Читать книгу En un bosque muy oscuro - Ruth Ware - Страница 9

3

Оглавление

Noviembre llegó a una velocidad pasmosa. Hice todo lo posible por arrumbar todo aquello al fondo de mi memoria y concentrarme en el trabajo, pero a medida que el fin de semana se acercaba, me resultaba cada vez más complicado. Corría por rutas cada vez más difíciles, intentando cansarme todo lo posible para dormir bien, pero en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada, empezaban los susurros. «Diez años... Después de todo lo que pasó...». ¿Estaba cometiendo un terrible error?

Si no hubiera sido por Nina me habría echado atrás, pero el caso es que llegó el día 14 y allí estaba yo, con una bolsa en la mano, bajando del tren en Newcastle una mañana fría y desapacible. A mi lado, Nina se fumaba un cigarrillo liado a mano y refunfuñaba de lo lindo mientras yo compraba un café en el quiosco del andén de la estación. Era la tercera despedida de soltera a la que iba aquel año (calada al cigarrillo): se había gastado casi quinientas libras en la última (calada) y esta otra rondaría las mil, teniendo en cuenta la boda misma que iba después (suspiro). Sinceramente, habría preferido mandarles un cheque generoso y conservar las vacaciones anuales. Y por favor, mientras pisaba la colilla con sus finos tacones, ¿podía recordarle una vez más por qué no podía llevar con ella a Jess?

—Porque es una noche de despedida de soltera —dije yo. Recogí el café y seguí a Nina hacia la señal del aparcamiento—. Porque la gracia está en dejar a la pareja en casa. Si no, ¿por qué no traer también al puto novio, ya que estamos?

Nunca digo muchos tacos, pero con Nina sí. Parece que ella, no sé cómo, me los despierta, como si los tuviera dentro y solo estuvieran esperando a salir.

—¿Sigues sin conducir todavía? —preguntó Nina mientras colocábamos nuestro equipaje en la parte posterior del Ford alquilado. Yo me encogí de hombros.

—Es una de esas habilidades básicas de la vida que nunca he dominado. Lo siento.

—No te disculpes conmigo —dijo. Metió sus largas piernas en el asiento del conductor, cerró la puerta e introdujo las llaves en el contacto—. A mí no me gusta nada que me lleven. Conducir es como el karaoke: cuando lo haces tú es genial, cuando lo hacen los demás es vergonzoso o incluso alarmante.

—Bueno... es que... ya sabes... viviendo en Londres, un coche parece un lujo más que una necesidad. ¿No crees?

—Yo uso Zipcar para visitar a mis padres.

—Mmm... —Miré por la ventanilla mientras Nina pisaba el embrague. Dimos un pequeño saltito en el aparcamiento y luego ella por fin consiguió salir—. Australia está un poquito lejos para ir en Volvo.

—Ay, Dios mío, me olvidaba de que tu madre había emigrado con... ¿cómo se llama? ¿Tu padrastro?

—Philip —dije—. ¿Por qué me siento siempre como una adolescente enfurruñada cuando digo su nombre? Es un nombre normalísimo.

Nina me dirigió una mirada intensa y luego hizo un gesto con la cabeza hacia el GPS.

—Ponlo en marcha, ¿quieres? Y mete el código postal que nos dio Flo. Es nuestra única esperanza de llegar al centro de Newcastle sanas y salvas.

Westerhope, Throckley, Stanegate, Haltwhistle, Wark... Los carteles pasaban velozmente como una especie de poema y la carretera se iba desplegando ante nosotras como una cinta de color gris acero a través de colinas bajas y páramos donde pastaban las ovejas. El cielo estaba nublado y era enorme, pero los pequeños edificios de piedra junto a los que pasábamos a intervalos estaban acurrucados en lo más hondo del paisaje, como si tuvieran miedo de ser vistos. Yo no tenía que hacer de copiloto, y si leo cuando voy en coche me mareo y me encuentro mal, así que cerré los ojos y me aislé de Nina y del sonido de la radio, encerrada a solas en mi cabeza, con las preguntas que seguían incordiándome.

¿Por qué yo, Clare? ¿Por qué ahora?

¿Era, sencillamente, que se iba a casar y quería reavivar una antigua amistad? Si hubiera sido así, ¿no me habría invitado a la boda? Había invitado a Nina, estaba claro, de modo que no se trataba de una ceremonia solo para la familia ni nada parecido.

