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ОглавлениеCAPÍTULO 2
RAHAB
Introducción
La gracia y la fidelidad de Dios se manifiestan admirablemente en relación con su pueblo. Los había liberado de la esclavitud en Egipto, los condujo a lo largo de los cuarenta años en el desierto y los situó en los límites de la frontera con Canaán para darles la heredad que había prometido para ellos. En todo ello, junto con la gracia, se aprecia la fidelidad de Dios cumpliendo lo prometido a los padres de la nación. Sin embargo, el relato queda aparentemente cortado para incorporar la historia de Rahab, la mujer cananea, ciudadana de Jericó, la primera ciudad que fue conquistada por Israel en la ocupación de la tierra. Dios había provisto bendiciones para Su pueblo, no obstante, también alcanza con ellas a quienes no formaban parte de la nación escogida e incluso a quienes no tenían otra esperanza que la propia de sus conciudadanos: ser destruidos totalmente por pertenecer a pueblos para los que Dios había destinado ese juicio a causa de su pecado. Entre los salvos por gracia está el personaje central del capítulo, una mujer gentil llamada Rahab, que alcanza la salvación gratuitamente junto con su familia directa y que vino a incorporarse a las bendiciones que Dios había determinado para Su pueblo Israel. El relato se establece detallando el envío por Josué de un pequeño grupo de exploradores que inspeccionarían la ciudad de Jericó y su entorno (v. 1). Su misión les llevó a la casa de Rahab, en donde procuraban ocultarse de los ciudadanos de Jericó, quienes, de algún modo, sabían el propósito de Israel y tenían noticias de la destrucción de ciudades importantes al otro lado del Jordán, cuyos territorios habían sido ocupados por los hebreos. Aquella mujer trató de forma muy especial a los espías enviados por Josué, ocultándolos cuidadosamente en el terrado de su casa y proveyendo para ellos lo necesario (vv. 2-7). En el diálogo con ellos se descubre la fe de aquella mujer en el Dios de Israel, el único Dios verdadero. Palabras concretas expresaban el convencimiento íntimo de aquella fe, aceptando y afirmando que el Señor tenía la tierra y aquella ciudad para entregarlas en manos de Israel. Rahab testificó de cómo Dios había comenzado a debilitar la parte íntima de los habitantes de Jericó, describiendo su estado de ánimo ante la presencia de los hebreos al otro lado del río. Dios estaba actuando, no en el exterior de los enemigos de Israel, sino en el interior de ellos amedrentándolos, preparando todo para la primera victoria en la tierra de Canaán (vv. 8-11). La petición de Rahab para que su vida y la de los suyos fuese respetada y perdonada, evidencia su fe sólida en Dios; no dudaba de su misericordia (vv. 12-16). Junto con la promesa de vida, los espías establecieron las condiciones para que la petición de Rahab se cumpliera. Ella había de mantener atado en la ventana de su casa un hilo escarlata, que sería señal al ejército de Israel en el momento de la conquista de la ciudad, y que preservaría la vida de cuantos estuvieran en la casa (vv. 17-21). Finalmente, el informe de los espías cierra el paréntesis dentro del relato de los preparativos anteriores al inicio de la conquista. El relato bíblico une la historia segura de los acontecimientos ocurridos a la teología, mostrando un extraordinario cuadro de providencia divina en favor de los suyos. El pasaje ofrece cuatro cuadros excelentemente enlazados —como corresponde a un relato inspirado— en el que destaca sobre todo la presencia de Dios orientando todo para la realización de Sus propósitos soberanos, conforme a Sus designios.
El comentario del pasaje se hará siguiendo el Bosquejo que se dio en la introducción, como sigue:
3. El reconocimiento de Jericó: Rahab y los espías (2:1-24).
3.1. Los espías enviados (2:1).
3.2. El cuidado de Rahab (2:2-7).
3.3. La fe de Rahab (2:8-11).
3.4. La petición de Rahab (2:12-16).
3.5. La condición para Rahab (2:17-21).
3.6. El informe de los espías (2:22-24).
El reconocimiento de Jericó: Rahab y los espías (2:1-24)
Los espías enviados (2:1)
1. Josué hijo de Nun envió desde Sitim dos espías secretamente, diciéndoles: Andad, reconoced la tierra, y a Jericó. Y ellos fueron, y entraron en casa de una ramera que se llamaba Rahab, y posaron allí.
Josué había iniciado los preparativos necesarios para ejecutar la voluntad de Dios en relación con la posesión y reparto de la tierra prometida (1:4, 6). Primeramente, ordenó que el pueblo hiciera los acopios de comida pertinentes para que cada familia tuviera lo necesario a la hora de cruzar el Jordán e introducirse en Canaán (1:11). Josué siguió tomando decisiones en relación con la conquista en sí del territorio del que había de posesionarse Israel. Lo hacía desde el lugar en donde estaba acampado el pueblo, llamado aquí Sitim, en la forma abreviada del nombre “Abel-sitim” (Nm. 33:49). Sitim significa acacias, por lo que “Abel-sitim” probablemente equivale a prado de las acacias o, para otros, arroyo de las acacias. Este lugar, situado en Transjordania, se identificó primeramente con la actual Tell el-kefrein, situada a menos de dos kilómetros al norte de Kefrein, la Abila romana citada por el historiador Flavio Josefo (Antigüedades 5:4). Sin embargo, más recientemente, se la identifica con la actual Tell-el-hamman, situada a unos dos kilómetros al sudeste de Tell-el- Kefrein1. Fue en aquel lugar donde años antes el pueblo de Israel, inducido por las mujeres de Moab, había cometido el pecado de adorar a los dioses moabitas, trayendo la ira de Dios sobre ellos (Nm. 25:1-4). Desde este mismo sitio, un pueblo nuevo estaba dispuesto para subir a la tierra prometida, y el conductor del pueblo tomaba las disposiciones necesarias para hacerlo conforme a la voluntad de Dios.
Josué envió a dos exploradores —más bien espías (meraggelim)2— para reconocer un punto concreto: Jericó. Probablemente lo hizo el mismo día que envió a sus oficiales para ordenar el acopio de comida entre el pueblo. Ninguna semejanza puede establecerse con la acción de Moisés cuando envió a doce espías para reconocer la tierra de Canaán desde el desierto de Parán (Nm. 13:1-20). Aquella había sido una decisión del pueblo que Dios consintió. El texto bíblico es muy preciso: “Envía tú hombres que reconozcan la tierra de Canaán” (Nm. 13:2), en el hebreo se lee literalmente “envíate”, la decisión era del hombre y Dios consentía en ello; no era, por lo tanto, instrucción divina, sino decisión humana. Moisés recordaba el acontecimiento y hacía énfasis en la razón del mismo: “Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades a donde hemos de llegar” (Dt. 1:22). La razón de aquella propuesta había sido la desconfianza. El pueblo de Dios dudaba de la posibilidad real de tomar posesión de la tierra. Aún más, tenía desconfianza de la bondad de ella. Los espías fueron enviados para reconocer si la tierra era buena o mala (Nm. 13:19a). Todo lo que ellos debían comprobar ya había sido anunciado por Dios, por tanto, fue un error grave enviar espías para investigar si era cierto lo que Dios ya les había dicho antes. Josué nunca dudó de las promesas de Dios, ni antes ni mucho menos en aquellos momentos. Entonces, junto con Caleb, presentó un panorama positivo del resultado de la inspección de Canaán (Nm. 14:7), pronunciando una solemne advertencia que declaraba su confianza en el poder de Dios, que estaba con ellos, y se oponía a la decisión del pueblo de regresar a Egipto, considerándola como un acto de rebeldía contra Dios (Nm. 14:9). La certeza que Josué tuvo en aquella ocasión del poder de Dios (Nm. 14:8), no disminuía cuando, por segunda vez, se presenta la posibilidad de entrar al disfrute de lo que Él había prometido a Abraham (Gn. 15:18.21). Los espías son enviados con un propósito concreto: “reconoced la tierra y a Jericó”.
Tan solo fueron dos los enviados directamente por Josué en esta ocasión, sin la intervención del pueblo y sin su conocimiento. Los envió “secretamente” (heres). Aun confiando plenamente en la soberanía y en el poder de Dios, la responsabilidad de Josué le exigía un reconocimiento del terreno y de la primera gran ciudad que había de ser tomada por Israel. El reconocimiento de la tierra debe ser entendido como la región próxima a Jericó, debiendo prestar atención preferente sobre la mima ciudad: “y a Jericó” (weäet Yerîhô).
Los espías enviados por Josué cruzaron el Jordán para cumplir el mandato recibido. No se dice en el relato bíblico ni cómo ni por dónde lo atravesaron. Simplemente se afirma que fueron y llegaron a Jericó, hospedándose en casa de una mujer ramera de nombre Rahab. El término usado para calificar la condición de Rahab parece ser preciso (zônä)3, que significa prostituta o meretriz. Llevados por un notorio afán de suavizar la condición de aquella mujer, algunos escritores judíos, como Josefo y el Targum hablan de posada y de posadera4. Tal vez coincidieran ambas cosas en relación con aquella mujer. Pudiera haber sido una prostituta sagrada en el templo de Asera y que, en razón de los favores y atenciones que muchas de ellas alcanzaban en la práctica de su actividad en el templo, llegó a disponer de una hospedería en la ciudad, en la que tal vez se consentía la práctica de la prostitución. La presencia de los espías en aquella casa pudiera causar sorpresa. ¿No había otro lugar más apropiado para hombres del pueblo de Dios que aquel donde se practicaba el pecado? ¿No era algo prohibido por Dios? (Dt. 23:17). Muchas suposiciones pueden hacerse sobre las razones que llevaron a los dos hombres a tal lugar, pero todas ellas serán simples deducciones. El momento histórico debe tenerse en cuenta al considerar aquella acción. Los habitantes de Jericó estaban preocupados por la presencia de los hebreos al otro lado del río, y toda la población estaría alertada para denunciar a cualquiera de ellos que fuese descubierto. Sin embargo, a nadie sorprendería demasiado ver algún extraño en casa de Rahab, por lo que los dos espías pudieron acudir a tal lugar amparándose en aquellas circunstancias. El interés de aquellos era pasar inadvertidos. No anduvieron de un lado para otro por aquella casa para que pudieran ser descubiertos por alguien, sino que se retiraron a un lugar reservado para no ser vistos, “posaron allí”, literalmente “se acostaron allí”.
La figura de Rahab adquiere un notable significado que no debe ser pasado por alto antes de seguir adelante con el estudio del pasaje. El nombre (rähäb), está posiblemente relacionado con la raíz “rhb” de donde viene ancho. Algunas características personales de aquella mujer son evidentes. Primeramente, era una gentil. Ni ella ni sus antepasados habían tenido origen hebreo. En su ascendencia no había ningún vínculo con el pueblo de Israel y, por tanto, no tenía derecho alguno a las promesas que Dios le había otorgado; ajena a los pactos, no le alcanzaban las bendiciones provistas para el pueblo según el pacto con Abraham (Gn. 17:7-8). En segundo lugar, era una mujer moralmente reprobable. Las prostitutas eran consideradas mujeres de vida dudosa aun entre los paganos. La práctica de la prostitución es una actividad pecaminosa que quebranta directa y abiertamente la voluntad de Dios para el hombre, ya que Él dispuso como única relación sexual lícita la que tiene lugar en el marco del matrimonio (Gn. 2:24). La promiscuidad sexual es un pecado considerado a lo largo de la Escritura en sus dos exponentes: la fornicación y el adulterio. La primera es una de las expresiones que evidencian el pecado humano (Ro. 1:29). Con igual gravedad el segundo, que se practicaría también en aquella casa y por aquella mujer. El Señor condena resueltamente el adulterio en su ley, con un mandamiento concreto: “No cometerás adulterio” (Éx. 20:14). Las consecuencias para los transgresores del mandamiento se expresan en la Escritura (Pr. 2:19; 5:3-5; 7:21-23). Pero aún más, Dios había establecido para Su pueblo que cometer adulterio traería como consecuencia la muerte de los adúlteros (Lv. 20:10). Es cierto que tal acción era práctica habitual entre los paganos, pero no deja de ser un grave pecado cometido contra la voluntad de Dios. En tercer lugar, Rahab era ciudadana de una tierra cuyos habitantes estaban sentenciados por Dios a muerte, debido a su persistencia en el pecado. Ella misma sabía que este era el fin de todos ellos (v. 13). Aquellos pueblos tenían sobre sí la sentencia del juicio divino que había determinado su destrucción a causa de los límites a que habían llegado en su pecado. La destrucción de los pueblos de Canaán no era una cuestión de supervivencia para el pueblo de Israel —como algunos opinan— sino que Israel era el instrumento en manos de Dios para cumplir su designio: “Jehová tu Dios, Él pasará delante de ti; Él destruirá a estas naciones delante de ti, y las heredarás” (Dt. 31:3). De la misma manera que los contemporáneos de Moisés fueron destruidos por Dios a causa de su perversión pecaminosa, así también estos pueblos, por sus abominaciones, se habían hecho acreedores del juicio de Dios.
