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Capítulo 4 Enfrentamiento
ОглавлениеA punto de cumplir los seis años, las niñas vivían como perfectas hominum. El hechizo para anudarles los poderes funcionó a la perfección, aunque Antia sabía que no era algo permanente, pero había decidido disfrutar todo lo que pudiera de su pequeña familia mientras les proporcionaba conocimientos de lo que realmente eran sin llegar a explicárselo, como si fuera un juego.
Cada noche, antes de que las niñas se fueran a la cama, se sentaban todos en la gran alfombra que había entre el sofá y el mueble de la televisión. Con el enorme libro de magia familiar abierto sobre sus piernas, Antia les explicaba lo que allí había escrito como si fuera un cuento.
Aquellos eran los mejores momentos para la familia. Efrén también intervenía explicándoles a las pequeñas todo lo que pasó cuando él y Antia se conocieron, las cosas increíbles que ella hizo para que la creyera. Eran pequeñas y lo que les explicaban eran historias inventadas por sus padres, o así se lo hacían creer.
Sabían que, si explicaban algo de lo que les relataban cada noche en la escuela, pensarían que eran invenciones de las niñas, por eso seguían haciéndolo sin temor a ser descubiertos. Pero el hechizo para atar los poderes de las pequeñas no duraría eternamente y Antia no había conseguido que su magia quedara oculta por completo.
De vez en cuando pasaba algo, como una ráfaga de aire cuando alguna de ellas se enfadaba o que apareciera un arcoíris sin que hubiera llovido. Por suerte, eran cosas de las que nadie sospecharía, pero aquello hacía dudar a Antia de que los amuletos de protección pudieran llegar a funcionar. La magia de las niñas iba más allá de lo que hubiera visto antes. Todo aquello era nuevo y solo en leyendas había escuchado algo parecido a lo que sus pequeñas poseían.
Cada noche, cuando todos estaban durmiendo, Antia encendía velas azules ungidas con aceite de gardenia en el pequeño altar que creo para que Hécate protegiera su casa y a los que allí vivían. Siempre pedía lo mismo, que nadie descubriera lo que eran en realidad y que su familia no estuviera buscándola, que hubieran decidido desterrarla de sus vidas en todos los sentidos.
Los días pasaban y las niñas seguían haciendo cosas que escapaban del control de Antia. Era magia simple, que a ojos de los hominum podía parecer casualidad, pero su madre sabía que no. Sencillas tormentas en una pequeña zona cada vez que Velia se enfadaba con sus hermanas porque ellas la chinchaban, algo que hacían a menudo Clelia y An; cuando Velia empezaba a correr diciendo que una sombra la perseguía o descubrir que hablaba con todo bicho viviente que se le cruzase como si este le contestara y pudiera entenderlo. Todo casualidades que para nada lo eran.
A pesar de todo, las niñas eran felices e intentaban obedecer a sus padres desde que les explicaron que mientras estuvieran en el colegio no hicieran nada extraño y que Velia no se enfadara ni amenazase a sus hermanas con castigarlas sin sus gatos de peluche si la molestaban de cualquier manera.
Pero hubo una noche, justo cuando marcaban las doce, cambiando de día y llegando el sexto cumpleaños de las trillizas, en la que Antia se despertó asustada y empapada en sudor, completamente muerta de miedo. La pesadilla de esa noche no fue como las demás. Aquella era premonitoria, algo en su interior se lo gritó.
Sin llegar a levantarse de la cama, despertó a Efrén sacudiéndolo como si fuera un saco, desesperada porque despertara. Lo logró después de un par de eternos minutos, cuando él consiguió salir de su profundo sueño y se dio cuenta de que no era un terremoto, sino su mujer. Antia tenía las facciones contraídas y los ojos casi fuera de las órbitas, una imagen de auténtico terror.
—¿Ha pasado algo? —Efrén se puso de rodillas sobre la cama, enfrente de ella, y le acarició las mejillas intentando calmarla.
—¡Aún no! ¡Tenemos que irnos ya! —casi le gritó.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —le preguntó empezando a contagiarse de su angustia.
—¡Lo he visto! ¡Tenemos que recoger lo que podamos e irnos lo más lejos posible! —Antia se había levantado de la cama y comenzó a sacar cosas del armario.
—Por favor, Antia, explícamelo. Necesito saber qué está sucediendo. —Efrén logró que parase un momento.
—Las he visto dentro de mi cabeza. La protección que nos he proporcionado ya no es suficiente y nos han encontrado. Vienen a por mí y no sé cuándo llegarán.
—Cálmate. Tal vez no vaya a pasar nada malo. No sabemos si te han perdonado que te fugaras. —Efrén estaba convencido de la verdad de sus palabras, pero debía mantener la calma.
