Читать книгу Comentario al libro de Josué - Samuel Pérez Millos - Страница 8
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
Dios se ha revelado al hombre a través de la historia, comunicándose con él por diferentes medios y utilizando instrumentos humanos para hacerle llegar Su mensaje (He. 1:1). En ocasiones, Dios determinó que ese mensaje fuese recogido en escritos que se produjeron a lo largo de más de mil quinientos años, utilizando para ello a no menos de treinta y cinco o, tal vez, cuarenta escritores diferentes. Los escritos que comunican el mensaje de Dios constituyen la Biblia. Solo ella es la Palabra de Dios y solo sus escritos alcanzan la condición de autoridad que Dios mismo les comunica. Al aproximarse a cualquiera de ellos para estudiarlo, conviene hacerlo desde la seguridad de lo que son en sí mismos, a la vez que es necesario establecer la metodología para llevar a cabo dicho estudio.
I. Introducción general
A. El texto a interpretar y la metodología
1. La Biblia
El término Biblia viene al castellano desde el latín biblia, palabra plural en el latín clásico y singular en el latín posterior. Procede a su vez del griego Biblia, plural de biblion, originariamente diminutivo de biblos, que equivalía tanto a una porción de escritura en un elemento soportante, como a un libro. Con el uso, biblion perdió su carácter de diminutivo. Por tanto, Biblia significa libro, o los libros. En razón de la condición y procedencia divina de los escritos, tanto en su conjunto —integrado por los sesenta y seis libros que la forman— como individualmente en cada uno de ellos, o en cualquier porción en el original, la Biblia es la Palabra de Dios. En el s. IV, Jerónimo la calificó como la Biblioteca Divina. El término biblion referido a los escritos sagrados aparece en varios pasajes de la Biblia1.
Se le llama también “Escrituras” o “Las Escrituras”, derivado del griego gravmmata, que significa simplemente escritos y se aplica incluso a las mismas letras2. El término se usa tanto para referirse a escritos del Antiguo Testamento (cf. 2Ti. 3:16), como del Nuevo (cf. Gá. 6:11).
Ambos términos complementan la verdad que la Biblia es la Palabra de Dios. Este calificativo se aplica de igual manera a los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento (cf. Jn. 10:35; He. 4:12). En muchos lugares, la Biblia afirma que es la Palabra de Dios3 y Su revelación al hombre. Hay evidencias tanto internas como externas que confirman esta verdad, pero que no se consideran aquí debido a la propia razón del presente comentario, remitiendo al estudioso a las muchas Teologías Bíblicas o Sistemáticas que las consideran en extensión.
2. Revelación
Por revelación se entiende la declaración que Dios, por su propia iniciativa, comunicó a los escritores humanos de la Biblia, para que recogieran en sus escritos verdades que estaban fuera del alcance del hombre, a fin de proveer para los lectores el camino hacia el conocimiento de Dios y sus propósitos.
La revelación en el Antiguo Testamento constituye el profetismo. Dios habló a lo largo de siglos a los padres por los profetas (He. 1:1). Estos eran realmente la boca de Dios (Éx. 4:16; 7:1; Jer. 15:19) y sus escritos los escritos de Dios (Jer. 1:2; 36:1, 2, 4). En el Nuevo Testamento la revelación es revelación en el Hijo de Dios y por Él. Tal revelación hace de la Biblia un libro sobrenatural que manifiesta a Dios en Su Hijo. La Biblia es el Logos escrito y Cristo es el Logos encarnado.
3. Inspiración
Se entiende por inspiración la operación divina ejercida sobre los escritores humanos, por la cual Dios les reveló el mensaje a escribir, custodió su trabajo para que no hubiera error alguno en Su transmisión en el primer original, pero sin alterar el propio estilo y las capacidades personales del escritor, comunicando luego al trabajo hecho Su aliento divino para que todo el escrito original fuese absoluta y plenariamente Palabra de Dios, viva y eficiente u operante.
Existen algunas “teorías no bíblicas” sobre la inspiración de las que pueden destacarse entre otras:
Inspiración natural, que es la expresión de rechazo sobre la condición sobrenatural de los escritos bíblicos, al pretender que la Biblia es un libro como otro cualquiera y, aunque Dios hubiera podido dar una capacidad excepcional a los escritores, no deja de ser una producción total y únicamente humana.
La teoría mecanicista o del dictado, que afirma que Dios dictó la Escritura y que los autores humanos son meros amanuenses, esto es, personas que escriben al dictado de otro. Tal teoría queda cuestionada ante los diferentes estilos de la Escritura, a la vez que todas las oraciones intercesoras que figuran en ella carecerían de significado, porque sería Dios orándose a Sí mismo (cf. Ef. 3:14-21).
La teoría conceptual propone que Dios inspiró los conceptos, pero no las palabras precisas para expresarlos. En base a esto, la Biblia puede contener errores. Tal teoría entra en abierta contradicción con la enseñanza de la inspiración plenaria de la Escritura (2Ti. 3:16).
La inspiración parcial es la teoría que afirma que las palabras que expresan verdades divinas son precisas y ciertas, pero que las declaraciones referentes a la historia, geografía o ciencias, no son inspiradas y pueden contener errores. Tal hipótesis convierte al lector en el juez que determine qué parte es inspirada y cuál no lo es.
La inspiración mística enseña que Dios dio una inspiración gradual a los escritores humanos, pero no les dio completa capacidad de escribir la Biblia sin error. Esto convierte al intérprete en el juez que determina cuál es el grado de inspiración y, por tanto, de verdad en la Escritura.
La neo-ortodoxia propone la teoría de la inspiración falible, por la cual se enseña que en la Biblia hay elementos sobrenaturales, pero también contiene errores, por tanto, no debe ser tomada literalmente como verdad absoluta y simplemente como canal de revelación, que se hace verdad cuando es comprendida. La evidencia de verdad queda, pues, a juicio del intérprete.
Ante estas y otras muchas teorías sobre la revelación, es necesario enfatizar que la verdad bíblica acerca de la inspiración exige hablar de inspiración verbal o plenaria, que enseña que el Espíritu de Dios guio al escritor humano en la elección de todas las palabras (verbal) usadas en los escritos originales, de modo que cada una de las usadas por el escritor humano, fue elegida por Dios e inspirada por Él (plenaria), siendo toda la Escritura Palabra de Dios. La inspiración verbal y plenaria reconoce la intervención sobrenatural de Dios como inspirador, controlador y supervisor del escrito bíblico, pero no como si la hubiera dictado.
La inspiración plenaria tiene dos aspectos: a) relativo a la confección de los escritos bíblicos (2Pe. 1:21). En tal sentido Dios seleccionó sobe-ranamente a los escritores de la Biblia (Jer. 1:5), les comunicó el mensaje a dar en Su nombre (Jer. 1:9), les ordenó escribirlo (Éx. 17:14; Jer. 36:1-2; Ap. 1:19; 14:13), limitando el escrito solo al mensaje dado por Él al escritor humano (Jer. 36:2), actuando para que no se omitiera ninguna de todas las palabras para expresarlo (Jer. 36:2); por tanto, al concluir el escrito, todo su contenido es Palabra de Dios; b) relativo a la vivificación o vitalización del escrito bíblico (2Ti. 3:16). En este sentido cada unidad escrita proviene del aliento de Dios. El soplo divino sobre el escrito concluido le comunica vida a la Palabra y poder para actuar según el propósito para el que fue enviada (He. 4:12)4.
La doctrina de la inspiración conduce a la conclusión de que el Autor de la Escritura es Dios mismo (2Pe. 1:21), por acción directa del Espíritu Santo (2Sa. 23:1-3). El escritor humano seleccionado divinamente en cada momento es el instrumento para comunicar el mensaje escrito. Cada parte de la Biblia es el resultado de la actuación dual e inseparable de Dios y el hombre: el primero como Autor, el segundo como instrumento en Su mano. La Escritura enseña que la inspiración comprende tanto a los escritos del Antiguo como del Nuevo Testamento (2Pe. 1:19-21; 2Pe. 3:1, 2, 15, 16).
4. Inerrancia
Por ser la Biblia la Palabra de Dios inspirada, está exenta de error (Is. 1:1, 2; He. 1:1). Por el propio carácter de Dios, su Palabra es inerrante (Jn. 17:3; Ro. 3:4).
B. Los libros históricos
1. Generalidades
Dentro de la “Biblioteca divina” que es la Biblia —en frase de Jerónimo— aparece un amplio grupo de libros conocidos como históricos, debido a que, en líneas generales, son relatos concernientes o relacionados con la historia del pueblo de Israel. Los datos históricos referentes al resto de los pueblos, tienen siempre un nexo de enlace con la historia del pueblo hebreo y, solo de esta manera, aparecen en las páginas del Sagrado Texto. La Biblia, sin embargo, no es un tratado de historia; se limita a exponer datos que tienen que ver con ella, tan solo como referencias que ayudan a responder a la pregunta que es el tema de la Escritura: ¿quién es el Soberano? Cada uno de los hechos históricos registrados en la Biblia son una demostración de la soberanía de Dios, quien orienta todos los eventos al cumplimiento de Sus propósitos.
La historia secular, escrita por hombres, solo confirma los datos bíblicos. El creyente no acude a ella para certificar la veracidad de esos datos, ya que la Biblia es un libro que ha de ser aceptado por fe. En ocasiones, se ha pretendido que en la historia secular había contradicciones abiertas con la Escritura, pero, transcurrido el tiempo, la arqueología ha demostrado que la Biblia tenía razón, poniendo en evidencia que el error estaba en el desconocimiento que los hombres tenían en relación con los hechos contados por ellos. La aceptación de la inerrancia bíblica es base imprescindible para acercarse al estudio de los libros históricos del Antiguo Testamento. Los escritos bíblicos no son jamás el resultado de un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios (2Pe. 1:21). La inspiración divina alcanza a todos los escritos bíblicos en el original, como enseña Pablo cuando escribe: “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2Ti. 3:16). La Biblia fue escrita para el hombre con un propósito divinamente establecido: que sea “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2Ti. 3:16b-17). Siendo, pues, toda la Escritura necesaria para el desarrollo del hombre de Dios, lo son también los libros históricos, entre los que se encuentra el de Josué. Todo el contenido de ellos en el original, es Palabra de Dios, inerrante y autoritativa. El estudio de estos libros, junto con el resto de la Escritura, es necesario para que el creyente pueda alcanzar su madurez espiritual. Nadie puede llegar a ese estado sin la comprensión, aceptación y aplicación de “todo el consejo de Dios” (Hch. 20:27). El poder espiritual de los creyentes de la iglesia primitiva descansaba, en gran parte, en el conocimiento de la Palabra expuesta por hombres dotados para la enseñanza. Ese era un objetivo prioritario en aquellas iglesias, en las que la enseñanza sistemática de la Escritura era la forma habitual de predicación (Hch. 11:25, 26). No menos importante es apreciar cómo en los discursos —tanto los de proclamación del evangelio como los didácticos registrados en el libro de Los Hechos— aparecen continuas referencias a los libros históricos; prueba clara del conocimiento que tenían de esos escritos.
El apóstol Pablo no quería que los cristianos ignorasen el contenido de los libros históricos expresándolo claramente cuando escribe: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis...” (1Co. 10:1), para hacer seguidamente una serie de alusiones a acontecimientos tomados de los relatos del Pentateuco. El apóstol indica la razón de los relatos históricos en la Biblia: “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron” (1Co. 10:6); reiterando otra vez: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1Co. 10:11).
