo en el momento en el que se enteró de la gran noticia fue que algo muy grande estaba por llegar. El problema era que no sabía si sería bueno o malo.
Los meses pasaron. Mientras Efrén mantenía a sus padres y amigos alejados de ellos por su seguridad en aquel caótico momento y sin informarles de su futura paternidad hasta que Antia no le dijera que estaban seguros, ella pasaba la mayor parte del día inventando todo tipo de hechizos. Pero no solo de protección, sino también de defensa, ataque, ocultación, para el control de la materia, el manejo de las plantas, el uso de las esencias y mucho más. El embarazo despertó en ella unos conocimientos y una fuerza que jamás había tenido.
No quería admitirlo, por mucho que Efrén se lo dijera constantemente. Sus bebés eran mágicos y estaban echándole una mano a su madre para que el libro de magia pasara de tener apenas cincuenta páginas con información y conjuros a más de doscientas.
Antia empezó a tener unas horribles pesadillas en las que algo o alguien la separaba de unos bebés sin rostro, de los que no sabía si eran niños o niñas, y un profundo e intenso dolor rompía su alma lentamente. Las sombras se cernían sobre ellos, los separaban y luego desaparecían. Se convertían en… nada.
Todas las noches se despertaba sudada, con los ojos muy abiertos y la respiración agitada, e intentaba deshacerse de aquella horrible pesadilla sin despertar a Efrén. No quería inquietarlo. Pero una de aquellas noches lo que la despertó fue algo muy diferente. Se sintió mojada y tardó unos instantes en darse cuenta de qué quería decir aquello. Aunque tan solo hubieran pasado siete meses y medio, había llegado el momento, y esa vez sí despertó a Efrén.
Mientras ella preparaba un pequeño neceser con amuletos, conjuros y aceites protectores, él empezó a correr por la casa siguiendo las indicaciones de Antia, que lo miraba divertida al ver que por primera vez no tenía el control.
Antia miró por la ventana del comedor cuando por fin estuvo todo preparado y se sorprendió al descubrir que era noche de luna llena. No podía creerse que fuera a convertirse en madre en una noche como esa. No era habitual que algo así pasara entre las brujas, ya que se consideraba que la magia era más intensa en una noche así y los nacidos en ese momento eran muy especiales. Ella no conocía a ningún nacido en luna llena, tan solo historias de cientos de años atrás que habían terminado por ser cuentos para niños, con los que se les hacía entender la importancia de algo así.
—¡Ya está todo listo! —Una leve contracción hizo que Antia se sujetara la enorme barriga con ambas manos. Efrén se acercó rápidamente a ella, muy preocupado—. Se supone que aún no es la hora. Tenemos la cesárea programada. Nos dijeron que era mejor así porque son tres.
A pesar de que Efrén estaba cada vez más nervioso, Antia consiguió mantener la tranquilidad por los dos. Aunque era joven, se sentía preparada para un momento como aquel y estaba segura de que todo iría bien.
—Todo va a salir bien, así que tranquilízate. Si han decidido nacer esta noche, es porque son especiales. Y que sean tres no quiere decir que no puedan hacerlo de forma natural. —La voz de Antia era serena.
—Pues podrían haberse esperado un poquito. Aún son pequeñas —se quejó Efrén como un niño pequeño.
—Sí, pero recuerda que sus pulmones están completamente desarrollados. —Antia no sabía cómo hacer que se calmara, aunque aquella situación le divertía mucho—. Deja de una vez esos nervios y ayúdame a llegar hasta el coche o tendrás que asistirme tú en el parto.
En cuanto se lo dijo, se puso pálido con solo imaginarse el momento y se esforzó por salir del shock. Por mucho que lo intentó y a pesar de las contracciones, Antia no pudo disimular la diversión que aquella situación estaba provocándole.
Todo empezó a encauzarse cuando por fin Efrén fue capaz de reaccionar.
Después de colocar un par de toallas en el asiento del copiloto, la ayudó a sentarse. Cuando logró introducir la llave en la ranura para ponerlo en marcha, arrancó y el silencio los acompañó durante todo el camino hasta el hospital. Él no quería decir nada que pudiera ponerla nerviosa, y ella intentaba controlar la respiración y alejar los pensamientos que aporreaban su cabeza gritándole que la protección que tenían en ese momento no sería suficiente en cuanto naciera la primera niña. El trayecto se le hizo eterno y rezó a Hécate, suplicándole que los protegiera hasta que pudiera hacerlo ella.
