Читать книгу Las tres lunas - Rut H. Sánchez - Страница 6
Capítulo 1 La frontera
ОглавлениеDesde hacía siglos, se cumplía a rajatabla la ley más sagrada de los aquelarres —a pesar de que cada vez eran más escasos—, sin ser cuestionada en ningún momento. Cuando nacía un brujo o una bruja, se les implantaba a fuego. Se les enseñaba que su incumplimiento provocaría la extinción de su especie a manos de los hominum, como estuvo a punto de suceder en la época oscura durante el siglo xv, datación humana.
Las bodas pactadas y una férrea protección por parte de cada uno de los clanes mantuvieron su sangre pura. Las uniones de las diferentes familias eran acordadas mucho antes del nacimiento de los esposos; con cada nuevo enlace, otro libro veía la luz y, con él, nuevos hechizos, conjuros y pociones cobraban vida.
Los aquelarres sobrevivieron a la ambición, a la soberbia y al narcisismo de los hominum. Lo que un día fue para ellos una realidad que quisieron exterminar es hoy en día un cuento de hadas, una creencia de locos. Y es lo que prefieren los aquelarres, vivir en completo aislamiento sin que ningún humano sepa de su existencia. Que sigan imaginando que tan solo forman parte de una historia que jamás fue real.
Al igual que ellos para los humanos, la profecía se convirtió en un cuento para brujas y brujos. Según esta, la diosa Hécate, supuestamente, les dijo que se protegieran de los humanos ya que estos los llevarían a la extinción y, como consecuencia, la magia que había en la tierra desaparecería.
Tras siglos de mantenerse en la más absoluta clandestinidad, algunos humanos volvieron a abrir sus mentes y a creer que la magia existía, incluso se consideraban hijos de Hécate y realizaban trucos. Pero en el siglo xxi los verdaderos hijos de la diosa mantenían a sus aquelarres en un absoluto aislamiento, escondidos en las profundidades del bosque y con unas estrictas normas para los más jóvenes. Sobre todo, para aquellos que estaban en la fase del cambio.
Los brujos y brujas nacían con magia en su interior y poco a poco iban adquiriendo del libro de su familia los conocimientos necesarios para mantenerla bajo control. El aquelarre retenía sus poderes hasta que cumplían dieciocho años, momento en el que debían ser capaces de deshacerse de esas ataduras y demostrar que podían controlarse y continuar con sus tradiciones. Entonces se unían con sangre al libro familiar, el Libro Sanguis. Este se heredaba y en él cada nueva generación dejaba por escrito su propia magia, vinculándose de por vida a su familia.
Si ese momento de unión con sangre no se produjera, si algún neófito decidiese relacionarse con humanos antes de que eso sucediera, la desgracia caería sobre esa familia. Así que, preferían sacrificarlo antes de que algo así ocurriese.
Desde tiempos inmemoriales, las leyes se habían cumplido sin que ningún neófito en el momento de su transición a adulto cediera a la tentación de descubrir qué había tras las protegidas fronteras de sus aldeas, que los mantenían invisibles a ojos de cualquiera que no tuviera magia y que solo atravesaban con un conjuro de transportación y bajo la protección de la luna. Los más ancianos de la familia solían ser los encargados de evitar cualquier contacto con hominum.
Hubo una chica a la que el agobio del aislamiento, el relacionarse solo con los de su especie, sabiendo de la existencia de seres sin magia que tuvieron el gran poder de aislarlos, de obligarlos a esconderse, le resultó demasiado tentador. Quería saber cómo eran, si se parecían en algo a ellos y si las leyendas sobre su capacidad para matarlos sin una gota de magia en su sangre eran ciertas, y la curiosidad pudo más que las advertencias de sus padres.
Antia tenía muy claro que, desde que vinculara su sangre con el libro familiar, estaría encadenada a las estrictas leyes de la magia de por vida, y le inquietaba no poder salir de la zona protegida de su aldea si no era durante una de las fases de la luna y tan solo hacia otro aquelarre.
Apenas faltaban seis meses para que su ceremonia llegara y la curiosidad pudo con ella.
A pesar de continuar con sus poderes atados, tuvo la suficiente fuerza para crear un conjuro y conseguir abrir una pequeña puerta en el invisible muro que protegía su aldea, situada en el interior de un frondoso bosque de hayas y robles, en la localidad de Arizcun, muy cerca de la frontera con Francia.
