Читать книгу En un bosque muy oscuro - Ruth Ware - Страница 12

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—Flo —dije al tiempo que asomaba la cabeza por la puerta de la cocina. Flo estaba cargando el lavaplatos con tazas—. No deberías hacerlo todo tú sola. ¿Quieres que te ayude?

—¡No! No seas tonta. Ya está. —Cerró la puerta del lavaplatos—. ¿Qué pasa? ¿Quieres algo? Siento muchísimo lo del café...

—¿Qué? Ah... no, de verdad, da igual. Escucha, ¿cuándo dices que tiene que llegar Clare?

—Sobre las seis, creo. —Levantó la vista hacia el reloj de la cocina—. Así que nos queda una hora y media para pasar el rato.

—Ah, vale, bueno, solo me lo preguntaba porque... ¿tengo tiempo para ir a correr un rato?

—¿A correr? —preguntó extrañada—. Bueno, supongo que sí... pero está oscureciendo.

—No me iré lejos. Es que...

Me agité inquieta. No podía explicárselo. Tenía problemas para explicármelo a mí misma, pero tenía que salir inmediatamente, alejarme.

Corro casi todos los días, en casa. Tengo varias rutas distintas, variaciones que pasan por el parque Victoria cuando hace buen tiempo, o por las calles, cuando llueve o está oscuro. Descanso un par de días a la semana (dicen que hay que hacerlo, para dejar que tus músculos se recuperen) pero más pronto o más temprano surge la necesidad otra vez, y tengo que correr. Si no lo hago, me entra... no sé cómo llamarlo. Agobio por estar encerrada. Una especie de claustrofobia. El día anterior no había corrido, porque estaba demasiado ocupada haciendo el equipaje y tratando de atar cabos sueltos, y notaba ya la ansiedad creciente por salir de aquella casa que era como una caja. No se trata del ejercicio físico, o al menos no es solo eso. He intentado correr en un gimnasio, en una máquina, y no es lo mismo. Se trata de estar fuera, de no tener paredes a mi alrededor, de poder «alejarme».

—Sí, supongo que te da tiempo —repuso Flo mirando por la ventana hacia fuera, al crepúsculo que ya llegaba—, pero será mejor que te des prisa. Cuando oscurece aquí apenas se ve.

—Saldré enseguida. ¿Debería ir por alguna ruta en particular?

—Mmm... Creo que lo mejor sería que cogieras el camino del bosque... Ven, ven al salón —dijo. Me llevó hasta allí y señaló, en el exterior de la enorme pared de cristal, un hueco sombreado del bosque—. Mira, por ahí hay un sendero. Lleva hacia abajo, hacia el bosque y la carretera principal. Es más firme y menos fangoso que el otro camino... más fácil para correr. Síguelo hasta que des con asfalto, pero entonces yo giraría hacia la derecha, iría a lo largo de la carretera principal y volvería a subir por el camino de entrada... Para entonces ya estará demasiado oscuro para volver atravesando el bosque: el camino no está indicado y podrías acabar yendo en la dirección equivocada. Espera. —Fue a la cocina, rebuscó en un cajón y sacó algo que parecía como unos tirantes mal doblados—. Llévate esto. Es una linterna frontal.

Le di las gracias y corrí hacia mi habitación para ponerme la ropa de correr y las zapatillas. Nina estaba echada en la cama mirando al techo y escuchando algo en el iPhone.

—Flo está como un cencerro, ¿verdad? —dijo intentando entablar conversación mientras se quitaba los auriculares.

—¿Es un término médico, doctora Da Souza?

—Sí. Del latín cerrus, cerrum, que significa «encerrado», y que indica que estás para que te encierren.

Me eché a reír mientras me quitaba los vaqueros y me ponía la ropa térmica para correr, camiseta y mallas.

—Te lo acabas de inventar. Cerrus significa «cerro» y nada más, y no tiene nada que ver con el cencerro. ¿Dónde están mis zapatillas? Las había dejado al lado de la puerta.

—Te las he metido debajo de la cama. Bueno, es igual, dile cencerro, regadera o lo que quieras... Es el mismo rollo. Y hablando de locuras, ¿vas a salir?

—Sí —dije mientras me agachaba para mirar debajo de la cama. Allí estaban mis zapatillas, lejísimos. Gracias, Nina. Me arrodillé e intenté cogerlas con una mano, mientras preguntaba, con la voz ahogada por la ropa de cama—: ¿Por qué?

—Veamos... —Y empezó a enumerar los motivos con los dedos—. Está oscuro, no conoces los alrededores, hay vino y comida gratis abajo... ah, ¿y he mencionado ya que está «oscuro como boca de lobo» fuera?