Una cuestión que no debe pasarse por alto al hacer esta breve semblanza de Rahab, es el entronque de esta mujer con la línea real de la casa de David. Quien no tenía ningún merecimiento propio para alcanzar la bendición que el relato bíblico va a describir, figurará en la historia hebrea como antepasada de David y, por consiguiente, también de Jesús. Es notable observar que en la genealogía de Mateo (1:5) aparece el nombre de Rahab como madre de Booz, quien a su vez se casó con Rut, la moabita. Son cuatro las mujeres que Mateo incluye en la genealogía de Cristo: Tamar (1:3), Rahab, Rut (1:5) y Betsabé, que sin mencionarla por nombre se la presenta como “la mujer de Urías” (1:6). La genealogía de Jesús y, por tanto de David, que presenta Mateo tiene la característica de la uniformidad, utilizando continuamente la fórmula “A engendró a B”, de ahí que las dos rupturas que aparecen en el texto del evangelio sean expresamente notables. Por un lado, están las variaciones que hacen referencia a hombres: “Judá y sus hermanos” (Mt. 1:2), “Fares y Zara” (Mt. 1:3), “Jeconías y sus hermanos” (Mt. 1:11). De otro lado la mención a las mujeres antes citadas. Ambos cortes tienen como propósito evidenciar la elección divina y la intervención de la Providencia, en la línea mesiánica. El Espíritu condujo a Mateo a establecer la selección de los ascendientes de Jesús y las distinciones que aparecen en su genealogía, que no pudo haber sido tomada de alguna otra Escritura, ya que en ningún lugar del Antiguo Testamento figuran en tal sentido. Aunque en la lista de Crónicas (1Cr. 3:1-10) aparece Betsabé, el autor oculta intencionadamente su nombre vinculándola con su padre, sin embargo, no es prueba de que fuera la base para que Mateo la mencionara como la mujer de Urías. Además, Rahab nunca es nombrada en el Antiguo Testamento en relación con la línea davídica, por tanto, las listas genealógicas de la Escritura no fueron la fuente directa que Mateo usó para incluir en su genealogía a las cuatro mujeres.
A la luz de la genealogía surge una pregunta en relación con las mujeres que figuran en ella: ¿Qué características comunes tienen las cuatro? Para algunos —especialmente los antiguos como Jerónimo— todas ellas debían ser consideradas como pecadoras. Es clara la relación pecaminosa en tres de ellas. Tamar fue una seductora (Gn. 38); Rahab era una ramera (Jos. 2); Betsabé una adúltera (2Sa. 11). Sin embargo, ¿puede hablarse de pecaminosidad en Rut la moabita? Tal vez no fue habitual el modo en que se relacionó con Booz (Rt. 3), pero,en el relato del libro de Rut no existe base alguna para establecer una relación ilícita entre ambos. Los judíos procuraron evitar la realidad del estado moral de aquellas mujeres convirtiéndolas a todas ellas en prosélitas, pasando Rahab a ocupar un lugar destacado como una heroína que había ayudado a Israel en la conquista de Jericó.
Genealogía de David y Salomón según Mateo
con las cuatro mujeres.
Es cierto que a Betsabé no se la justifica en la literatura rabínica el pecado cometido con David, pero en alguna medida se la destaca como la madre de Salomón, con lo que su adulterio queda minimizado por la grandeza de su descendiente. Una segunda posición, tiene una notable fuerza y, con muchas probabilidades, podría ser la razón de la inclusión de las cuatro en la genealogía de David. Todas ellas eran extranjeras. No hay una evidencia inequívoca en relación con Tamar, pero es claro que fue tomada por Judá para su hijo primogénito Er del mismo lugar a donde él había ido cuando se separó de sus hermanos (Gn. 38:1), siendo adulamita su propia esposa Hira. Adulam era una ciudad cananea (Jos. 12:15) de la región de la Sefela, en el camino entre Hebrón y Gaza. En cuanto a Rahab, no hay duda alguna que era una mujer cananea. Rut, tampoco era hebrea, sino moabita. A Betsabé no se la vincula con un pueblo determinado, pero su esposo Urías era heteo, a quien Mateo llama “el hitita”, siendo natural que ella fuera de la misma procedencia. Esto vincularía a las cuatro mujeres, no tanto por su pecado, sino por su condición de extranjeras. Lo que la Biblia está enseñando es que, el Mesías, que todos consideraban como judío, estaba emparentado también con los gentiles. El judaísmo había de dar a estas cuatro mujeres la condición de judías considerándolas para ello como prosélitas que se incorporaron al pueblo de Israel por fe en el Dios de Abraham y aceptación de su ley. Sin embargo, debe apreciarse que todas ellas eran extranjeras.
Según la genealogía de Mateo, Rahab habría sido la tatarabuela de David (Mt. 1:5-6), cosa improbable en razón de los datos cronológicos que la misma historia bíblica proporciona. La lista de Mateo ha sido elaborada por el evangelista con el propósito de manifestar la vinculación de Jesús con David de forma que, como descendiente directo, permitía que se le llamara “Hijo de David”.
Así escribe William Hendriksen:
“Esto significa que no se puede usar la lista con el propósito de sacar conclusiones cronológicas, por ejemplo, para calcular el tiempo transcurrido entre Rahab y David. Si se usa, sin embargo, el v. 5 para este fin, suponiendo que no se ha omitido ningún eslabón mesiánico, resultaría que Rahab, que vivió en el tiempo de la entrada de Israel en Canaán (Jos. 2 y 6), fuera tatarabuela de David; porque la secuencia presentada aquí es Rahab (esposa de Salmón), Booz, Obed, Isaí, David. Este resultado es muy difícil de armonizar con 1.Re.6:1, donde, aun cuando se hagan las sustracciones necesarias, se implica un período considerablemente más largo para el lapso de Rahab hasta David. Evidentemente, Mateo no consideró necesario mencionar un representante de cada generación. Tampoco lo hicieron los otros escritores bíblicos (cf. Esd. 7:3 con 1Cr. 6:7-9). Esto es claro en Mateo en el estudio del segundo (vv. 6b-11) y el tercer (vv. 12-16) grupo de catorces como se indicará. El evangelista está interesado en la cristología, no en la cronología. Se conforma con mostrar que los tres catálogos de antecedentes mesiánicos, arreglados lógicamente según los grandes puntos decisivos en la dinastía davídica, alcanzan su cumplimiento en Cristo. Con el fin de alcanzar su meta ni él ni el escritor inspirado del libro de Rut consideraron necesario mencionar cada eslabón de la cadena genealógica”5.
Una sencilla aplicación puede extraerse del texto, tomada de la actuación de Josué para cumplir el mandato de Dios. El creyente que confía plenamente en el Señor y en los recursos de su gracia, no deja a la improvisación el trabajo que le ha sido encomendado, sino que se prepara para llevar a cabo con éxito lo que le ha sido encomendado. El planificar la actuación y tomar las precauciones necesarias para llevarla a cabo, no significa, en modo alguno, una falta de fe y confianza en el poder, conducción y provisión divinas. Un creyente no es más espiritual por dejar a un lado la planificación y previsiones en la obra de Dios, sino todo lo contrario. El mismo Señor es ejemplo de ello, cuando con motivo del acoso por parte de los dirigentes de la nación, se retiró con los suyos a un lugar que no comportaba las dificultades y problemas que pudiera haber en Jerusalén (Jn. 10:39-40). Pablo es otro ejemplo de prudencia en el modo de actuar. Después del alboroto en Tesalónica, sale de noche hasta Berea, evitando los peligros de un camino a pleno día (Hch. 17:10). Igual comportamiento se da cuando surgieron los problemas con los judíos en Berea (Hch. 17:15). Aun cuando tenía la promesa del Señor de que ningún mal podría ocurrirle hasta estar en Roma, tomó las precauciones necesarias para evitar el complot de los judíos contra su vida en el camino a Cesarea (Hch. 23:12ss). Asumir riesgos innecesarios en la obra de Dios no es evidencia de espiritualidad y confianza, sino que muchas veces manifiesta un desafío arrogante propio de la carne. Josué tomó las precauciones necesarias enviando a los dos espías para reconocer Jericó, no por desconfianza en el poder de Dios, sino por el deseo de evitar los riesgos que pudieran ocurrir en un territorio desconocido para ellos.
El cuidado de Rahab (2:2-7)
2. Y fue dado aviso al rey de Jericó, diciendo: He aquí que hombres de los hijos de Israel han venido aquí esta noche para espiar a tierra.
La presencia de los enviados por Josué no pasó desapercibida a pesar del cuidado que habían puesto en ello. Tal vez se desearía que el relato bíblico explicase cómo la presencia de los dos espías llegó al conocimiento de los que avisaron al rey de Jericó. Es notable el conocimiento tan preciso que tenían en relación con los espías. Sabían de donde procedían y que eran “hombres de los hijos de Israel”; sabían que habían llegado a Jericó “esta noche”; sabían que la razón de su presencia en Jericó era “para espiar la tierra”. Cómo llegaron a este conocimiento es algo que la Palabra no revela. Los planes de Dios para su pueblo no pasaban desapercibidos para aquel que es su enemigo. En la ocupación de la tierra prometida estaba implícita la bendición a todas las gentes, que había sido dada a Abraham (Gn. 22:18). También estaba involucrado el cumplimiento de un nuevo orden de naciones y reinos (Gn. 17:16). Este propósito divino afectaba directamente al de Satanás, de mantener un mundo de reinos en sujeción a sí mismo que en la caída del hombre “le habían sido entregados” (Lc. 4:6). El reino de Satanás es un reino al margen de Dios y bajo su control directo, donde ejerce su depravada autoridad. Por tanto, no puede extrañar que los movimientos del pueblo de Dios estuviesen bajo su atención. La guerra de la ocupación de Canaán traería como resultado la instauración de una parcela en la tierra en donde el reino de Dios se manifestaría como testimonio a las naciones, prólogo al establecimiento del reino eterno. Por tanto, la derrota de los pueblos que ocupaban la tierra entonces era la derrota de Satanás y evidencia del aspecto limitado de su reino de tinieblas. Era, en definitiva, la derrota del propósito esclavizador del tentador en su deseo de impedir que el pueblo de Dios alcanzase las promesas. El hecho de que Dios manifestara en Egipto la victoria sobre Satanás al liberar a los suyos de la esclavitud, no impide que el propósito diabólico de oposición continua a los planes del Eterno siga adelante en su actuación ciega y pecaminosa.
