Читать книгу En un bosque muy oscuro - Ruth Ware - Страница 10

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Nina y yo nos miramos la una a la otra. El corazón me latía muy deprisa, como un eco extraviado de la aldaba de la puerta, pero intenté mantener el rostro serio.

Diez años. ¿Habría cambiado ella? ¿Habría cambiado «yo»?

Tragué saliva.

Se oyeron los pasos de Flo resonando en el enorme vestíbulo y luego el sonido de metal contra metal, al abrirse la pesada puerta, seguido por el murmullo de voces mientras alguien entraba en la casa.

Escuché con mucha atención. No parecía Clare. De hecho, por debajo de la risa de Flo noté algo que sonaba claramente... ¿masculino?

Nina rodó encima de la cama y se incorporó apoyándose en un codo.

—Bien, bien, bien... Parece que Tom, el del cromosoma Y, ha llegado.

—Nina...

—¿Qué? ¿Por qué me miras así? ¿Vamos abajo y recibimos al gallo del gallinero?

—¡Nina! No hagas eso.

—¿El qué? —dijo ella al tiempo que bajaba los pies al suelo y se ponía de pie.

—No nos avergüences. No lo avergüences a él...

—Si fuéramos gallinas, él sería el gallo, es lo natural. No lo estoy diciendo con segundas.

—¡Nina!

Pero ya había bajado por las escaleras de cristal calzada solo con las medias, y oí que su voz subía por el hueco de la escalera.

—Hola, creo que no nos conocemos...

«Creo que no nos conocemos». Bueno, ¡entonces seguro que no era Clare! Cogí aliento con fuerza y la seguí al vestíbulo.

Primero vi al grupito desde arriba. Junto a la puerta delantera se encontraba una chica con el pelo muy brillante y negro sujeto en un moño en la base del cráneo; supuse que era Melanie. Sonreía y asentía a algo que le decía Flo, pero tenía un móvil en la mano y toqueteaba distraídamente la pantalla mientras Flo hablaba. Al otro lado se encontraba un hombre con un maletín Burberry en la mano. Tenía el pelo liso y de color castaño, e iba inmaculadamente vestido con una camisa blanca que seguramente venía de la tintorería (ninguna persona normal consigue unas rayas tan impecables en las mangas) y unos pantalones de lana gris que proclamaban a gritos que eran de Paul Smith. Levantó la vista al oír mis pasos en la escalera y me sonrió.

—Hola, soy Tom.

—Hola, y yo Nora.

Hice un esfuerzo al bajar los últimos escalones y le tendí la mano. Había algo increíblemente familiar en su cara, e intenté imaginar lo que era mientras nos estrechábamos la mano, pero fui incapaz de identificarlo. Luego me volví hacia la chica del pelo oscuro.

—¿Y tú debes de ser... Melanie?

—Pues sí. —Levantó la vista y sonrió, nerviosa—. Lo siento, es que... he dejado a mi niño de seis meses en casa con mi pareja. Es la primera vez que lo hago. Tengo que llamar a casa para ver qué tal está. ¿No hay señal aquí?

—Pues no —dijo Flo como disculpándose. Estaba sonrojada, no sé si por los nervios o la emoción, no estaba segura—. Lo siento. A veces hay un poquito de cobertura al final del todo del jardín, o en los balcones, dependiendo de la red que tengas. Pero hay un teléfono fijo en el salón. Te lo enseñaré.

Ella fue delante, y yo me volví hacia Tom. Todavía tenía la extraña sensación de haberlo visto en algún otro sitio antes.

—¿Y de qué conoces a Clare? —le pregunté algo violenta.

—Ah, pues ya sabes... cosas del teatro. ¡Todos nos conocemos! En realidad fue a través de mi marido... Es director.

Nina me hizo un guiño teatral a espaldas de Tom. Yo fruncí el ceño, furiosa, y luego compuse la cara al ver que Tom me miraba extrañado.

—Sí, lo siento, sigue —dijo Nina muy seria.