2. Los libros históricos como revelación de Dios
Toda la Escritura tiene como objetivo final revelar a Dios. La tesis agustiniana elaborada en su De civitate Deis es un magnífico compendio de lo que pudiera llamarse teología de la historia, ya que para Agustín la historia es obra de la providencia de Dios y, al mismo tiempo, un signo de la misma. La historia es una demostración de que Dios rige el mundo y una expresión clara de Su providencia. La filosofía de la historia es realmente una Teodicea histórica. Esta apreciación tiene consecuencias claras dentro de la revelación de Dios. Él se hace, en la historia, realidad que se comunica, que no solo se revela subjetivamente, sino también objetivamente, es decir, con un propósito salvífico. La salvación consiste en el conocimiento personal de Dios y en la entrega personal sin condiciones a ese mismo Dios revelado plenamente en Jesucristo (Jn. 17:3). La historia, especialmente la selectiva de la Revelación en la Escritura, ofrece la dimensión de Dios, no solo como lo que excede a cualquier pensamiento en razón de Su grandeza, es decir, el que es mayor que todo cuanto pueda pensarse, sino como el que es mayor de lo que cabe pensar. Dios, como Infinito, excede a todo concepto finito, por eso Él solo puede ser conocido por Sí mismo, y se hace conocido a otros en la medida en que Él mismo se dé a conocer. La fe es necesaria para la aceptación comprensiva de la revelación. Sin embargo, la fe no significa una aceptación de verdades suprarracionales a las que el creyente asiente, sino la entrega personal que se abandona a la dimensión inalcanzable para el hombre del misterio divino, que sustenta en ella toda la dimensión de vida, incluyendo al hombre y su historia. La revelación de Dios en la historia tiene una expresión definitiva para el ser humano en el contenido histórico de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. De forma comprensiva, los relatos del Antiguo Testamento expresan la acción divina conducente a la formación de un pueblo en la tierra, del que vendría, por descendencia humana, quien sería puesto por pacto y luz a las naciones (Is. 42:6). De ahí que la revelación de Dios en los relatos bíblicos, esté orientada a la revelación de Dios con los hombres, no tanto al modelo de información o instrucción, sino de comunicación. La historia bíblica no revela a Dios como Alguien, sino como Su auto-manifestación personal. Esencialmente, por medio de la Palabra, Dios no revela algo de Sí, sino que se revela a Sí mismo y manifiesta su voluntad salvífica, puesto que la salvación está en el conocimiento experimental de Dios y la aceptación por fe de Jesucristo que lo expresa exhaustiva y definitivamente (Jn. 17:3). La historia bíblica no está destinada a recoger aspectos salvíficos puntuales, bien sea en relación con hombres o con pueblos, sino a hacer de esos hechos el medio revelador del deseo salvador universal de Dios hacia los hombres.
El mensaje profético tiene que ver con la revelación de Dios al pueblo. Continuamente los profetas afirman estar hablando en el nombre del Señor. De ahí que se lea constantemente en el mensaje profético: “Así dice el Señor”. Sin embargo, esa proclamación obedece al deseo divino de autorrevelarse al hombre. El profeta habla porque primero recibió instrucción del Señor para hacerlo: “Vete y di a este pueblo” (Is. 6:9); “Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová” (Jer. 2:2). Con todo, en plena conexión con el mensaje profético directo, está el mensaje histórico plenamente vinculado a él. El profeta recuerda continuamente los hechos ocurridos que manifiestan la realidad de Dios y Su providencia. El mensaje profético desemboca en la figura narrativa de la revelación. Por eso, los llamados libros históricos —entre los que está el de Josué— son considerados como los profetas anteriores, porque en cada relato independiente o en el conjunto pleno de todos ellos son parte de la propia revelación de Dios. Mediante la historia, Dios se está revelando, hablando a los hombres y tratando de vincularlos con Él en salvación. La expresión bíblica desde la historia revelada en ella, no es algo puesto al alcance de los hombres para que investigándola por sus propias capacidades intelectuales en libre meditación y reflexión descubran a Dios, sino que es una automanifestación libre de Él y, por tanto, un aspecto de la luz de la verdad que ilumina al hombre orientándolo hacia su Persona. La revelación bíblica es un solo medio establecido mediante palabras y hechos, siendo la Palabra revelada intérprete de los hechos históricos, que a su vez la acreditan y refuerzan. La revelación histórica del mensaje bíblico no es primordialmente una expresión de acontecimientos ocurridos en el devenir de la existencia humana, sino la autorrevelación personal de Dios. En la historia bíblica el Señor no manifiesta realidades ocurridas, sino que se manifiesta a Sí mismo y expresa Su voluntad salvífica en relación con los hombres. Esta autocomunicación de Dios desde el mensaje histórico se concreta en hechos selectivamente determinados por Él, que son trasladados al conocimiento del hombre mediante palabras que Él mismo inspiró. La base de fe no se asienta en una autoconvicción del hombre, sino en narraciones, hechos concretos y menciones de hombres concretos. Sin embargo, la fe es mucho más que el asentimiento a esas palabras y hechos, es la aceptación personal que conduce a una entrega sin reservas a Dios que se manifiesta y revela personalmente en ellos. Los relatos históricos conducen al hombre a creer que Dios existe, a creer en Él y a entregarse a Él sin reservas, en un plena y total adhesión personal.
El reconocimiento de Dios por medio de la fe es el elemento esencial para la comprensión de la historia bíblica. Solo en la medida en que el hombre le reconoce como Señor y así le glorifica, puede entender la realidad de Su soberanía mostrada históricamente. En la dimensión de fe el hombre encuentra a Dios, que se revela en formas y aspectos históricos en el plano de los hombres. La historia es un anticipo, a modo de parábola de la vida misma, que conduce al hombre hacia la plenitud de un conocimiento perfecto escatológico (1Co. 13:12)5. Esa es la misma verdad expresada por Juan (1Jn. 3:2). La historia bíblica anticipa la gloriosa plenitud escatológica cuando Dios sea todo en todos (1Co. 15:28).
Los libros históricos no conducen al conocimiento nihilista del concepto de Dios, sin contenido, sino a una expresión trascendente de Dios que se acerca al hombre manifestándose en el tiempo y espacio de su historia, para mostrarle en ello Su propia condescendencia, viniendo a su encuentro y actuando en su propia dimensión.
3. Los libros históricos en el canon hebreo
La palabra canon (gr. kanon), significa literalmente vara o regla de medir, en general un instrumento fiable para hacerlo. En la literatura cristiana antigua se utilizaba con diversos significados. Pablo usa el término en sentido de regla o norma (2Co. 10:13, 15; Gá. 6:16). Por eso se denominaba regula fidei (gr. kanön pisteös), literalmente canon de fe, a la doctrina fundamental entre las iglesias cristianas de los tiempos apostólicos o postapostólicos.
Otro significado de la palabra canon es la de índice o lista. Cuando se aplica a la literatura bíblica, la palabra se usa para designar los escritos que se ajustan a una regla, que es la de la inspiración, que les da la condición de escritos autoritativos e inerrantes. Con el término canon se hace referencia a la lista de libros inspirados por Dios y a la calificación que distingue entre los libros inspirados —canónicos— y los no inspirados. A los escritos no inspirados, esto es, los no incluidos en el canon hebreo, se les llama apócrifos. La aceptación de tales libros como inspirados —por lo menos en menor grado que los otros— obligó a la elaboración de un segundo canon, que permitió incorporarlos en algunas Biblias, especialmente de procedencia católico-romana, dándoles por tanto el nombre de deuterocanónicos. La importancia de esto es vital ya que se trata de determinar cuáles son los libros que revisten autoridad divina —en razón de la inspiración— y cuáles no. Cuando un libro se acepta como inspirado se convierte en canónico, por tanto, todo libro reconocido como canónico, es también inspirado. El Señor Jesucristo tuvo como Palabra de Dios los libros del Antiguo Testamento, que formaban el canon hebreo. Posteriormente, los apóstoles, al recomendar la lectura de los Escritos del Antiguo Testamento (1Ti. 4:13; 2Ti. 3:15), reconocen en la Iglesia, la autoridad de los escritos del Antiguo Testamento como inspirados y los aceptan como canónicos.
La progresión del canon hebreo tuvo un largo período de tiempo hasta completar la lista de los treinta y nueve libros inspirados del Antiguo Testamento. Los israelitas reconocieron desde el principio algunos escritos como dotados de autoridad divina y, por tanto, palabra de Dios. Esto ocurría, por ejemplo, con la Ley, referida a los escritos sagrados del Pentateuco, que Moisés escribió conforme a la voluntad y mandato de Dios. Aunque la comunicación del Señor con el pueblo se hizo por medio de profetas, solo algunos de ellos recibieron instrucciones concretas de escribir lo que les había comunicado como Su mensaje (Jer. 30:2; 36:2). La sucesión de profetas con instrucciones para escribir el mensaje recibido se produjo desde Moisés en adelante (He. 1:1). Los profetas de Israel escribieron, no solo sus profecías, sino también la historia de la nación en los detalles que conforman lo que se conoce como libros históricos. A estos les llamaban los hebreos en la división antigua del canon bíblico los profetas anteriores. Entre los escritos canónicos, el Pentateuco ocupa un lugar principal. Sin duda, la aparición final de los cinco libros se produjo varios años después de haberse iniciado los primeros escritos de ese conjunto, pero todos ellos fueron debidos a un solo autor: Moisés, salvo —como es obvio— la pequeña posdata que relata su muerte (Dt. 34), y que posiblemente se deba a su ayudante y colaborador: Josué. Sin embargo, no es base para negar la paternidad mosaica del Pentateuco. Los escritores de los libros históricos, utilizaron diversas fuentes para sus escritos. El Libro de los Reyes cita entre ellas el Libro de los hechos de Salomón (1Re. 11:41); el Libro de las historias de los reyes de Israel (1Re. 14:19); el Libro de las historias de los reyes de Judá (2Re. 8:23). Los mismos libros históricos sobre la monarquía sirvieron de fuente para otro posterior: el de Las Crónicas, según indica el mismo autor (2Cr. 16:11). No obstante, las fuentes no fueron nunca escritos inspirados como lo son los relatos históricos incluidos en el canon.
Los masoretas agrupan los libros del Antiguo Testamento según el orden tradicional del canon hebreo, que se diferencia del utilizado por los traductores de la LXX en que estos observaron una disposición temática, colocando primeramente los cinco libros del Pentateuco, luego los históricos, a continuación los sapienciales y, finalmente, los proféticos. El orden masorético se establecía de este modo: (1) La Torá, que eran los libros de la ley, esto es, el Pentateuco; (2) los Nebi’îm, los profetas, divididos en profetas anteriores, que comprendían los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, y los profetas posteriores, con los tres llamados mayores, Isaías, Jeremías y Ezequiel, y los menores que eran los otros doce restantes, colocados en el mismo orden que aparece en la mayoría de las versiones de Biblias evangélicas; (3) los Kethûbîm, los escritos, que eran los libros poéticos y sapienciales, por el orden de: Salmos, Proverbios y Job; (4) los Meguilloth o rollos, que contenían el Cantar de los Cantares, Ruth, Lamentaciones, Eclesiastés, Esther, Daniel, Esdras, Nehemías y Crónicas. Sin embargo, la división masoreta, aunque se ajusta en cuanto a orden de colocación al primitivo canon hebreo, ha fraccionado algunos libros para permitir una más cómoda utilización de los escritos. Algunos eruditos consideran que esta división fue hecha atendiendo a la necesidad de facilitar la discusión con los apologistas cristianos que apelaban al Antiguo Testamento en su polémica con el judaísmo6. El canon hebreo primitivo estaba dispuesto en veinticuatro libros, en lugar de los treinta y nueve anotados en el masorético, aunque uno y otro tenían la misma extensión en cuanto a contenido. Ello se debe a que los dos libros de Samuel se contaban como uno solo, al igual que los dos de los Reyes y los dos de Las Crónicas; los profetas menores, junto con Esdras y Nehemías, eran también un solo volumen.
El historiador Flavio Josefo menciona tan solo veintidós libros considerados como Escritos Sagrados:
“Contamos con solo veintidós que contienen la historia de todos los tiempos, libros en los cuales con toda justicia creemos; y de estos, cinco son los libros de Moisés, que contienen las leyes y las más antiguas tradiciones desde la creación del género humano hasta su muerte. A partir de la muerte de Moisés hasta el reinado de Artajerjes, rey de Persia, sucesor de Jerjes, los profetas que sucedieron a Moisés escribieron la historia de los acontecimientos que ocurrieron durante sus vidas en trece libros. Los cuatro documentos restantes contienen himnos a Dios y preceptos prácticos para los hombres” (Contra Apión, 1.8)7.