En el presente la iglesia es otro pueblo, pero es también el pueblo de Dios. Es otra esfera en la que las bendiciones se alcanzan. Es otro el programa del reino para esta dispensación. Pero no es menos cierta la lucha espiritual y continua que cada creyente individualmente —y la iglesia como colectividad— está librando contra las huestes de maldad de las regiones celestes (Ef. 6:12). Los demonios están atentos a la actuación de cada creyente. Pedro enseña que Satanás está alrededor de cada cristiano procurando que no alcance las promesas de victoria en Cristo Jesús (1Pe. 5:8). Sorprende a veces cómo los planes de la iglesia son descubiertos y cómo lo que pareciera ser algo sencillo se convierte en dificultades y confrontaciones. Sin embargo, es lo más lógico si se tiene en cuenta el alto número de las “huestes de maldad”. El dragón arrastró consigo en su caída a la tercera parte de las estrellas del cielo (Ap. 12:4). Estos son sus oídos, sus ojos y sus mensajeros desplegados por toda la tierra. Las conversaciones más íntimas son escuchadas por ellos muchas veces. No debe, pues, sorprender su conocimiento sobre los planes que el creyente pueda tener o lo que la iglesia se proponga realizar.
3. Entonces el rey de Jericó envió a decir a Rahab: Saca a los hombres que han venido a ti, y han entrado a tu casa; porque han venido para espiar toda la tierra.
El rey de Jericó consideraba que el éxito posible del pueblo de Israel dependía del resultado de la misión encomendada a los espías. No sabía que la batalla no sería de los hebreos, sino del Dios de ellos. Seguramente pensaba que aquellos eran tan solo dos hombres indefensos y solos en medio de un territorio enemigo. Ignoraba que el Dios del cielo estaba velando sobre el trabajo que se proponían realizar y era también su protector. Con razón podría decir —mucho después— el salmista que el protector de Israel no se dormitaba ni dormía, guardándolos continuamente de todo mal (Sal. 121:3, 4, 7). La búsqueda del rey ponía en peligro la vida de aquellos hombres, pero la promesa dada a Josué garantizaba ya el éxito de su misión: “no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (1:9). Los dos espías eran una prolongación de Josué en el cumplimiento del programa de ocupación de la tierra, por tanto, gozaban de la misma protección que había sido prometida para él.
Muchas veces la misión del creyente en el servicio para el Señor, se enfrenta a situaciones semejantes, como fue la experiencia de Pablo: “...tuvimos en nosotros sentencia de muerte...” (2Co. 1:9), pero el poder protector de Dios actuando permite superar las más graves dificultades, cuando todavía hay una misión por cumplir. De ahí que se pueda decir, también como el apóstol: “...el cual nos libró, y nos libra y en quien esperamos que aún nos librará de tan gran muerte” (2Co. 1:10).
4. Pero la mujer había tomado a los dos hombres y los había escondido; y dijo: Es verdad que unos hombres vinieron a mí, pero no supe de dónde eran.
5. Y cuando se iba a cerrar la puerta, siendo ya oscuro, esos hombres se salieron, y no sé a dónde han ido; seguidlos aprisa, y los alcanzaréis.
6. Mas ella los había hecho subir al terrado, y los había escondido entre los manojos de lino que tenía puestos en el terrado.
7. Y los hombres fueron tras ellos por el camino del Jordán, hasta los vados; y la puerta fue cerrada después que salieron los perseguidores.
La providencia divina actúa en favor de los dos espías. Al mismo tiempo, Rahab manifiesta una notable sangre fría y un admirable valor. Estaría en una situación muy difícil y comprometida si los hombres que ocultaba en su casa fueran descubiertos. Es una mujer inteligente y actúa de ese modo. No niega que unos hombres habían venido a su casa. Eso era algo habitual en una actividad como la de ella. Pero procura manifestar su inocencia al recibirlos en casa, cuando dice que “no supe de dónde eran”. Este engaño es fácilmente aceptado por los enviados del rey. En aquella casa no se preguntaba la procedencia de quienes venían a ella.
Sin embargo, llama la atención observar cómo aquellos creyeron el segundo engaño, mucho menos probable que el primero (v. 5). La presencia de los espías en casa de Rahab había sido detectada. Con toda probabilidad, la casa estuvo bajo vigilancia hasta saber qué determinación tomaba el rey de Jericó sobre aquellos dos hombres, por tanto, no hubiera sido fácil que ambos salieran de ella, atravesaran la puerta principal de la ciudad y se perdieran en la noche sin que nadie los hubiera descubierto y detenido. La puerta de la ciudad se cerraba a la puesta del sol, hora en que, según Rahab, los dos hombres habían salido de su casa, y se mantenía así toda la noche. Una nueva afirmación dispone el terreno para alejar a los perseguidores de los perseguidos. Antes de que le preguntaran si sabía su destino, se anticipa diciéndoles que lo ignoraba: “no sé a dónde han ido”. Junto con la mentira, la desorientación, invitando a los perseguidores a correr apresuradamente tras los huidos, con la seguridad de alcanzarles.
Un pero enlaza lo que antecede con lo que sigue en el relato (v. 6). Cada vez que el adverbio aparece en el texto bíblico debe servir de advertencia al lector para llevarlo a prestar una atención especial. Lo que sigue es siempre importante. Mientras los enemigos iban en una dirección equivocada, ellos estaban escondidos en donde, con toda probabilidad, nunca hubieran sido buscados. El terrado de las casas era un lugar que se prestaba para muchos usos. Habitualmente era un techo plano sobre la vivienda, cercado con una pared en todo el entorno, de diferentes alturas. Fue desde una terraza desde donde las gentes contemplaban el escarnio hecho a Sansón en el patio del templo de Dagón (Jue. 16:27). Fue desde una terraza del palacio desde donde David vio a Betsabé, la mujer de Urías heteo (2Sa. 11:2). Fue en una terraza, tal vez la misma, en donde Absalón, el hijo rebelde de David, cometió la vileza de allegarse a las concubinas de su padre (2Sa. 16:22). La terraza podría también servir de refugio a un marido incapaz de soportar el carácter rencilloso e iracundo de su esposa (Pr. 21:9). Fue la terraza el lugar donde Pedro se refugiaba para la oración tranquila y sosegada (Hch. 10:9). Rahab debía utilizar la terraza de su casa para secar el lino una vez recogido. Los manojos de lino llenaban aquel lugar. No habían sido puestos recientemente, hacía tiempo que estaban allí. Era algo conocido a cuantos pudieran llegar con su vista a aquel terrado. Los manojos de lino ocultaban a los dos espías de las miradas curiosas de quienes alcanzasen a ver aquel lugar, introducidos bajo ellos por una mujer que no conocían y que también ignoraban las razones que la llevaban a actuar de aquel modo. Es fácil notar la providencia de Dios en todo esto. No estaban allí porque ellos mismos encontraran un buen lugar para esconderse, los había escondido aquella mujer. No tuvieron que hacer nada, tan solo estarse quietos y dejar que Dios actuara en su favor.
Los enemigos de Dios son derrotados en su propósito de detener la misión de los espías. Salieron rápidamente tras ellos sin percatarse del engaño que habían sufrido. Cada vez hay más distancia entre perseguidos y perseguidores. Estos acuden rápidamente a la ribera del río, buscando el lugar natural para atravesarlo, los vados del Jordán. Eran lugares donde el fondo del río es firme, las orillas de pendiente suave y el cauce poco profundo; por esos lugares se puede atravesar fácilmente a pie. En el verano hay no menos de cincuenta lugares de paso fácil entre el mar de Galilea y el mar Muerto; sin embargo, durante la primavera, cuando el río se desborda son necesarios elementos de ayuda que permitan cruzarlo. De todos los vados que se mencionan en las Escrituras, había uno que se encontraba muy cerca de Jericó, conocido como los “vados delante de Moab” (Jue. 3:28; 2Sa. 17:20). La puerta de la ciudad tuvo que abrirse para el paso de los perseguidores y volvió a cerrarse inmediatamente tras ellos. Probablemente con toda intención. Es posible que algunos de los que buscaban a los dos hombres de Josué quedaran apostados vigilando la puerta, pero los espías saldrían por otro lugar. Las intenciones de los enemigos de Israel habían quedado totalmente frustradas.
Hay algo que no debe disculparse y son las mentiras de Rahab. Aquella mujer engañó a los enviados del rey y consiguió con ello salvar la vida de los dos enviados por Josué. Sin duda, ninguna mentira puede justificarse, incluyendo aquellas cuyo fin pueda parecer bueno, como es el caso presente; pero, aun así, el fin nunca puede justificar los medios. No cabe otra solución que considerar también aquí, la ley de la siega y la siembra. Aquellos vivían en pecado y practicaban el pecado. Eran idólatras y servidores de la mentira. La misma siembra de mentira trae luego la cosecha del engaño. Fueron engañados porque ellos mismos eran también engañadores. Dios hubiera utilizado otro medio para salvar la vida de los suyos, sin embargo, orientó para bien de aquellos incluso lo que no era bueno en sí mismo. Aquella mujer no conocía la gravedad de la mentira bajo la óptica de la Ley de Dios. Acostumbrada al engaño —su actividad como prostituta ya lo era— no se retuvo de practicarlo como era su costumbre. La fe no había operado aún en ella a una vida nueva como, con toda seguridad, ocurriría en su experiencia futura.
Dos aplicaciones se pueden obtener en estos tres textos. Primera-mente, se aprecia cómo el Señor conduce todas las cosas para el cumplimiento de Sus propósitos. No habrá nada que pueda impedir la realización de Sus planes. Él había determinado que aquella tierra fuera posesión de todo Su pueblo y no iba a permitir que antes de que su propósito se cumpliera, algunos de ellos perecieran sin ver el cumplimiento fiel de Sus promesas. La fidelidad del Señor estaba comprometida cuando dijo a Josué “...levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel” (1:2), por tanto, ninguno podría dejar de pasar a tomar posesión de la tierra. Aquellos dos hombres estaban realizando una misión que tenía que ver con los planes de Dios y Él mismo los estaba defendiendo y guardando. La tarea de los dos espías era, humanamente hablando, peligrosa en extremo, pero sobre ella, controlándola, estaba el Dios Todopoderoso. El creyente podrá ser enviado al mundo con labores difíciles, y siempre debe recordar la advertencia del Señor en relación con la experiencia cotidiana de sus siervos: “Id; he aquí yo os envío como corderos en medio de lobos” (Lc. 10:3). La figura de los lobos se relaciona en algunas ocasiones, con la actividad diabólica enfrentándose al programa de Dios para Su pueblo (Hch. 20:29). Satanás actuará con todos sus medios para impedir el propósito de Dios, pero será derrotado mientras este no se cumpla. Con esta certeza el creyente se sentirá alentado en el cumplimiento de la misión que le sea encomendada. La persecución rodeará la vida de todo aquel que esté en la esfera del compromiso con el Señor (2Ti. 3:12); a mayor fidelidad, mayores probabilidades de persecución. Pablo expresa así sus propias vivencias: “... nos recomendamos en todo como ministros de Dios... en tribulaciones, … en angustias; en azotes, en cárceles, en tumultos” (2Co. 6:4,5). La realidad del peligro en el cumplimiento del ministerio era evidente: “... en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos” (2Co. 11:26). Ahora bien, el creyente podrá sentirse solo en medio de los peligros, pero la presencia y cuidado personal del Señor será su porción cotidiana; incluso cuando todos le abandonen, Dios le prestará Su protección y le manifestará Su gracia. Hasta el cumplimiento pleno de la labor encomendada gozará de la protección del Señor, por lo que podrá decir siempre: “Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación... Así fui librado de la boca del león” (2Ti. 4:17). Tal vez Satanás envíe a los hombres —pues que también son instrumentos en sus manos— contra los creyentes, pero la fe llena de seguridad mientras dicen confiadamente: “El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (He. 13:6). La muerte podrá ser una probabilidad en el servicio, pero el creyente sabe que la misma muerte está controlada por el poder de Dios, por lo tanto, aun en las circunstancias más difíciles y adveras puede decir con David: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Sal. 23:4). En cualquier momento y experiencia del servicio es admirable poder cantar las palabras del himno:
Por fe, yo voy sintiendo mi flaqueza,
Mas en tu gracia apoyado estoy;
En tu poder está mi fortaleza,
Descanso en Ti y en tu nombre voy.