—Bueno, el caso es que conocí a Clare en una función para recaudar fondos para la Royal Theatre Company. Bruce estaba dirigiendo algo allí y empezamos a hablar de trabajo.

—¿Eres actor? —preguntó Nina.

—No, dramaturgo.

Siempre es extraño conocer a otro escritor. Una cierta sensación de camaradería, un vínculo masónico. Me pregunto si los fontaneros sentirán lo mismo al conocer a otros fontaneros, o si los contables se harán entre ellos gestos secretos. Quizá sea porque raramente nos vemos, pues los escritores tendemos a pasar la mayor parte de nuestra vida laboral completamente solos.

—Nora es escritora —explicó Nina.

Nos miró a los dos como si acabara de soltar a dos pesos gallo en el ring para que se pelearan.

—¿Ah, sí? —Tom me miró como si me viera por primera vez—. ¿Y qué escribes?

Uf. La pregunta que odio. Nunca me siento cómoda hablando de lo que escribo... Nunca he superado esa sensación de que la gente se entromete en mis pensamientos privados.

—Pues... ficción —dije vagamente.

Novelas policíacas, en realidad, pero si le dices eso a la gente, quieren sugerirte tramas y móviles para asesinar a alguien.

—¿De verdad? ¿Y con qué nombre escribes?

Bonita manera de decir: ¿he oído hablar de ti? La mayoría de la gente lo formula de una manera menos elegante.

—L. N. Shaw —contesté—. La N no significa nada, porque solo tengo un nombre de pila. Pero la he puesto porque L. Shaw sonaba un poco raro, mientras que L. N. es más pronunciable, no sé si me explico. ¿Así que escribes obras de teatro?

—Sí. Siempre me siento un poco celoso de los novelistas... vosotros lo controláis todo. No tenéis que pelearos con actores que masacran vuestras mejores frases. —Me sonrió, mostrando unos dientes de una blancura antinatural. Me pregunté si llevaría fundas de porcelana.

—Pero debe de ser bonito trabajar con otras personas —aventuré—. Quiero decir, compartir la responsabilidad. Una obra es algo muy grande, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Tienes que compartir la gloria con otras personas, pero al menos, si las cosas van mal, el desastre es colectivo.

Estaba a punto de decir algo más cuando se oyó un «clic» en el salón al colgar Melanie el teléfono. Tom se volvió a mirar hacia el sonido, y algo en el ángulo de su cabeza o en su expresión hizo que me diera cuenta de dónde lo había visto antes.

En la foto. La foto de perfil de Clare en Facebook. Era «él». Así que la persona de su foto de perfil no era su nuevo novio.

Todavía estaba asimilando este hecho cuando se acercó Melanie sonriendo.

—Uf, por fin he podido hablar con Bill. En casa todo va estupendamente. Lo siento, estaba un poco distraída... Es la primera vez que paso la noche fuera de casa y es toda una aventura. Bill se las podrá arreglar, estoy segura, pero... bueno, debería dejar de parlotear... Tú eres Nora, ¿verdad?

—¡Venid al salón! —exclamó Flo desde la cocina—. Estoy haciendo té.

Nos acercamos obedientemente y observé la reacción de Tom cuando entró en la enorme sala con su larga pared de cristal.

—Esa vista del bosque es impresionante, ¿verdad? —dijo Tom al fin.

—Sí. —Yo estaba mirando afuera, a los bosques. Oscurecía ya y, al crecer las sombras, daba la sensación de que los árboles avanzaban en bloque hacia la casa, inclinándose para ocultar el cielo—. Te sientes un poco expuesta, de alguna manera, ¿no? Yo creo que es la falta de cortinas.

—Un poco como si llevaras la falda subida y metida en las bragas por detrás —dijo Melanie inesperadamente, y luego se echó a reír.

—Me gusta —afirmó Tom—. Parece un escenario.

—¿Y nosotros somos el público? —preguntó Melanie—. Esta obra parece un poco aburrida. ¡Los actores están tiesos como un palo! —Señaló hacia los árboles, por si no habíamos pillado la broma—. ¿Lo cogéis? Árboles, madera, palo...

