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El despertar de un letargo:
Memorias de una peluquera de barrio…

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La idiosincrasia en determinados lugares en nuestro acervo cultural suele darnos elementos para desarrollar un relato que puede terminar siendo tan rico en matices, anecdotarios diversos que rescatamos desde la vida misma de cada persona que utiliza el servicio, hoy nos vamos a referir a la peluquería, un templo con carácter propio, ese espacio donde las lenguas se sueltan buscando esa complicidad intrínseca del otro, momentos únicos de descarga, de catarsis personal, y también, por qué no, de desahogo ante la pena o el fervor del logro, todo puede suceder en ese ámbito sagrado, donde luego del acuerdo en cuanto a lo que necesita para su cuero cabelludo, estableciendo formas, estilos y desde la mirada experta en la que la peluquera saca a relucir su capacidad de la sugerencia (conforme al estilo, corte de cara, edad, personalidad), lograda a través de tantas veces que inicio el bendito ritual de acomodar las cabezas, aunque solo del lado de afuera y, cuándo no, inmiscuirse en contenidos, que sujeto al grado de confianza, el cliente desee volcar, conformando una charla de ida y vuelta que suele tornarse hasta terapéutica, donde la peluquera se luce brindando sabios consejos solo por conocimiento de causa y de saber de antemano historias colaterales y hasta con una pizca de picardía, juega con las cartas marcadas y hasta induce las respuestas que necesita para ser parte de la historia, al menos en su carácter de testigo; eventual e hipotético prólogo, dado que el vuelo literario, a veces no necesariamente, debe estar vinculado en forma directa con el perfil propio de la intención.

Por las tardes de los fines de semana (sábados) es cuando el caudal de clientes se intensifica, cuando los espejos deciden informar y coaccionar a la cliente o el cliente a visitar ese templo de la imagen, ese santuario necesario para la confabulación con el ego cómplice y coqueto, de la vanidad antojadiza y miserable, y es en ese preciso momento en el que la mano maestra de la peluquera o coiffeur, si quieres resultar más cool, entra en acción y su intervención entra en escena como partícipe necesario de la anécdota, chisme, o simplemente algún comentario que abre el discurso donde su orientación lleva siempre a la particularización del sujeto, y hasta ponerle nombre y apellido al participante de turno. Y fue en una de esas tardes en que llegó a su local de la avenida San Martín de la ciudad de Buenos Aires, Adela, con fines de hacer algo por su estética y de paso interactuar con su ya, casi amiga, Soledad, en este caso nuestra protagonista y la profesional de la tijera y el virtuoso modo de articular el vínculo entre el peine y el gel que dibuja sensaciones y en algunos casos verdaderas proezas en favor del desparpajo del cliente que en oportunidades solicitan desproporcionadamente poco menos que milagros, lo cual no sería vinculante a la capacidad del profesional y mucho menos su objetivo…

Adela: una mujer madura pero muy mona de entre unos 55 y 60 años, con un cuerpo que sabía de gimnasio y su estética indicaba que por algo era amiga de Soledad, solo por ser asidua visitante a su centro de estética. Adela llevaba una vida normal, con dos hijos ya grandes un varón y una mujer, y esposo del que se había divorciado, lo que le era funcional a sus propósitos naturales, por lo cual a veces se tomaba ciertas licencias de su figura de madre y las combinaba con los llamados de mujer, aún deseable. Esa tarde, Adela abrió el juego y decidió jugar a confiarle a Soledad un hecho que merecía ser compartido, porque cuando algo trascendente te sucede, no deja de manifestarse en un todo, hasta que no lo cuentas, de esa manera, se consolida, cuando la oreja del confidente forma parte del relato, cuando el hecho abandona el anonimato y corre lo más ligero que puede, en busca del “cómplice”. Esa sería la “máxima” de la trama, la complicidad es como si aliviara la carga o al menos la compartiera.

Otra cosa que merece señalarse es el modo de relato, de acuerdo al contexto, si en el local hay más de una persona y se quiere ser discreta, hablar en clave, es una de las mejores armas que suelen esgrimir, tú por más que afines el oído nunca lograrás entender de lo que se está hablando y por el contrario, si ese método intenta ser connotativo y darle de lleno al pecho de algún rencor, te puedo asegurar que el destinatario del comentario no logrará escapar de la apostilla e indefectiblemente se sentirá aludido o aludida , de eso, no te quepa la menor duda. Haciendo uso de ese compendio de artificios, Adela inició el relato con un…