En mi imaginación, Clare sacudió la cabeza y me amonestó, diciéndome que tuviera paciencia, que esperase. A Clare siempre le habían gustado los secretos. Su pasatiempo favorito era averiguar algo de ti y luego hacer insinuaciones. No propagarlo por ahí, solo hacer referencias veladas en alguna conversación, referencias que solo comprendieseis ella y tú. Referencias para que «supieras».

Nos paramos a almorzar en Hexham y para que Nina pudiera fumarse un cigarrillo, y luego seguimos hacia Kielder Forest por carreteras rurales, donde el horizonte se volvía mucho más amplio. Pero a medida que las carreteras se hacían más estrechas, los árboles parecían acercarse cada vez más, pegándose a la turba bien recortada, hasta que quedaron como centinelas a ambos lados de la carretera, separados de esta por un delgado murete de piedra seca.

Al entrar en el bosque propiamente dicho, la cobertura del GPS disminuyó de pronto y luego desapareció.

—Espera —dije mientras buscaba en el bolso—. Tengo impresas las indicaciones que nos mandó Flo por e-mail.

—Bueno, chica, eres la perfecta exploradora —dijo Nina, pero noté alivio en su voz—. Pero ¿qué tiene de malo un iPhone?

—Esto es lo que tiene de malo —dije. Le tendí mi móvil, que intentaba cargar Google Maps sin cesar y no conseguía acabar de hacerlo—. Desaparece impredeciblemente. —Leí las indicaciones impresas. «La Casa de Cristal», ponía en el encabezamiento, «Stanebridge Road»—. Vale, ahora a la derecha. Una curva y luego a la derecha otra vez, en cualquier momento... —El desvío pasó velozmente y dije, creo que con moderación—: Era por ahí. Me parece que nos lo hemos saltado.

—¡Vaya copiloto de mierda que estás hecha!

—¿Cómo?

—Se supone que debes decirme por dónde girar «antes» de que lleguemos, ¿sabes? —Imitó la voz robótica de un GPS—: Desvíese a la izquierda en... cincuenta metros... Desvíese a la izquierda en... treinta metros. Dé la vuelta cuando lo considere seguro, porque se ha pasado el desvío.

—Bueno, pues dé la vuelta cuando lo considere seguro, señorita. Se ha pasado el desvío.

—Y una mierda, seguro...

Nina pisó el freno y dio una vuelta en redondo, de mal humor, en otra curva de la carretera forestal. Yo cerré los ojos.

—¿Qué decías de no sé qué de un karaoke?

—Bah, es una carretera sin salida, no venía nadie.

—Aparte de la media docena de invitadas más a esta despedida de soltera.

Abrí los ojos con precaución y vi que íbamos en la dirección contraria y cogiendo velocidad.

—Vale, es aquí. Parece un sendero en el mapa, pero Flo lo marcó.

—Es que es un sendero...

Dio un volantazo, pasamos dando tumbos por la abertura y el cochecito empezó a adentrarse a saltos por un camino fangoso lleno de rodadas.

—Creo que el término técnico es «camino sin pavimentar» —dije sin aliento, mientras Nina bordeaba una zanja enorme llena de barro que parecía un abrevadero para hipopótamos, y daba la vuelta a otra curva más.

—¿Será este el camino de su casa? Debe de haber casi un kilómetro de camino aquí.

Estábamos en el último mapa impreso, tan grande que parecía prácticamente una foto aérea, y no veía ninguna otra casa marcada.

—Si es el camino de su casa —dijo Nina entrecortadamente, mientras el coche rebotaba en otra rodada—, deberían mantenerlo un poco, joder. Si le rompo el chasis a este coche alquilado, demando a alguien. No me importa a quién, pero yo no lo voy a pagar, joder.

Pero cuando cogimos la siguiente curva, de repente ya estábamos allí. Nina introdujo el coche por una cancela estrecha, aparcó y apagó el motor, y las dos salimos y miramos la casa que teníamos delante.

No sé qué era lo que habíamos esperado, pero aquello no. Una casita de campo con el techo de paja quizá, con vigas de madera y techos bajos. Lo que se alzaba en aquel claro del bosque era una extraordinaria mole de cristal y acero que parecía haber sido arrojada caprichosamente por un niño cansado de jugar con un juego de construcción muy minimalista. Parecía tan absolutamente fuera de lugar allí que tanto Nina como yo nos quedamos mirándola con la boca abierta.