—Sí, lo hemos cogido —dijo Nina agriamente—. Pero creo que Tim no se refería a eso, ¿no?

—Tom —replicó Tom. Su voz tenía un tono algo seco—. Pero no, pensaba en lo contrario, precisamente. Nosotros somos los actores. —Se volvió hacia la pared de cristal—. El público... el público está ahí fuera.

No sé por qué, sus palabras me hicieron temblar. Quizá fuera por los troncos de los árboles, que eran como guardianes silenciosos en la creciente oscuridad. O quizá fuera el escalofrío persistente que Tom y Melanie habían traído consigo desde el exterior. Fuera como fuese, al salir de Londres el tiempo parecía otoñal; pero allí, mucho más al norte, tuve de repente la sensación de que había llegado el invierno de la noche a la mañana. No era solo que los pinos cercanos no dejaran pasar la luz con sus densas agujas, ni tampoco el aire frío y afilado con su promesa de las heladas que estaban por llegar. La noche se acercaba y la casa cada vez parecía más una jaula de cristal, proyectando su luz ciegamente hacia la oscuridad, como una linterna. Imaginé un millar de polillas dando vueltas y temblando, atraídas irresistiblemente por su resplandor, para acabar pereciendo contra el frío e inhóspito cristal.

—Tengo frío —dije para cambiar de tema.

—Yo también. —Nina se frotó los brazos—. Creo que podemos poner en marcha la estufa, ¿no? ¿Será de gas?

Melanie se arrodilló frente a la estufa.

—No, es de leña. —Forcejeó con una manija y al final se abrió una portezuela en la parte delantera—. Yo tengo una parecida en casa. ¡Flo! —gritó hacia la cocina—. ¿Te parece bien que encendamos la estufa?

—¡Sip! —chilló a su vez Flo—. Hay cerillas encima de la chimenea. Dentro de un bote. Si no podéis encenderla, ya voy yo enseguida.

Tom se dirigió hacia la chimenea y buscó entre los botes minimalistas, pero luego se detuvo en seco, con los ojos clavados en lo mismo que me había llamado a mí la atención poco antes.

—Por Dios bendito... —Era la escopeta, colocada encima de los ganchos de madera, justo por encima del nivel de la vista—. ¿Es que no han oído hablar de Chéjov por aquí?

—¿Chéjov? —preguntó una voz desde el vestíbulo. Era Flo, que entraba por la puerta con una bandeja apoyada en la cadera—. ¿Ese tipo ruso? No te preocupes, está cargada con balas de fogueo. Mi tía la tiene para espantar a los conejos. Se comen los bulbos y escarban en el huerto. Les dispara por las puertas ventana.

—Es un poco... texano, ¿no? —comentó Tom. Corrió a ayudar a Flo con la bandeja—. No es que no me guste el toquecillo ese rústico del Oeste, pero tener un arma aquí, delante de las narices... es un poco inquietante para los que intentamos mantener a raya los pensamientos morbosos.

—Ya sé lo que quieres decir —dijo Flo—. Que debería guardarla en un armario especial o algo parecido. Pero era de mi abuelo, así que es una herencia familiar. Y el huerto está justo al otro lado de esas puertas... bueno, en verano, al menos, así que es mucho más práctico tenerla aquí a mano.

Melanie encendió el fuego. Flo empezó a servir el té, sacó unas galletas y la conversación derivó hacia otros temas: los precios de los coches de alquiler, el coste de los alquileres en general y si poner primero la leche. Yo estaba callada, pensando.

—¿Té?

Por un momento no me moví ni respondí. Entonces Flo me dio un golpecito en un hombro que me hizo dar un salto.

—¿Quieres té, Lee?

—Nora —repliqué. Forcé una sonrisa—. Yo... lo siento. ¿Tienes café? Tendría que habértelo dicho, pero no soy muy aficionada al té.

Flo puso cara de desolación.