—Efrén, las he visto tan claro como te veo a ti y saben que estás conmigo. No vienen contentas. No dudes que no nos harán nada bueno y ten la seguridad de que, si nos encuentran, no permitirán que sigamos juntos.
—¿Saben algo de las niñas? —Aunque lo intentó, no pudo evitar dejarse llevar por el nerviosismo. No podían tocar a sus hijas.
—Creo que no, aunque no puedo asegurarlo. ¡Vámonos, por favor!
—Dime qué tenemos que llevarnos y en menos de media hora estamos fuera de esta ciudad. Aunque no servirá de nada si no encuentras la manera de volver a ocultarnos de su poder. —Efrén había empezado a ayudar a Antia y metía en dos maletas que habían colocado sobre la cama lo que ella le daba.
—En el coche ya veré qué puedo hacer con la protección.
El miedo a ser encontrados hizo que sus movimientos fueran mucho más rápidos y precisos que nunca.
El gran maletero ya estaba cargado con lo que creyeron más importante, tan solo faltaban las pequeñas, que seguían durmiendo sin tener ni idea de lo que estaba ocurriendo en su casa.
Con todo el cuidado del que fueron capaces en el estado de nervios en el que se encontraban, les pusieron las chaquetas a las niñas sin que llegaran a despertarse.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Velia a su padre sin conseguir despegar sus ojitos.
—Vamos de excursión —le explicó Efrén, que la había cogido en brazos, mientras colocaba su rubia cabecita sobre su hombro para que volviera a dormirse.
Hizo exactamente lo mismo con las dos que faltaban mientras Antia se quedaba al lado del coche, para asegurarse de que estuvieran bien sujetas y taparlas con la mantita que cada una tenía. En el momento en el que Efrén cerró la puerta del que hasta ese momento había sido su hogar, Antia notó un fuerte escalofrío que la obligó a girarse.
Suspendida en un cielo plagado de pequeñas y brillantes lucecitas, una enorme luna de sangre le gritó que corriera tanto como pudiera sin mirar atrás, pues algo muy malo estaba a punto de suceder.
Jamás hasta ese momento deseo ser una hominum en vez de una bruja. Si así fuera, su familia, la que ella había escogido a pesar de prohibiciones, reglas y brutales castigos por desobediencia, estaría a salvo.
Si la leyenda fuera cierta, ella no se vería huyendo, todo sería muy diferente. Pero era solo eso, una leyenda… Tal vez.
En cuanto los cinco estuvieron en el coche, con las niñas otra vez profundamente dormidas, se pusieron en marcha sin mirar atrás y sin rumbo.
Antia fotografió mentalmente cada una de las calles, edificios y parques iluminados por las luces de las farolas que fueron cruzándose en su camino y se odió más que nunca por no tener el poder suficiente como para enfrentarse a las tres brujas que venían a por ellos.
De repente, salidas de la nada, a unos cincuenta metros del coche aparecieron tres figuras. Antia, a pesar de no poder verlas con claridad, supo quiénes eran.
—¡Efrén, para el coche y da media vuelta! ¡Ya! —El grito que propinó fue tal que acabó despertando a sus hijas—. ¡Nos han encontrado! ¡No puedo permitir que descubran a las niñas!
—¿Qué pasa, mamá? —le preguntó Clelia entre bostezos.
—Nada, preciosa, solo que necesito que agachéis las cabezas y os cubráis con vuestras mantas.
—¿Vamos a jugar al escondite? —le preguntó An con una sonrisa.
—Sí, cariño, y hasta que no os encontremos no podéis descubriros —le explicó Efrén al darse cuenta de que su mujer tenía la mirada fija en un punto mientras murmuraba algo. Trataba de protegerlos.
Efrén intentó dar marcha atrás para alejarse de un peligro cada vez más grande. Hasta aquel momento, todo lo que Antia le había explicado sobre lo que podría pasarles si los encontraban le había parecido algo exagerado, aunque nunca se lo había dicho. Lo que aquellas mujeres le hacían sentir con el poder que desprendían era escalofriante. No lo consiguió, por mucho que intentó que el coche se desplazara, fue imposible.
—¡Antia, no puedo moverlo!
—Lo sé, son ellas. Intentan entrar en él. Quieren que vuelva con ellas al precio que sea. Saben lo que eres y no quieren que puedas explicar nada de lo que sabes sobre nuestra magia. —Intentó disimularlo, pero no pudo. El miedo y el poder la llenaron por completo. No se veía capaz de pararlas.
Sin dar un paso hacia ellos, las tres levantaron al mismo tiempo un brazo hacia la luna de sangre y el otro lo dirigieron hacia ellos. Antia supo que, si no encontraba un encantamiento, solo ella saldría viva de allí y no podía permitirlo.
Las voces de las tres mujeres vestidas con largas túnicas se alzaron en un cántico que solo alguien con sangre mágica podría entender.