La segunda enseñanza tiene que ver con la manifestación de una fe genuina. Rahab era ya una creyente en el Dios de Israel. En los siguientes textos se apreciarán otras evidencias. En este la fe verdadera le lleva a actuar en favor de sus hermanos. La Escritura habla de la fe de Rahab relacionándola con el hecho de recibir y ocultar a los espías: “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz” (He. 11:31). Santiago enseña que la fe genuina es también dinámica, es decir, que actúa, enseñando que la que no produce obras es una fe muerta (Stg.2:26). Entre las evidencias de una fe viva cita la actuación de Rahab: “Asimismo también Rahab la ramera, ¿no fue justificada por obras; cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro camino?” (Stg.2: 25). Santiago menciona dos acciones concretas: primero “recibió a los mensajeros” (uJpoVdexamevn touV” ajggevlou”); luego “los envió por otro camino” (kaiV eJtevra/ oJdw``/ ejkbalou``sa). En el texto griego de la carta de Santiago, recibirlos implica mucho más que abrirles la puerta de la casa, significa darles la bienvenida, como si fueran huéspedes distinguidos. Igualmente, el enviarlos por otro camino para su seguridad, indicaba la reacción natural de una fe común, que los hermanaba en alguna medida. La evidencia de una verdadera fe tiene que ver con el trato hacia los hermanos. Juan el apóstol enseña que la realidad del nuevo nacimiento se aprecia en el trato hacia los hermanos: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1Jn. 3:14). La fe permite al creyente no solo recibir la salvación por gracia, sino llegar a la experiencia de vida en vinculación con Cristo: “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gá. 2:20). El único modo natural de vida cristiana es la vivencia de Cristo en el poder del Espíritu (Fil. 1:21). Juan habla de la realidad del amor de Cristo en su entrega personal (1Jn. 3:16), para aplicar la consecuencia que la verdadera fe en Él debe producir: “también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos”. La fe invisible se hace visible en la conducta y proceder de los creyentes. No es posible proclamar un mensaje de fe a un mundo incrédulo si no se hace realidad en la conducta cotidiana de quienes proclaman tal mensaje.
La fe de Rahab (2:8-11)
8. Antes que ellos se durmiesen, ella subió al terrado y les dijo:
La situación de peligro no impide a los espías disponerse a dormir. Eran sin duda hombres de temple, que no se atemorizaban fácilmente. Josué supo bien a quiénes escogía para la misión. Ellos se disponían a dormir cuando otros, en su lugar, estarían insomnes a causa del miedo. Aquellos hombres sabían en quién podían confiar. Dios les estaba comunicando su paz y, por otra parte, la evidencia de su protección en el incidente que acababan de vivir, les daba ánimos para disponerse al descanso. La obediencia fiel a la misión encomendada era, sin duda, un motivo para hacerles dormir confiadamente a pesar de los peligros de aquella situación.
Una nueva lección espiritual se desprende de la brevedad del texto. El creyente fiel, puede estar rodeado de dificultades y peligros, pero descansando en el Señor podrá entregarse al sueño reparador para continuar su misión hasta llevarla totalmente a cabo. Aun en las circunstancias más adversas, cuando la muerte es la única perspectiva inmediata desde la óptica humana, el cristiano puede descansar tranquilamente. Ejemplos notables en la Biblia ofrecen esta dimensión, incomprensible sin embargo para el mundo. Tal es el de Pedro quien, sentenciado a muerte y esperando la ejecución en la mañana del siguiente día, podía sentir una profunda tranquilidad que le permitía “aquella misma noche... dormir entre dos soldados sujeto con dos cadenas” (Hch. 12:6). Su sueño no era el superficial de un cansancio mezclado con inquietud y tensión, era el sueño profundo de quien descansa plenamente en el Señor, hasta el punto de tener que ser despertado por el ángel tocándole en el costado (Hch. 12:7). Disponerse a dormir frente al peligro indica también la tranquilidad del cumplimiento fiel de la misión encomendada. Una vida de obediencia a la Palabra es una vida que permite descansar confiadamente. Esa es la enseñanza de la Escritura: “Hijo mío... guarda la ley y el consejo... entonces andarás por tu camino confiadamente... Cuando te acuestes, no tendrás temor, sino que te acostarás, y tu sueño será grato... Porque Jehová será tu confianza, y él preservará tu pie de quedar preso” (Pr. 3:21, 23-26). La tranquilidad de espíritu y de conciencia permite un sueño confiado. La inquietud manifiesta falta de confianza o, tal vez, la acción de una conciencia que acusa de pecado e impide la experiencia de un descanso pleno en el Señor.
9. Sé que Jehová os ha dado esta tierra; porque el temor de vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los moradores del país ya han desmayado por causa de vosotros.
Para los teólogos liberales humanistas, el diálogo de Rahab no es más que la expresión idealizada para soporte de la fe del pueblo, y por consiguiente un relato mitológico. Argumentan que el lenguaje está lleno de un estilo propio de las expresiones bíblicas del Pentateuco. El temor de los habitantes de Jericó corresponde, según ellos, a expresiones tomadas del libro del Éxodo (Éx. 15:15-16). Dicen también que el relato se escribió porque era necesario para expresar la verdad de la omnipotencia de Yahveh en relación con Israel. Pero, ¿puede interpretarse de este modo el pasaje, incluso al margen de la fe en la inspiración plenaria de la Escritura? Sin duda un relato como este revela mucho más que el recurso literario con que el hagiógrafo pone en sintonía con la fe de Israel las ideas expresadas por Rahab, asociando todo el relato y conformándolo con el estilo bíblico, propio del Pentateuco.
La fe de Rahab en el Dios de Israel es cierta; no duda, reconoce que el propósito divino para Su pueblo va a cumplirse inexorablemente. Nada ni nadie podrá detener Su mano en el ejercicio de Su soberana voluntad. Aquella mujer de fe contempla ya el futuro como un presente: “sé que os ha dado esta tierra”. Por consiguiente, los dos espías estaban ya en su tierra. Quienes la poseían hasta entonces eran ya un pueblo derrotado para aquella mujer de fe. La firmeza de la manifestación descansaba en la actuación fiel del Dios de Israel, dando por segura la fase final de una acción de conquista, desalojo y asentamiento de un nuevo pueblo en la tierra de Canaán. Yahveh era el Conquistador a la cabeza del ejército de Israel, que era su propio ejército. Ante la perspectiva de Yahveh Sebaot, el Dios de los Ejércitos, no podía producirse más que desaliento en el ánimo de los habitantes de Jericó. Tal situación tenía que ser conocida por Rahab por las relaciones que mantenía con muchos hombres de aquella ciudad. Dios había comenzado a actuar en los enemigos de Israel. La inquietud no era solo de los habitantes de Jericó, sino que se había extendido ya a “todos los habitantes del país”. No es claro a qué extensión de territorio se estaba refiriendo Rahab. Probablemente estaba aludiendo a ciudades vecinas de Jericó.
Rahab conocía a Dios como el Dios de la fidelidad. Tiempo antes de esta conversación, el Señor había prometido a Moisés una intervención sobre el ánimo de los enemigos de Israel: “Yo enviaré mi terror delante de ti, y consternaré a todo pueblo donde entres, y te daré la cerviz de todos tus enemigos” (Éx. 23:27). Esta promesa fue dada al poco tiempo de la salida de Egipto, como preparación del pueblo para entrar en posesión de la tierra prometida. Sin embargo, la desobediencia y rebeldía de aquellos que habían salido de la opresión la hicieron ineficaz en la primera ocasión en que pudieron llegar a Canaán. Transcurridos los años del desierto, la misma promesa volvía a ser renovada ante una nueva generación con motivo de la conquista de la tierra amorrea de Hesbón: “Hoy comenzaré a poner tu temor y tu espanto sobre los pueblos debajo de todo el cielo, los cuales oirán tu fama, y temblarán y se angustiarán delante de ti” (Dt. 2:25). La preparación para la conquista no consistía en ejercicios de entrenamiento del ejército, sino en la acción íntima que debilitaba el ánimo de los pueblos con que tendrían que enfrentarse. Tal situación produciría un resultado concreto, como Moisés les recordó cuando se dirigían hacia el Jordán: “Nadie se sostendrá delante de vosotros; miedo y temor de vosotros pondrá Jehová vuestro Dios sobre toda la tierra que pisareis, como Él os ha dicho” (Dt. 11:25). Dios había cumplido sus promesas. El Dios que Rahab había conocido era el Dios fiel. Mientras que el ánimo de los pobladores de Jericó decaía, se fortalecía el de los israelitas. Aquellos hombres podían entender a través de las palabras de Rahab la seguridad del cumplimiento de las promesas de Dios. Era natural que, si ya estaban temerosos antes de que el pueblo cruzara el Jordán, mucho más lo estarían cuando pisaran su tierra. Si el ánimo de aquellos había comenzado a debilitarse, podían estar seguros que alcanzarían la victoria cuando tuvieran que enfrentarse a ellos. Si esta promesa de debilitar el ánimo de los enemigos dada tantos años antes se estaba cumpliendo, podían estar seguros que las otras promesas tendrían igual efectividad.
El verdadero creyente conoce a Dios por su fidelidad. La exhortación de la Escritura es en ese mismo sentido: “Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel” (Dt. 7:9). No se invita a una reflexión intelectual, sino a una experiencia personal en relación con la fidelidad de Dios. Si Dios dejara de ser fiel, actuaría en contra de su propia naturaleza. El Señor se ha comprometido a cumplir cada una de sus promesas y hacer honor a todas Sus palabras. Nunca faltará a ella; nunca renunciará a ella. Sus promesas son tan firmes y verdaderas como Él mismo. Nadie ha confiado en Dios en vano. No solo se necesita conocer que la fidelidad es una perfección esencial de Dios, sino que es preciso experimentarla, lo que llevará a un conocimiento íntimo de la realidad de Dios. Ese conocimiento debe ser continuo. Es fácil confiar en la fidelidad de Dios en tiempos buenos, pero no lo es tanto en momentos de zozobra e inquietud, cuando los ojos se llenan de lágrimas y la visión, turbada por la pena, no permite distinguir con claridad la obra del amor de Dios actuando para bendición de los suyos. Es el momento cuando Satanás, con sus insinuaciones, pondrá recelo en el alma, susurrando al oído palabras que despierten duda contra la fidelidad de Dios para impedir que el silbo suave y apacible del Señor llegue a ser distinguido por los suyos. Pero, aun así, en medio de las dificultades más grandes, la Escritura llama a la confianza en Aquel que es eternamente fiel: “El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios” (Is. 50:10). En ocasiones, no se podrá armonizar el modo de actuar de Dios con el deseo personal de los suyos, pero aun así, se debe proseguir descansando y confiando en su fidelidad. Dios mostrará a su tiempo las razones de su proceder, como había dicho al apóstol: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; mas lo entenderás después” (Jn. 13:7). La iglesia de Jesucristo debe sentirse segura frente a los enemigos que tratan de cerrar su paso e impedir su avance. Ningún débil cristiano debe inquietarse ante la aparente fortaleza de quienes se oponen a él. Porque aun con toda la fuerza del infierno no serán capaces de hacer fracasar ni un solo objetivo de victoria que Dios haya establecido para la vida de los suyos. Es fácil hablar sobre la fidelidad de Dios, pero es más necesario vivir la realidad de esa fidelidad.