—Oh, lo siento, tendría que haber... pues no, no tenemos. Probablemente es demasiado tarde para comprarlo ya... El pueblo más cercano está a cuarenta minutos, y supongo que las tiendas estarán cerradas. Lo siento muchísimo, pensaba en Clare cuando compré las provisiones, y como a ella le gusta el té... no pensé que...

—No importa —la interrumpí con una sonrisa—. De verdad.

Cogí la taza que me tendía y bebí un sorbo.

Estaba hirviendo y sabía asquerosa y repugnantemente a té, leche caliente y colorante marrón para salsas.

—Clare llegará pronto. —Flo consultó el reloj—. ¿Queréis que empiece a explicaros las cosas, para que sepamos de qué va todo esto?

Todos asentimos y Flo sacó una lista. Sentí, más que oí, el resoplido de Nina.

—Bueno, Clare tiene que llegar a las seis, y luego tomaremos unas copas... Tengo unas botellas de champán en la nevera y he preparado los ingredientes para hacer mojitos, margaritas y esas cosas... y he pensado también que no nos apetecería una cena formal, todos sentados... —La cara de Nina era un poema—. He comprado unas pizzas y aperitivos y nos lo podemos comer todo en la mesa de centro, aquí mismo. Y mientras, se me ha ocurrido que podríamos jugar a algo para conocernos un poco mejor... Todos conocéis a Clare, desde luego, pero creo que muchos de nosotros no nos conocemos... ¿verdad que no? De hecho, quizá deberíamos presentarnos rápidamente antes de que llegue Clare.

Todos nos miramos unos a otros, calibrándonos, preguntándonos quién tendría el descaro suficiente para empezar. Por primera vez intenté hacer encajar a Tom, Melanie y Flo con la Clare que yo conocía, y la verdad es que no me fue fácil.

Lo de Tom era obvio, con su ropa cara, su entorno teatral; no era difícil ver lo que tenían en común. A Clare siempre le había gustado la gente guapa, mujeres y hombres por igual, y se enorgullecía con sencillez y generosidad de la belleza de sus amigos. No había nada insidioso en su admiración: ella misma también era guapa, no se sentía amenazada por la belleza de los demás, y además le gustaba ayudar a las personas a sacar lo mejor de sí mismas, aun de los candidatos menos prometedores, como yo misma. Recuerdo que Clare me arrastraba por ahí de tiendas, antes de salir por la noche, y ponía un vestido tras otro ante mi cuerpo delgado y sin pecho, frunciendo los labios apreciativamente, hasta que encontraba el que era perfecto para mí. Tenía buen ojo para ver lo que te sentaba bien. Fue ella quien me dijo que debía cortarme el pelo. Yo no le hice caso, por aquel entonces. Ahora, diez años más tarde, lo llevo corto y sé que ella tenía razón.

Melanie y Flo eran más misteriosas. Algo que había dicho Melanie en sus primeros mensajes de correo me había hecho pensar que trabajaba como abogada, o posiblemente contable, y en general tenía ese aire de alguien que está más cómodo con traje. Su bolso y zapatos eran caros, pero los vaqueros que llevaba eran de esos que Clare, diez años antes, habría llamado «vaqueros de mamá», de un azul impersonal y un poco favorecedor tiro alto.

Los vaqueros de Flo, por otra parte, eran de diseño, pero había algo extrañamente incómodo en la forma que tenía de llevarlos. Todo su atuendo parecía escogido al azar en un escaparate de All Saints, sin tener en cuenta si le sentaba bien o no, y me fijé en que se tiraba del jersey, incómoda, intentando bajarlo para tapar el suave bulto regordete que se le formaba en la cadera allí donde se le clavaba la cinturilla de los vaqueros. Parecía el tipo de ropa que Clare habría elegido para sí misma, pero solo alguien muy cruel se lo habría sugerido a Flo.