En cuanto la vieron entrar en urgencias con su enorme barriga, el pantalón completamente empapado y gritando por una contracción, todas las alarmas saltaron. Sobre todo, cuando se cruzó con ellos su doctora, que acababa su turno en aquel momento. La diosa había escuchado sus súplicas.
—¡Antia, por Dios! ¡¿Se puede saber por qué no me habéis avisado?! ¡Tu embarazo es de alto riesgo!
—Lo sé, pero nos dijo que estaban completamente desarrolladas y eso me tranquilizó. Además, ya estoy aquí y no me ha pasado nada. —Antia empleaba ese tono bajo y tranquilo cuando alguien estaba alterado para que se relajara y no le gritase, pues lo odiaba.
—Llevadla ya mismo a quirófano —ordenó la doctora al personal que había a su lado.
Todo fue rápido, pero Efrén no soltó en ningún momento la mano de su mujer. Tan solo cuando tuvo que desvestirse, momento en el que no dejó que ninguna enfermera la ayudase, solo él. Ver cómo se miraban hizo que las mujeres les dejaran algo de espacio, pero solo hasta que estuvo con la bata del hospital ya colocada.
Cuando acabaron de prepararla y la metieron en el quirófano, llegó el momento de que lo hiciera él. Al cruzar las puertas que lo separaban de toda su familia, un ambiente desconocido y estéril lo envolvió.
Antia ya estaba sobre la mesa con un gorro verde que le recogía el pelo, una vía en el brazo izquierdo y una tela en forma de cortina sobre su enorme abdomen. Iban a realizarle una cesárea.
—¿Estás bien? —En cuanto se lo permitieron, se acercó a la cabeza de Antia y le dio un beso en la frente.
—Sí, aunque no han dejado que entre con el amuleto.
—Confía en mí, seguimos protegidos. —En cuanto lo cogió de la mano, Antia lo notó. Había colado su amuleto en el quirófano sin que se dieran cuenta y no sería ella quien lo delatara.
Mientras el equipo médico trabajaba para que todo saliera bien, Antia y Efrén no dejaron de mirarse.
Para sorpresa de todos los que estaban allí, las tres nacieron con el peso justo como para no tener que ponerlas en incubadoras y en perfecto estado de salud. En cuanto cosieron a Antia y vieron que ella y las niñas seguían bien, las subieron a la habitación. Al ser trillizas la ocupaban solo ellas, proporcionándoles la privacidad que necesitaban para protegerse lo antes posible.
Aunque todo había salido bien, la cirugía por la que había pasado y el esfuerzo por las contracciones habían dejado a Antia agotada. Necesitaba dormir con urgencia, ya que sabía que en un par de horas debería volver a amamantar a las niñas, que en aquel momento dormían plácidamente, desconocedoras de lo que pasaba a su alrededor.
Con ayuda de Efrén empezó a colocar las cosas sobre la bandeja que había en la mesa, al lado de la cama. Los puntos de la cesárea le dificultaron el movimiento, aunque su necesidad por protegerlas fue mucho más fuerte, a pesar de llevar cuatro años sin saber nada de los suyos.
El inicio de su vida como familia numerosa no pudo ser mejor. Antia se recuperó rápido y las preciosas niñas cogían peso y dormían. Además, todos estaban protegidos con los nuevos brazaletes que ella había preparado y que, por el momento, funcionaban. Aunque pasó algo que ninguno de los dos se esperaba y que los obligó a pensar con rapidez en cómo solucionar el problemilla que tenían delante de ellos.
Cuatro meses después del nacimiento, ambos se habían adaptado a una rutina. Incluso Antia había aprendido a hacer el trabajo de Efrén para poder turnarse con las pequeñas.
Jamás se imaginaron que aquellas niñas tan pequeñas y adorables pudieran llegar a ser tan peligrosas. Aunque se comportaban como bebés humanos, no lo eran en parte.