Algunos eruditos consideran que Flavio Josefo unió los libros de Ruth con Jueces, y Lamentaciones con Jeremías, considerando además los libros de Samuel, Reyes, Crónicas, Esdras, Nehemías y los doce profetas menores como un solo libro cada uno, con lo que se llega al número veintidós, para hacerlos coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo. Al final se llega al mismo número de treinta y nueve escritos, agrupados de distinta manera.
Aunque la división de los libros del canon hebreo según los masoretas tiene una notable importancia, no deja de ser una lista establecida en tiempos del cristianismo y no se trata de una división precristiana. En general, el Antiguo Testamento, se dividía en dos secciones según el “Manual de disciplina de Qumran” y el “Documento sadoquita”: Moisés y los Profetas.
Es Jesucristo quien da una división natural del Antiguo Testamento dividiéndolo en “La ley de Moisés, los profetas, los Salmos y las Escrituras” (Lc. 24:44, 45). La ley se refiere a los cinco libros escritos por Moisés; los profetas, incluyen tanto los anteriores como los posteriores; los Salmos, es el salterio hebreo; y las Escrituras, que comprenden todos los escritos restantes del Antiguo Testamento.
Los libros históricos, entre los que se encuentra el de Josué, estaban considerados como inspirados e incluidos dentro del grupo de los llamados profetas anteriores que, como se ha indicado, comprendían junto con Josué, los libros de Jueces, Samuel y Reyes. Estos libros fueron siempre aceptados como canónicos y ninguno de ellos estuvo incluido dentro del grupo llamado la antilegómena8, contra los que había alguna reserva para considerarlos como escritos inspirados. Esta cuestión quedó cancelada definitivamente en el encuentro judío de Jamnia, año 90 d.C.
4. Los manuscritos del texto bíblico
Las versiones de la Escritura en su totalidad —y de sus libros en particular— obedecen a la traducción de textos manuscritos. De ahí la importancia que estos elementos tienen como base para la transmisión del texto bíblico a idiomas modernos. Aunque el tema es sumamente importante e interesante, no debe perderse de vista la necesaria brevedad con que ha de referirse en una introducción sobre aspectos generales relacionados con el Libro de Josué, dejando al estudioso de la Escritura la tarea de profundizar personalmente en una investigación sobre los textos manuscritos de este libro.
4.1. Originales
Los originales infalibles de los libros históricos del Antiguo Testamento no existen; tan solo hay acceso a copias manuscritas de los mismos. Muchos de estos manuscritos están separados de los originales en el tiempo por cientos de años y algunos —como es el caso del Libro de Josué— por no menos de mil años entre el manuscrito más antiguo disponible y el original. Sin embargo, estos manuscritos son la única referencia que existe del escrito inspirado y constituyen la base esencial para la elaboración de las versiones, que en los idiomas modernos traducen y trasladan la Palabra de Dios.
4.2. Lengua
El idioma bíblico del Antiguo Testamento es el hebreo. Esta lengua pertenece al grupo occidental de la familia de las lenguas semíticas. Por ello está muy relacionado con el ugarítico, el fenicio y el moabita. Probablemente el cananeo ha sido la lengua madre del hebreo. Relacionado con las familias de las lenguas semíticas escribe el Dr. Archer:
“La clasificación tradicional de las diversas lenguas semitas las dividía, según la localización de las naciones que las hablaban, en Norte, Sur, Este y Oeste. La lengua semita del Este suponía un solo idioma principal, el acádico, que admitía una división en los dialectos babilónico y asirio, con escasos matices diferenciales. Las lenguas semitas del Sur incluían: el árabe (subdividido en árabe del Norte —el lenguaje clásico y literario— y árabe del Sur, con sus subdialectos: sabeo, mineo, gatabaní y el hadramí) y el etíope antiguo o clásico (o Geez) con su moderno descendiente, el amárico. Las lenguas semitas del Norte abarcan la familia aramea, a la que se divide habitualmente en las ramas oriental y occidental (la oriental es la base del idioma siríaco de la era cristiana, y la occidental, la base del arameo bíblico tal cual se lo encuentra en Daniel y Esdras). Las lenguas semitas del Oeste (a menudo clasificadas por los eruditos modernos con el arameo en lo que se ha dado en llamar lengua semita del Noroeste) abarca el ugarítico, el fenicio y el cananeo (del cual el hebreo y el moabita son dialectos)”9.
Una característica común a los idiomas semíticos está en la raíz de tres consonantes que originan muchas voces con la combinación de vocales. Las consonantes iniciales fueron veintidós, añadiéndose posteriormente una más por distinción entre una de ellas. Este idioma se escribe de derecha a izquierda. La lengua se escribía solo con consonantes, incluyéndose posteriormente las vocales para consolidar la transmisión textual correcta.
4.3. Transmisión del texto bíblico
En la transmisión del texto manuscrito, juegan un importante papel los escribas. Estos eruditos evitaban escrupulosamente cualquier alteración de las consonantes del texto anterior, trasladándolo con absoluta fidelidad y dando por buena la copia cuando después de muchas verificaciones, que incluían el recuento de letras, coincidía plenamente —salvo el siempre posible error humano— con el manuscrito anterior. Sin embargo, cuando se encontraban con palabras cuyo significado pudiera considerarse incorrecto o inducir a error, solían colocar en el margen de la copia, el vocablo que entendían sustitutorio o procedente, colocando un circulo sobre la palabra modificada. Las consonantes que estaban en el texto las denominaban Qetîb (lo escrito) y las del margen Qere (lo que debe leerse). Los verbos se agrupan en dos clases: los sustantivales y los adjetivales. Los primeros son dinámicos, mientras que los segundos son esencialmente estáticos. Los verbos distinguen los dos aspectos de la acción. Cuando esta es completa el modo es perfectivo; cuando no es completa se trata de imperfectivo. La distinción entre ambas acciones se establece por la colocación del elemento pronominal que en el perfectivo va como sufijo y en el imperfectivo como prefijo. En los sustantivos se utiliza ampliamente el singular como expresión de colectividad o conjunto, usando en ocasiones la terminación femenina con función de singular. Los pronombres posesivos aparecen como sufijos del sustantivo. Incluso los adjetivos pueden ir precedidos de artículo y utilizarse independientemente con valor de sustantivo. En el idioma hebreo se usan muchas figuras relacionadas con el cuerpo humano para describir estados psicológicos. Sus imágenes verbales son tomadas normalmente de cosas y actividades de la vida cotidiana, siendo muy rico en figuras del lenguaje. Especialmente debe considerarse el uso de expresiones antropomórficas para referencias al mundo inanimado, principalmente para hablar de aspectos relacionados con Dios. Por tanto, en la interpretación han de tenerse en cuenta para no darles el sentido literal que tendrían. Una larga serie de características gramaticales deben ser atendidas para la traducción correcta de los textos hebreos, de ahí que sea preciso un pleno dominio de las peculiaridades del idioma para este trabajo.
Debe tenerse en cuenta que, en la trasmisión del texto bíblico a través de copias, no es imposible que se produzca alguna equivocación o error, ya que el único escrito inspirado es el primer original autógrafo. Por ello, el texto bíblico manuscrito no está exento de todo error. Buena prueba son las discrepancias que aparecen entre ellos. Probablemente algunos errores se produjeron ya en la primera copia y luego se incrementaron en el tiempo al establecerse copias de copias. Sin embargo, las diferencias textuales son relativamente poco importantes y, lo sorprendente, es que ninguna de ellas afecta a cuestiones doctrinales o precisiones teológicas, buena prueba de la acción de custodia del Espíritu sobre los copistas. No puede hablarse de inspiración de los segundos escritos, es decir, de las copias de los primeros originales, pero sí es evidente la acción divina para que la transmisión del texto revista toda la pureza necesaria que lo identifique plenamente con el mensaje de Dios en el original. Si así no fuera, el propósito de Dios de transmitir su revelación a las generaciones sucesivas de la humanidad habría fracasado. La corrupción del texto bíblico traería consecuencias funestas en una mezcla de verdad y mentira que engañaría a los lectores. Todo el contenido de verdades doctrinales del Antiguo Testamento se mantiene con absoluta precisión cuando se contrastan los manuscritos existentes con los descubrimientos más recientes, tales como el material de Qumram. A la fijación del texto bíblico concurre con su ayuda la crítica textual en donde expertos contrastan los manuscritos que van apareciendo y fijando el texto en su mayor proximidad al primer escrito.
Los errores que suelen darse en las copias de los manuscritos son generalmente cambios muy sencillos, tales como letras o números, anulación involuntaria de separación de palabras, o cuestiones similares. Por citar tan solo algunos ejemplos, existe el error de fusión, consistente en la unión de dos palabras separadas. Lo contrario, esto es, la separación de una palabra se conoce como fisión. En otras ocasiones aparece una haplografía, error que se produce cuando se escribe una sola vez lo que debiera ser más de una, bien sean letras, o incluso sílabas o palabras. El error de homofonía consiste en la sustitución de una palabra homónima por otra. Cuando se omite un pasaje en razón de que el copista pasó de un lugar a otro similar, se conoce como homoeoteleuton; en este caso el manuscrito pierde una serie de palabras que no fueron copiadas. El caso inverso es la ditografía es el error que se produce cuando se escribe dos veces un mismo pasaje. En otras ocasiones la alteración es una metátesis, consistente en variar el orden de las letras de una palabra, o incluso el orden de dos palabras. Siendo el hebreo un idioma con letras muy parecidas, no es difícil encontrar algún error debido a la incorrecta interpretación de letras similares, que incluso puede alcanzar también a confundir vocales con consonantes, especialmente en momentos en que la escritura hebrea comenzó a utilizar consonantes indicativas para la presencia de algunas vocales.
4.4. Crítica textual
La Crítica Textual ha establecido criterios de selección para las variantes de los manuscritos que aparecen. Entre las normas establecidas para ello figuran las siguientes:
a. Prioridad a la variante más antigua. Teniendo en cuenta que no siempre el manuscrito más antiguo es necesariamente el mejor. De ahí que solo deba aceptarse como mejor el más antiguo cuando sea tan fiable como otro más moderno y esté libre de dificultades textuales propias.
b. Prioridad a la variante más difícil. Es lógico pensar que un copista es más propenso a simplificar las palabras de un original que a lo inverso, es decir, a utilizar palabras más complicadas o menos claras para el lector. Cuando aparecen palabras raras o expresiones difíciles, es evidencia de que se debe a la fidelidad del copista en el traslado del original que tenía delante cuando produjo la copia. Lo más probable es que aquella palabra o expresión más compleja figurara en el modelo del que copiaba. Sin embargo, si esa variante carece de sentido o representa una contradicción con el propio texto, elimina la fiabilidad de la copia en cuestión.
c. Prioridad a la variante más corta. Dado que el copista es más propenso a alargar o comentar —introduciendo en el texto sus propias palabras aclaratorias— que a acortar eliminando alguna parte del material que tenía en el modelo del que copiaba.
d. Prioridad a la variante más explicativa. Es decir, se acepta aquella que mejor se ajusta o aclara las razones de todas las otras variantes.
e. Prioridad a la variante que cuente con el mayor apoyo geográfico. Esto es, aquella nueva copia que concuerde con el mayor número posible de manuscritos tomados de diversas ramas originarias.
f. Prioridad a la variante que se ajuste mejor al estilo del autor y su vocabulario. Es tan solo una aceptación de semejanza con los escritos del autor en cuestión.
g. Prioridad a la variante que no manifieste parcialidad doctrinal. Esto quiere decir que se acepta como mejor una copia que no revela pensamientos teológicos posteriores a los que había en el tiempo en que el escrito original fue producido.
4.5. Los manuscritos del Antiguo Testamento
En relación con los manuscritos del texto bíblico del Antiguo Testamento, pueden establecerse cuatro grupos: los precristianos, los de la era cristiana, las versiones del Antiguo Testamento y los targúmes arameos.