En aquel momento, mientras veía cómo Efrén intentaba con todas sus fuerzas que el dichoso coche se pusiera en marcha, ella recordó una antigua canción que escuchaba a menudo cuando era una niña no mucho mayor que sus hijas. No estaba segura de que fuera a funcionar, pero la desesperación la obligó a probar. Agarró con fuerza el amuleto familiar que llevaba colgado al cuello y empezó a cantarla.
Las voces de las mujeres, cada vez más fuertes, dejaron de escucharse y, como si se hubieran enchufado a un generador, de sus manos surgió una intensa luz del mismo color que la luna. La dirigieron hacia su otra mano, como si estuvieran absorbiendo la energía. De repente, el coche empezó a elevarse, y las niñas y Efrén comenzaron a gritar. Pero Antia no dejó de repetir la canción una y otra vez. Las luces de las casas y de los pisos que había en la calle empezaron a encenderse. Efrén aceleraba el coche cuando las ruedas se despegaron del asfalto y la intensa luz que producían la madre y las tías de Antia chocó contra este.
Las tres mujeres, con verdadero odio en la mirada, dirigieron sus manos hacia su objetivo. Lo hicieron girar y lo estrellaron contra el suelo sin preocuparse porque los ocupantes pudieran sufrir algún daño o incluso morir.
Las fuertes ráfagas de luz y el estruendoso ruido del impacto del coche hicieron que las personas que vivían en aquella zona salieran a la calle para ver qué era lo que había sucedido. Aquello arruinó los planes de Elixi, Kali y Zenai, madre y tías de Antia. Por nada del mundo se dejarían ver por los horribles hominum, no pensaban descubrirse ante un mundo que las persiguió y sacrificó por ignorancia y miedo. Por mucho que aquello las hiciera enfadar, no podían hacer otra cosa: debían desaparecer antes de que las vieran. Aunque se prometieron recuperar lo que habían ido a buscar.
Dentro del destrozado coche, rodeado de personas que de alguna manera intentaban auxiliar a sus ocupantes, Efrén y Antia sangraban y las pequeñas lloraban sin apenas un rasguño. Lo que Antia había intentado hacer con la canción había funcionado, en parte. Tuvo que entregar su consciencia en el esfuerzo. Podía escuchar a sus pequeñas, las voces de los extraños que intentaban auxiliarlos, pero no era capaz de moverse ni de reaccionar. Por mucho que le doliera no poder abrazar a su familia, sería la única manera de mantenerlos a salvo. El uso de tanta energía la mantendría en un estado de seminconsciencia que aguantaría hasta que sus hijas pudieran protegerse por sí mismas, aunque eso quisiera decir que no sabrían lo que eran en realidad.
A pesar de no poder moverse ni abrir los ojos, sí era capaz de escuchar e intentó aislarse de todo lo que sucedía a su alrededor —extraños gritando, las sirenas de los vehículos que venían a auxiliarlos— para centrarse en un solo sonido. Uno que aún no había escuchado. Se centró en el latido de su corazón, algo que le gustaba hacer y que la ayudaba a practicar esa parte de ella que mantenía oculta. Pero no lo consiguió por mucho que se esforzó e imaginó que era por el estado en el que se encontraba, pues no quería aceptar la realidad. Hacerlo le supondría desprenderse de una parte de su corazón y flaquear en un momento en el que sus escasas fuerzas eran necesarias para que la protección de sus pequeñas fuera total después de descubrir que, utilizando buena parte de su esencia vital, podría conseguirlo.
Lo había perdido, su corazón ya no latía y el no poder gritar, maldecir, clamar venganza ni enfrentarse a aquellas que lo habían causado estaba destrozándola. Pero aquel no era el momento, tendría que esperar al día en el que pudiera llorarle. Ahora solo debía pensar en las tres pequeñas que se quedarían solas. No sabía cómo hacerlo para que estuvieran bien hasta que ella pudiera despertar, pero algo en su interior le dijo que no les sucedería nada malo. Reconoció aquella sensación, aunque no creyó que pudiera ser cierta, no allí y tan lejos de su aldea.
Pudo sentir cómo manos extrañas la sacaban con cuidado del coche, manos que la tocaban, la pinchaban, hominum que intentaban que no corriera el mismo camino que Efrén.
—Está muy débil, hay que estabilizarla —escuchó que decía uno de los extraños.
—¿Las niñas están atendidas?
—Sí, la otra ambulancia está encargándose de ellas. Por lo visto, solo tienen heridas superficiales. Se las llevan ya hacia el hospital para hacerles pruebas.
Escuchar aquello tranquilizó a Antia, sus pequeñas estaban bien.
—Ojalá su madre logre salir de esta porque, si no, se quedarían solas. Pobrecitas.
Aquellas palabras le confirmaron a Antia lo que ya sabía: Efrén había muerto.
—Traed la camilla, que nos vamos ya.