Solían mantenerlas juntas, con sus cunas pegadas, al igual que las hamacas donde las dejaban cuando no estaban con alguno de los dos. Mientras dormían, la vida en la casa era de lo más normal.
Para diferenciarlas, Antia decidió asignarle a cada una un color, incluidos sus chupetes.
Empezó a sospechar que algo no iba bien cuando comenzó a encontrarse las cunas de Antia y Clelia mojadas todas las mañanas. En la cuna de Velia, que estaba entre las otras dos, descubrió los chupetes de las tres niñas mientras que los peluches estaban esparcidos por toda la habitación. No sabía cómo lo hacían, pero podía imaginárselo. Si era como suponía, tendría que hacer algo, y debía ser de inmediato o el problema se volvería enorme.
A pesar de no haber sabido nada de su madre y de sus tías, estaba segura de que seguían buscándola. Jamás se darían por vencidas y, si los encontraban, no lo pasarían bien. Incluso les quitarían a sus ángeles, tan iguales y al mismo tiempo tan diferentes.
El carácter de las niñas quedó claro en sus primeros días de vida, aunque pasaban la mayor parte del tiempo dormidas.
Velia, la mayor, era una niña tranquila y muy sensible a todo lo que pasaba a su alrededor. Después estaba Clelia, la mediana, que era la más despierta y movida. Y la pequeña tan solo por unos minutos era Antia, a la que cariñosamente llamaban An para no confundirla con su madre. Era la única que no se quitaba la diadema y los lazos, una coqueta en toda regla.
A pesar de sus diferentes personalidades, físicamente eran idénticas y Efrén, aunque cada una tuviera un color, decidió comprar pequeñas pulseras con sus nombres. Tan solo esperaba que no se las quitasen en ningún momento o tendría un buen problema. Antia, por su parte, aprovechó para colocar en esas pulseras los amuletos que había hecho para ellas. Esperaba que eso fuera suficiente para que no las detectasen, aunque después de observarlas supo que debía confirmar sus sospechas.
Esa misma noche, y sin que Efrén lo supiera, decidió quedarse despierta para descubrir la verdad. Había colocado en la habitación de las niñas una pequeña cámara de vigilancia que las enfocaba. Las tres dormían en sus cunas como si fueran unos angelitos, lo que suelen parecer los bebés de cuatro meses.
Ya era de madrugada cuando sus temores se hicieron realidad. Clelia y An se despertaron al mismo tiempo como si lo hubieran planeado y se pusieron de pie sobre el colchón, ayudándose con los barrotes que las protegían de una caída. Se miraron, sonrieron, y los peluches que estaban bien puestos en las estanterías de la habitación empezaron a volar hacia las cunas, parándose todos sobre la de Velia, que seguía profundamente dormida, ajena a lo que estaba a punto de suceder.
De repente, los mullidos muñecos cayeron sobre la pequeña, despertándola de golpe. Antia imaginó que empezaría a llorar, pero no fue así. Se despertó y se abrió paso entre los peluches hasta llegar al cabezal de la cuna, donde se apoyó para ponerse de pie. Sin soltar su chupete lila, miró a sus hermanas con cara enfadada. En ese momento Clelia y An se dejaron caer sobre sus cómodos colchones. En cuanto ambas niñas desaparecieron de la visión de Velia, Antia vio cómo la pequeña fruncía el entrecejo. Al momento, los chupetes rosa y naranja de sus hermanas empezaron a levitar y se movieron hasta caer en el interior de la cuna central. Antia alucinó con lo que estaba viendo en la pequeña pantalla del monitor. Sobre las camitas de An y Clelia empezaron a formarse unas pequeñas nubes grises. Aquello era algo imposible para su madre, unas bebés tan pequeñas no podían estar haciendo aquel tipo de magia. Para ser más concretos, con solo cuatro meses no deberían ser capaces de hacer nada de magia.
Unos diminutos rayos brillaron entre las nubes y, de repente, se puso a llover sobre las pequeñas trastos que habían despertado a su hermana con una lluvia de peluches. Tan solo duró unos segundos, pero los suficiente como para dejar a las niñas empapadas. Velia volvió a acostarse y se quedó dormida enseguida. Mientras, las otras dos se reían aunque estuvieran empapadas.