En los manuscritos precristianos cabe destacar los que resultan de los hallazgos de las cuevas de Qumram, en el mar Muerto. Todos estos documentos se identifican mediante un primer número que indica la cueva en que se encontró; luego sigue la letra Q, identificativo de Qumram; a continuación, las siglas identificativas del tema del documento, por ejemplo, Is correspondería al libro de Isaías; y finalmente una letra exponencial que identifica el número del mismo documento si se encontró repetido. Los textos precristianos pueden agruparse —en razón de manuscritos posteriores que se conservan— en un texto anterior al Masorético; la protoseptuaginta, de la que se tradujo la versión griega; y la protosamaritana que da origen a los manuscritos del texto samaritano. Es posible que los textos más fiables, esto es, que más se ajusten a los originales sean los protomasoréticos. Un manuscrito precristiano es el Papiro Nash, que contiene pasajes de Éxodo y Deuteronomio. Comparado con el texto masorético es prácticamente idéntico.
Los manuscritos de la era cristiana existen en un número elevadísimo. Sin embargo, gozan de prestigio y confiabilidad los siguientes: el Pentateuco Samaritano, cuyo descubrimiento ocurrió en el año 1616; en relación con el texto masorético se aprecian cerca de seis mil variantes, casi todas como diferencias de letras; el texto incluye también modificaciones sectarias que favorecen el pensamiento samaritano sobre el lugar de adoración. El Códice Oriental se encuentra depositado en el Museo Británico; contiene una copia parcial del Pentateuco, al que falta gran parte de Génesis y de Deuteronomio, y se estima que es una copia del año 850 d.C. El Códice Cairensis, con los profetas anteriores y los posteriores; se debe al copista Aarón ben Aser, que la hizo en el año 916 d.C.; el manuscrito fue conocido en el tiempo de las cruzadas, con la ocupación de Jerusalén. El Manuscrito de Leningrado que contiene los profetas posteriores y cuya datación se establece sobre el año 916 d.C.; la puntuación es babilónica y fue encontrado en Crimea. El Códice Leningrado (B-19A); es una copia íntegra del Antiguo Testamento, del texto masorético de Ben Aser; se estima que es del año 1000 d.C. y, según parece, es copia de otro manuscrito del año 980 d.C. que no se conserva; esté códice provee de base al texto hebreo más usual hoy y que manejan generalmente los eruditos hebreos.
4.6. Versiones del Antiguo Testamento
Las versiones más importantes del Antiguo Testamento son las griegas. Entre ellas, es de importancia capital: La Septuaginta, traducida en Alejandría entre los años 250-150 a.C. Esta versión se produjo por la conveniencia de dotar a los judíos que no hablaban el idioma griego de un texto a su necesidad, posiblemente revisado en tiempos de Tolomeo II. Fragmentos de Qumram 4 con diversos pasajes del Antiguo Testamento. Papiro de Rylands que contienen versículos del libro de Deuteronomio, del año 150 a.C. Papiros de Cherter Beatty, localizados en Egipto; contienen partes de Génesis, Números, Deuteronomio e Isaías. Papiro 911, procedente de Egipto; se considera del s. II d.C.; está escrito en caracteres unciales cursivos; contiene partes del Génesis. El manuscrito Griego Freer V conteniendo los profetas menores; se data de finales del s. III d.C.; escrito en caracteres egipcios; falta en él el libro de Oseas. Hexapla de Orígenes; debe datarse sobre el 250 d.C.; el trabajo se debe a las diferencias que Orígenes encontró con el texto griego de la LXX; para llegar a determinarlo con precisión estableció un texto paralelo en seis columnas que contenían: el texto hebreo original, el hebreo trasladado al griego, la traducción griega de Aquila, la traducción griega de Símaco, la versión LXX, y la traducción de Teodoción; de esta manera, depuró el texto incluyendo la traducción al griego de pasajes del hebreo que no habían sido traducidos; de la versión final griega se conserva una publicación en el Códice Sarraviano del s. IV. El Códice Vaticano, contiene gran parte del Antiguo Testamento y conserva un texto de la LXX anterior a Orígenes. El Códice Sinaítico, datado sobre el año 375-400 a.C., contiene incompleto, a falta de algunas porciones, el Antiguo Testamento. El Códice Alejandrino, que presenta una gran afinidad con la Hexapla.
En cuanto a los Targúmes Arameos, son producto de las consecuencias del exilio babilónico, a partir del cual, el pueblo hebreo cambió su expresión idiomática habitual del hebreo al arameo. Eso trajo como consecuencia la necesidad de trasladar al arameo los escritos en hebreo. Sin embargo, la traducción que se hacía no se limitaba siempre al mero traslado del texto, sino que en muchas ocasiones se convertía en una paráfrasis interpretativa, especialmente en los libros proféticos. En relación con el presente trabajo, es de interés el Targum de Jontatán Ben Uziel que contiene los profetas, desde Josué a Reyes, e Isaías a Malaquías; fue compuesto en el s. IV d.C.
Finalmente, en este apartado conviene señalar el trabajo admirable de la versión latina conocida como La Vulgata Latina o Vulgata de Jerónimo. El trabajo de esta versión es consecuencia de la creciente diversidad de variantes que aparecían en las versiones latinas de la Biblia. Esto llevó al papa Dámaso I a encargar a Jerónimo en el año 384 la revisión del texto latino antiguo de los evangelios. A la revisión de los evangelios siguió la de los restantes libros del Nuevo Testamento. Una vez hecho este trabajo, inició la difícil labor de revisión de los libros del Antiguo Testamento. Para realizar con precisión esta tarea se trasladó a Belén, donde, por medio de la Hexapla, abordó la tarea de la revisión textual latina. Más que una revisión ha sido una traducción del Antiguo Testamento al latín, a partir de los originales hebreos.
C. Metodología interpretativa para los libros históricos
Los libros históricos requieren, como cualquier otra parte de la Escritura, la aplicación de un método interpretativo que manifieste el alcance, significado y aplicación de sus relatos. Esencialmente, hay dos sistemas interpretativos con sus variantes: el alegórico y el literal. Dentro de ambos pueden establecerse otras subdivisiones, tales como la interpretación dogmática que acude al texto bíblico para justificar un pensamiento o forma de fe y la interpretación racionalista que somete toda la Escritura al juicio humano, que determina la validez o historicidad de sus declaraciones. Tanto los dogmáticos como los racionalistas —estos abiertamente y aquellos en modo sutil y oculto— entienden que lo sobrenatural no existe y que el texto bíblico está dado para sustentar el dogma de fe conforme a la necesidad de los creyentes o, en el caso de los racionalistas, que todos los hechos portentosos o milagrosos del relato pueden entenderse con el uso de la razón. La influencia de este modo de pensamiento se manifiesta claramente en el modo interpretativo de los milagros en los libros históricos y, por tanto, en el libro de Josué, según se considerará en su momento.
1. Método alegórico.
La alegoría es una ficción mediante la cual una cosa representa o simboliza otra distinta. La interpretación alegórica pretende encontrar verdades ocultas que subyacen en el relato bíblico y que el intérprete tiene que descubrir, ya que ese era el propósito del relato cuando fue escrito. Por tanto, los intérpretes, según el método alegórico, entienden que el relato bíblico es solo el vehículo utilizado para un segundo sentido más espiritual y profundo. Baste un ejemplo tomado de uno de los alegoristas judíos más conocidos, el alejandrino Filón (20 a.C.-54 d.C.) quien, al comentar el pasaje de Génesis 2:10-14, escribe esto sobre los ríos del Edén:
“Con estas palabras Moisés se propone bosquejar las virtudes particulares. Estas también son cuatro: prudencia, templanza, valor y justicia. Ahora bien, el río principal, del cual salen los cuatro es la virtud genérica, a la que ya hemos dado el nombre de bondad... La virtud genérica tiene su origen en el Edén, que es la sabiduría de Dios, y se regocija, exulta y triunfa deleitándose y sintiéndose honrada exclusivamente en su Padre, Dios. Y las cuatro virtudes particulares son ramas de la virtud genérica que, a semejanza de un río, riega todas las buenas acciones de cada uno con abundante caudal de beneficios”10.
Aparentemente este método parece como si se propusiera, en lugar de interpretar la Escritura, pervertir su significado con el pretendido deseo de encontrar verdades espirituales más profundas ocultas bajo la superficie del texto bíblico.
Sin duda los peligros del método alegórico son evidentes. Uno de ellos —tal vez el principal— es que no interpreta, sino que especula sobre la Escritura. El intérprete deja volar su fantasía en aras de un posible descubrimiento de verdades ocultas y significados espirituales, poniendo a un lado el valor real de las palabras y las razones que movieron al autor al escribir el texto. De este primer mal deriva un segundo no menos nocivo: el intérprete es la autoridad esencial frente al relato, dejando de serlo la propia Escritura, ya que esta queda al servicio del intérprete y no el intérprete al servicio de la Escritura. La influencia subjetiva del intérprete alegórico es notoria, apreciándose inmediatamente una enseñanza personal sobre sus convicciones teológicas y posiciones dogmáticas, que se valen de la Escritura como instrumento para sustentarlas y no al contrario. El lector de la Biblia dependerá íntegramente de que se la interpreten para poder entenderla y, con ello, quedará bajo la dirección y control del intérprete en lugar de estar sometido a la autoridad única de la Escritura. Ello conduce a una nueva dificultad, ya que el lector de la Biblia no puede estar seguro de entender e interpretar correctamente lo que lee si no recurre a una espiritualización del contenido textual, que queda a merced de la imaginación y especulación controlables solo por el intérprete.
La Biblia, como cualquier otro texto, recurre en ocasiones a figuras del lenguaje, entre las que están la alegoría y la parábola. Tales modos de escribir se descubren fácilmente con la simple lectura del texto. Sin embargo, el que existan estas figuras no es base para que deba entenderse toda la Escritura como una gran alegoría que ha de ser explicada y desentrañada para revelar el verdadero significado oculto en ella. En relación con la interpretación alegórica de los libros históricos, escribe Thomas Fountain:
“Un ejemplo de la forma en que emplean este método se ve en el trato que dan a la experiencia de Daniel en el foso de los leones. A Daniel se le considera como quien no estuvo literalmente en la fosa, sino que se encontraba ‘preso’ por las tentaciones y debilidades comunes a los hombres. Estas, las debilidades, son representadas en el relato como ‘leones’. Sin embargo, las tentaciones (leones) no dañaron a Daniel, porque tenía fe en Dios. Sus enemigos, en cambio, careciendo de esa fe, cayeron ante sus tentaciones. La lección que extraen del pasaje es que solo el hombre de fe en Dios puede vencer en la vida”11.
La aplicación del método alegórico ha hecho posible enseñar sobre textos o pasajes de estos libros dándoles un significado que nada tiene que ver con lo que el autor divino tenía el propósito de comunicar cuando el texto bíblico fue escrito.
2. Método literal
Llamado también gramático-histórico, es aquel que da a cada palabra el significado que tenía en su uso normal en el tiempo en que fue confeccionado el escrito. Se le llama gramático-histórico porque procura determinar el significado de las palabras tanto desde el punto de vista gramatical como histórico, es decir, el significado común que tenían en el momento en que fueron escritas.
El erudito Bernard Ramm, da una relación de las principales virtudes de este sistema:
“En defensa del enfoque literal se puede argüir: (a) Que el significado literal de las oraciones es la forma normal de todos los idiomas. (b) Que todos los significados secundarios de documentos, parábolas, tipos, alegorías y símbolos dependen para su propia existencia, del significado literal previo de los términos. (c) Que la mayor parte de la Biblia tiene sentido adecuado cuando se interpreta literalmente. (d) Que el enfoque literal no descarta ciegamente las figuras de dicción, símbolos, alegorías y tipos; sino que, si la naturaleza de la oración así lo requiere, fácilmente acepta el segundo sentido. (e) Que este método es el único obstáculo cuerdo y seguro para las imaginaciones del hombre. (f) Que este método es el único cónsono con la naturaleza de la inspiración. La inspiración plenaria de la Biblia enseña que el Espíritu Santo usó el lenguaje y las unidades del lenguaje (como significado, no como sonido) que son las palabras y los pensamientos. El pensamiento es el hilo que hilvana las palabras unas con otras. Por lo tanto, nuestra exégesis misma debe comenzar con un estudio de las palabras y la gramática, los dos fundamentos de todo discurso significativo”12.