La puerta se abrió y, tras ver un destello de pelo rubio, me entró un pánico absoluto durante un segundo. Era un error. No tenía que haber acudido nunca allí, pero ya era demasiado tarde para echarme atrás.

De pie en la puerta se encontraba Clare.

Solo que... distinta.

Habían pasado nada menos que diez años, me recordé a mí misma. La gente cambia, engorda. No somos las mismas personas a los dieciséis que a los veintiséis... yo, más que nadie, debería saberlo.

Pero Clare... era como si algo se hubiera roto, como si la luz que tenía en su interior se hubiese apagado.

Luego habló y la ilusión desapareció. Su voz era la única cosa que no parecía en absoluto de Clare. Era muy profunda, mientras que la de Clare era aguda e infantil, y muy, muy pija.

—¡Hola! —exclamó y, de alguna manera, su tono puso en la palabra tres signos de admiración. Supe, antes de que volviera a hablar, quién era—. ¡Soy Flo!

¿Sabéis cuando ves al hermano o hermana de alguien famoso y es como si los estuvieras viendo a ellos, pero deformados por uno de esos espejos de feria? Solo que es un espejo que distorsiona tan sutilmente que se hace difícil señalar con el dedo lo que es diferente, y solo sabemos que sí, que «es» diferente. Se ha perdido alguna esencia, se ha dado una nota falsa en la canción.

Así era la chica que estaba en la puerta principal.

—Ay, Dios mío —dijo—. ¡Qué alegría veros! Debéis de ser... —Me miró a mí y luego a Nina, y escogió la opción fácil.

Nina mide metro ochenta y cinco y es brasileña. Bueno, su padre es brasileño. Ella nació en Reading, y su madre es de Dalston. Tiene el perfil de un halcón y el pelo de Eva Longoria.

—Nina, ¿verdad?

—Ajá. —Nina le tendió una mano—. Y tú eres Flo, ¿no?

—¡Sip!

Nina me echó una mirada que me desafiaba a que me riera si me atrevía. Nunca pensé que la gente normal pudiera decir «sip», o si lo decían, seguro que les daban un puñetazo en el instituto, o se reían de ellos en la universidad. Quizá Flo fuese más dura.

Flo le estrechó la mano a Nina, entusiasmada, y luego se volvió hacia mí con una sonrisa radiante.

—En ese caso tú debes de ser... Lee, ¿verdad?

—Nora —dije paciente.

—¿Nora?

Frunció el ceño, perpleja.

—Me llamo Leonora —dije—. En el instituto era Lee, pero ahora prefiero Nora. Te lo dije en el mensaje de correo.

Siempre había odiado que me llamaran Lee. Era un nombre de chico, un nombre que se prestaba a bromas y rimas. «Lee Lee se está haciendo pipí». Y con mi apellido, Shaw: «Lee Shaw tiene el pelo li-so».

Lee estaba muerta y enterrada. Al menos, eso esperaba.

—Ah, vale. Tengo una prima que se llama Leonora. La llamamos Leo.

Intenté que no se notara el estremecimiento. No, Leo no. Leo «jamás». Solo una persona en el mundo me llamaba así.

El silencio se prolongó, hasta que Flo lo rompió con una risita alegre.

—¡Ah! Muy bien. OK. ¡Nos vamos a divertir un montón! Clare no ha llegado todavía... pero como dama de honor, me ha parecido que tenía que cumplir con mi deber y llegar la primera.

—¿Qué espantosas torturas tienes preparadas para nosotras? —preguntó Nina mientras tiraba de su maleta atravesando el umbral—. ¿Boas de plumas? ¿Penes de chocolate? Te lo advierto, soy alérgica a todo eso... me da un choque anafiláctico. No me obligues a sacar mi boli de epinefrina.

Flo se rio nerviosamente. Me miró y luego volvió a mirar a Nina, sin acabar de comprender si bromeaba o no. Es difícil saber si Nina habla en serio, si no la conoces. Nina le devolvió la mirada, muy seria, y me di cuenta de que estaba pensando en agitar el cebo un poquito más en el anzuelo.