—No está oscuro como boca de lobo —aclaré. Miré hacia fuera por la ventana mientras me ataba las zapatillas. Estaba bastante oscuro, pero no tanto. El sol se había puesto, pero el cielo todavía estaba claro, e iluminado hacia el este por una luz difusa de un gris perlado—. Y va a haber luna llena, así que no estará «tan» oscuro.

—¿Ah, sí, señorita Leonora Shaw, la que vivió ocho años en Londres y jamás se alejó más de cincuenta metros de una farola en todo ese tiempo?

—Pues sí —afirmé. Me até los cordones de las zapatillas con un nudo doble y me incorporé—. No me des la tabarra, Nina, tengo que salir o me volveré loca, como una regadera o como un cencerro o como lo que tú quieras.

—Vale. ¿Tan malo te parece todo esto?

—No.

Pero sí, me lo parecía. No podía explicar por qué. No podía contarle a Nina cómo me hacía sentir todo aquello, que unos desconocidos que estaban ahora en el piso de abajo hurgaran en mi pasado con Clare, como si alguien estuviera toqueteando los bordes de una herida aún medio curada. Acudir había sido un error, ya lo sabía. Pero estaba allí, sin coche, hasta que Nina decidiera irse.

—No, estoy bien. Es que quiero salir un rato. Ahora. Nos vemos dentro de una hora.

Bajé las escaleras y su risa burlona me siguió hasta que cerré la puerta.

—Puedes correr todo lo que quieras... ¡pero no te escaparás!

Fuera, en el bosque, respiré con fuerza el aire limpio y fresco y empecé a calentar. Estiré los miembros apoyándome en el garaje y mirando hacia el bosque. La sensación de amenaza, casi de claustrofobia que sentía en el interior había desaparecido. ¿Sería el cristal? ¿La sensación de que ahí fuera podía haber alguien mirando hacia dentro y que nunca lo sabríamos? ¿O era el extraño anonimato de las habitaciones lo que me hacía pensar en experimentos sociales, en salas de espera de hospital?

Fuera, me di cuenta, la sensación de ser observada había desaparecido casi del todo.

Me puse a correr.

Era fácil. Aquello sí que era fácil. No había preguntas, nadie que investigara ni hurgara, solo el aire fresco y dulce y el suave golpeteo de mis pies en la alfombra de agujas de pino. Había llovido bastante, pero el agua no se encharcaba en aquel suelo blando y muy drenado, a diferencia de lo que seguramente ocurriría en el camino lleno de rodadas. Allí había pocos charcos y pocos tramos fangosos, solo kilómetros y kilómetros de camino blando y limpio, con las agujas de mil árboles amontonadas bajo las suelas de mis zapatillas.

No había corredores en mi familia, al menos que yo supiera, pero mi abuela sí que era muy andarina. Decía que cuando era niña y estaba enfadada con alguna amiga, escribía su nombre en la suela de sus zapatos con tiza y andaba hasta que el nombre se había borrado. Decía que cuando la tiza había desaparecido, el resentimiento que sentía también se había esfumado.

Yo no hacía eso. Pero tenía un mantra grabado en el corazón y corría hasta que no podía oírlo más, por encima del latido de mi corazón y del golpeteo de mis pies.

Aquella noche, aunque no estaba enfadada con ella, o al menos ya no lo estaba, oía que mi corazón repetía sin cesar su nombre: «Clare, Clare, Clare».

Hacia el interior, hacia el interior del bosque corría yo, a través de la oscuridad cada vez más profunda y de los leves sonidos de la noche. Vi murciélagos bajando en picado en el ocaso y oí el ruido que hacían los animales que buscaban refugio. Un zorro salió disparado a través del camino, por delante de mí, y luego se detuvo con olímpica arrogancia y husmeó mi rastro con su cabeza de morro fino levantada, mientras yo iba pasando en el crepúsculo.

Aquello era fácil: bajar por la colina, como si volara a través del anochecer. Y no tenía miedo, a pesar de la oscuridad. Allá fuera, los árboles no eran observadores silenciosos detrás del cristal, sino presencias amistosas, que me daban la bienvenida al bosque, separándose ante mí al mismo tiempo que yo iba corriendo, veloz, sin jadear apenas, a lo largo del camino del bosque.

Lo que me pondría a prueba sería el trecho que debía subir colina arriba, el regreso a lo largo del camino fangoso y lleno de rodadas. Sabía que debía llegar a ese camino antes de que oscureciera tanto que no pudiera ver los baches. Así que corrí más deprisa, espoleándome a mí misma. No tenía tiempo que cumplir, ni objetivo marcado. Ni siquiera sabía cuál era la distancia. Pero sabía lo que podían hacer mis piernas, así que mantuve el paso largo y suelto. Salté por encima de un tronco caído y, durante un momento, cerré los ojos (una locura, con tan poca luz) y casi pude imaginar que volaba, que nunca tocaría el suelo.