“No sabes lo que me pasó ayer de tarde”…

Y eso para el oído cómplice de Soledad es como encender la mecha de la bomba y correr a ponerse a salvo, una urgencia; después de despedir a mi hijo que había pasado a saludarme como siempre lo hacía, le aviso que tenía pensado ir de compras ya que, recuerdas que te conté, me había invitado Victoria, esa compañera del secundario y que hace años que no veía, y que el destino hizo que coincidiéramos días pasados, caminando por Santa Fe, y quedé en visitarla en su casa, ella vivía en el centro. Tenía pensado comprarme una falda y a lo mejor un par de zapatos o sandalias. Me había parecido extraño que Victoria, cuando nos encontramos, no me comentara nada de su familia, solo hizo referencia a su mascota que era un gato siamés que cada vez que viajaba se lo dejaba a su mamá. Victoria contaba con una edad más o menos igual a la mía, pero se conservaba muy bien, a lo sumo tenía 55 años, no más.

Esa mañana terminé comprándome una falda de cuero negro que me iba de maravillas ya que mis piernas aún ameritaban que los hombres voltearan para volver a verlas y eso acrecentaba mi ego y elevaban mi autoestima. Luego de un llamado quedé con Victoria en que esa tarde iba a pasar a verla luego del almuerzo. Luego de confirmar que tenía un tiempo para mí, decidí estrenar mi falda y me dirigí a lo de Victoria. Un viaje en subte, caminé un par de cuadras y me encontraba a punto de tocar el timbre en la dirección que me había dado y que cuidadosamente había escrito en “notas” de mi celular. El edificio estaba sobre la calle Uruguay, plena Recoleta, una zona muy acomodada de la ciudad, 4.to “B”, ante la pregunta de Victoria.

“¿Sííí?”.

Con su voz entre ronca y sensual y como de alguien que está esperando visitas, me abrió desde arriba y entré, subí al ascensor apreté 4.to piso, la puerta se cerró lentamente y me elevó hacia lo de Victoria, que me estaba esperando con la puerta del departamento “B” entreabierto y me invitó a pasar.

El departamento estaba sobriamente decorado, un estar con una biblioteca que predominaba a la vista, y hablaba de que Victoria era una lectora entusiasta, una puerta inmediata, que daba a un baño de servicio; las paredes pintadas de color pastel y cuadros que señalaban el buen gusto y la predilección al cubismo de Picasso con copias realmente de buena calidad. Un pasillo muy bien iluminado, con dos puertas laterales, una que daba a un gran baño principal y la otra al único dormitorio.

Si me hablan de insinuaciones, el misterio se podía “oír” en el ambiente, algo no estaba siendo lógico, algo en el aire me llevaba a pensar que me esperaban situaciones no corrientes.

Luego de ofrecerme algo para tomar, a lo que contesté, lo que tomes tú, llegó la primera pregunta connotativa…

—¿Eres feliz? –preguntó Victoria.

La vida quiso que el nacimiento de la charla se constituya desde esa pregunta tan reveladora, una pregunta que buceaba en lo más profundo del alma humana, era como interesarse de tu vida solo por haber recorrido un tramo del camino, y en una etapa en la que buscamos nuestro perfil, en el que nos mostramos con el maquillaje de la apariencia, que responde más a las expectativas ajenas que a nuestro propio deseo, y la respuesta fue casi como para sacarse la presión de una mirada, que si bien provenía de una persona que creía conocer, en ese momento, se me antojó una perfecta desconocida.

—Creo que sí –contesté. (Y le di pie para seguir la charla…)

A veces uno cree que lo está haciendo bien, y sin embargo su vida es tan vacía que ni alcanzas a dimensionarla, y en su defecto, tampoco logras entender el llamado del destino, y sin saberlo aquella respuesta sería el disparador de un cuestionamiento no desenfundado, escondido en el armario de modales impuestos, inoculados desde tus padres y desde ellos a su vez, de los suyos.

Esa tarde, la vida me daría una lección. Como el beso en la frente de la conceptuosamente forma de concebir la costumbre, me resolvió el misterio del pensamiento lateral, fue como recibir un nuevo cuestionario, justo cuando había respondido todas las preguntas, justo cuando creía tener mi vida resuelta, el destino me daba una bofetada de realidad y giraba todo hacia la duda. Y de repente me atreví a admirar a esta mujer sin cruzar ni una palabra, esa pregunta abría el juego y en el que, sin saberlo, estaba dispuesta a participar. Debió leerme la mente sin dudas, porque desde mi respuesta y sobre todo del “creo” se desprendían miles de interrogantes que merecían al menos ser atendidos y en consecuencia la repregunta tuvo un lugar preponderante en el encuentro… luego de intercambiar diversas opiniones de la actualidad, ella fue por más…

—¿Me cuentas un poco de tu vida? –primerió Victoria.