En la zona más alejada de las viviendas donde el muro separaba la magia de la humanidad, fuera de la vista de cualquier miembro del aquelarre, Antia se detuvo para hacer algo que podría poner su vida en peligro tras romper su ley más sagrada.
No estaba segura de si lo conseguiría, pero su espíritu inconformista le gritaba que siguiera adelante y eso hizo que se sintiera más fuerte que nunca.
Sabía exactamente dónde debía colocar las piedras que había conseguido llevarse sin que su madre se diera cuenta. Puso cada ópalo frente a dos enormes hayas. Antes de prepararse para lanzar el conjuro, pensó que arrojar una piedra cualquiera la ayudaría a saber si la barrera seguía activada y, sin pensárselo dos veces, la tiró entre los árboles con todas sus fuerzas. En cuanto llegó a la zona que ejercía de muro, la piedra rebotó con la misma potencia y volvió hacia ella. Impactó contra su estómago e hizo que cayera de culo, obligándola a ahogar un grito de dolor.
Miró en todas direcciones para asegurarse de que lo que acababa de pasar no había llamado la atención de nadie y se puso de pie con la certeza de que le saldrían moratones. Pero no pensaba darse por vencida y decidió emplearse a fondo para poder ver a los hominum antes de encadenarse a una vida que no le convencía.
Se colocó entre las piedras, dirigió las manos hacia cada una de ellas y empezó a murmurar el conjuro Angulos quatuor rectis portam output. Frente a Antia, en el suelo, surgió una pequeña luz, que se elevó y se dividió para situarse delante de cada piedra. Después, los puntos de luz se desplazaron en direcciones opuestas hasta encontrarse en el centro. En aquel momento, una fina película, que había sido invisible hasta entonces, apareció.
Antia no terminaba de creerse que lo hubiera conseguido, así que volvió a agacharse para recoger otra piedra y la miró con atención mientras la sostenía en la mano derecha, recordando lo que le había pasado un momento antes.
Nada más lanzarla, se apartó pensando que rebotaría y se quedó con la boca abierta al descubrir que eso no pasaba. No pudo evitarlo, la felicidad al saber que, después de tanto tiempo deseándolo, por fin podría traspasar las fronteras de la aldea hizo que se pusiera a dar saltos de alegría. Cuando se dio cuenta, frenó en seco. Si en aquel momento hubiera habido alguien con ella, habría podido ver lo roja que se había puesto al haber tenido un impulso tan ridículo.
Recogió la pequeña bandolera que había dejado en el suelo y cogió las piedras para guardarlas en ella. Apenas tenía unos segundos antes de que la puerta invisible se cerrase sin dejar rastro de su travesura. O, por lo menos, fue lo que Antia creyó.
No tardó mucho en llegar a Arizcun y, aunque era plena noche, la vida en aquel lugar fue más que evidente. Por lo visto, celebraban algún tipo de fiesta.
El olor a humo inundó las fosas nasales de la joven, haciendo que frenara en seco en la estrecha calle empedrada por la que caminaba, donde la luz era parecida a la que había en su aldea. Antia pensó que, si esas eran las viviendas de los hominum, las historias de su gran tamaño y fuerza que tantas veces le habían explicado no debían ser ciertas.
A pesar del intenso olor a humo y de estar segura de que había un gran fuego no muy lejos de donde se encontraba, la curiosidad fue mucho más poderosa que la prudencia y empezó a caminar de nuevo, escuchando cada vez con más intensidad una fuerte algarabía inusual para ella.
Con lentitud se acercó al final de la calle, que daba a una gran plaza donde parecía que había una enorme hoguera. Durante unos minutos se preguntó si había tomado la decisión correcta o si acabaría como sus antepasados, quemada.
Tomó aire con fuerza, decidida a acabar lo que había empezado; ya pensaría después qué hacer con su vida. En aquel momento recordó su última conversación con Elixi, su madre, y por qué había tomado la decisión de hacer lo que le pedía su corazón.
Por lo que sus padres le habían explicado, estaba pactado unirla al primogénito de otra poderosa familia sin su consentimiento, como era habitual entre los seres mágicos. Y ese chico ni siquiera había nacido. Deseaba con todas sus fuerzas que esa tradición dejara de existir o, por lo menos, que cambiara.
Se separó de la fría pared de piedra que la había ayudado a calmarse. En cuanto adelantó un pie para ponerse en marcha algo muy grande impactó contra ella, tirándola al frío y duro suelo.