Flo y Melanie juntas formaban un extraño contraste con Tom. Era difícil imaginar a la Clare que yo había conocido con ninguna de ellas. ¿Sería que habían sido amigas en la universidad y se habían mantenido en contacto? Conocía ese tipo de amistades: las que haces en primer curso, para luego darte cuenta, a medida que pasa el tiempo, de que no tienes nada en común con esas personas, aparte de haber pisado las mismas aulas. Sin saber por qué, sin embargo, sigues mandándoles postales para felicitarlas por su cumpleaños y poniendo me gusta en su Facebook. Pero también hacía diez años que yo no veía a Clare. Quizá la Clare de Melanie y Flo fuera la auténtica, ahora.

Al mirar a mi alrededor vi que los demás hacían lo mismo: tomar las medidas a los invitados que no conocían, intentando que los desconocidos cuadraran con la imagen mental de Clare. Capté los ojos de Tom clavados en mí, con una curiosidad que rayaba casi en la hostilidad, y dejé caer la vista al suelo. Nadie quería ser el primero. El silencio se prolongó, hasta amenazar con convertirse en algo violento.

—Empezaré yo —dijo Melanie. Se apartó el pelo de la cara y jugueteó con algo que llevaba al cuello. Vi que era una diminuta cruz de plata colgada de una cadena, de las que se llevan como regalo de bautismo—. Me llamo Melanie Cho, bueno, Melanie BlaineCho ahora, supongo, pero es un trabalenguas, así que para el trabajo he conservado mi nombre. Compartía residencia en la universidad con Flo y Clare, pero empecé la carrera dos años más tarde de lo que me correspondía, así que soy un poco mayor que el resto de vosotros... bueno, Tom, no sé qué edad tendrás tú... Yo tengo veintiocho.

—Veintisiete —dijo Tom.

—Así que yo soy la abuelita del grupo. Acabo de tener un niño, bueno, tiene seis meses. Y le estoy dando el pecho, así que por favor, perdonadme si me veis salir corriendo con unas manchas enormes y húmedas en las tetas.

—¿Te la extraes y la tiras? —preguntó Flo comprensiva.

Por encima del hombro de Flo, vi que Nina, enfurruñada, hacía gestos silenciosos como si deseara estrangularla. Aparté la vista, sin querer implicarme.

—Sí, pensé en intentar conservarla, pero me imaginé que probablemente bebería alcohol, y llevármela luego sería un rollo. Bueno... ¿qué más? Vivo en Sheffield. Soy abogada, pero ahora estoy de permiso de maternidad. Mi marido cuida a Ben hoy. Ben es nuestro hijo. Es... bueno, no quiero aburriros. Es un amor, sencillamente.

Sonrió y la expresión, preocupada, se le iluminó. Le aparecieron hoyuelos en las mejillas y yo noté un pinchazo en el corazón. No por envidia de la maternidad, porque jamás he querido estar embarazada de ninguna de las maneras, sino un poco de envidia por esa felicidad tan completa y sencilla.

—Venga, enséñanos una foto —dijo Tom.

A Melanie le volvieron a aparecer los hoyuelos y sacó el teléfono.

—Bueno, si insistís... Mirad, aquí está cuando nació...

Vi una foto de ella misma echada en una cama de hospital, con la cara descolorida como si fuera de porcelana y el pelo atado en unas coletillas negras que le caían hasta los hombros. Le sonreía cansada a un paquetito blanco que llevaba en brazos.

Tuve que apartar la vista.

—Y aquí está sonriendo... No es la primera vez que sonrió, no llegué a tiempo, pero Bill estaba fuera, en Dubái, así que procuré fijarme bien, capté la siguiente sonrisa y se la mandé. Y este es él ahora... no se le ve muy bien la cara, porque se ha puesto el bol en la cabeza, qué gracioso.

El bebé era irreconocible: ya no tenía aquella mirada furiosa, entre azul y negra, de la primera foto, sino que se había convertido en una cosita de mejillas regordetas que se reía a carcajadas. Tenía el rostro medio oculto bajo un plato de plástico color naranja y unos pegotes verdosos se le deslizaban por las redondas mejillas.

—¡Qué mono! —dijo Flo—. Se parece mucho a Bill, ¿verdad?