Y allí, Adela sintió un vacío tan grande, dándose cuenta de que no habían grandes cosas para contar, cayó en la cuenta de que su vida era más el resultado de cubrir las necesidades de otros que de su propia necesidad, primero el corto tiempo de casada, su marido y luego sus hijos, y luego fueron sus padres, disponiéndose a cuidarlos y protegerlos durante su tercera edad, y en lo actual, su pareja, un ser que destilaba sensaciones de apatía mezclada con desidia que abrumaba hasta el más optimista, y ella sí que era optimista.

Su pareja actual, a la que había conocido luego del divorcio del padre de sus hijos, se llamaba Francisco, trabajaba en un banco y tenía una perra, mucho más no había para contar, un ser que había tenido ciertas enfermedades que lo buscaban siempre y a él que le gustaba que lo encuentren, nunca lo dejaban solo. Inexpresivo, quejoso, siempre encontraba una causa, para no hacer; vivía dentro de una consecuencia y era la de su propia conducta, estaba atrapado en su propia burbuja, y lo peor era que le resultaba su zona de confort y se sentía cómodo, el problema eran los que lo rodeaban, y para maximizar el resultado de todo eso, a él no le importaba. Adela había buscado en los libros de autoayuda algún indicio que le mostrara una salida, hasta llegó a pensar si no era ella el problema.

Una anécdota pintaba de cuerpo entero la situación que le tocaba vivir, se habían casado con Fran (como ella lo llamaba) y a la luna de miel viajó con sus amigas, porque Francisco no quería viajar, pretendía no dejar sola a su perra. Eso te habla de la actitud ante la vida con las que contaba este ser, y cuáles eran sus prioridades, que prefería quedarse en casa, en lugar de compartir con su pareja un viaje que es ícono en la historia de la humanidad y allí mismo ante esa secuencia, terminas por aceptar que estabas ante un caso único, un caso de real desidia con la que algunas personas consiguen ungir su existencia.

Otra vez, Adela consigue por fin que Fran la acompañe a Mar del Plata, ella baja a la playa y él la mira desde la ventana del hotel, un caso único, un ser tan estrafalario como intermitente. Trato de buscar las causas de esa actitud, pero por más que me esfuerce, no lo consigo, es que escapan a cualquier indicio de raciocinio, de sentido común, lo que sí aflora, y en una gran preponderancia, es un vicio oculto que a veces acarrean los individuos con estos hábitos, un gran componente de egoísmo. Claramente Adela, mientras cavilaba todas estas tribulaciones, inconscientemente solo estaba dilatando la urgente respuesta que estaba debiendo a Victoria sobre su vida. ¿Debía referirse a estos episodios? ¿Contar todo? O tal vez y por una cuestión de autocompasión, esconder algunos datos para no exponerse en un grado que la dejara en desigualdad de condiciones.

Y mintió, al notar en Victoria su seguridad, su independencia y su aire de autosuficiencia, sin imaginar que, haciendo esto, solo no lograba iniciar el proceso de cambio en su vida que tanto necesitaba, sino que, por el contrario, acentuaba sus peripecias.

Y le salió arremeter.

—Bueno, empecemos por ti, que hace tanto que no te veo… ¿Te casaste? –arremetió Adela.

Lo preguntó como si fuera un precepto lógico y super natural, y al ver la cara de Victoria cómo preámbulo de su respuesta, cayó en la cuenta de que la suya había sino una pregunta poco menos que irrespetuosa.

—¡¡¡Nooo!!! Eso no comulga con la concepción que tengo de la vida, y lo dijo en un tono connotativo, que invitaba a repreguntar, por lo autorreferencial de la respuesta…

—¿No crees en el matrimonio, como institución?

Repreguntó, buscando encontrar algún lazo que acercara algunos conceptos tan antagónicos que a simple vista se habían instalado intrínsecamente entre ambas.

—No, no es eso, solo prefiero y elijo la vida, sin marido, sin hijos, sin mayores obligaciones, conocerme y en ese acto, conocer mi contexto, es decir, el mundo que me rodea, y sin mochilas cargadas de historias paralelas, el viaje resulta mucho más grato y sobre todo más liviano.

Así de desnuda y en carne viva, fue su respuesta, y ¿saben qué? Esta vez no ameritaba repregunta alguna. Definitivamente estaba ante una persona que, a ojos vista, tenía resuelta gran parte de su existencia, y eso me subyugaba y me invitaba a conocer más de ella, había logrado atrapar mi interés, y eso no era poco. Y decidió bucear en aguas más profundas.