Antia comprendió por qué nunca las escuchaba llorar por la noche, estaban pasándoselo genial. Aunque lo que para ellas era un divertido juego sobre cómo chinchar a su hermana mayor iba mucho más allá. Se sintió llena de orgullo por lo que sus bebés eran capaces de hacer, pero debía intervenir sin perder el tiempo y supo muy bien qué tenía que hacer a pesar de no haberlo hecho antes. Iba a atarles los poderes. Tan solo se hacía con brujos y brujas que habían utilizado su poder para algo oscuro, y únicamente los ancianos tenían la fuerza y el conocimiento suficiente como para hacerlo, pero no le quedaba otra.
Sin perder más tiempo y después de comprobar que las niñas volvían a estar dormidas, se puso a trabajar con su Libro Sanguis y revisó los antiguos pergaminos que se llevó en su huida y que no había vuelto a ver desde entonces.
El sol empezaba a salir cuando por fin dio con la manera de que las pequeñas dejaran de hacer magia hasta que fueran lo bastante mayores como para comprender la necesidad de mantener su poder escondido de los ojos de los hominum. Aunque no estaba segura de ser capaz de hacer lo que se había propuesto. Desde que las niñas nacieron supo que eran muy especiales, la enorme luna que vio de camino al hospital se lo dejó claro, y descubrir esa noche de lo que eran capaces siendo tan pequeñas no le dejó más opción.
Con el nuevo hechizo que había conseguido escribir en el libro de la familia, se puso manos a la obra para conseguir todo lo que necesitaría. Pero antes tendría que despertar a Efrén para explicarle lo que había descubierto y que necesitaría parte de su energía para lograrlo; aunque no tenía claro el efecto que eso tendría sobre él, estaba segura de que no le haría daño.
—¿Se puede saber qué haces a la luz de las velas? Que yo sepa, pagamos la factura cada mes. —Efrén la pilló por sorpresa.
—Las necesitamos para hacer algo con las niñas. —No sabía cómo explicárselo, era muy protector con ellas.
—¡¿Les ha pasado algo?! ¡¿Están bien?!
—Sí, están perfectamente. El único problema es que mi protección y la de nuestro libro no van a servirles para nada si no hacemos algo.
—No entiendo por qué. Hasta ahora, no hemos tenido ningún problema.
—Llevo algún tiempo vigilándolas porqué pasaban cosas extrañas y he rezado a la diosa Hécate por estar equivocada, pero esta noche me he dado cuenta de que no es así.
—¿Qué quieres decirme y no te atreves?
—Nuestras hijas tienen un gran poder para tener solo cuatro meses y, si las dejamos como hasta ahora, no podremos seguir escondidos. Ni para los humanos ni para mi familia. Tengo que atarles los poderes. —La pena impregnaba la voz de Antia.
—Intento asimilar y entender lo que estás explicándome. ¿Has hecho algo así alguna vez?
—Ni siquiera sabía que pudiera hacerse, tan solo lo escuché como una historia, pero así es. Esta vez voy a necesitar que participes, no creo que tenga suficiente energía para completar el hechizo.
—Sabes que por vosotras daría hasta mi vida, así que coge de mí lo que necesites.
—Lo primero que necesito es que cuides a las niñas mientras compro lo que me hace falta para preparar el ritual. Estaría bien que les dieras un baño. Y pon en el agua tres gotas por niña de aceite de benjuí.
—¿Y eso dónde está?
—Antes de irme te lo dejaré en el tocador del baño. Sé a dónde debo ir, así que espero no tardar demasiado.
Efrén se acercó a Antia, que iba de un lado a otro, y la detuvo sujetándola por las manos. Sabía qué pasaba por su cabeza cuando sus nervios la sobrepasaban y había aprendido a calmarla, aunque no estuviera seguro de poder hacerlo en aquel momento, ya que eran muy conscientes de que esa vez sí podían descubrirlos.
—Antia, amor, respira hondo y recuerda que hasta el día de hoy no hemos sabido nada de ellos, así que dudo que no estemos protegidos por el momento. Lo único que tienes que hacer es ir a comprar, volver y hacer que nuestras pequeñas brujas mantengan sus poderes en modo off.