—¡Ay, Dios mío! —Tom parecía medio divertido, medio horrorizado—. Bienvenidos a la maternidad... Por favor, dejen en la puerta toda la ropa que solo se puede lavar en seco.

Melanie recuperó su teléfono con una sonrisa todavía en los labios.

—Pues sí, es un poco así. Pero es asombroso lo rápido que te acostumbras. Ahora me parece completamente normal buscarme pegotes de papilla en el pelo antes de salir de casa. Pero por favor, no hablemos más de él, que ya tengo bastante morriña y no quiero que la cosa vaya a peor. ¿Y tú, Nina? —Se volvió hacia donde Nina estaba sentada, junto a la estufa, abrazándose las rodillas—. Recuerdo que nos vimos una vez en Durham, ¿verdad? ¿O me lo he imaginado?

—No, tienes razón, vine una vez. Creo que iba de camino de Newcastle para ver a un colega. No recuerdo si conocí a Flo, pero desde luego, sí que me acuerdo de tropezarme contigo en el bar... ¿verdad?

Melanie asintió.

—Para los que no lo sepan aún, yo soy Nina. Fui al instituto con Clare y Nora. Soy médica... bueno, en realidad me estoy formando para ser cirujana. De hecho, acabo de pasar tres meses en el extranjero, con Médicos sin Fronteras, y he aprendido muchísimo más de lo que habría pensado nunca sobre heridas de arma de fuego... porque a pesar de lo que os haya querido hacer creer el Mail, no se ven muchas cosas de esas en Hackney.

Se frotó la cara y por primera vez desde que salimos de Londres vi que su máscara se agrietaba un poco. Yo sabía que Colombia la había afectado mucho, pero solo la había visto dos veces desde que había vuelto, y ninguna de las dos veces me había hablado de aquello, excepto para hacer bromas sobre la comida. Por un momento vi un atisbo de lo que podía ser intentar recomponer a la gente para que siguiera con vida... y a veces no conseguirlo.

—Bueno —convino forzando una sonrisa—. Tim, Timmy, Timbo: dispara.

—Sí... —convino Tom poniendo mala cara—, bueno, supongo que lo primero que deberíais saber es que me llamo «Tom». Tom Deauxma. Soy dramaturgo, como antes he dicho. No demasiado importante, pero he hecho mucho teatro alternativo y he ganado unos cuantos premios. Estoy casado con el director de teatro Bruce Westerly... a lo mejor lo conocéis...

Hubo una pausa. Nina negó con un gesto. Tom fue paseando la mirada por cada uno de los presentes, en busca de reconocimiento, hasta posarla en mí, esperanzado. De mala gana negué. Me sentí mal, pero mentir no servía de nada. Él emitió un leve suspiro.

—Bueno, supongo que si estás fuera del mundo del teatro quizá no te fijes mucho en el director... Así es como conocí yo a Clare, por su trabajo para la Royal Theatre Company. Bruce trabaja mucho con ellos y dirigió Coriolano, claro.

—Claro —dijo Flo asintiendo muy seria.

Después de mi anterior fracaso, pensé que quizá sería adecuado fingir que al menos eso sí lo conocía, de modo que asentí igual que Flo, incluso con demasiado entusiasmo: noté que se me resbalaba la horquilla del pelo. Nina bostezó, se levantó y salió de la habitación sin decir una sola palabra.

—Vivimos en Camden... Tenemos un perro que se llama Spartacus, Sparky para abreviar. Es un labradoodle. De dos años. Es adorable, pero no es el perro ideal para un par de trabajadores compulsivos que no paramos nunca. Afortunadamente, tenemos un paseador de perros fantástico. Yo soy vegetariano... ¿Qué más? Uf, qué mal, ¿verdad? Dos minutos y ya me he quedado sin nada interesante que decir de mí mismo. Ah... y tengo un tatuaje con un corazón en el omoplato. Eso es todo. ¿Y tú, Nora?