Necesitaría mucho ungüento de caléndula para que se le calmara el dolor. Hizo un esfuerzo por fijar la vista para poder encontrar qué o quién la había hecho caer.
A su lado había un chico desparramado en el suelo que empezó a reírse mientras otro, que estaba de pie delante de ellos, se reía al mismo tiempo que lo llamaba torpe.
Cuando por fin pudo mirarlo a los ojos, Antia se quedó sin habla al mismo tiempo que los latidos de su corazón se aceleraban a un ritmo descontrolado. Incapaz de decir una sola palabra y completamente petrificada por lo que estaba sintiendo, vio cómo el chico se levantaba sin dejar de mirarla, ya sin reír aunque con una dulce sonrisa dibujada en su cara. Cuando estuvo de pie, estiró el brazo y puso la palma de la mano hacia arriba para ayudarla a que hiciera lo mismo. Antia, como si estuviera hipnotizada, se la cogió y dejó que la fuerza de aquel hominum la levantara. Por un instante, creyó que en realidad era un brujo, igual que ella, y que le había lanzado una especie de hechizo.
—Lo siento mucho, veníamos corriendo sin mirar. —La masculina voz penetrando en sus oídos le dejó claro que aquel chico, tuviera o no magia en su sangre, había conseguido hacer algo en ella.
—Perdona al idiota de mi amigo, siempre acaba tropezándose con todo lo que se cruza en su camino —escuchó que le decía el otro chico. El acento de los dos, aunque hablaban su misma lengua, era muy diferente al mismo tiempo. Tampoco pudo decir de dónde eran, ya que nunca hasta ese momento había abandonado su aldea—. Y, cómo puedes ver, no es capaz de salir de ese estado de atontamiento en el que se ha metido —siguió explicándole el otro hominum, visiblemente divertido—. Me llamo Matías y ese que no deja de mirarte es Efrén.
No estaba segura de si debía hablar con ellos o salir corriendo. Su mente empezó a funcionar a toda velocidad hasta que entendió que, si había llegado hasta allí —y solo lograría hacerlo una vez en su vida—, no podía echarse atrás ahora. Así que tenía que mezclarse con los horribles hominum, a pesar de que no lo parecieran.
—Me llamo Antia —le dijo sin apartar la mirada de Efrén. Estaba segura de que le había echado algún tipo de hechizo sin que se diera cuenta.
—Tú tampoco eres de por aquí —confirmó Efrén sin ninguna duda.
—No, no lo soy —le respondió sin apenas voz en sus cuerdas vocales. No sabía qué estaba pasándole, pero le dio tiempo a reconocer que aquellos dos chicos no tenían magia en su sangre.
Eso la inquietó aún más. Si eran humanos y uno de ellos la dejaba sin aliento, ¿qué pasaría cuando se encontrara con muchos más?
—Si no eres de por aquí, ¿quiere eso decir que acabarás yéndote? —le preguntó por fin Efrén.
—Esta misma noche —le contestó Antia, con timidez.
—Entonces, vamos a enseñarte lo bien que están pasándoselo los de este pueblo.
—¿Vosotros sois de aquí?
—No, aunque nuestra estancia será un poco más larga —le explicó Efrén, mirándola como si estuviera hipnotizado, mientras la sujetaba de la mano.
Antia sintió una fuerte corriente recorriendo cada rincón de su cuerpo y entonces supo lo que había estado sintiendo desde que aquel chico la tiró al suelo. Era magia, sí, pero no de la clase a la que ella estaba acostumbrada, sino de la más ancestral de todas.
Era amor puro, del que se siente sin necesidad de tomar pociones o realizar conjuros.
Cuando la joven fue consciente de ello, deseó con todas sus fuerzas salir corriendo de vuelta a su aldea. Sabía perfectamente qué pasaría si su familia se enteraba…, y se enteraría. Algo así era imposible de esconder y la única manera de romper ese encantamiento, si era posible, era sacar al humano de la ecuación.
Antia solo había ido hasta allí para vivir algo diferente antes de atarse de por vida. Nunca imaginó que algo así pudiera sucederle a ella, pero no fue capaz de resistirse.
