Читать книгу En un bosque muy oscuro - Ruth Ware - Страница 14
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ОглавлениеPor un momento me quedé mirándola, deseando haberlo oído mal.
—¿Cómo?
—Es... James. Me caso con James.
No dije nada. Me quedé allí, mirando hacia los árboles que hacían de centinelas, oyendo el silbido y el golpeteo de la sangre en mis oídos. Algo parecido a un grito se estaba formando en mi interior. Pero no dije nada. Lo ahogué.
¿James?
¿Clare y James?
—Por eso te pedí que vinieras —aclaró. Ahora hablaba deprisa, como si supiera que no tenía mucho tiempo, que yo podía salir del coche y echar a correr—. No quería... pensé que no debía invitarte a la boda. Pensé que sería demasiado violento. Pero no podía soportar que te enterases de esto por otras personas.
—Pero entonces... ¿quién demonios es William Pilgrim? —le solté como una acusación.
Durante un segundo Clare me miró sin comprender. Entonces se dio cuenta y le cambió la cara; en ese mismo instante supe dónde había oído antes aquel nombre y me di cuenta de lo idiota que había sido. Billy Pilgrim. Matadero 5. El libro favorito de James.
—Es su nombre de Facebook —me respondí desanimada—. Para su privacidad... para que los fans no encuentren su perfil personal cuando busquen. Por eso no tiene foto de perfil, ¿verdad?
Clare asintió desconsolada.
—No quisimos engañarte en ningún momento —murmuró como disculpándose. Buscó con su mano caliente la mía, entumecida y salpicada de barro—. Y James pensó que debías saberlo antes...
—Espera un momento —dije apartando la mano abruptamente—. ¿Has hablado con él de «esto»?
Ella asintió y se llevó las manos a la cara.
—Lee.. estoy tan... —Se interrumpió, respiró hondo y tuve la sensación de que se estaba armando de valor, preparando lo que iba a decir después. Cuando volvió a hablar lo hizo en tono de cierto desafío, con un atisbo de la Clare que yo recordaba, la Clare que habría atacado, que habría muerto luchando, en lugar de acobardarse bajo una acusación—. Mira, no pienso disculparme. Ninguno de nosotros ha hecho nada malo. Pero por favor, ¿querrás darnos tu bendición?
—Si no habéis hecho nada malo —dije con dureza—, ¿para qué la necesitáis?
—¡Porque eras mi amiga! ¡Mi mejor amiga!
«Era».
Ambas nos dimos cuenta de que había utilizado el tiempo pasado, y vi mi propia reacción reflejada en la cara de Clare.
Me mordí el labio con tanta fuerza que me dolió, machacando la suave piel entre los dientes.
«Tienes mi bendición. Dilo. ¡Dilo!».
—Yo...
Se oyó un ruido que procedía de la casa. Se abrió la puerta y Flo apareció en el rectángulo de luz, haciéndose pantalla delante de los ojos al mirar hacia la oscuridad. Estaba de puntillas y se aupó tanto para ver que estuvo a punto de caerse. Se notaba en toda ella un aire de emoción contenida, como un niño antes de una fiesta de cumpleaños que puede caer en la histeria en cualquier momento.
—¡¿Hoooola?! —gritó con una voz sorprendentemente fuerte en el tranquilo aire de la noche—. ¿Clare? ¿Eres tú?
Clare soltó un suspiro tembloroso y abrió la puerta del coche.
—¡Flopsie! —La voz le temblaba, pero casi imperceptiblemente.
Pensé, no por primera vez, en lo buena actriz que era. No resultaba sorprendente que hubiera acabado en el teatro. La única sorpresa es que no subiera a escena ella misma.
—¡Clare, osito! —chilló Flo, para después lanzarse escalones abajo hacia la grava—. ¡Ay, Dios mío, eres tú! He oído un ruido y he pensado... pero no venía nadie. —Iba corriendo a toda prisa por el sendero que había delante de la casa, con sus zapatillas de conejito susurrando en la grava—. ¿Qué estás haciendo aquí fuera a oscuras y sola, tontita?