Si Dios dio su Palabra para que el hombre comprendiera claramente su mensaje, tuvo que haberla escrito de tal modo que fuera plenamente comprensible con la simple lectura del texto bíblico, sin otra condición que la comprensión mental del lector. Este sistema interpreta los hechos tal como se produjeron y constan en el relato bíblico, que es la única base autorizada para la interpretación del pasaje. Este sistema libera al intérprete de cualquier subjetividad o propensión personal, tanto general como dogmática.
Si se quiere concretar una exégesis objetiva y real del texto, es preciso aplicar el método gramático-histórico-literal, en el que la interpretación se hace en base a las reglas semántico-gramaticales propias para la interpretación de cualquier texto literario, teniendo en cuenta lo que el autor quiso decir, en el tiempo en que lo hizo y para los lectores a quienes iba dirigido. Es bueno recordar las palabras del reformador Martín Lutero cuando afirma:
“Solo el sentido simple, propio, original, el sentido en que está escrito, hace buenos teólogos. El Espíritu Santo es el escritor y el orador más sencillo que hay en el cielo y en la tierra. Por tanto, sus palabras no pueden tener más que un sentido simple y singular, el sentido literal de lo escrito o hablado”13.
De un modo semejante se expresaba Calvino:
“El verdadero significado de la Escritura es el significado obvio y natural. Mantengámoslo decididamente... es una audacia rayana en el sacrilegio usar las Escrituras a nuestro antojo y jugar con ellas como si fuesen una pelota de tenis, tal como muchos antes han hecho... La primera labor de un intérprete es permitir al autor que diga lo que dice, en vez de atribuirle lo que nosotros pensamos que habría de decir”.14
Será, pues, el método literal el que se aplique a la interpretación del texto bíblico del Libro de Josué.
D. Tipología e ilustraciones en los libros históricos
1. Tipos
La palabra proviene de la voz griega tuvpo que tiene un amplio significado en el Nuevo Testamento donde aparece catorce veces15. Se utiliza especialmente como un modelo de algo que aparecerá posteriormente y también como el resultado obtenido siguiendo el ejemplo. Los tipos bíblicos pueden ser personas, lugares, objetos, oficios, sucesos o instituciones que Dios ha preparado para configurar una realidad espiritual futura. Cuando se establece la conexión entre el tipo en el Antiguo Testamento y la realidad espiritual a la que apuntaba en el Nuevo, se denomina técnicamente antitipo. Es muy importante en el estudio de la tipología, tener en cuenta que el tipo veterotestamentario tiene que haber sido diseñado por Dios para configurar una realidad espiritual en la revelación novotestamentaria, y no como una ilustración apta. La única forma de determinar con absoluta certeza la presencia de un tipo como algo que fue preparado por Dios con el fin de representar una realidad espiritual, es que exista un texto bíblico que lo establezca como tal. De este modo, se puede afirmar que Adán es tipo de Cristo, por cuanto la Escritura así lo determina (Ro. 5:14).
Sin embargo, se pueden señalar dos niveles dentro de la tipología bíblica: (1) el directo, que es aquel que la misma Escritura señala como tipo; y (2) el indirecto, que es aquel que, sin estar indicado expresamente, es lo suficientemente claro como para ser tomado como tal. No obstante, la tipología indirecta ha de ser utilizada con mucha cautela para no caer en alegorismos tipológicos que nada tienen que ver con la realidad.
Sobre esto escribe Thomas Fountain:
“... si limitamos así lo que se debe considerar como tipo, pasaremos por alto algunos que son demasiado claros para ser eliminados de la categoría. Es difícil saber cómo marcar el límite de este proceso, pero lo más seguro es no admitir como tipo verdadero sino solamente las cosas que llenan el requisito de ser mencionadas en la Biblia como tipos. Los demás se podrán señalar como ‘tipos probables’ o ‘posibles’. Hay otros que, por su carácter forzado, deben ser relegados a la categoría de ‘dudosos”16.
2. Ilustraciones tipológicas
Entendiendo claramente que debe considerarse tipo solo lo que expresamente se indica en la Escritura, se llega a la conclusión que en los libros históricos —y más concretamente en el libro de Josué— se encuentra una tipología indirecta que expresa verdades espirituales cuyo cumplimiento tiene lugar en el Nuevo Testamento. Esta tipología de segundo nivel, tal vez deba ser considerada mejor como ilustraciones tipológicas, para evitar caer en un alegorismo subjetivo que el intérprete pueda darle a hechos históricos que aparecen en ellos. Sin embargo, aun en la selección de estas ilustraciones debe caminarse con cautela, a fin de no abrir, de algún modo, la puerta a un alegorismo encubierto. A lo largo del estudio y, sobre todo de la aplicación del texto de los libros históricos, y especialmente del Libro de Josué, deben tenerse en cuenta algunas bases que permitan limitar las ilustraciones seleccionando solo lo que puede considerarse así con plena certeza. Las bases selectivas son: (1) debe haber una correspondencia precisa entre la realidad histórica y la espiritual que se determina; (2) la ilustración tipológica ha de ser “sombra de lo que ha de venir” (Col. 2:17; He. 10:1), aunque no se mencione expresamente la condición de tipo; por tanto, debe tener un claro carácter predictivo y descriptivo; (3) entre la “ilustración tipológica” y su correspondiente realidad debe haber una analogía precisa. (4) Las ilustraciones tipológicas deben tener una referencia sobresaliente a algún aspecto de Cristo y de su obra.
En este campo, el Libro de Josué tiene abundantes ilustraciones tipológicas, siendo el mismo Josué, como dador de reposo al pueblo de Israel, una ilustración tipológica de Cristo mismo (He. 4:8, 9; Mt. 11:28, 29). Los monumentos levantados dentro y fuera del río en el tiempo del cruce del Jordán, son también ilustraciones tipológicas que aparecen en el libro.
II. Introducción especial al libro de Josué
A. Título del libro
En hebreo el título del libro es Yehôsûa, que significa Jehová es salvación, nombre que Moisés dio a su servidor, llamado antes Oseas (Nm. 13:16) y con el que pasó a la historia bíblica (Éx. 17:9-14; Dt. 3:21; 3:28; 31:3; Jos. 1:1). El título del libro se identifica con el nombre del propio del autor. La primera forma abreviada de su nombre (heb. Hôsea) es tomada por los LXX como título en griego para ese libro, apareciendo en esa versión como Iosue, literalmente Jesús, el mismo nombre que sería dado al Señor (Lc. 1:31; 2:21). Para los creyentes evangélicos el libro toma el nombre, no solo del personaje central del mismo, sino de su autor, en contraposición con los eruditos liberales que consideran el nombre tan solo en relación a lo que llaman el héroe bíblico del relato.
B. Autor
1. Paternidad literaria
Generalmente se aceptó a Josué, el sucesor de Moisés, como el autor de este libro. En el Talmud (Baba Batra 14b) se hace esta afirmación: “Josué escribió su libro”. Esta fue también, salvo contadas excepciones, la aceptación general del cristianismo. Los maestros de la iglesia la tuvieron por indiscutible, apoyándola en sus escritos. Solo a partir del s. XV comienza a ser discutida la paternidad literaria del libro, cuando A. Tostado señaló a Samuel como autor del mismo.
El libro identifica con toda precisión al autor en el primer versículo: “...Josué hijo de Nun, servidor de Moisés” (1:1). Era de la tribu de Efraín. Como se ha dicho, el nombre dado por sus padres fue Oseas, que significa salvación (Nm. 13:8, 16), y más tarde Moisés lo cambió por el de Josué, (heb. Y’höshü’a) que quiere decir Jehová es salvación (Nm. 13:16). A su padre se le menciona con el nombre de Nun, nieto de Elisama, jefe en la tribu de Efraín (1Cr. 7:27; Nm. 1:10). El nombre Oseas, puesto por sus padres, era común en la tribu (2Re. 17:1; 1Cr. 27:20; Os. 1:1).
Se conoce poco de su entorno familiar, aunque debe considerarse, por extensión, como el propio de la situación de esclavitud a que el pueblo de Israel había llegado en Egipto. Josué era relativamente joven en el tiempo del Éxodo, como afirma Moisés (Éx. 33:11). Posiblemente en el tiempo de enviar Moisés los exploradores a reconocer la tierra prometida desde Cades-barnea, sería de una edad similar a la de su compañero Caleb, que entonces tenía cuarenta años (Jos. 14:7). Su primera actuación conduciendo los ejércitos de Israel ocurre en el tiempo del recorrido por el desierto, con motivo de la batalla contra Amalec en Refidim (Éx. 17:9). Aquella fue la primera vez que Israel se vio involucrado en una batalla que tenía que afrontar directamente con enemigos exteriores. Hasta entonces Dios había combatido por ellos y, en momentos críticos, había sido llamado a mantener la tranquilidad, porque el mismo Señor se ocuparía de resolver la situación: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Éx. 14.14). Desde Refidim en adelante las batallas de Dios serían libradas por medio de su pueblo. Ellos combatirían en el nombre del Señor, gozando en todo momento de Su conducción y poder, pero debían aprender a depender de Él y a confiar en sus promesas.
Josué se convirtió en ayudante de Moisés (heb. mesaret Moseh), literalmente el ministro como el hombre de confianza de Moisés, acompañándole incluso en parte del camino hacia el Sinaí, cuando fue promulgada la ley, esperándole mientras estaba en el monte (Éx. 24:12-13). También estaba con él en el Tabernáculo de Reunión, desde donde Dios hablaba directamente con Moisés y a donde acudía todo aquel que buscaba al Señor (Éx. 33:7); desde cuyo lugar Dios mismo dirigía toda la acción del pueblo de Israel —lo que se podría denominar, usando una terminología militar, el Cuartel General del Mando Supremo de Israel— y era el lugar donde permanentemente estaba Josué (Éx. 33:11).
La experiencia cotidiana al lado de Moisés, el contacto con el pueblo y la vida de piedad cerca de Dios, iban a modelar el carácter y personalidad de Josué para hacer de él —utilizando una frase de Pablo— un hombre de Dios “enteramente preparado para toda buena obra” (2Ti. 3:17). Cuando fue necesario seleccionar hombres probados y reconocidos por todo el pueblo para misiones especiales, Josué figuraba entre ellos, como en la ocasión antes mencionada del reconocimiento de Canaán por un grupo de exploradores enviados desde el desierto de Parán. Ya en aquella ocasión la relevancia social de Josué era evidente, siendo considerado entre los príncipes de Israel (Nm. 13:2). Sin duda había una notable diferencia espiritual entre Josué y su compañero Caleb y el resto de los enviados. Estos últimos se limitaron a una observación subjetiva de la tierra, considerando tan solo el número y la aparente fortaleza de los habitantes de Canaán, con sus ciudades amuralladas. En base a esa apreciación dieron un informe desfavorable, desalentador y negativo, afirmando delante del pueblo la imposibilidad de conquistar la tierra y el grave riesgo que supondría para Israel tal empresa (Nm. 13:32-33). Bien diferente fue la actuación de Josué junto con Caleb. Josué había participado en combates y había visto el poder de Dios obrando en favor de su pueblo en ocasiones dificultosas. De su mente no se podía borrar la destrucción de los ejércitos de Egipto en el mar Rojo (Éx. 14:23ss), y los de Amalec en Refidim, donde la victoria no se produjo como consecuencia de la potencia y estrategia del ejército de Israel, sino como respuesta divina a la oración intercesora de Moisés (Éx. 17:8-16). Josué y Caleb procuraron llevar al ánimo de todo el pueblo la conveniencia de obedecer la determinación de Dios y, confiando solo en Su fuerza, acometer la tarea de iniciar la conquista de la tierra prometida (Nm. 14:6-9). Tal actuación estuvo a punto de costarle la vida debido a la violenta reacción del pueblo contra ellos, salvándolos la presencia gloriosa de Dios sobre el santuario (Nm. 14:10). Al igual que había ocurrido con Moisés en el desierto de Arán, Josué iba formándose para ser el instrumento que Dios había escogido para suceder a Moisés e introducir a la nación en la tierra prometida.