Efrén empezó a caminar hacia el lugar donde la luz, la música y una gran cantidad de voces celebraban una fiesta que ella desconocía y de la que dentro de poco formaría parte. Sabía que no podría impedir que sus sentimientos hacia aquel desconocido fueran cada vez más reales, así que decidió vivir el momento. Ya afrontaría las consecuencias más tarde. Tan solo deseó que aquel guapo chico no la tomase por loca o la friera como a un pollo.
Antia no podía creerse que estuviera allí, entre todos aquellos hominum, y que nadie se diera cuenta de quién era.
Lo miró todo, lo probó todo y disfrutó de cada segundo que pasó con aquel extraño que le había robado el corazón. Y, por cómo la miraba él, estaba convencida de que le sucedía lo mismo.
No tenía ni la menor idea de cómo salir de aquello en lo que se había metido, pero acababa de entender que, si alguna vez fueron ciertas las historias que le habían explicado sobre los hominum, ya no lo eran.
Disfrutó como jamás lo había hecho hasta aquel momento, probó alimentos que la dejaron sin habla y comprendió que las personas que la rodeaban no eran aquellos seres malignos de los que tanto había oído hablar. No sería tan ingenua de descubrirse ante ellos, aunque tampoco quería seguir bajo el estricto confinamiento al que los suyos estaban sometidos.
Fueron creados por la diosa Hécate, a la que jamás había visto, para convivir con ellos. Y eso haría al lado de Efrén, aunque con ello perdiera su magia al apartarse del libro familiar.
Durante toda la noche disfrutó como nunca y bailó una música que no se parecía a nada que hubiera escuchado. Al principio se quedó parada, observando una enorme caja que vibraba mientras de su interior salían música y voces. Se preguntó qué tipo de magia era aquella. Después, no pudo dejar de mirar un montón de recipientes que despedían una intensa luz en la que no había llamas. Mirase por donde mirase, no veía fuego por ninguna parte.
Descubrir que aquel era un mundo en el que se podía vivir hizo que deseara no tener que marcharse, pero sabía que faltaba muy poco para ello y le dolió pensar que tendría que separarse de aquel chico que le había robado el corazón.
Si le explicaba la verdad de quién era, ¿qué haría? ¿Querría quedarse con ella? ¿Le daría una solución para que pudieran estar juntos sin que su familia se interpusiera?
—¿Qué te pasa? —le preguntó Efrén, apartándola del tumulto de personas. Hacía rato que su amigo Matías había desaparecido de la ecuación. Sabía cuándo sobraba—. Ya no sonríes y ahora has empezado a temblar. ¿Te encuentras bien?
—Me gustaría explicarte una cosa, pero tal vez pienses que estoy loca o salgas huyendo de mí.
—Dudo que eso pueda pasar. Jamás había sentido algo así por una chica, y menos por una a la que acabo de conocer. Es como si me hubieras hechizado. —Escuchar aquello fue para Antia la confirmación que necesitaba para contarle lo que era en realidad.
Tampoco perdía nada, solo el corazón. Si salía mal, tan solo debería regresar con su familia y esperar el momento de su vinculación permanente a una vida de la que no estaba segura.
Efrén, sin soltarla ni un solo instante de la mano, la alejó un poco más de la fiesta. Llegaron a un pequeño parque en el que enormes árboles rodeaban una zona de tierra, donde había juegos para niños. Antia se sorprendió al descubrir que se parecía mucho al lugar donde ella jugaba cuando era pequeña. Incluso había asientos de piedra para descansar.
El frío que sintió al sentarse en uno de ellos no la tranquilizó, aunque sí lo hizo mirar a los profundos ojos azules de Efrén. Fue como dejarse llevar por un conjuro de sinceridad sin que ninguna barrera hubiera podido hacer nada.
—Tengo que volver a mi aldea. Mi familia no sabe que estoy aquí, y menos con un hominum —le explicó Antia.
—¿Un qué?
—Un humano. Nunca había visto a uno. Me hicieron creer que erais monstruos. —Antia se sinceró intentando dejar el miedo a un lado.
—Por lo que estás diciéndome, ¿he de suponer que tú no eres humana? ¿Eres un extraterrestre? —Efrén sonrió, creyendo que estaba de broma.
—No, no lo soy.
—¿Y qué se supone que eres?
—Una bruja.
—Pues no lo aparentas —le dijo riéndose a carcajadas, como si fuera una broma lo que acababa de explicarle.
Antia no se sintió ofendida. Su reacción fue mejor de lo que había imaginado. Estaba convencida de que la única forma de que se lo creyera sería demostrándoselo y eso hizo sin titubear.