Al fin vi la carretera, una serpiente de un gris pálido entre las sombras cada vez más oscuras. Al salir del bosque oí el suave ululato de un búho y, obedeciendo las instrucciones de Flo, giré a la derecha siguiendo el asfalto. No llevaba demasiado tiempo corriendo cuando oí el sonido de un coche que venía detrás de mí y me detuve, apretándome contra el arcén. No tenía ganas de que me atropellase un conductor que no esperaba encontrar a nadie corriendo a aquellas horas.

El ruido del coche se acercó más aún, brutalmente intenso en la noche tranquila, y al momento estaba ya encima de mí. El motor rugía como una sierra mecánica y las luces cegadoras de los faros me dejaron deslumbrada. El coche desapareció en la oscuridad y solo vi sus luces posteriores rojas, como ojos de rubí que se alejaban en la oscuridad.

Tras su paso me quedé parpadeando y, mientras esperaba a que los ojos se me volvieran a acostumbrar a la negrura, la noche me pareció infinitamente más oscura que unos momentos antes. De repente me dio miedo caerme a la zanja que había al lado de la carretera, o tropezar con una rama. Busqué en mi bolsillo la linterna de Flo y me decidí a ponérmela. La notaba rara: por una parte me apretaba y el cierre se me clavaba, pero también iba algo suelta, de modo que me preocupaba que se me cayera al echarme a correr de nuevo. Al menos ahora veía el fragmento de asfalto que tenía delante, y las rayas blancas a los lados de la carretera brillaban al enfocarlas con la linterna.

Un desvío a la derecha me indicó que ya estaba en el camino de entrada a la casa, así que bajé el ritmo y doblé la esquina.

En ese momento me alegré de tener el frontal. Ya no podía seguir corriendo, sino que iba trotando con más lentitud y cautela, fijándome bien en el camino para no pisar el barro y evitando los baches en los que podía romperme el tobillo si no iba con cuidado. Aun así, las zapatillas estaban cubiertas de barro y a cada paso que daba tenía la sensación de arrastrar un ladrillo... un kilo de barro pegado en la suela de cada zapatilla. Me costaría un horror limpiarlo cuando volviera.

Intenté recordar si estaba muy lejos... ¿medio kilómetro, quizá? Casi prefería haber vuelto por el bosque, aunque estuviera muy oscuro. Pero justo por delante veía las luces de la casa, cuyas paredes de cristal resplandecían en la noche como si fueran de oro.

El barro me hacía ventosa en los pies, como si intentara retenerme en la oscuridad, así que rechiné los dientes y obligué a mis cansadas piernas a ir un poco más rápido.

Estaría a mitad de camino cuando oí un sonido que venía desde atrás, desde la carretera principal. Un coche que iba aminorando.

No tenía reloj y me había dejado el teléfono en la casa, pero no creía que fueran todavía las seis. No llevaba una hora corriendo, ni mucho menos.

Pero sí, allí estaba, el sonido de un motor al ralentí, al girar el coche, y luego un rugido rasposo, aullante, al empezar a subir la colina, rebotando de bache en bache.

Me pegué al seto al acercarse el coche y me quedé quieta, protegiéndome los ojos del resplandor y esperando que el coche no me salpicara demasiado barro al pasar, pero para mi sorpresa se detuvo. El humo de su tubo de escape formó una nubecilla blanca a la luz de la luna. Oí el zumbido eléctrico de una ventanilla al bajar y una estruendosa música, Beyoncé, rápidamente ahogada cuando alguien bajó el volumen.

Di un paso para acercarme. El corazón me volvía a latir con fuerza, como si hubiera corrido mucho más rápido de lo que corría en realidad. El frontal estaba inclinado y enfocaba al suelo, en un ángulo más adecuado para caminar que para hablar, y yo no encontraba la forma de ajustarlo para que se volviera a enderezar. Desistí y me quité el aparato de la cabeza, sujetándolo en la mano, y este iluminó el pálido rostro de la chica que iba en el coche.

Pero no tenía necesidad de hacerlo.

Ya sabía quién era.

Clare.

—¿Lee? —preguntó con incredulidad. La luz le daba de lleno en los ojos, así que parpadeó y se tapó con la mano, protegiéndose de la linterna—. Dios mío, ¿eres tú, de verdad? Yo no... ¿Qué estás haciendo aquí?

En un bosque muy oscuro

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