Dios mismo estableció a Josué como el sucesor de Moisés. Junto con la determinación divina en relación con la sucesión, el Señor indicó el procedimiento que debía seguirse en el reconocimiento público de sucesión. Moisés debía imponer su mano sobre él en presencia del sumo sacerdote Eleazar, y esto había de tener lugar delante de toda la congregación, dándole el cargo en presencia de ellos. Al mismo tiempo, Moisés transferiría públicamente su dignidad, esto es, le constituiría en adelante como su sucesor, a fin de que la congregación de Israel le respetara y obedeciera en lo sucesivo como habían hecho con él (Nm. 27:18-20). Así se hizo, tal como lo había determinado el Señor. Josué fue presentado delante del pueblo como el continuador de la obra que Dios había encomendado a Moisés primeramente, y el instrumento escogido para llevar al pueblo hasta la posesión de Canaán (Nm. 27:18).
La sucesión, por tanto, se hizo efectiva en vida de Moisés. Debió haber sido algo muy emotivo. Junto con la presentación oficial, tuvo palabras de aliento para Josué en presencia de todo el pueblo. La empresa, siempre difícil, no debería causarle inquietud ni desaliento, ya que Dios había determinado y jurado que entregaría aquella tierra a los israelitas; él tan solo sería el instrumento por medio del cual se haría efectiva la promesa. Dios entregaría la tierra y él la repartiría haciendo que cada tribu entrara en posesión de la parte que le correspondía. Ninguna inquietud debía intranquilizar a Josué en la tarea de la conquista de la tierra y destrucción de los pueblos que la habitaban, ya que en todo momento tendría la conducción de Dios. Mediante una promesa concreta en palabras de Moisés, el Señor le alentaba con la seguridad de Su presencia y dirección continuas. No había, pues, razón para intimidarse ante el desafío de la conquista de la tierra (Dt. 31:7-8).
Genealogía de Josué.
Terminado el ministerio de Moisés en la tarea de liberación de Israel de Egipto y el tiempo de conducción en el desierto, Dios mismo hablaba con Josué como había hecho antes con Moisés, ya que como líder de la nación por designación divina le correspondía proseguir con el programa establecido por el Señor, siendo Él quien le comunicaba las instrucciones sobre el modo de conducir al pueblo, como se aprecia en los primeros versículos del libro (1:1-9).
Es evidente que el personaje del libro no es un héroe de leyenda, como los teólogos liberales pretenden, sino un hombre perfectamente definido y conocido por el pueblo de Israel en aquellos días, cuya realidad histórica fue aceptada siempre por ellos y creída como tal por la iglesia en todos los tiempos.
2. Evidencias internas
Desde el punto de vista evangélico, es necesario seguir afirmando, con los hombres de la iglesia antigua, que el autor de este libro es Josué, el servidor de Moisés. Algunas evidencias internas son incuestionables: (1) Datos biográficos. Figuran datos biográficos del hagiógrafo que difícilmente hubieran podido ser conocidos por otro que no fuera el propio autor; a modo de ejemplo se dice que escribió su propio discurso de despedida (24:26). (2) Utilización de pronombre personal. El autor utiliza en varios lugares pronombres personales en primera persona, incluyéndose en las acciones que relata (p. ejemplo 5:1, 6). Aunque en la VRV60 se traduce el primer texto de un manuscrito en donde no figura este plural, sí aparece en el segundo caso. (3) Nombres de ciudades. El hecho de que se mencionen ciudades por los nombres arcaicos que tenían, hace necesario que su autor fuera anterior a la fecha que los liberales dan para la composición del libro.
Sin embargo, hay que reconocer que existen en el libro algunas partes que corresponden a sucesos posteriores a la muerte de Josué, que hace necesaria la presencia de un redactor que los incorporase. El texto registra su muerte y enterramiento (24:29-30) y hace referencia a un período de tiempo que siguió a este evento, en el que se señala un seguimiento fiel del pueblo de Israel, mencionando a los guías del pueblo que sucedieron a Josué (24:31). Se indica también la conquista de Quiriat-sefer a manos de Otoniel (15:16-17), cuyo acontecimiento figura como posterior a la muerte de Josué y se registra en el Libro de los Jueces (Jue.1:11-15). En esa misma línea algunos incluyen también el pasaje de la subida de los danitas hacia el norte del país por necesidades territoriales (19:47), con el relato de Jue. 18:27-29, aunque las evidencias para tales interrelaciones no son todo lo claras que sería necesario para una afirmación tan categórica.
Procede llegar a la conclusión de que el texto general del libro se debe al personaje cuyo nombre tomó, y el complementario, —sumamente breve en relación con el principal— fue compuesto por un personaje posterior, citando como posible —en opinión de algunos eruditos17— a Finees, hijo de Eleazar.
3. Oposición liberal a la paternidad literaria
Sin embargo, la paternidad literaria del libro es cuestionada por la Alta Crítica. Las posturas más radicales anti-Josué provienen —tal como ellos pretenden— de razones internas del propio libro, en que los argumentos anti-Josué llegan a desequilibrar los pro-Josué —siempre según los liberales— por lo que afirman que el título del libro no corresponde al autor, sino al héroe principal del mismo. Esta conclusión negativa plantea el consabido problema de autoría, abriendo la triple pregunta quién-cómo-cuándo”.
El triunfo de la hipótesis wellhauseniana entre los sectores liberales del protestantismo, aunque cuestionada por sectores más modernos de la escuela crítica y liberal, trajo consigo el que este libro —para algunos eruditos— deba ser incorporado dentro del esquema crítico-literario del Pentateuco. A partir de Wellhausen, comienza a utilizarse —como se indicó antes— el término y concepto de Hexateuco, en sustitución del Pentateuco, proponiendo la incorporación de Josué a los cinco de Moisés, para considerarlos como un todo, dejando de tratarse este escrito como un libro aparte. La principal razón que justifica —para los defensores de esta propuesta— el tratamiento conjunto de los seis primeros libros de la Escritura, se basa en la teoría documentaria (que veremos a continuación en la sección 4), que aparentemente sitúa el libro de Josué como tomado de las mismas fuentes del Pentateuco en sus cuatro documentos básicos: J E para la historia y D P para la teología y geografía.
M. Noth, dentro de la Historia de las Formas, establece una nueva hipótesis que está teniendo mayor aceptación en el contexto de la Alta Crítica. Su propuesta desliga a Josué del Pentateuco considerando que la fuente P no tiene que ver con este texto y sustituye las fuentes J y E por la D, uniéndolas definitivamente por D R a un material pre-D, proponiendo que se trate como una unidad histórica el conjunto de Deuteronomio-Josué-Jueces-Samuel-Reyes.
Esta teoría establece dos secciones básicas en el libro: la D, que comprende el relato histórico de la conquista, capítulos 1-12 y 22-24; y la pre-D que trata de la distribución territorial de las tribus, capítulos 13-21. Las dos secciones, inicialmente separadas, fueron unidas por un redactor deuteronomista que dejó en el texto de la redacción del libro su estilo característico. Las principales razones que sustentan la hipótesis son: a) el énfasis sobre la unidad del santuario (8:30-35); b) la introducción del héroe Josué y su relación con Moisés para formar un nexo de enlace con toda la perspectiva histórica desde Deuteronomio al Segundo Libro de Reyes; c) el estilo parenético y exhortativo del libro (1:1-18; 12:1-24; 21:43-22:6; 21:1-16)18.
Las teorías anti-Josué de la Alta Crítica, pretendiendo justificar la no autoría del libro, plantean inmediatamente la necesidad de encontrar un autor sustituto y, ya que el libro contiene datos referentes a la muerte de Josué y acontecimientos posteriores tales como los de enterramiento (24:29-32), se formularon propuestas de autores diversos, inclinándose inicialmente por Samuel. Pero más tarde, insatisfechos algunos críticos con este, propusieron como autor a un personaje anónimo anterior a David, que posiblemente hubiera sido testigo de la conquista y utilizara documentos contemporáneos para las narraciones del libro. El pensamiento liberal y sus propuestas se introducen también en el mundo evangélico conservador, encontrando referencias en algunos escritos evangélicos.19
Así aparece en el “Nuevo Diccionario Bíblico”:
“Los capítulos 1-11 forman un relato continuo, aunque el tratamiento se hace progresivamente sintético, y termina con una evaluación general de los logros de Josué (11:15-23). Cualquiera sea la forma en que el autor encontró este material, hizo de él una historia de la más elevada calidad dramática, tanto en el tratamiento del tema como en la técnica de la narración. No se trata simplemente de la adaptación de un trabajo preexistente; pero mucho se omite o generaliza para ligar el cuadro general, en su proporción adecuada, en un espacio limitado. Se llega a la culminación al final del cap.11, pero la historia no termina. El libro se relaciona con la obra de Josué y el cumplimiento de las promesas de Dios en el sentido de que Israel tomó posesión de la tierra ‘de la cual juró a sus padres que la daría a ellos’ (1:6; cf. 23:14; 24:13). Para el logro de ambos propósitos es necesario narrar el asentamiento y mostrar la vigorosa posición en que Josué dejó a la nación. En esta parte hay mucho uso de fuentes, algunas de las cuales vuelven a aparecer en otras partes (Núm. Jue. Cr.). El autor mantiene un firme control de su material, reelaborándolo profusamente en algunas partes (p.ej. el cap.20, y probablemente en la mayor parte de las listas de fronteras). La ‘despedida a la nación’ está registrada en el cap.23; pero desde el punto de vista profético la obra queda realmente coronada por el pacto de Siquem, aunque puede haberse producido mucho antes (24:28)”20.
Es evidente que el rechazo a la paternidad literaria de Josué se aprecia en el autor del artículo.
En razón a su incorporación al Pentateuco sigue su mismo tratamiento cronológico, poniendo a un lado las evidencias históricas que presenta el libro para distinta cronología. La “Historia de las Formas” propone que la sección de la conquista, capítulos 1 al 12, se unen hacia el año 900 a.C., completados con los capítulos 22 al 24 por D, con lo que las dos agrupaciones independientes —leyendas y episodios— y la introducción vinculante del héroe Josué que les sirve de nexo, forman por primera vez una unidad. A esta redacción se incorporan más tarde dos documentos: uno sobre la distribución de las tribus, probablemente del s. X a.C. y otro sobre la relación de ciudades que se convierten en provincias en el s. VII a.C. Un redactor deuteronomista fundió todo el material en el s. VII a.C., para lograr el texto definitivo, con un notable sabor nacional.
Las dos hipótesis antes citadas están siendo cuestionadas en el momento actual, ya que ambas reducen a una simple leyenda toda la historia del pueblo hebreo en la época de la conquista, haciendo aparecer a Josué como una figura puramente mitológica y legendaria. Especialmente interesantes son las frases del Profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, Dr. Félix Asensio:
“La teoría de M. Noth abre a la exégesis de Josué horizontes nuevos a pesar de su visión radicalmente antihistórica. Para M. Noth, la sección de la conquista (1-12) es, en su origen, una serie de tradiciones etiológicas benjaminitas en torno a Gilgal y de episodios heroicos de color local que el tiempo hizo entrar en el ámbito nacional, cuando Gilgal se convirtió en tiempos de Saúl en el lugar santo central de todas las tribus, y Josué, perteneciente a la poderosa tribu efraimita, surgió como el héroe de la conquista. Tampoco aparecería Josué en la sección primitiva ‘tribus-geografía’ (13-21), ni esta formaba originalmente un todo. Eran dos documentos distintos y de cancillería: el primero con el sistema ideal de las fronteras de las tribus (anterior a la unidad nacional bajo David), y el segundo con la lista de los nombres geográficos correspondientes a los doce distritos de Judá (del reino de Josías). La historia de la conquista y distribución de la tierra se reduce así a una pura leyenda y hasta desaparece la persona de Josué. Se ha ido demasiado lejos: si el sistema de M. Noth ofrece en su enfoque literario hilos más o menos débiles dentro de una recia trama de aciertos, en su enfoque histórico está exigiendo un cambio de rumbo”21.