—Quod si non videt lumen et tarn trahat. Venite ad me, ego sum vocant. Veni serve tuus.
En cuanto dijo la última palabra, una pequeña llama apareció delante de él.
Efrén dio un salto hacia el otro lado del banco de piedra y se tropezó con sus pies, cayéndose al suelo. Se quedó allí, mirando a Antia y después a la pequeña llama anaranjada, que se alimentaba de la nada y que de la nada había surgido.
Estuvo a punto de salir corriendo, asustado al no entender lo que estaba pasando. Aquello no podía ser cierto.
Antia, que no se había movido, no apartó los ojos de él. Se agachó muy despacio, intentando no hacer ningún gesto que provocase que saliera corriendo, y sopló con suavidad hasta que la llama desapareció de la misma manera en la que había aparecido.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó, señalando el lugar donde antes había fuego.
—Te lo he dicho, soy bruja y puedo hacer magia.
—Jamás vi un truco como ese. —Efrén no llegó a creerse que fuera real.
—¿Qué es un truco?
—Lo que tú has hecho, utilizar algo sin que lo haya visto y así hacerme creer que han sido tus palabras las que han creado eso —le explicó, pasando con rapidez la mirada del suelo a Antia mientras se ponía de pie.
—Yo no hago eso a lo que llamas truco. Tal vez los humanos como tú lo hagáis, pero los míos tenemos verdadera magia en la sangre.
—Es normal que te lo creas, eres muy joven.
—¡¿Joven?! Estoy a punto de cumplir dieciocho años.
—Cuando llegues a los veinte como yo, te darás cuenta de que la magia no existe —le explicó, acercándose a ella con una sonrisa que no le gustó.
Antia empezó a enfadarse. Le había mostrado quién era poniendo en riesgo su vida, y él pensaba que estaba mintiéndole.
Haría que la creyera, aunque con ello tuviera que salir corriendo delante de un montón de antorchas.
Decidió hacer algo que su madre le repetía que era mejor no manipular. Tan solo unos pocos eran capaces de manejar a las sombras y no habían acabado bien al hacerlo, pero pensó que, si con eso no lo lograba, no lo haría con nada.
—Si lo que dices es verdad, ¿qué explicación le das a esto?
La luz de las farolas que iluminaban el parque donde estaban dibujaba en el suelo la larga sombra de Efrén. Antia empezó a hacer movimientos rápidos con las manos mientras murmuraba palabras que él no fue capaz de entender. Tan solo hizo lo que ella, mirar fijamente su sombra sin tener claro qué debía esperar.
Poco a poco su silueta, dibujada por la oscuridad en el suelo, fue cambiando. Aquello dejó a Efrén con la boca abierta. ¿Qué narices estaba pasando? La sombra se despegó del suelo lentamente hasta que se colocó frente a él y lo miró sin cara.
—Por favor, no salgas corriendo. No te hará nada. Tan solo quiero que veas que no miento cuando te digo lo que soy. —Con otro movimiento de sus manos, aquel ser inanimado cobró vida propia. Empezó a estirar brazos y piernas, como si tuviera su ensombrecido cuerpo entumecido.
Antia se acercó a Efrén, deseando que no reaccionara de la manera en la que durante toda su vida le habían explicado. No estaba segura de si seguía allí quieto como una estatua por miedo o porque estaba alucinando.
—¿Eso es de verdad? —le preguntó señalando su sombra, que en ese momento se encontraba delante de ellos haciéndoles una reverencia.
—Tanto como que tú y yo estamos viéndolo.
—¿Y qué puede hacer? —le preguntó sin apartar la mirada de su sombra.
—Lo que quieras, es tuya. Yo solo la he sacado del mundo en el que vive. Son bastante útiles cuando necesitas que alguien te eche una mano y no tienes a nadie cerca. Aunque hay que tener cuidado con que no se traigan compañía —le explicó, entusiasmada por su interés.
—Entonces, si le digo que haga el pino, ¿lo hará? —En aquel mismo momento su sombra aplaudió sin que el sonido pudiera escucharse y, al instante, aquel ser se sostenía con las manos, como si fueran sus pies—. ¡No se lo he dicho!
—No lo necesitas. Tan solo con pensarlo tienes suficiente. —Durante unos segundos, Antia pensó que había salido bien.