10. Porque hemos oído que Jehová hizo secar las aguas del mar Royo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y lo que habéis hecho a los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a los cuales habéis destruido.
La fe de Rahab le permitía conocer a Dios, no solo como el Dios de la fidelidad, sino como el Todopoderoso. Los prodigios efectuados en favor de Su pueblo eran conocidos por los habitantes de Jericó. El Dios de los hebreos no estaba rodeado de actuaciones legendarias, como los otros dioses, que nunca se habían podido verificar, ni habían dejado huella alguna entre los hombres, sino todo lo contrario. Había intervenido en la historia de las naciones y había dejado evidencia de Su actuación. Los hechos victoriosos de Dios tuvieron lugar sobre el más poderoso país de entonces, que era Egipto. Ni sus ejércitos bien entrenados, ni el mar que cerraba el paso a los esclavos salidos de la tierra de Gosén fueron suficientes para hacer fracasar Sus planes en relación con los hebreos. El Todopoderoso había hecho secar las aguas del mar para que Su pueblo pudiera pasar en seco. El relato había llegado a ellos hacía tiempo. Es posible que algunos lo tomasen como la descripción de un acontecimiento ocurrido lejos de ellos, que les había sido trasladado en un relato de corte legendario como si de una epopeya mítica se tratara. Pero la ausencia de los carros de guerra egipcios moviéndose por las rutas de Canaán, como había sido habitual antes de la salida de Israel de Egipto, era una prueba real de que las tropas de élite del Faraón habían sido eliminadas bajo el mar, como el relato llegado a ellos afirmaba. No era, por tanto, un pueblo que luchaba contra otro pueblo, era la guerra del Dios de Israel. Era Él quien peleaba y nadie podía oponerse a su poder.
Otra actuación de Dios —más próxima a ellos— había ocurrido al otro lado del Jordán con la derrota total de los dos reyes amorreos Sehon y Og. No se trataba de reyezuelos de naciones pequeñas o insignificantes, sino de pueblos poderosos y afincados en sus territorios desde mucho tiempo atrás. Eran naciones respetadas en su entorno, como correspondía a estados consolidados y asentados. Sehon había conquistado un amplio territorio a los moabitas. Su reino era grande en extensión, ya que llegaba desde el río Jacob por el norte, hasta el Arnón en el sur; y desde el Jordán hasta el desierto; algunos opinan que su territorio alcanzaba hasta el mar de Cineret. Su capital fue Hesbón. Tenía como vasallos a cinco príncipes madianitas (Jos. 13:21). Cuando Israel llegó a su territorio, Moisés le envió una embajada solicitando permiso para atravesarlo (Nm. 21:21-22; Dt. 2:26-28). Tal solicitud fue denegada, produciéndose un conflicto con Israel que terminó en una total derrota de Sehon, muriendo en la batalla y ocupando los hebreos todo su territorio (Nm. 21:21-32).
El segundo, Og, no era menos importante. Alguna tradición los presenta como hermanos. Este pertenecía a la raza de gigantes refaítas (Nm. 21:33; Jos. 13:12). Relatos legendarios lo presentaban como descendiente del un ángel caído llamado Smahazai. Su cama era de hierro, de grandes proporciones (Dt. 3:11). Algunos MSS tienen basalto en vez de hierro. Su reino era poderoso, con sesenta ciudades fortificadas “con muros altos, con puertas y barras” (Dt. 3:5), así como otras muchas de menor importancia. Entre las ciudades fortificadas estaban las reales de Astarot y Edrei, en la que Og fue muerto por los israelitas.
Las acciones tan próximas a ellos los habían aterrorizado. Al otro lado del Jordán, donde antes estaban los reinos amorreos, se levantaban ya asentamientos nuevos que eran ocupados por los nuevos pobladores de la región, las dos tribus y media de Israel. No era alguna ciudad la que había caído en sus manos como consecuencia de una batalla aislada, había sido una guerra total que había destruido literalmente a todos los pueblos de dos naciones y que había hecho pasar de sus manos a las de Israel todos sus tesoros y rebaños además de su tierra. Ni los dioses de Egipto, ni los dioses amorreos habían podido librar a sus pueblos. El Dios de Israel era el Todopoderoso y así lo conocía Rahab.
La omnipotencia es una perfección divina que debe ser conocida por cada creyente hoy. El Dios de la Biblia es el Todopoderoso. El tiempo no deteriora ni afecta a Su poder. Es Dios porque puede hacer todo lo que quiera y nadie le puede limitar. Tal conocimiento se hace difícil en un mundo tan tecnificado y progresista como el llamado primer mundo, donde apenas hay algo que pueda causar asombro por mucho tiempo, y donde el poder humano está haciendo olvidar el poder de Dios. Conocer a Dios significa sentir que es el Omnipotente. Sin esa característica todos los propósitos salvíficos suyos quedarían en un mero proyecto y en un hermoso plan. Sin su poder, la gracia sería simplemente un sentimiento de condescendencia, cada promesa una hermosa expresión que reflejaría un buen deseo, y cada advertencia sobre sus juicios un mero trueno lejano que se pierde sin efecto alguno. Sin embargo, la Biblia afirma la omnipotencia de Dios: “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: Que de Dios es la fortaleza” (Sal. 62:11). La historia se encarga de exhibir las huellas de la intervención poderosa de Dios a lo largo de ella. De ahí que el profeta diga: “Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y Él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4:35). La encarnación del Verbo eterno de Dios hace visible su omnipotencia actuando sobre todos los niveles de la creación: desde el mar embravecido hasta el leproso sin esperanza, desde la resurrección de muertos hasta la expulsión de los demonios; nada podía resistirse al mandato omnipotente de Jesús de Nazaret.
Es preciso conocer a Dios como el Creador del universo para admirar la grandeza de su fuerza y la gloria de su poder. Cada cristiano es también una manifestación de la omnipotencia de Dios. La obra de redención fue posible por esa condición divina. El Vencedor lo fue porque en la cruz derrotó a Satanás (Col. 2:15). Solo la omnipotencia hizo posible que el Eterno se hiciera un hombre del tiempo y del espacio, y que el que es vida en sí mismo pudiera dar Su vida en expiación por el pecado, para tomarla nuevamente en la gloria de su resurrección y hacer posible, por ella, la justificación de todo aquel que crea (Ro. 4:25). El poder transformador de Dios en el creyente es el elemento siguiente en la experiencia salvífica, que revela la omnipotencia de Dios. El corazón humano, desorientado y corrompido, es puesto a un lado para dotar al que nace de nuevo por gracia mediante la fe de un corazón nuevo, residencia de Dios en Espíritu, que hace posible la transformación del hombre reorientándolo de nuevo hacia Dios, cambiando su desobediencia en obediencia y su rebeldía en mansedumbre (Ez. 36:26-27). Es una transformación en la esencia misma del individuo que lo hace diferente a cuanto era antes; una transformación tal que solo es equiparable a un nuevo nacimiento. El cristiano no debe conocer la omnipotencia de Dios intelectualmente, sino experimentalmente. El poder de Dios actuando en él debería llevarle a poder decir: Dios me ha cambiado. Cada creyente debiera ser un mensaje vivo de la realidad del poder transformador de Dios por el cambio operado y visible de su propia vida. El mundo actual necesita más que mensajes teológicos sobre la omnipotencia de Dios, referencias perceptibles de esa realidad en un pueblo cristiano transformado por Su poder, que vive en una nueva dimensión y posición de libertad verdadera porque ha sido “librado de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). La experiencia liberadora de Dios debería convertir a cada cristiano en la expresión visible de esa realidad. El Señor se “dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo” (Gá. 1:4). Quien vive en esa libertad tiene, necesariamente, que mostrar una vida en la que los efectos del “presente siglo malo” hayan desaparecido definitivamente. Cada creyente está llamado a vivir una vida de poder, en identificación con el Resucitado. Conocer a Dios, no es tanto hablar de Dios, sino vivir conforme a Dios.
11. Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más aliento en hombre alguno por causa de vosotros, porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra.
Rahab, como mujer creyente, reconocía la soberanía de Dios. El Soberano había actuado sobre los reyes de la tierra, por tanto, estaba por encima de ellos. El desaliento había llenado de miedo el corazón de todos los moradores de Jericó y su comarca. El aliento, en el sentido de ánimo, había desaparecido de ellos. Tan solo el miedo y el desánimo llenaban cada persona.
Los adoradores de los dioses falsos, estaban acostumbrados a creer que el ídolo tenía una determinada área de influencia en la que era el mayor entre todos los otros dioses, de modo que sus adoradores estaban a salvo en esa zona controlada por él mientras podían correr peligro en otra donde el dios no podía ejercer su poder. Así pensaban los sirios para justificar su derrota: “Sus dioses son dioses de los montes, por eso nos han vencido” (1Re. 20.23). ¡Cuan pobres los dioses de los hombres! Rahab reconocía que el Dios de Israel estaba por encima de todas esas limitaciones ya que su autoridad alcanzaba tanto los cielos como la tierra. Es notable observar la identidad del pueblo con su Dios: el temor es “por vosotros”, pero la causa era por “Jehová vuestro Dios”. Solo una fe sincera y genuina podía llevar a una pagana a tal confesión. La soberanía de Dios es la expresión del ejercicio de su supremacía. Es soberano porque es el Altísimo. Es soberano porque es Señor en cielos y tierra. La más gloriosa de sus criaturas es como nada delante de sus ojos. Es soberano porque es infinitamente libre e independiente de cualquier circunstancia o situación. Nada puede influirle y nada puede hacerle cambiar en sus decisiones. Él dice: “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Is. 46:10). Rahab reconocía que Dios es el Soberano.
La perfección de la soberanía debería ser creída, predicada y enseñada tanto como los otros atributos divinos. Sin embargo, es una verdad que molesta tanto al yo del hombre que se desprecia y arrincona en el almacén de la teología poco recomendable. El gran predicador Spurgeon afirmaba esto mismo en la introducción a uno de sus más hermosos sermones, cuyo tema era la soberanía de Dios:
“... No hay un atributo de Dios más consolador para sus hijos que la doctrina de la soberanía divina. Bajo las más adversas circunstancias, en los más graves contratiempos, ellos creen que esa soberanía ha ordenado sus aflicciones, que las gobierna y que las santifica. No hay otra cosa por la que los hijos de Dios deban contender más firmemente que por el dominio de su Señor sobre toda la creación, trono suyo —la realeza de Dios sobre las obras de sus manos— y el derecho a sentarse en ese trono. Por otra parte, tampoco hay doctrina más odiada por los mundanos, ni verdad convertida en semejante pelota de fútbol, como la de la grande, maravillosa y certísima soberanía del infinito Jehová. Los hombres permitirán a Dios estar en cualquier sitio menos en su trono. Consentirán en hallarlo en el taller formando los mundos y haciendo las estrellas. Accederán a que esté en su casa de caridad repartiendo limosnas y otorgando mercedes. Le tolerarán mantener firme la tierra y sostener sus pilares, o iluminar las lámparas del cielo, o gobernar al inquieto océano; pero cuando Dios sube a su trono, sus criaturas rechinan los dientes. Y cuando proclamamos un Dios entronizado y su derecho a hacer según le plazca con lo suyo, a disponer de sus criaturas como le parezca sin consultar con ellas, entonces somos silbados y despreciados, y los hombres cierran sus oídos a nuestras palabras, porque un Dios en su trono no es el Dios que ellos aman. Les agradaría contemplarle en cualquier sitio menos en su solio con su cetro en su mano y la corona en sus sienes. Pero es un Dios entronizado el que a nosotros nos gusta predicar, en quien confiamos, de quien hemos cantado y de quien hablaremos...”6.