—¡¡¡Pero debo entender que al amor no le has sido esquiva, durante todo este tiempo!!!

Inquirió en búsqueda de alguna pista que le allanara el camino de sus dudas, que a este punto de la charla se había elevado a un nivel que para una mujer resultaba casi impracticable.

—Partiendo de la base de que sostengo que la genitalidad no constituye la naturaleza de una persona, sino su mirada ante la vida, te estaría dando las pautas para que obtengas tus propias conclusiones. Y si lo que estás pensando, y crees que puede ofenderme, no lo creas tan así, simplemente no elijo a las personas de las cuales puedo extraer emociones, por sus genitales, por su sexo, las elijo por su luz, su capacidad de conversación, su intelecto, eso me subyuga en un ser, que va mucho más allá de su expresión sexual, si quieres llamarlo bisexualidad, no estarías equivocándote. Estarías aceptando que una puede cultivar el costado morfológico libre de cada ser humano, y eso, mi querida, me da seguridad y me aleja de las instituciones que deberían ser ciertas si nos apoyamos en los preceptos inoculados por una educación no laica a la que fuimos sometidas.

Creo que con esa respuesta me dejó poco menos que boquiabierta y no podía creer cómo una persona con la cual habíamos compartido la misma educación, recibido el mismo caudal de información y bajo los mismos hábitos de vida, había logrado tamaña percepción de la vida donde evidentemente se sentía no tan solo muy cómoda, sino libre de ataduras y liviana para el viaje. La admiré en silencio, cuando reaccioné de su discurso inapelable, me sentí diminuta, estaba extasiada de tanta lógica, de tanta practicidad, y me entregué a la charla, solo que esta vez debería esforzarme para no mostrar tan a flor de piel mi mezquina forma de llevar adelante mi existencia. Estaba convencida de que nunca sabría mi historia con Fran, dado que, si accedía a manifestarlo, estaría sencilla e inmediatamente, como dice el tango, entrando en su pasado.

Entonces se me ocurrió intentar conocer todo lo que pueda de esa mujer que había logrado despegarse de los crueles mandatos con los que nos autoflagelamos en nombre de la falsa sensatez que se condice más con la mirada externa que con nuestros propios deseos, y desde esa posición se van concatenando los errores y dejamos nuestra vida de lado, para vivir la de los demás y eso es un error que no debemos nunca permitirnos. Me sentí un ser diminuto, frágil, y a merced, pero no terminaba de entender qué experiencias le habrá tocado vivir, para arribar a este estado casi de gracia ante la vida y que ciertamente le proporcionaba placer y desenfado y al mismo tiempo le restaba obligaciones por cumplir, me habló de los viajes que había emprendido y lo que deja como remanente de experiencia cada uno de ellos, por ejemplo prácticamente conocía todo el territorio latinoamericano, y en esos viajes se había nutrido de personas que cultivaban el mismo modo de vida, que en cierta manera su espíritu era la libertad, ni más ni menos, habló también de su primer viaje a Europa, lo que definitivamente le abrió la cabeza, el lograr una mirada desde otra perspectiva, puedes abordar al concepto, con una carga de imparcialidad más contundente a la hora del análisis y ello te da un poder ante la diatriba del resentido, más cabal y genuino y se aleja de lo trivial.

Debía aceptar que Victoria se encontraba a un escalón superior de desarrollo tanto intelectual como del ejercicio del sentido común y que podía aprender de ella y hasta copiarle algo, si la ocasión lo ameritaba, quizás no desde lo sexual, ya que ella su identidad desde ese costado creía tenerlo muy claro, pero sí desde el desapego y cómo había logrado el equilibrio entre lo que deseaba hacer y lo que otros esperaban de ella, ese punto en el que a veces nos detenemos a cuestionarnos y no logramos dar el siguiente paso y continuando con esa línea, se le ocurrió tomar algunos consejos, pidiéndoselo en tercera persona para no exponerse.

—Sabes que tengo una amiga, que tiene ciertos problemitas de convivencia y me gustaría que me digas qué harías en su lugar –y sutilmente no hizo más que detallar las tribulaciones que (mentía) le tocaba vivir a esa hipotética amiga, que no era más que ella misma, y mientras relataba caía en la cuenta de lo hipodérmicamente dormida que había estado durante todo ese tiempo, y era como si estuviera haciendo terapia, mientras se escuchaba relatarle a Victoria su propia vida.

Esta historia debe continuar...

Fin

Ataraxia

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