—Estaba hablando con Lee. Quiero decir con Nora —dijo Clare al tiempo que agitaba una mano hacia mi lado del coche—. Me la he encontrado cuando subía por el camino.
—¡Bueno, espero que no la hayas atropellado! ¡Uf! —Se oyó un crujido cuando Flo tropezó con algo en la oscuridad y cayó de rodillas frente al coche por las prisas. Se levantó de un salto, limpiándose las piernas—. ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!
—¡Tranquila! —se rio Clare y abrazó a Flo.
Susurró algo junto a su pelo que yo no oí, y Flo asintió. Abrí la manija y salí del coche, muy tiesa. Había sido un error no ir andando esos últimos metros hasta la casa. Pasar de correr a estar sentada tan repentinamente me había dejado los músculos fríos. Ahora me costaba un gran esfuerzo enderezar el cuerpo.
—¿Estás bien, Lee? —dijo Clare volviéndose al oír que yo salía del coche—. Cojeas un poco.
—Estoy bien —aseguré, intentando hablar en el mismo tono animado que ella. James. James—. ¿Quieres que te eche una mano con el equipaje?
—Gracias, pero no he traído gran cosa. —Abrió el maletero y sacó una bolsa que se colgó al hombro—. Vamos entonces, Flops, enséñame mi habitación.
Nina no estaba por ninguna parte cuando subí los últimos escalones, dolorida, hasta nuestra habitación, sujetando por los cordones las zapatillas cubiertas de barro. Me quité las mallas salpicadas de barro y la camiseta sudada, y me metí debajo del edredón de plumas con sujetador y bragas. Allí me quedé echada, mirando la luz que arrojaba la lamparita de la mesilla de noche.
Todo aquello era un error. ¿En qué estaba pensando?
Había pasado diez años intentando olvidar a James, intentando construir una crisálida de seguridad y autosuficiencia en torno a mí misma. Y pensaba que estaba teniendo éxito. Tenía una buena vida. No, tenía una vida «estupenda». Tenía un trabajo que me encantaba, un piso propio, algunos amigos muy queridos, ninguno de los cuales conocía a James, ni a Clare, ni a nadie de mi vida anterior en Reading.
Yo no estaba en deuda con nadie... ni emocional ni financieramente, ni de ninguna otra manera. Y eso hacía que me sintiera bien. Absolutamente bien, gracias.
Y ahora esto.
Lo peor de todo es que no podía echar la culpa a Clare. Ella tenía razón: ella y James no habían hecho nada malo. No me debían nada, ninguno de los dos. James y yo habíamos roto hacía «diez años», por el amor de Dios. No. La única persona a la que se podía echar la culpa era a mí misma. Por no haber seguido adelante. Por no haber sido capaz de seguir adelante.
Odiaba a James por el poder que tenía sobre mí. Odiaba el hecho de que, cada vez que conocía a un hombre, no podía evitar compararlo mentalmente con James. La última vez que me acosté con alguien (hacía ya dos años), me despertó por la noche poniéndome la mano en el pecho. «Estabas soñando —dijo—. ¿Quién es James?». Y al verme en la cara lo afligida que estaba, se levantó de la cama, se vistió y salió de mi vida. Y yo ni siquiera me molesté en llamarlo por teléfono.
Yo odiaba a James y me odiaba a mí misma. Y sí, soy plenamente consciente de que decir esto me hace parecer la fracasada más grande de toda la existencia: esa chica que conoce a un chico con dieciséis años y se pasa los siguientes diez malditos años obsesionada con él. Creedme, nadie es más consciente de ello que yo. Si me conociera a mí misma en un bar y hablara conmigo también me odiaría.
Ya oía a los demás en el piso de abajo, hablando y riendo, y capté el aroma de la pizza que flotaba escaleras arriba.