—Encantadora... casa —dije yo intentando adelantarme a ella, aunque en realidad «encantadora» no era la palabra adecuada.

A pesar de los árboles que lo flanqueaban, aquel edificio quedaba penosamente expuesto, ofreciendo su enorme fachada de cristal a los ojos de todo el valle.

—¿Verdad que sí? —sonrió Flo, aliviada al volver a un terreno seguro—. En realidad es la casa de veraneo de mi tía, pero no viene mucho en invierno... demasiado aislada. El salón está por ahí...

Nos llevó a través de un vestíbulo que resonaba, de techo tan alto como la casa, hacia una sala larga y baja cuya pared opuesta, toda de cristal, daba al bosque. La casa mostraba una extraña desnudez, como si estuviéramos en un escenario representando nuestro papel ante un público que nos miraba desde el bosque. Sentí un escalofrío y, tras dar la espalda al cristal, examiné la sala. A pesar de los sofás largos y mullidos, parecía extrañamente vacía, y al cabo de un segundo me di cuenta del motivo. No era solo la ausencia de desorden y la decoración minimalista (tres macetas en la repisa de la chimenea, un cuadro de Mark Rothko en la pared), sino el hecho de que no había ni un solo libro en toda la casa. Tampoco parecía una casita de vacaciones, a decir verdad: en todas las que había visitado, siempre tenían un estante con manoseados ejemplares de Dan Brown o Agatha Christie. Parecía más bien una casa de exhibición.

—El fijo está aquí. —Flo señaló un antiguo teléfono de los de disco que parecía extrañamente discordante en aquel entorno tan moderno—. La cobertura de móvil es bastante incierta, así que podéis usarlo cuando queráis.

Pero yo no miraba el teléfono, en realidad. Por encima de la moderna y escueta chimenea se encontraba algo mucho más fuera de lugar aún: una escopeta muy limpia, colgada de unos ganchos de madera incrustados en la pared. Parecía como si la hubieran trasplantado de algún pub campestre. ¿Era de verdad?

Intenté apartar los ojos al darme cuenta de que Flo todavía seguía hablando.

—... y arriba están los dormitorios —acabó—. ¿Queréis que os eche una mano con las maletas?

—No, ya puedo yo —dije y, al mismo tiempo, Nina contestó:

—Bueno, si no te importa...

Flo pareció un poco desconcertada, pero cogió obedientemente la enorme maleta con ruedas de Nina y empezó a arrastrarla escaleras arriba por los peldaños de cristal esmerilado.

—Como iba diciendo —jadeó al dar la vuelta al poste de arranque—, hay cuatro habitaciones. Creo que Clare y yo dormiremos en una, vosotras dos en otra, y Tom tendrá la suya propia, claro.

—Claro —asintió Nina con una expresión muy seria.

Yo estaba demasiado ocupada asimilando la noticia de que compartiría habitación. Había supuesto que tendría un espacio para mí sola donde retirarme.

—Y eso nos deja a Mels... Melanie, ya sabéis, sola. Tiene un bebé de seis meses, así que he pensado que de nosotras, las chicas, es la que más se merece una habitación para ella sola.

—¿Cómo? No se lo habrá traído, ¿no? —dijo Nina, que parecía alarmada de verdad.

Flo soltó una risa como un graznido y luego se llevó la mano a la boca, ahogando el ruido con timidez.

—¡No! Pero probablemente necesitará una buena noche de sueño mucho más que las demás.

—Ah, vale. —Nina echó un vistazo a una de las habitaciones—. ¿Cuál es la nuestra, pues?

—Las dos que están al fondo son las más grandes. Lee y tú podéis quedaros la de la derecha, si os parece, tiene dos camas. En la otra hay una cama grande, pero a mí no me importa dormir en la misma cama que Clare.

Se detuvo en el rellano, respirando hondo, e hizo un gesto hacia una puerta de madera clara que se encontraba a mano derecha.

—Ahí está.

Dentro se encontraban dos camas blancas y sencillas y un tocador, todo tan anónimo como si fuera una habitación de hotel; frente a las camas, la obligatoria y espantosa pared de cristal que miraba hacia el norte, hacia el bosque de pinos. Allí era difícil de entender. El terreno subía un poco por la parte de atrás de la casa y, por tanto, no había vistas espectaculares, como desde la parte delantera. Al contrario, el efecto era más bien claustrofóbico: un muro de un verde oscuro, que ya iba sumiéndose en las sombras, con el sol poniente. A cada lado se encontraban descorridas unas gruesas cortinas de color crema, y tuve que contener las ansias de correrlas enseguida para tapar la enorme extensión de cristal.