La salvación del hombre es un acto de la soberanía de Dios. Dios salva por una sola razón: “el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:5). La planificación de la salvación ha sido un acto pleno de su soberanía, al haberse determinado antes de la creación del mundo (2Ti. 1:9). La eterna elección de los suyos en Cristo obedece a un acto soberano de Dios (Ef. 1:4). La Biblia afirma que toda la salvación, que comprende su planificación, ejecución y aplicación es solo de Dios; por tanto, es un acto soberano suyo (Sal. 3:8; Jon. 2:9). Dios hizo toda la obra y, en ella, cualquier otro ser está absoluta y totalmente excluido. El Dios que da su vida proclama esta verdad sobre la misma cruz, con un rotundo y definitivo “consumado es” (Jn. 19:30). Nada puede añadirse porque nada es necesario añadir para la salvación. La misma invitación que el evangelio dirige a los perdidos se establece desde la autoridad soberana de Dios. No es un ruego lastimoso y lloroso que ese Dios pequeño del humanismo hace. Es la voz autoritaria del Soberano quien llama a los hombres a la salvación. Así cerraba Pablo un sermón evangelístico ante una concurrencia de expertos humanistas en Atenas: “Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hch. 17:30). ¡Como cambiaría la evangelización si cada predicador tuviera clara la realidad de la soberanía de Dios y la creyera profundamente! La invitación del evangelio no es un ruego que Dios hace, sino un mandamiento que establece. Quien rechaza el mensaje salvífico del evangelio no está rechazando una invitación, sino quebrantando un mandamiento. El pecador se pierde cuando desprecia el evangelio, no solo por sus muchos pecados, sino por uno específico: rehusar creer en Cristo (Jn. 3:36). El humanismo pretende que el hombre comparta la obra de salvación con Dios. El dios humanista es un dios pequeño, en nada parecido al Dios de la Biblia. Según su evangelio, Dios hizo una parte —sin duda grande— de la obra de salvación, pero el hombre ha de hacer también la suya. Sin la acción humana el glorioso plan de salvación resulta ineficaz y, en alguna medida, Dios debe sentirse satisfecho cuando un perdido viene al Salvador y evita el fracaso de la obra de la cruz. Ese no es el Dios de Pablo, ese no es el Dios de la Biblia.
El reconocimiento de la soberanía de Dios es necesario para una iglesia victoriosa. La de los tiempos apostólicos reconocía profundamente la soberanía de Dios. Así lo expresaban en oración cuando tenían que enfrentarse con momentos difíciles para la proclamación del evangelio. Aquellos entendían que el Soberano había establecido la evangelización del mundo y, aceptando en la práctica la verdad de la fe, oraban para que en su soberanía les comunicara el poder necesario para una misión que iba a resultar muy difícil. La manifestación de poder no se hacía esperar y el Soberano Espíritu de Dios actuaba en poder, sacudiendo el lugar en que la iglesia estaba y comunicando a cada creyente la energía suficiente para proclamar la Palabra con denuedo (Hch. 4:31). Las vidas santas de los cristianos eran consecuencia del poder del Espíritu y el temor reverente de aquellos el resultado del reconocimiento de la soberanía de Dios. No puede extrañar que el evangelio alcanzara a tantos miles y que el poder de Dios se manifestara diariamente entre Su pueblo.
La soberanía de Dios es base de la esperanza cristiana. El Altísimo ha establecido que, a su tiempo, la iglesia será presentada delante de Él “sin mancha ni arruga” (Ef. 5:27). Ninguno de los que han creído faltará a tal cita. El compromiso de Dios lo hace imposible. Cristo, el que murió y resucitó es el Soberano, Rey de reyes y Señor de señores (Ap. 19:16). Él ha recibido de su Padre la misión de custodiar a quienes le han sido dados para que no se pierda ni uno y todos sean resucitados en ese momento (Jn. 6:39). Para ello, en identificación con Cristo, son puestos en su mano con plena seguridad; mano sobre la que el Padre coloca también la suya en un abrazo de garantía eterna (Jn. 10:27-30). El poder de Dios, actuando juntamente con su soberanía, garantiza la eterna seguridad para el que ha creído. Quien ha determinado salvar eternamente, tiene poder para llevarlo a cabo: “Y aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Jud. 24-25). El verdadero creyente cree y descansa en la soberanía de Dios.
La petición de Rahab (2:12-16)
12. Os ruego pues, ahora, que me juréis por Jehová, que como he hecho misericordia con vosotros, así la haréis vosotros con la casa de mi padre, de lo cual me daréis una señal segura;
13. y que salvaréis la vida a mi padre y a mi madre, a mis hermanos y hermanas, y a todo lo que es suyo; y que libraréis nuestras vidas de la muerte.
14. Ellos respondieron: Nuestra vida responderá por la vuestra, si no denunciareis este asunto nuestro; y cuando Jehová nos haya dado la tierra, nosotros haremos contigo misericordia y verdad.
Rahab creía en la misericordia de Dios. El Espíritu le había iluminado para alcanzar un conocimiento real del Señor. La fidelidad, el poder y la soberanía de Dios eran parte de la fe de Rahab en el Dios de Israel. Esta cuarta confesión de aquella mujer manifiesta claramente que reconocía y confiaba en la misericordia de Dios. Aparentemente, la misericordia está vinculada en el texto con lo que aquellos dos espías podrían prometerle para el momento en que el pueblo de Dios ocupara la ciudad. Está rogándoles por su vida y la de sus familiares. Sin embargo, debe recordarse que ella misma en el texto anterior vincula a Dios y al pueblo como una unidad. De manera que si Dios había determinado darles la ciudad y ello llevaba aparejada la muerte de sus habitantes, Dios mismo, para que pudiera ser salvada ella y los suyos, había de mostrarse misericordioso. No tiene derecho alguno y, por tanto, se acoge a la misericordia. No es la recompensa del favor hecho a aquellos hombres y el trato que les había dado lo que pone delante de ellos, simplemente ruega por la misericordia. No tiene nada que pudiera servir para quedar excluida de la muerte junto con el resto de sus conciudadanos, tan solo apela a la gracia para salvar su vida.
Conoce tan bien la grandeza del Señor, que pide una respuesta de aquellos dos hombres vinculada con el compromiso delante de Dios: “Os ruego, pues, ahora, que me juréis por Jehová”. Dios haría honor al compromiso hecho en Su nombre. Ella había reconocido antes que el Señor es fiel y, en esa certeza, descansa su confianza. Sabía con toda seguridad que solo la misericordia de Dios y Su compromiso le haría estar segura de salvar su vida y la de los suyos cuando Jericó fuera destruida y entregada en manos de los hebreos. Rahab viene literalmente temblando, ante Dios; ya expresó su temor en palabras anteriores (v. 9); ahora apela a la gracia como único medio de salvación.
Una señal dada por aquellos dos hombres sería la confirmación de que su ruego de gracia había sido aceptado en nombre de Dios. Demanda un signo de fidelidad, “una señal segura” (heb. “aôtaëmet”). De este modo estaría segura de que “libraréis nuestras vidas de la muerte”.
El juramento de salvación quedaba vinculado a la actuación de aquella mujer, que guardaría el secreto de la petición y no los traicionaría en el momento en que abandonasen la casa. Ellos mismos salen garantes con sus propias vidas de la promesa hecha en el nombre del Señor: “Nuestra vida responderá por la vuestra”. La promesa sería cumplida cuando “Jehová nos haya dado la tierra”; no tenían tampoco ellos duda alguna sobre la fidelidad de Dios. La tierra no sería alcanzada por sus fuerzas, sino que era un regalo de la gracia y fidelidad del Dios que se la daba. Ellos eran simplemente los instrumentos de Dios para ejecutar sus planes, por tanto, en esta identificación con el Señor, son también sus instrumentos en el ejercicio de la misericordia: “nosotros haremos contigo misericordia y verdad”. Se había llegado al compromiso de salvación. La oración de fe había obtenido respuesta y la perspectiva de juicio se había cambiado en seguridad de salvación. Deben notarse las dos palabras utilizadas por los espías: misericordia y verdad. En el hebreo se lee, “te trataremos con bondad y lealtad”. Esta es la dimensión de la salvación que garantiza Dios. No solamente podía confiar en su misericordia, sino en su fidelidad. De poco valdría que hiciera misericordia si podía olvidarse de cumplir su palabra. Igualmente, de poco serviría que fuera fiel si no era misericordioso. Los dos atributos de misericordia y fidelidad están presentes en cada actuación y promesa de Dios, y ambos son iguales, por cuanto son cada uno infinito, como Dios mismo lo es. Dios no es más misericordioso que fiel, o viceversa, es tanto lo uno como lo otro. La respuesta dada a Rahab, está formulada bajo juramento. Esos dos hombres habían contraído un compromiso en el nombre del Señor como si Dios mismo hubiera dado respuesta a la petición de Rahab, por medio de ellos. Aquella que estaba antes condenada a morir como habitante de aquella ciudad, ya sentenciada por Dios, podía descansar confiada y tranquila porque había hallado gracia delante de los ojos del Señor.
La aplicación espiritual de estos últimos textos es admirable y una de las mejores maneras para describir el único modo de salvación para el pecador. La salvación es una obra de la gracia. El hombre se salvó y se salvará solo de este modo. La enseñanza de la Biblia es precisa: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8). Esta obra de gracia actúa, por medio del Espíritu, en el corazón del pecador para llevarle a un convencimiento de pecado (Jn. 16:8). En esta convicción, se llega a la certeza del juicio que Dios ha establecido sobre el pecador a causa de su pecado. La actuación del Espíritu Santo revela al hombre la miseria de su estado, la condenación eterna por el pecado y la única esperanza de salvación en Cristo Jesús. Produce, por tanto, un temor reverente en el corazón y, de la misma manera que Rahab conocía la destrucción que venía sobre ella, así también el Espíritu señala al pecador su eterna condenación sin Cristo. No es posible despertar al hombre de su estado de muerte, salvo por la acción iluminadora y redargüidora del Espíritu Santo. Es notable en el pasaje que los espías no hablaron a Rahab de su peligro, fue ella misma la que estaba convencida de ello en su corazón. De la misma manera, la convicción de pecado no es algo que el predicador del evangelio pueda hacer, sino el resultado de la operación poderosa del Espíritu de Dios actuando en el corazón del hombre caído. El primer paso en la salvación consiste en el conocimiento claro de la condenación a que está expuesto el pecador. No se salvará nadie por el solo hecho de saberse pecador, sino cuando se siente pecador.
La fe que salva lleva, en ese proceso, al conocimiento de Dios y de sus perfecciones divinas. Cuando un perdido está volviendo a Dios en la conversión verdadera, reconoce lo que antes no estaba dispuesto a reconocer en Dios. Hasta entonces, Dios era simplemente su enemigo, a causa de sus malas obras (Col. 1:21). Pero, de pronto, la iluminación del corazón hace reconocer a Dios como justo en la condenación por el pecado y le muestra el único modo de salvación, que es Su gracia. Hasta entonces, el único interés del pecador fue alejar a Dios de sí, o mejor, alejarse él de Dios. Esto fue siempre así, desde el mismo instante en que el pecado fue introducido en la experiencia del hombre (Gn. 3:10; Is. 53:6). Lo contrario sería opuesto a la misma naturaleza humana. El Señor fue rechazado porque, como luz, brillaba en las tinieblas alumbrando la corrupción de la naturaleza humana (Jn. 1:5). Tal rechazo conduce al pecador a la condenación eterna (Jn. 3:19). El evangelio que afirma que el hombre tiene interés en Dios y le busca por inclinación propia y natural, no es el evangelio bíblico y contradice abiertamente la enseñanza general de la Palabra (Ro. 3:11). De tal evangelio debe apartarse todo predicador bíblico, y considerarlo como un evangelio extraño a la revelación general, o lo que es lo mismo, “diferente evangelio” (Gá. 1:6, 8, 9). Cuando el pecador acude a Dios es porque ya ha sido buscado por Él. De muchos modos se vale el Señor para hacerlo. En ocasiones pondrá delante del perdido la situación de peligro inminente en que se encuentra, como en el caso de Rahab. Otras veces será por una manifestación directa de su gloria y la perversidad de las acciones del pecador, como con Pablo (Hch. 9:5). Pero, en cualquier caso, la realidad es que Dios siempre toma la iniciativa en la salvación y que esta se produce tan solo por influjo y en razón de la gracia divina (Ef. 2:8-9).