—¡Esto tiene que verlo más gente! —le dijo Efrén, emocionado.
—¡No! —le gritó Antia, con mirada aterrorizada. Si eso sucedía, los hominum descubrirían que las brujas no se habían extinguido e intentarían acabar con todas ellas—. Si el resto de los que son como tú saben esto, querrán quemarme a mí y a los míos. Por favor —le suplicó.
—Antia, no estamos en la época de la Inquisición. Si lo hicieras delante de la gente, pensarían que eres la mejor ilusionista que existe.
—No lo harás, no se lo dirás a nadie, ¿verdad? —Antia apenas había escuchado su explicación, lo único que quería era que mantuviera su existencia en secreto. Su vida dependía de ello.
—Si me lo pides de esa manera, está claro que no lo haré, pero creo que la gente se preguntará qué es eso —le dijo señalando la sombra, que aún seguía haciendo el pino.
—Lo devolvemos a su lugar y ya. Por suerte, te ha salido obediente.
—¿Es que no son todas así? —El interés que mostraba le gustó a Antia.
—No todas. Ahora, será mejor que lo devolvamos con los suyos. Falta poco para que amanezca y tengo que regresar a casa antes de que sepan que no estoy.
—Serás traviesa… Resulta que te has escapado. —La diversión brilló en los ojos de Efrén.
—Mi vida cambiará en unos meses y antes quería averiguar si todas las historias que me habían explicado eran ciertas o no.
—¿Y qué piensas? ¿Son ciertas? ¿Qué te han explicado? ¿Cómo harás para que mi sombra vuelva a estar pegada al suelo? —Efrén la bombardeó a preguntas sin darle tiempo a responder.
—No creo que pueda contestarte todas las preguntas. Mi tiempo aquí ha llegado a su fin —le dijo Antia, mirando hacia la luna, como si con ella midiera el tiempo.
Empezó a hacer movimientos con las manos mientras murmuraba palabras incomprensibles para él, igual que unos minutos atrás. La sombra, que no se había movido ni un milímetro, empezó a fundirse como si fuera un helado bajo un ardiente sol.
—¡¿No querrás decirme con eso que tienes que irte ya?! Puedo llevarte hasta tu casa.
—¡No! Si supieran que estoy con uno de los tuyos, no sé qué podrían hacerte. —La voz de Antia se llenó de miedo.
—Entonces, ¿nos veremos mañana? —Efrén le cogió las manos en cuanto dejó de moverlas mientras ella se aseguraba con la mirada de que la perfilada sombra del chico volvía a estar en su lugar.
Antia no supo qué responderle. Tenía muy claro que no debía volver a verlo, por su bien y por el de él, pero su corazón no fue capaz de negarse. ¿Cómo decirle que, si los descubrían, nada bueno les pasaría? ¿Qué sucedería si volvía a arriesgarse y se escabullía en la oscuridad de la noche?
No fue capaz de negarse a lo que su corazón le pedía a gritos. Cada segundo que pasaba sin responderle era un segundo menos que tenía para llegar a casa sin que la descubrieran.
—Está bien, pero tendrá que ser a la misma hora; antes, me descubrirían.
—Y, si eso pasa, te lanzarán un hechizo de esos que haces tú.
—Con eso no se bromea. Lo que he hecho para que me creyeras no es nada en comparación con lo que nos hará mi familia si nos descubren.
—Vale que me haya costado creer que seas lo que dices, pero estamos en el siglo xxi y soy un buen chico. Si me conocieran… —No pudo acabar de hablar.
—Ni lo pienses. Si quieres que volvamos a vernos, no vuelvas a decirlo. Espérame aquí mañana. Haré todo lo posible por venir. No te vayas si tardo un poco.
Efrén, que tenía su mano sujeta, la acercó a él y le dio un fuerte beso en sus inexpertos labios. Un hormigueo electrizante le recorrió todo el cuerpo, afianzando los sentimientos que habían surgido en ella. No había marcha atrás, su vida cambiaría, pero no de la forma en la que su familia le había explicado.
¿Supondría eso que perdería toda su magia al no vincularse permanentemente al libro familiar? ¿La encerrarían para que no estuviera con él? ¿Sentiría él el fuerte amor que ella sentía como para arriesgarse y huir? No estaba segura de qué le pasaría si rompía la ley más sagrada de su diosa, pero algo dentro de ella le dijo que debía hacerlo, costara lo que costara.