Por algún motivo incomprensible noté que me sonrojaba y se me resbaló el asa de la taza de té entre los dedos, salpicándome té en las rodillas. Me puse a limpiarlo muy afanosa con la punta del pañuelo del cuello y, al levantar la vista, vi que Nina había vuelto a aparecer sigilosamente. Llevaba su bolsita con el tabaco y estaba liando un cigarrillo con una mano, al tiempo que me observaba fijamente con sus grandes ojos oscuros.

Me esforcé por hablar.

—Pues no hay mucho que decir... yo, ejem... conocí a Clare en la escuela, como Nina. Nosotras...

Hace diez años que no hablamos.

No sé por qué estoy aquí.

No sé por qué estoy aquí.

Tragué saliva con esfuerzo.

—Nosotras... perdimos el contacto un poco, supongo. —Notaba que mi cara ardía. La estufa empezaba a calentar mucho. Quise ponerme el pelo detrás de las orejas, pero se me olvidó que me lo había cortado y lo único que conseguí fue rozar los cortos mechones, y la piel caliente y húmeda que quedaba debajo—. Bueno... soy escritora. Fui a la universidad en Londres y empecé a trabajar para una revista después de acabar, pero se me daba bastante mal... probablemente por culpa mía, porque me pasaba todo el tiempo escribiendo novelas, en lugar de investigar y hacer contactos. Bueno, el caso es que publiqué mi primer libro cuando tenía veintidós años y desde entonces soy escritora a tiempo completo.

—¿Y consigues vivir solo de tus libros? —dijo Tom arqueando una ceja—. Te admiro.

—Bueno... solo no. Quiero decir que de vez en cuando doy algunas clases online, aquí y allá... informes editoriales, cosas de esas. Y tuve la suerte... —¿Suerte? Quise morderme la lengua—. Bueno, suerte quizá no sea la palabra adecuada, pero el caso es que murió mi abuelo cuando yo era adolescente y me dejó algo de dinero, lo bastante para comprarme un estudio muy pequeñito en Hackney. Es minúsculo, solo hay espacio para mí y para mi ordenador portátil, pero no tengo que pagar alquiler.

—Creo que es muy bonito que todas hayáis seguido en contacto —dijo Tom—. Clare, Nina y tú, quiero decir. Yo creo que no he seguido en contacto con ninguno de mis amigos del instituto. No tengo nada en común con la mayoría de ellos. No fue la época más feliz para mí, precisamente.

Me miró con detenimiento y yo noté que me sonrojaba. Me volví a meter el pelo otra vez y dejé caer la mano. ¿Eran imaginaciones mías o su mirada tenía algo de malicioso? ¿Sabía algo acaso?

Me quedé un momento indecisa, queriendo responder, pero no se me ocurrió nada que no fuera una mentira pura y dura. Mientras yo vacilaba, el silencio se fue haciendo más incómodo por momentos, y me empezó a agobiar de nuevo lo erróneo de toda aquella situación. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí? Diez años. «Diez años».

—Creo que todo el mundo lo pasa mal en el instituto —dijo al final Nina, interrumpiendo la pausa—. Yo, ciertamente, también lo pasé mal.

La miré agradecida y ella me dirigió un guiño.

—¿Cuál es el secreto entonces? —preguntó Tom—. Me refiero a las amistades que duran tanto. ¿Cómo habéis conseguido mantenerla todos estos años?

Yo lo miré de nuevo, esta vez incisivamente. ¿Por qué demonios no lo dejaba correr ya? Pero yo no podía decir nada sin parecer una verdadera loca.

—Pues no lo sé —repuse intentando que mi tono fuera amable, pero sabiendo que la tensión debía de adivinarse en mi sonrisa. Solo podía esperar que mi expresión no pareciese tan falsa como me lo parecía a mí—. Suerte, supongo.

—¿Y no tienes pareja?

—No. Vivo sola. Ni siquiera tengo un labradoodle. —Lo dije para provocar risas y eso fue lo que obtuve, pero fue un coro escuálido, carente de vivacidad, con una cierta nota de compasión—. ¿Flo? —dije entonces rápidamente, intentando apartar los focos de mi persona.

Flo sonrió.