4. La teoría documentaria en relación con el libro de Josué
Aunque la hipótesis documental está orientada directamente al Pentateuco, involucra también al Libro de Josué al incluirlo como un apéndice de los otros cinco, convirtiendo el Pentateuco en un Hexateuco, razón por la que debe ser considerada en este lugar en relación con este libro. La hipótesis pretende establecer que el Pentateuco no fue un escrito de Moisés, sino una compilación de documentos diversos redactados en diferentes lugares, en un período mínimo de cinco siglos. La teoría de las fuentes documentarias del Pentateuco se inicia con los trabajos del médico francés Jean Astruc sobre un análisis literario del Génesis. A la vista de los nombres diferentes utilizados para Dios en el capítulo uno y en el dos, propuso que Moisés utilizó dos fuentes documentarias correspondientes a dos autores distintos: uno de ellos —el que correspondería al capítulo primero— tenía conocimiento de Dios por el nombre de Elohim; el otro —correspondiente al capítulo segundo— conocía a Dios por el nombre de Yahveh. Esto permitió iniciar la hipótesis documentaria, basada en el criterio de utilización de los nombres divinos.
Siguiendo esa propuesta, Johann Gottfried Eichhorn publicó en 1780, un estudio clasificando el Génesis y los dos primeros capítulos del Éxodo, según las supuestas fuentes premosaicas, conocidas como J (Yawista) y E (Elohista). Sin embargo, la idea que el redactor final del Pentateuco no fue Moisés sino alguien muy posterior a él, condujo a la clasificación total del Pentateuco en base a los documentos referidos, estableciendo la división en base a las fuentes J-E.
La hipótesis de redacción anti-Moisés recibe un impulso con De Wette, quien afirmó que el Pentateuco no pudo haber sido escrito antes de los días de David22. Para este erudito liberal, el libro de Deuteronomio era la copia de la ley que Hilcías encontró en el templo de Jerusalén durante las reformas de Josías. Avanzando más en su hipótesis, llegó a afirmar que el Deuteronomio fue compuesto para servir al proyecto político-religioso de unificación del reino. La centralización religiosa ayudaría a la unificación política de las tribus integradas en él. Según esta hipótesis, la redacción del documento tuvo que haber ocurrido en tiempos de Josías y de la que se hizo una simulación de hallazgo, coincidiendo con las obras de reparación del templo. Esto traería como consecuencia introducir una nueva fuente para el Pentateuco, cuyo documento, por llamarse Deuteronomista, se conoce como D. La escritura del Deuteronomio —para los seguidores de la hipótesis documentaria— habría ocurrido en el año 621 a.C. Las fuentes documentarias se ampliaban a tres: primera la del documento E, luego la del documento J y, finalmente, la del documento D. Es interesante notar que De Wette no pertenecía a la escuela documental, sino a lo que se conoce como la escuela fragmentaria, que debe su nombre a la hipótesis de que el Pentateuco y Josué fueron el resultado de la recopilación de fragmentos separados, algunos antecedentes al mismo Moisés. El formulador de esta hipótesis fue el sacerdote católico-romano, escocés, Alexander Geddes. La idea fragmentaria del Pentateuco llegó a extremos difíciles, al continuar dividiendo cada uno de sus libros en posibles fragmentos que los habían originado, llegando en la fragmentación a sostener que para la compilación del Génesis no se utilizaron menos de treinta y nueve fragmentos. Esta fragmentación hacía necesario establecer subdocumentos que a su vez dividían las fuentes propuestas (J-E-D).
Añadiendo hipótesis sobre hipótesis, el profesor Heinrich Ewald propuso que algunos de los escritos del Pentateuco —como pueden ser el Decálogo y el ordenamiento legal más antiguo— fueron escritos directamente por Moisés. Posteriormente, un escriba anónimo compuso el Libro de los Pactos en tiempos de los jueces. Los orígenes de la nación, que correspondería al libro del Éxodo, se debió a otro escriba anónimo, que lo produjo durante los días de Salomón, y en el que se aprecia un alto contenido del material de la fuente E. Un nuevo elemento se incorporaría en tiempos de Elías, como son los datos biográficos sobre Moisés. Finalmente, otro escriba anónimo del tiempo de Uzías (s. VIII a.C.), fue el que introdujo el nombre de Yahveh, hizo la adaptación de los materiales precisos, los conjuntó y produjo el Pentateuco, como responsable final del mismo.
El proceso no se detuvo con esto, sino que en 1822, Friedereick Bleek, extendió la teoría documentaria al libro de Josué proponiendo un Hexateuco en lugar de un Pentateuco. Este autor reconocía la paternidad literaria de algunos pasajes como de Moisés, pero vinculaba la aportación de la mayor parte de material del Génesis a un escriba anónimo durante la época del reino unido (s. X a.C.). Afirmó también que un segundo escriba anónimo, durante los días de Josías, compiló el libro de Deuteronomio, incorporando entonces también el libro de Josué.
Pasando el tiempo, aparecen los trabajos de Hermmann Hupfeld, quien sugiere la idea de la división de la fuente E en dos. Posteriormente, otros críticos, ampliando y extendiendo el alcance de la hipótesis, propondrían la existencia de una nueva fuente documental que denominaron como fuente sacerdotal, conocida como la fuente P. Bajo esta hipótesis, y en relación con la supuesta fuente P, consideraron que el Pentateuco contenía leyes que habían sido redactadas con posterioridad al documento D. Uno de los seguidores de esta hipótesis, Karl Heinrich Graf, trató de demostrar que la legislación contenida en P era de la época del exilio (587-539 a.C.), o incluso posterior a ella, por lo que la redacción final del Pentateuco tendría que haber ocurrido en tiempos de Esdras o Nehemías. Quedaban, pues, establecidas cuatro fuentes para el Pentateuco o para el Hexateuco: J, E, D, y P.
Sin embargo, la formulación definitiva de la teoría documental se debe a Julius Wellhausen. Sus escritos más notables en este campo fueron “Die komposition des Hexateuch”, publicado en 1876, y “Prolegomena zur Geschichte Israels”, publicado en Berlín en 1878. Wellhausen no introdujo nuevos postulados a la hipótesis documentaria, pero conjuntó todas las propuestas anteriores, afirmando definitivamente el orden documentario, estableciéndolo como J E D P. La hipótesis documentaria, tal como la concretó Wellhausen, es seguida con bastante fidelidad por las escuelas no conservadoras y centros liberales aun en la actualidad.
Se puede hacer una descripción resumida de los cuatro documentos de la hipótesis documental tal como la expresa el Dr. Archer:
“J, escrito alrededor del año 850 a. de J.C., por un autor desconocido en Judá, Reino del Sur. Interesado especialmente en biografías personales, caracterizadas por vívidas descripciones del carácter, a menudo describe a Dios o se refiere a Él en términos antropomórficos (es decir, como si poseyera cuerpo, partes y pasiones como un ser humano). Demostraba también un interés tipo profético en reflexiones éticas y teológicas, pero poco interés en sacrificios o rituales.
E, escrito alrededor del año 750 a. de J.C. por un escritor desconocido del Reino de Israel del Norte. Fue más objetivo que J en su estilo narrativo y menos matizado de consideraciones éticas y teológicas. Tendía más bien a detenerse en hechos particulares concretos (o los orígenes de nombres o costumbres de particular importancia para la cultura israelita). En el Génesis, E demuestra interés en el ritual y el culto, y representa a Dios comunicándose por medio de sueños y visiones (y no tanto por contacto antropomórfico directo, al estilo de J). Desde Éxodo a Números, E exalta a Moisés como un obrador de milagros único en su género, con quien Dios podía comunicarse de manera antropomórfica.
Alrededor del año 650 a. de J.C. un redactor desconocido combinó J y E en un solo documento: J-E.
D, compuesto posiblemente bajo la dirección del sumo sacerdote Hilcías, como programa oficial para el partido reformista patrocinado por el rey Josías en el avivamiento del año 621 a. de J.C. Tuvo por objetivo obligar a todos los súbditos de Judá a hacer abandono de sus santuarios locales en los ‘lugares altos’ y traer todos sus sacrificios y contribuciones religiosas al templo de Jerusalén. Este documento estaba sometido a la vigorosa influencia del movimiento profético, particularmente el que encabezaba Jeremías. Miembros de esta escuela deuteronómica efectuaron una revisión histórica de los hechos registrados en Josué, Jueces, Samuel y Reyes.
P, compuesto en varias etapas de un largo camino que va desde Ezequiel, con su código de santidad (Levítico 17:16) alrededor del año 570 a. de J.C. (conocido como H), a Esdras, ‘escriba diligente en la ley de Moisés’ (Esdras 7:6), bajo cuya dirección fueron añadidas a la Torá las últimas secciones sacerdotales. P relata en forma sistemática los orígenes e instituciones de la democracia israelita. Demuestra un interés particular en los orígenes, en listas genealógicas y en detalles de los sacrificios y del ritual”23.
C. Datación del libro
Establecer una fecha para el Libro de Josué es tarea sumamente difícil, ya que depende enteramente de la datación del Éxodo y establecerla ofrece serias dificultades, especialmente por las muchas variables que los eruditos proponen y que llegan a oscilar en varios siglos unas de otras. Sin embargo, como se hubiera hecho con cualquier otro escrito, deben buscarse el mayor número posible de evidencias tanto internas —contenidas en el propio texto— como externas —ajenas al mismo— que permitan establecer con la mayor aproximación posible la fecha en que fue escrito. La datación tiene mucho que ver con la posición en relación con el personaje del que toma título el libro. Si se trata —como proponen los liberales— del héroe del relato, pero no del autor del mismo, la fecha puede dilatarse en el tiempo mucho más allá del momento de la muerte de Josué. Si se parte de la convicción de que Josué no es el héroe sino el autor, la fecha de datación del mismo debe establecerse en un período de tiempo no mayor de 50 o 60 años desde el momento del Éxodo, ya que quien introdujo a Israel en Canaán y les repartió la tierra, había estado en la esclavitud de Egipto y salió de allí con todo el pueblo, por la acción liberadora de Dios. Como para la datación de cualquier otro escrito, deben valorarse en primer lugar las evidencias internas, es decir, las referencias que aparecen en el propio texto y que permiten establecer la fecha de su escritura y, seguidamente, las evidencias externas, esto es, las extrabíblicas que complementan y coadyuvan a las bíblicas internas. Los eruditos discrepan notoriamente en la datación, estableciéndose generalmente una fecha temprana y otra u otras tardías.
1. Evidencias internas
Una consideración desprejuiciada de las evidencias internas, unida a alguna afirmación bíblica relativa a cierta cronología que se considerará más adelante, exigen una datación temprana para el Libro de Josué. Entre otras, deben valorarse las siguientes evidencias internas:
(1) Nombres de ciudades cananeas. En el texto se nombran ciudades cananeas, conforme a como se llamaban en el tiempo de la conquista. Así, a modo de ejemplo, se da el nombre de Baala, a la que luego se llamaría Quiriat-jeraim (15:9); Quiriat-arba, a la que se llama después Hebrón (15:13); y también Quiriat-sana, que recibió luego el nombre de Debir (15:49).
(2) Ciudades sidonias. Es muy notable observar que considera a Sidón en el libro como la ciudad más importante de la zona fenicia, llamando a los habitantes de aquel entorno “sidonios” (13:4-6), y a la ciudad de Sidón, “la gran Sidón” (19:28). Este dato evidencia una situación anterior al s. XIII a.C., ya que en esa época era Tiro la que había tomado preponderancia frente a Sidón.
(3) Los gabaonitas. Otra evidencia que favorece una datación temprana consiste en la mención que se hace del trabajo de los gabaonitas como aguadores y leñadores, indicándose claramente que estaban ejerciéndolo cuando se escribió el libro: “Y Josué los destinó aquel día a ser leñadores y aguadores para la congregación, y para el altar de Jehová en el lugar que Jehová eligiese, lo que son hasta hoy” (9:27). Tal situación solo podía darse en un tiempo anterior a la instauración de la monarquía, ya que Saúl había procurado exterminar a los gabaonitas, por lo que en modo alguno habría podido hacerse tal afirmación en la época monárquica, informando que en el tiempo en que se escribió el libro estaban ejerciendo el oficio que se les había asignado en los días de la conquista (2Sa. 21:1-9).