Finalmente, la salvación se produce cuando el pecador, sintiéndose perdido, acude a Dios invocando su misericordia y confiando en Él por medio de la fe. Es el mismo proceso que siguió Rahab. Primero sintió su situación, luego reconoció las perfecciones y misericordia de Dios y, finalmente, confesó su necesidad confiando en la gracia divina. La actuación humana en la recepción de la salvación es el ejercicio de la fe. Rahab se salvó por gracia mediante la fe: “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz” (He. 11:31). Si la salvación es por gracia, el único modo de recibirla es la fe (Ef. 2:8). Todo ello es un don divino, tanto la salvación como la fe, ya que en el proceso de salvación queda excluida toda obra humana. No obstante, la fe se convierte en una actividad del hombre cuando es ejercida por el pecador y depositada en el Salvador. La fe salvífica no argumenta, sino que acepta con seguridad y espera solo en la misericordia de Dios. La fe salvífica no es una mera actividad intelectual, sino la rendición incondicional del corazón. Es precisamente este el único modo de recibir la salvación. La entrega del corazón al Salvador producirá sin duda, una confesión personal de igual modo que ocurrió con Rahab, quien al acudir en busca de la misericordia, lo hizo confesando las perfecciones de Dios. Así también ocurre con el pecador que ha sido llevado por Dios a la salvación: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:10). La salvación por gracia no excluye la responsabilidad del hombre. En el caso de Rahab, había en su entorno muchos desobedientes, pero ella fue obediente. La gracia opera en el pecador señalándole su estado y capacitándolo para creer, pero nunca lo fuerza a una salvación obligada. Esa verdad está expresada por Pablo: “Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” (2Ts. 2.13). Las dos verdades íntimamente relacionadas: la gracia opera la salvación, la fe consiste en un acto de obediencia a la verdad. La gracia tiene que ver con los orígenes de la salvación, la responsabilidad humana con las reacciones ante el plan de salvación (Jn. 3:36). La gracia ha provisto; la responsabilidad otorga al hombre aceptar o rechazar. Aunque la elección es por gracia, la responsabilidad del hombre es real. Solamente por la fe se rinde el hombre a Dios y clama por salvación7.
15. Entonces ella los hizo descender con una cuerda por la ventana; porque su casa estaba en el muro de la ciudad, y ella vivía en el muro.
16. Y les dijo: Marchaos al monte, para que los que fueron tras vosotros no os encuentren; y estad escondidos allí tres días, hasta que los que os siguen hayan vuelto, y después os iréis por vuestro camino.
El verdadero creyente actúa favoreciendo a sus hermanos en la fe. La realidad de la fe de Rahab se descubre por medio de obras hacia los hijos de Dios. Su casa estaba apoyada contra el muro de la ciudad, adosada a la pared (beqîr hahömâ) y alguna de sus ventanas se asomaba sobre el mismo. A través de ella se prepara y ejecuta la huida segura de los espías que habían estado escondidos en el terrado. Una cuerda los descolgaría desde la ventana hasta el suelo, al borde del muro, para facilitarles la huida al campo. Las puertas de la ciudad habían sido cerradas y, sin duda, estarían fuertemente vigiladas; la única ruta de salida era aquella ventana tan providencialmente colocada sobre el muro de la ciudad.
Juntamente con la huida está el consejo sabio para protegerles de quienes los estaban buscando. Pero ¿cuándo tuvo lugar ese diálogo entre ella y los espías? El texto anterior dice que ella los descolgó atados con una cuerda por la parte exterior de la muralla. ¿Hablarían antes de iniciar el descenso? ¿Ocurrió el diálogo cuando ellos llegaron al pie del muro? Lo más lógico es pensar que el diálogo final y la despedida tuvo lugar en el mismo momento en que iban a ser descolgados desde la ventana de aquella casa. En este sentido, el pasaje podría entenderse así: “Y cuando ella los iba a hacer descender con una cuerda por la ventana...”. Eran los últimos instantes para un breve y definitivo coloquio. Tanto ella como los espías querían dejar claro el compromiso a que habían llegado, recordando algunos términos y haciendo las últimas precisiones. El consejo para ellos tenía que ver con ocultarse en el monte. Sus perseguidores regresarían a la ciudad y al no encontrarlos, tal vez volvieran a la casa de Rahab para buscarlos en ella. Habían de emboscarse en las montañas. Quienes los buscaban seguían una ruta totalmente opuesta que les conducía hacia los vados del Jordán, los lugares más apropiados para cruzar el río por donde ellos esperarían que intentaran pasar los espías. La conversa Rahab estaba interesada en preservar la vida de aquellos que habían venido a ser sus hermanos en la fe, puesto que todos creían y confesaban al mismo Dios. La segura confianza de Rahab en el desenlace final del episodio es también evidente. El tiempo de emboscarse en el campo solo duraría tres días, para seguir después, sin problemas el camino de regreso al campamento de Israel. Aquella mujer sabía que la protección de Dios se iba a manifestar sobre quienes eran de Su pueblo. Entendía también claramente que no habría enemigos que pudieran hacer fracasar los planes de Dios en relación con Israel.
La verdadera fe se manifiesta en obras, tanto antes como ahora. La Escritura presenta la acción de Rahab como ejemplo de una fe viva y actuante: “Asimismo también Rahab, la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro camino?” (Stg. 2:25). No pueden, pues, disociarse las obras de la fe. Aquellas son la expresión genuina de esta. Algunos piensan en la fe únicamente como el medio para recibir la salvación, olvidándose de las consecuencias reales y prácticas que ha de producir en la vida cotidiana del creyente. Este desconocimiento afecta seriamente al testimonio. La vida cristiana es un desarrollo espiritual continuo en la esfera de la fe. Con toda claridad lo enseña Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gá. 2:20). La vida de fe y en la fe es la forma y razón para la vida del creyente. Esa vida de fe y en la fe se manifiesta en obras consecuentes con ella, especialmente evidentes en el amor por los hermanos. Cuando Juan trata de la realidad del nuevo nacimiento pone el amor por los hermanos como su máxima expresión (1Jn. 3:14). El Espíritu, en la esfera de la vida de fe, genera el amor divino en el corazón del creyente (Gá. 5:22), el cual impulsa al amor hacia el prójimo y de forma especial hacia aquellos que forman parte del mismo pueblo espiritual, los hermanos en Cristo. Este amor predispone para dar la propia vida por ellos, a la semejanza de lo que el Señor Jesús, el hermano mayor, hizo por cada uno (1Jn. 3:16). El que ha nacido de nuevo lo evidencia en obras de amor, por lo que su fe queda manifestada por obras que la revelan como genuina. La verdadera fe actúa por el amor (Gá. 5:6), que es su máxima expresión. El creyente, al impulso del amor, busca el bien de todos, pero mayormente el de los que son “de la familia de la fe” (Gá. 6:10). La mejor forma de determinar la realidad de la conversión es observar el comportamiento en relación con los hermanos. La medida de la espiritualidad de un cristiano se determina del mismo modo. El creyente carnal, que actúa bajo la influencia de la carne y no del Espíritu, crea problemas y divisiones en el seno de la congregación tal y como ocurría en el caso de la iglesia en Corinto, a los que Pablo llama carnales y niños en Cristo (1Co. 3:1-4); mientras que el creyente espiritual, el que “anda en el Espíritu” (Gá. 5.16), procura la ayuda positiva y restauradora de todos los hermanos (Gá. 6:1).
Las condiciones para Rahab (2:17-21)
17. Y ellos le dijeron: Nosotros quedaremos libres de este juramento con que nos has juramentado.
18. He aquí, cuando nosotros entremos en la tierra, tú atarás este cordón de grana a la ventana por la cual nos descolgaste; y reunirás en tu casa a tu padre y a tu madre, a tus hermanos y a toda la familia de tu padre.
19. Cualquiera que saliere fuera de las puertas de tu casa, su sangre será sobre su cabeza, y nosotros sin culpa. Mas cualquiera que se estuviere en casa contigo, su sangre será sobre nuestra cabeza, si mano le tocare.
20. Y si tú denunciares este nuestro asunto, nosotros quedaremos libres de este tu juramento con que nos has juramentado.
21. Ella respondió: Sea así como habéis dicho. Luego los despidió, y se fueron; y ella ató el cordón de grana en la ventana.
La respuesta de los espías colocada en este lugar, es considerada por algunos eruditos como una glosa bajo el influjo del v. 20. En tal caso, el redactor la habría puesto en un lugar anticipado. Pero realmente no es así. El texto expresa las condiciones por las que el pacto establecido bajo juramento habría de cumplirse. Las estipulaciones tenían que ver con una señal que habría de ser colocada visiblemente en la casa de Rahab, y con reservar en secreto el lugar de huida de los dos espías. La brevedad del relato denota la urgencia de la salida de aquellos dos hombres. Debían apresurarse para emboscarse antes de que los perseguidores regresaran, o los hombres de la ciudad que pudieran salir fuera de la muralla cuando la puerta se abriera los podrían encontrar en los lugares próximos. Por esta razón es preciso considerar los cinco versículos juntos.
La primera condición para hacer efectiva la promesa de vida, cuando entraran en la tierra, era haber colocado en la ventana por la que habían sido descolgados un “cordón de grana”, literalmente una cuerda de grana. La palabra utilizada es distinta que la que aparece para referirse a la cuerda con que fueron descolgados por el muro. Este era un cordón largo de grana que se hacía visible claramente desde el exterior de la casa. Sería todo un símbolo de protección sobre aquella vivienda para cuando se produjera el ataque contra la ciudad. Los que iban a tomar la ciudad reconocerían por aquella señal del cordón de grana atado a la ventana la casa de su bienhechora y, recordando el pacto hecho, evitarían que todas las personas que se encontraran en el interior de la vivienda perdieran la vida como el resto de la población. La casa donde estaba colocado el hilo de grana era lugar seguro frente al juicio que caería sobre todo el resto de la ciudad. No había salvación para ninguno de la familia de Rahab por el hecho de ser familia de ella. La seguridad se garantizaba para todos los que estuvieran en el interior de aquella casa. Esta se convertía realmente en un lugar seguro, como una fortaleza en el día de la angustia. Quien abandonara aquel lugar, aunque perteneciera a la familia de Rahab, sería muerto y los que ocasionaran la muerte de los tales no tendrían culpa alguna porque habían sido encontrados fuera del lugar seguro. El juramento de salvación se enfatiza con las palabras de aquellos dos hombres en el caso de que no se cumpliera lo prometido: “su sangre será sobre nuestra cabeza”, es decir, Dios los consideraría como homicidas voluntarios, que también debían morir según la ley. Es un modo de expresar otra vez lo dicho antes: “Que nosotros muramos en tu lugar si dejamos de cumplir nuestra promesa” (v. 14).
La segunda condición tiene que ver con el silencio que Rahab debía guardar sobre “este nuestro asunto”. Ello comprendía el compromiso de salvación para el día de la conquista de la ciudad y no descubrir el lugar a donde se habían ido los espías para esconderse. El juramento quedaría anulado si ella los traicionaba en su huida.