—Bueno, pues yo conocí a Clare en la universidad. Las dos estudiábamos Historia del Arte y nos alojábamos en la misma parte de la residencia. Un día entré en la sala común y allí estaba ella, viendo East Enders y mordiéndose el pelo (ya sabéis lo graciosa que está cuando se enrolla un mechón en el dedo y se pone a mordisquearlo). Qué mona...

Intenté recordarlo. ¿Hacía eso Clare? Me parecía bastante asqueroso. Me asaltó un vago recuerdo de Clare sentada en el café que había junto al instituto y retorciéndose la trenza alrededor del dedo. A lo mejor sí que lo hacía.

—Llevaba ese vestido azul... Creo que todavía lo tiene. ¡No puedo creer que aún se lo pueda poner! ¡Yo me he engordado más de cinco kilos desde la uni! Bueno, el caso es que fui, le dije hola y ella dijo: «Ah, me gusta tu pañuelo». Desde entonces hemos sido las mejores amigas del mundo. Es que... es tan guay, ¿verdad? Ha sido tan amable, tan comprensiva... No hay mucha gente que... —Tragó saliva y calló, haciendo un esfuerzo. Para mi horror, vi que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Bueno, es igual, no importa. Es mi apoyo y haría «cualquier cosa» por ella. Cualquier cosa, así que quiero que tenga la mejor despedida de soltera del mundo. Quiero que todo sea perfecto. Para mí es muy importante. Es como... es como si fuera lo último que puedo hacer por ella, ¿sabéis?

Tenía lágrimas en los ojos y hablaba con una pasión y un orgullo tales que casi daba miedo. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que no era la única que se sentía desconcertada. Tom parecía alarmado, y las cejas de Nina habían desaparecido debajo de su flequillo. Solo Melanie parecía totalmente tranquila, como si aquel fuera el nivel de emoción normal para tu mejor amiga.

—Se va a casar, no va a la cárcel —dijo Nina secamente, pero o bien Flo no la oyó o bien ignoró ese comentario. Tosió y se secó los ojos.

—Perdonad. ¡Ay, Dios mío, soy una boba sentimental! Fíjate...

—Y, ejem, ¿a qué te dedicas ahora? —preguntó Tom cortésmente. Al decirlo él me di cuenta de que Flo nos había hablado todo el rato de Clare, pero no había contado nada de sí misma.

—Oh. —Flo miró el suelo—. Bueno, ya sabéis... Un poco de esto, un poco de lo otro... yo... me estoy tomando un tiempo después de la uni. No estaba a gusto. Clare fue estupenda conmigo. Cuando yo... Bueno, no importa. El caso es que ella... ella ha sido la mejor amiga que haya podido tener una chica, de verdad. ¡Dios mío, otra vez! —Se sonó la nariz y se puso en pie—. ¿Quién quiere más té?

Todos negamos con la cabeza y ella se llevó la bandeja y se fue a la cocina. Melanie sacó su móvil y comprobó la señal de nuevo.

—Bueno, qué raro ha sido todo eso —dijo Nina inexpresiva.

—¿El qué? —preguntó Melanie levantando la vista.

—Flo y lo de la «despedida de soltera perfecta» —especificó Nina—. ¿No os parece que es demasiado... vehemente?

—Ah —dijo Melanie. Miró hacia la puerta de la cocina y bajó la voz—. Mirad, yo no sé si debería decir esto, pero no tiene sentido andarse con rodeos. Flo tuvo un ataque de nervios en tercero. No estoy segura de lo que pasó, pero lo dejó todo antes de hacer los exámenes finales. No se graduó, que yo sepa. De modo que a lo mejor por eso está un poco... no sé, «sensible» con esa época. No le gusta hablar de todo eso.

—Ah, vale —convino Nina.

Pero yo sabía que estaba dándole vueltas. Lo que resultaba alarmante de Flo no era su reserva sobre lo que había ocurrido en la uni, eso era lo menos raro de todo. Lo que resultaba desconcertante era todo lo demás.

En un bosque muy oscuro

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