Detrás de mí, Flo dejó caer la maleta de Nina en el suelo de golpe. Me volví y ella sonrió: una sonrisa enorme que, de repente, la hizo parecer casi tan guapa como Clare.

—¿Tenéis alguna pregunta?

—Sí —contestó Nina—. ¿Os importa si fumo aquí dentro?

Flo puso cara de desolación.

—Me temo que a mi tía no le gusta que se fume dentro de casa. Pero tienes el balcón. —Se peleó durante un momento con una puerta plegable en el muro de cristal y, al final, consiguió abrirla—. Puedes fumar fuera, si quieres.

—Estupendo —dijo Nina—. Gracias.

Flo se peleó de nuevo con la puerta y la acabó cerrando. Se irguió, con la cara colorada por el esfuerzo, y se sacudió las manos en la falda.

—Vale. Bueno, os dejo deshacer el equipaje. Nos vemos abajo, ¿sip?

—¡Sip! —dijo entusiasmada Nina.

Yo intenté disimular diciendo «¡Gracias!» en un tono innecesariamente alto, lo cual me hizo sonar extrañamente agresiva.

—¡Ah, pues vale! ¡OK! —dijo Flo insegura, y luego salió por la puerta y se fue.

—Nina... —dije como advertencia, mientras ella se acercaba a mirar el bosque de fuera.

—¿Qué? —me dijo por encima del hombro. Y luego—: Así que Tom es definitivamente del género masculino, a juzgar por la decisión de Flo de apartar sus frenéticos cromosomas Y de nuestras delicadas partes femeninas.

No pude evitar soltar una risa. Eso es lo que pasa con Nina. Le perdonas cosas que a otras personas jamás les perdonarías.

—Creo que probablemente será gay... ¿no te parece? Si no, ¿por qué iba a estar en una despedida de soltera?

—Pues, contrariamente a lo que tú crees, batear por el otro equipo no te cambia el sexo, en realidad... creo. A ver, espera... —Bajó la vista hacia su pecho—. Sí, siguen ahí, con su copa D, presentes y en forma.

—No quería decir eso, y lo sabes perfectamente.

Dejé mi propia maleta en la cama de un golpe, pero entonces me acordé de la bolsa de aseo y la abrí con más cuidado. Mis zapatillas de deporte iban encima de todo, y las coloqué pulcramente junto a la puerta, a modo de pequeña y tranquilizadora señal de «salida de emergencia».

—Las despedidas de soltera —proseguí— son en parte una apreciación de las formas masculinas. Eso es lo que tienen en común las mujeres con los hombres gais.

—Vaya, y me lo dices ahora. Tenías pensada una excusa perfecta y nunca la habías sacado hasta ahora. ¿Podrías responder a todos los remitentes de mi próxima invitación a una despedida de soltera diciendo: «Lo siento, Nina no puede ir porque no aprecia las formas masculinas»?

—Por el amor de Dios, he dicho «en parte».

—Vale, de acuerdo. —Se volvió hacia la ventana y miró fuera, al bosque. Los troncos de los árboles eran como oscuras manchas entre el verde del ocaso. Su voz sonó trágicamente rota—. Estoy acostumbrada a que me excluyan de la sociedad heteronormativa.

—Que te den —dije malhumorada, pero cuando ella se volvió se estaba riendo.

—En resumidas cuentas, ¿qué hacemos aquí? —preguntó echándose de espaldas en una de las camas y quitándose los zapatos de una patada—. No sé tú, pero yo hace tres años que no veo a Clare.

No dije nada. No sabía qué decir.

¿Por qué habíamos venido? ¿Por qué me había invitado Clare?

—Nina... —empecé. Pero tenía un nudo en la garganta y noté que el corazón se me aceleraba—. Nina, ¿quién...?

Pero antes de que pudiera terminar, el sonido de unos golpes invadió la habitación y resonó en el vestíbulo vacío.

Había alguien en la entrada.

De repente, no estaba segura de estar preparada para recibir la respuesta a mis preguntas.

En un bosque muy oscuro

Подняться наверх