Los mensajeros de juicio partían de la casa de Rahab. Aquellos que habían venido a espiar la tierra y Jericó como preludio del día en que Jehová la iba a entregar en sus manos, partían del lugar en que habían estado escondidos. La promesa de salvación hecha a Rahab y las condiciones para que se hiciera efectiva, fueron aceptadas por aquella mujer. Ella sabía que la salvación de ella y de los suyos dependía de aquel “hilo de grana” puesto en la ventana, por tanto, lo colocó desde el mismo momento de la partida de los espías. No esperó tan siquiera los tres días que debían permanecer escondidos en el monte. No esperó a ver avanzar al pueblo de Israel hacia la ciudad. Ella sabía que de aquella señal dependía su propia vida y la coloca en la ventana desde el primer momento.
Escribe H. Rossier.
“La fe de Rahab no espera que Israel haya cruzado el Jordán ni el último día antes que se desplomasen las murallas de Jericó, para atar el cordón de grana; apenas los espías se han ido, sin perder un instante, Rahab ata a la ventana la preciosa prenda de su salvación y la de toda su casa. Su fe, es diligente, tampoco se esconde: se manifiesta altivamente mientras el juicio está todavía del otro lado del obstáculo que Israel no había franqueado aún”8.
La aplicación espiritual es notable también en esta parte del pasaje. El cordón de grana es figura de la redención por medio de la sangre de Cristo. El tipo se extiende a lo largo de la Escritura y arranca ya desde el mismo momento de la caída del hombre. La desnudez de Adán y Eva fue cubierta por ellos mismos con algo que no servía para ese menester. Con hojas de higuera tomadas por ellos mismos, pretendían cubrir, no solo una desnudez física, que se manifestaba como tal desde el momento de la desobediencia, sino la profunda desnudez espiritual de una vida que quedaba despojada de la relación íntima con Dios a causa del pecado. En aquella ocasión, la sangre de las víctimas que darían sus pieles para la vestimenta de aquella pareja fue vertida por Dios, comenzando ya el simbolismo del derramamiento de la sangre inocente para cubrir el pecado del hombre (Gn. 3:21). Los múltiples sacrificios de animales, puestos sobre los altares levantados por hombres piadosos delante del Señor, continúan con el “hilo de grana” conductor del modo de salvación: la sangre expiatoria por el pecado. Más tarde sería esa misma sangre la garantía de salvación cuando, en la noche egipcia, el destructor pasó matando a todos los primogénitos de aquella nación (Éx. 12:7, 13). Solo las casas en que la sangre estaba extendida en los postes y dinteles de las puertas fueron lugar seguro de salvación para quienes estaban refugiados en ellas bajo la sangre vertida en el sacrificio de la expiación. En los textos que se analizan, el simbolismo no está tanto en el sacrificio en sí mismo, sino en los resultados que se obtienen por él. Según las Escrituras, los sacrificios del Antiguo Testamento tenían por objeto cubrir los pecados de aquel que los ofrecía y darle, por ello, seguridad del perdón divino, apuntando a la realidad futura y definitiva del sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz. Si bien es cierto que aquellos sacrificios no podían quitar los pecados (He. 10:4), quienes los ofrecían reconocían su pecado y confesaban que por él no merecían otra cosa que la muerte. Dios cubría —en el sentido de pasar por alto temporalmente— el pecado de los oferentes (Ro. 3:25) en base al futuro sacrificio de Cristo, único que quita el pecado. La sangre derramada del Salvador limpia de todo pecado por medio de la fe al pecador que acepta esa obra (1Jn. 1:7). Por tanto, eliminada la causa de la condenación, el pecador queda libre de ella. La seguridad de esa persona descansa en una deuda totalmente cancelada por Cristo a su favor. Todavía más: la obra sacrificial de Jesucristo, no es tan solo un acto en favor del pecador, sino más bien una sustitución vicaria por él, ya que el Señor no vertió su sangre solo en favor del pecador, sino que lo hizo en su lugar. Cristo gustó la muerte por todos (He. 2:9), cancelando con ello toda responsabilidad ante la justicia divina para aquel que cree. La sangre de Cristo garantiza eterna redención (Tit. 2:14; He. 9:14; Ap. 7:14). Los beneficios de la expiación son aplicados al creyente, en el momento de ejercer su fe (Ro. 5:9). La condenación ha pasado ya para todo aquel que cree (Ro. 5:1; 8:1).
Del mismo modo en que la seguridad de salvación para Rahab estaba garantizada por juramento en el nombre del Señor, así también la seguridad de salvación para el creyente, en la actual dispensación, descansa en el compromiso de Dios. La garantía del Padre está claramente expresada: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). La garantía del Hijo es también cierta: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:27-30). No falta tampoco la garantía del Espíritu Santo: “En Él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en Él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14). La seguridad de quien está bajo los beneficios de la sangre de Cristo es total: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:32-34). El creyente está a salvo bajo la bendita acción de la sangre redentora de Jesucristo. Esa acción cancela la ira divina sobre el pecado y también garantiza al creyente que no se verá envuelto en los juicios de ira que Dios hará descender sobre el mundo entero para probar a las naciones de la tierra (Ap. 3:10). Estando en Cristo la seguridad es absoluta porque “... nos libra de la ira venidera” (1Ts. 1:10).
El informe de los espías (2:22-24)
22. Y caminando ellos, llegaron al monte y estuvieron allí tres días, hasta que volvieron los que los perseguían; y los que los persiguieron buscaron por todo el camino, pero no los hallaron.
Dios está en la protección de los suyos. Aquellos hombres fueron protegidos milagrosamente. Las dificultades habían sido conducidas por Dios en bien de ellos, como parte del propósito divino en relación con la tierra de Canaán, que el Señor iba a entregar a su pueblo. A pesar de la diligencia en la búsqueda, no los hallaron. Sin embargo, ellos, aún seguros de la protección y cuidado divinos, se ocultaron diligentemente en el monte. Habían dejado el camino de los vados y se habían internado en el bosque. “Los que van por el camino que Dios les señala, pueden esperar que la Providencia les proteja, pero ello no les excusa de tomar todas las medidas que sean necesarias para su seguridad. Hay que confiar en la Providencia, pero no hay que tentarla”9.
Una situación semejante se repetiría más tarde en la historia de la Iglesia. De un modo semejante pudo escapar el apóstol Pablo en Damasco de sus perseguidores (2Co. 11:33). No hay duda de que Dios actúa en favor de los suyos siempre. Más aún cuando están involucrados en una misión que corresponde a los planes y propósitos para la obra de Dios. El Señor toma elementos tan sencillos como una mujer —en el caso de los espías de Josué— o unos hombres anónimos —en el caso de Pablo— para librar de la muerte a los suyos. Es necesario dejar un momento de pensar en los personajes más destacados, bien sean los dos espías o el propio apóstol, para prestar un mínimo de atención hacia quienes sostenían las cuerdas que hicieron posible la libertad de ellos. Creyentes comprometidos están sosteniendo las cuerdas que dan la posibilidad de proseguir el ministerio a aquellos a quienes Dios ha llamado a Su servicio. La iglesia precisa de personas sencillas, pero poderosas en fe y comprometidas en el servicio de la obra de Dios, que son instrumentos útiles en Sus manos para bendición de quienes tienen misiones encomendadas por Él y que deben cumplir.
23. Entonces volvieron los dos hombres; descendieron del monte, y pasaron, y vinieron a Josué hijo de Nun, y le contaron todas las cosas que les había acontecido.
24. Y dijeron a Josué: Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos; y también todos los moradores del país desmayan delante de nosotros.
La misión había concluido bien. Aquellos dos hombres volvieron para dar cuenta de lo que habían visto. En un relato detallado informaron a Josué, no solo de los acontecimientos personales y de su milagrosa huida de los enemigos, sino también del estado de ánimo de los pobladores de aquella tierra. La presencia misma de ellos era de ánimo para Josué y para todo el pueblo, pero, sobre todo, sus palabras de confianza en el poder de Dios fueron el mensaje de ánimo que toda la nación necesitaba en el tiempo de iniciar la conquista de la tierra atravesando el Jordán. La certeza de la fe se manifiesta en las palabras llenas de segura confianza: “Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos” (Yahveh nätan beyädënû). Era la misma confesión de fe que antes había hecho Rahab (vv. 9-11). La victoria era segura. No se iban a enfrentar a un pueblo poderoso y animoso, sino con enemigos que se estaban debilitando a causa del terror que Dios había puesto en sus corazones. Eran ya como nada delante del Señor.
La fe es la “sustancia de lo que se espera” (He. 11:1). Las promesas de Dios han de ser consideradas como algo que ya se puede substanciar. La victoria en la guerra espiritual del creyente no está en sus propios recursos, sino en el poder de Dios. Él ha prometido a los suyos el disfrute de las bendiciones anunciadas y la entrada en gloria junto con Cristo. Por tanto, siendo un compromiso de Dios, los enemigos que puedan ser encontrados en la ruta de la peregrinación serán solamente enemigos derrotados. El futuro es glorioso y la victoria está asegurada por cuanto Cristo, el Vencedor, ha conquistado un terreno de victoria en el cual está puesto cada creyente, con la dotación precisa para mantenerse firme.
Todo el capítulo es una lección de lo que significa conocer y creer a Dios. Rahab es un ejemplo admirable, no solo de fe, sino de las obras de fe. Es claro que hay fe dormida que no obra y, todavía peor, hay una fe que, siendo muerta, convertida en mera credulidad, tampoco puede obrar. Las obras de fe son contrarias al pensamiento del hombre, pero se ajustan en todo al pensamiento de Dios. La fe de Abraham le llevó a la disposición de ofrecer en sacrificio a su único hijo, Isaac. La fe llevó a Rahab a esconder a quienes debían ser considerados como enemigos de su nación. La fe de María la llevó a quebrar a los pies de Jesús el frasco de alabastro que contenía el perfume de nardo puro de tan alto valor que causó la ira de quienes solo veían con los ojos de la carne, en lugar de afirmarse en el modo de mirar que produce la fe. Los hombres desprecian y juzgan esos actos de fe, mientras que Dios los aprueba y reconoce. El Señor honró siempre la fe de los suyos porque descansa en su propia Persona. La gloria de la fe del creyente es la misma gloria de Dios. El poder de la fe es el poder del Altísimo. La verdadera fe se ajusta en todo al pensamiento y la voluntad de Dios. El nombre de los espías es desconocido, pero no lo es el nombre de Rahab, que queda registrado en la historia de Israel y abre también las páginas del Nuevo Testamento con los de Rut, Tamar y Betsabé, en la genealogía del Mesías. El nombre de ella está, no solo en las páginas de la Escritura, sino también en el Libro de la Vida, junto con los de todos los demás creyentes a lo largo de la historia de la humanidad.
1. N. Glueck. “The River Jordan”. Filadelfia, 1946; págs. 166-168. Del mismo autor: “Explorations in Eastern Palestine”. New Haven, 1951; págs. 378-382.
2. La misma palabra aparece también en la acusación de José a sus hermanos (Gn. 42:9, 11, 16).
3. Derivado del hebreo “zänä”, fornicar.
4. F. Asensio. Josué. Madrid, 1958; pág. 11.
5. William Hendriksen. Mateo. Grand Raids, Michigan, 1986.
6. C. H. Spurgeon. “No hay otro evangelio”. Londres; pág. 127.
7. Véase entre otros los siguientes pasajes: Hab. 2:4; Jn. 1:12; 3:16, 18, 36a; Hch. 16:30-31; Ro. 1:17; 3:25; 4:5, 16; 5:1, 2; Gá. 2:16; 3:11, 14, 26; Ef. 2:8, 9; Fil. 3:9; 2Ti. 3:15.
8. H. Rossier. Meditaciones sobre el Libro de Josué. California. Pág. 23.
9. F. Lacueva. o.c., pág. 20.