—Si no fuera por ti, acabaría desquiciada. —Antia hizo lo que le había dicho.
—Si no fuera por ti, jamás habría descubierto lo que es el verdadero amor.
El amor que se profesaban había crecido y se había convertido en una fuerte unión.
Antia, más calmada, fue a comprar mientras Efrén preparaba los desayunos de las niñas antes de que se despertaran. Eran como un reloj suizo y siempre gritaban a la misma hora, pidiendo su biberón con cereales. Eran unas verdaderas tragonas.
Tan solo habían pasado dos horas cuando Antia regresó cargada con una gran bolsa. Cuando dejó la compra sobre la mesa del comedor, escuchó las voces de sus hijas y el sonido del agua. Con mucho cuidado, abrió la puerta del baño y se quedó mirando la estampa que formaban.
Efrén nunca entendería el dolor que le producía el tener que hacerles a sus hijas algo como lo que había planeado. Cuando ella hacía magia, se sentía completa, llena de energía; dejaba de esconder por un momento lo que era en realidad, y eso era algo que por voluntad les impediría sentir a sus hijas.
Fotografiando mentalmente la imagen que tenía ante ella, su marido y sus hijas jugando con el agua de la bañera, fue hacia la habitación de las pequeñas para prepararla. No sería fácil y los preparativos eran extensos para lo que ella estaba acostumbrada. Colocó en cada esquina de la estancia un trozo de coral blanco junto con turmalina rosada, que ayudarían a recibir y canalizar el hechizo en aquel espacio. Justo delante de cada cuna puso una vela blanca que había pintado con tintura roja y púrpura. Acababa de hacerla con pigmentos naturales y aceite esencial de crisantemo, de esa manera, aumentaría el poder del hechizo, y para conseguir aumentar el suyo propio perfumó la habitación con incienso de lilas.
Cuando tuvo todo preparado, tan solo quedaba que las niñas estuvieran en la habitación. Jamás había vivido lo que iba a suceder y esperaba que funcionara. No sabía cuánto tardarían en saberlo.
—Antia, ven a ayudarme a sacar a las niñas —le gritó Efrén desde el baño.
Había llegado la hora.
—Ahora mismo voy, espera un segundo. —Acabó de preparar la habitación y la mezcla de hierbas que untaría por el cuerpecito de las pequeñas brujas.
Efrén sujetaba a Clelia y An envueltas en sus toallas mientras Antia cogía a Velia para sacarla de la olorosa bañera y envolverla en la suya.
Antes de dejarlas en sus cunas, Antia fue poniéndolas en el cambiador y, sin absolutamente nada que las cubriera, les untó la pasta de bardana, artemisa, ruda y hierba gatera que había preparado minutos antes. Esa mezcla las haría más receptivas al hechizo y, al mismo tiempo, las protegería de cualquiera que quisiera romperlo para causarles daño.
Ellas, inocentes de lo que estaba a punto de pasarles, reían mientras abrían y cerraban sus manitas al notar la pasta.
Con las tres preparadas en sus cunas y la habitación iluminada por la luz que producían las velas, Antia se colocó sobre el dibujo de tiza que había hecho en el centro de la habitación.
—Efrén, necesito que me des la mano y que, pase lo que pase, no la sueltes.
Él no dijo nada, tan solo hizo lo que le había pedido. Aquella sería la primera vez que participaría directamente en algo mágico y no estaba dispuesto a estropearlo.
Miró a sus hijas y después a Antia, que respiró hondo y empezó a recitar el hechizo.
Lo repitió una y otra vez hasta que las velas produjeron brillantes llamas y se consumieron con rapidez. El humo que se desprendió se mezcló con el del incienso y empezó a girar alrededor de las cunas, emanando un brillante color negro.
Efrén hizo amago de soltarle la mano cuando ese oscuro humo envolvió a las pequeñas, pero Antia lo sujetó con más fuerza mientras continuaba recitando el hechizo. Como si fueran aspiradoras, las niñas, que no paraban de moverse por la cuna intentando atrapar el humo que las envolvía como si se tratase de un juego, lo absorbieron.
Antia y Efrén se miraron sin saber aún si aquello había funcionado y con un fuerte deseo en los corazones de ambos de que así fuera.