Iba a tener que bajar, hablar y reír también. Pero en lugar de eso, me acurruqué hecha un ovillo, con las rodillas pegadas al pecho, los ojos bien cerrados, y chillé en silencio dentro de mi cabeza.
Entonces me estiré, notando cómo protestaban mis cansados músculos, salí de la cama y cogí la toalla que estaba encima de la pila que Flo había colocado cuidadosamente al pie de cada cama.
El baño estaba en el rellano. Cerré la puerta y dejé caer la toalla al suelo. Por encima de la bañera había otra pared de cristal sin cortinas, que daba al bosque, y resultaba increíblemente violento. Estaba orientada de modo que en realidad nadie pudiera ver el interior de la habitación a menos que estuviera subido a la copa de un pino de quince o veinte metros de altura, pero mientras me quitaba el sujetador y las bragas tuve que contener las ganas de taparme los pechos con las manos, de cubrir mi desnudez ante la oscuridad que me contemplaba.
Durante un minuto pensé en ponerme la otra ropa directamente, pero estaba muy cansada y manchada de barro, y sabía que me encontraría mucho mejor si me daba una ducha caliente, así que me metí cuidadosamente en el plato de la ducha y abrí el grifo, irguiendo el cuerpo agradecida cuando la enorme alcachofa tosió un par de veces y enseguida me inundó con un torrente enorme e intenso de agua caliente.
Estando allí de pie podía mirar hacia fuera por la ventana, aunque estaba demasiado oscuro para ver nada. La brillante luz del baño convertía el cristal en una especie de espejo y, aparte de una luna pálida y fantasmal, lo único que veía en realidad era mi propio cuerpo reflejado en el cristal cubierto de vapor, mientras me enjabonaba y me afeitaba las piernas. Qué persona más rara era la tía de Flo... Aquella era una casa para voyeurs. No, voyeurs son las personas a las que les gusta mirar. ¿Qué es lo contrario? Exhibicionistas.
Personas a las que les gusta que las miren.
Quizá fuese diferente en verano, cuando la luz inundaba toda la casa hasta tarde, por la noche. Quizá fuera una casa para mirar hacia fuera, hacia el bosque. Pero ahora, en la oscuridad, me parecía más bien lo contrario, parecía una enorme vitrina de exposición, llena de curiosidades a las que mirar. O una jaula del zoo. El recinto de un tigre, sin ningún lugar donde ocultarse. Pensé en esos animales enjaulados que van paseando despacio de aquí para allá, día tras día, semana tras semana, volviéndose locos poco a poco.
Cuando terminé, salí con mucho cuidado y me miré en el espejo empañado, quitando la condensación con la mano.
La cara que me miraba desde allí me sobresaltó. Parecía alguien preparado para una pelea. En parte se debía a mi pelo corto: después de la ducha y de frotarlo vigorosamente con la toalla, parecía agresivamente puntiagudo y desafiante, como el de un boxeador entre asaltos. Tenía la cara blanca y recortada bajo aquella luz intensa, los ojos oscuros y acusadores rodeados de sombras, como si me hubieran dado una paliza.
Suspiré y cogí mi neceser. No llevo mucho maquillaje, pero sí que me puse un poco de brillo de labios y máscara de pestañas, lo básico. No tenía colorete, pero me froté las mejillas con un poquito de brillo de labios, para atenuar un poco la palidez, y luego me puse unos vaqueros ajustados limpios y una camiseta gris.
En algún lugar lejano, abajo, empezó a sonar la música. Billy Idol, la música de White Wedding. ¿A alguien le parecía gracioso?
—¡Le... quiero decir, Nora! —La voz de Flo subió por las escaleras, por encima de la música de Billy Idol que insistía en que empezáramos otra vez—. ¿Te apetece comer algo?
—¡Ya voy! —respondí gritando también y, con un suspiro, envolví mi ropa interior sucia en la toalla, recogí el neceser y abrí la puerta.