(4) Jerusalén. Una cuarta evidencia interna tiene que ver con la ciudad de Jerusalén. Se dice que estaba habitada por los jebuseos (15:63; 18:16,28), lo que denota una fecha de composición anterior a la monarquía, ya que la ciudad fue conquistada definitivamente por David (2Sa. 5:6-10; 1Cr. 11:4-9).
Todas estas evidencias internas favorecen una datación temprana del libro.
2. Evidencias externas
La principal dificultad está en la datación del Éxodo. Las dataciones que se dan a los acontecimientos del Éxodo y la salida de Israel de Egipto, afectan de forma directa y son trasladadas necesariamente al período de Josué. No hay evidencias extrabíblicas relacionadas directamente con el Éxodo, pero no hay duda que, no solo según la Biblia, sino conforme a la historia transmitida de Israel, este acontecimiento tuvo lugar. Las dos posiciones más notables que pretenden datar el Éxodo proponen el acontecimiento como ocurrido, para unos en el s. XV a.C. y para los otros en el s. XII. Por tanto, las discrepancias se establecen con la distancia de tres siglos de diferencia.
Sin embargo, no es del todo cierto que no existan evidencias que permitan aproximarse a una datación correcta del Éxodo, todo lo precisa que puede realizarse en un acontecimiento ocurrido en más de un milenio de distancia antes de Cristo y el tiempo presente. Las evidencias externas se agrupan en Bíblicas y extra bíblicas.
2.1. Evidencias externas bíblicas
Las principales son:
(1) Fecha de inicio de la construcción del templo de Salomón. La Biblia señala claramente que el templo de Salomón comenzó a construirse 480 años después de la salida de Egipto (1Re. 6:1). Dado que la edificación ocurrió aproximadamente sobre el año 961 a.C., el éxodo tuvo que haber sido —según este dato— sobre el 1441 a.C., lo que sitúa el acontecimiento, conforme a la afirmación bíblica, en el s. XV a.C. Una notable garantía es que la fecha dada como referencia en el inicio de las obras de la construcción del templo coincide con todos los MSS de que se dispone y en los que aparece.
(2) Presencia de Israel en la tierra en tiempo de los jueces. Con motivo del inicio de la disposición de los amonitas contra Israel, Jefté el juez de entonces, en la respuesta que dio al rey de Amón que pretendía derechos sobre la tierra de Canaán —desde Arnón hasta Jaboc y el Jordán— aludió a la presencia de Israel en el territorio reclamado desde hacía trescientos años (Jue. 11:26). Este dato concuerda y justifica plenamente que el tiempo entre la salida de Egipto y el inicio de la construcción del templo de 480 años, sean reales y no una cifra aproximada. Añadiendo a los cuarenta años del desierto el tiempo de la conquista y el período hasta Jefté, redondean los trescientos años de presencia de Israel en Canáan. De nuevo esta evidencia bíblica externa apoya la datación temprana del libro.
2.2. Evidencias externas extrabíblicas
(1) Evidencias arqueológicas. La misma arqueología viene a sustentar una datación temprana (s. XV a.C.) para el Éxodo, especialmente en base a las excavaciones de Garstan en Jericó, en donde se encontraron evidencias conclusivas de que la ciudad fue destruida un poco antes del año 1400 a.C., coincidiendo con las fechas que, conforme a la cronología bíblica, corresponderían a los tiempos de la conquista. Las relaciones y correspondencia entre Jericó y Egipto cesan bajo el reinado de Amenhotep III (1405-1368 a.C.), tiempo en que debió ocurrir la destrucción de la ciudad, lo que llevaría a considerar a Amenhotep II como el faraón del éxodo. Sin embargo los trabajos arqueológicos de Kathleen M. Kenyon24, parecen ofrecer una base para rechazar las conclusiones anteriores, al demostrar que los muros desenterrados en las excavaciones anteriores corresponden a construcciones del tercer milenio antes de Cristo, fecha muy anterior a lo que se había propuesto para las fortificaciones. Junto con ello, las muestras de arcilla encontradas en la excavación son muy posteriores al año 1400 a.C., lo que ha llevado a este grupo de arqueólogos a proponer una fecha posterior para la destrucción de la ciudad por Josué. No obstante, la mayor parte de los niveles arqueológicos de los siglos trece y doce han sido destruidos por los habitantes del lugar y la erosión natural ha hecho imposible determinar la extensión y naturaleza de la ciudad en ese período de tiempo.
(2) Cartas de Tell el-Amarna. La idea de una fecha temprana para el éxodo (s. XV a.C.), basada en las pruebas arqueológicas referidas en el párrafo anterior, se vio reforzada por lo que se conoce como la “Correspondencia, o las cartas de Tell el-Amarna”. Este fue un descubrimiento accidental al desenterrarse en Tell el-Amarna, un archivo de correspondencia diplomática perteneciente a la antigua Akenatón, primitiva capital del Rey Amenhotep IV (Aknatón). Las tablillas de arcilla están escritas en cuneiforme babilónico, lenguaje utilizado para la correspondencia diplomática durante la Dinastía XVIII de Egipto. El erudito investigador y arqueólogo Conder, en un examen de las tablillas, llegó a la conclusión que estaba en presencia de un relato cananeo de la conquista de Canaán por los ejércitos de Josué. En el año 1890 escribió un artículo titulado “Monumental Notice of Hebrew Victories”, que se publicó en la revista especializada “Palestine Exploration Quarterly”. Esa correspondencia comenzó a ser estudiada detenidamente y, en el mismo año, otro especialista, H. Zimmern, concuerda con el anterior afirmando que no había duda alguna de que las tablillas contenían una información detallada de la conquista hebrea y eran contemporáneas a ese acontecimiento.
En el examen científico de las tablillas, se destacó la repetición de la palabra Sa-gaz referida a los invasores. Por otro lado, estaban las cartas que el rey de Jerusalén Abdi-Hepa envió al faraón, haciéndole saber que los Habiru estaban arrasando toda la tierra de Canaán, en una conquista relámpago y que no había forma de detenerlos con los medios con que contaba. El investigador H. Winckler comenzó a sospechar que la palabra Habiru podría ser sinónimo de Sa-gaz, aparecida en la escritura cuneiforme de las tablillas. La sospecha se vio confirmada por otros descubrimientos arqueológicos en Bogastköy, que pusieron de manifiesto textos heteos y babilónicos colocados en columnas paralelas, en los que se aprecia claramente que Habiru y los Sa-gaz son las mismas personas, y en los que se citan a los dioses de los Sa-gaz como los mismos dioses de los Habiru.
En investigaciones posteriores, surgió la discusión de si estos nombres eran dados a guerreros en general, o se debían aplicar a un grupo étnico determinado, quedando muy divididas las opiniones, llegando incluso algunos especialistas como Mshe Geemberg, en una monografía titulada “The Heb/piru” (1955), a formular la hipótesis de que estos eran pueblos de origen desconocido, con la característica de que no se asentaban en un determinado lugar, sino que deambulaban continuamente, prestando servicios mercenarios a los pueblos de los lugares por donde transitaban, convirtiéndose prácticamente en un pueblo de servidores o esclavos.
Descubrimientos realizados en Ugarit añaden una nueva base para determinar si estos Habiru o Sa-gaz, podrían ser los ejércitos hebreos. Un texto publicado por Virolleaud contiene una relación de ciudades vasallas que debían proveer trabajadores forzosos para el rey de Ugarit. En dicho texto, escrito en acádico y ugarítico, aparece la palabra Sa-gaz como sinónima de Apirim. Es posible que por simple modificación fonética, pudiera llegarse a pronunciar la palabra Habiru como Apirim, cuyo significado sería los del otro lado, que equivaldría a extranjeros. Los hebreos utilizaban la forma Ibrî para referirse al linaje de Abraham, el hebreo, de ahí que no sea nada improbable que los cananeos hubieran empleado la palabra Habiru para referirse a un extranjero, reteniendo sus descendientes este calificativo por haberlo usado para su antepasado, lo que lo transformaría en un calificativo étnico. Es muy posible, como indica el Dr. L. Archer25 que algunos pueblos se vieran envueltos en los conflictos de la conquista y que incluso hubieran participado en las invasiones, sobre todo en la región norte.
Hay algunas objeciones a la identificación de los Habiru con los hebreos, referente a las cuales escribe el Dr. Archer:
“Moshe Greembarg y muchos de sus predecesores han rechazado esta identificación de los ‘habiru’ (SA-GAZ) con la invasión israelita, tanto por la diversidad de los nombres que aparecen en algunos de los registros mesopotámicos, como por la actividad desempeñada por los ‘Sa-gaz’ en Siria y Fenicia. La objeción está basada en el hecho de que en los registros hebreos no figura ninguna alusión a semejantes operativos militares en el norte. En respuesta a esta posición debemos señalar que nada hay en Josué que se oponga a la creencia de que las tribus situadas en el extremo norte, tales como Aser y Neftalí, que asentaron en la inmediata vecindad al territorio fenicio, hayan realizado acciones bélicas contra Tiro, Sidón y aun Biblos (ciudad de la cual salió la mayor parte de la correspondencia fenicia). Josué no pretende enumerar todos los operativos militares en los cuales participaron individualmente las tribus luego de terminadas las mayores y principales campañas unidas. Por tanto, no es un argumento decisivo como objeción para la identificación de los ‘habiru’ con los hebreos”26.
Otra objeción planteada por Greemberg considera que, según la correspondencia de Amarna, era posible que ciertos individuos o toda una población se hiciera habiru por el simple hecho de desertar del bando egipcio. Por ejemplo: en la carta numerada 185 en la edición Mercer27 —que de aquí en adelante se citará como EA— Rib-Addi declara que “...los habitantes de Laquis se han hecho habiru. Hasta un egipcio como Amanhatbi (Amenhotep) o Tusulti podría escapar por sus delitos o transgresiones, huyendo a los Sa-gaz” (EA; 95-63). Sin embargo, es preciso puntualizar que estos términos de expresión no significan necesariamente la obtención de una plena ciudadanía, por así decirlo, en las filas de los habiri, sino que podrían no ser otra cosa que una simple manera de indicar un cambio de adhesión o fidelidad, o la formación de una nueva alianza. Josué relata cómo los gabaonitas —la liga hevea— efectuaron un tratado de paz con los conquistadores israelitas, si bien lo hicieron utilizando una estratagema. No puede caber ninguna duda de que otras comunidades cananeas llegaron a similares acuerdos con los arrolladores invasores para evitar su total destrucción. Los principados cananeos que mantuvieron el conflicto contra Israel se resintieron amargamente con los que se pasaron al otro bando, y es posible que se hayan referido a esa maniobra como convertirse en habiru.
Otras observaciones contra la teoría de los “habiru” identificados como los hebreos, se refieren a operaciones militares de los “Sa-gaz” en unidades no coordinadas y generalmente pequeñas, según se deduce de los escritos encontrados, pero si se analiza la conquista de la tierra conforme al relato bíblico, se llega a la conclusión de que los ejércitos del pueblo de Israel, si bien operaron conjuntamente en las acciones generales de dominio del territorio, en muchas ocasiones, especialmente después de haber tomado la mayor parte del mismo y haberse procedido al asentamiento en el terreno conquistado, hubo acciones militares más pequeñas y localistas en las que no intervino todo el ejército, sino unidades más reducidas de alguna o algunas tribus, por lo que las referencias a grupos de ejército sin aparente coordinación entre sí, podrían muy bien ser relatos extrabíblicos de las acciones que afectaron a algunas ciudades o pequeñas áreas geográficas de Canaán.
Algunas de las cartas de Tell el-Amarna indican, sin embargo, la presencia de los habiru como un grupo muy numeroso que llega al territorio cananeo con enorme fuerza y conquista grandes porciones al mismo tiempo. En el texto antes mencionado del Dr. L. Archer se transcriben dos párrafos de otras dos cartas de la correspondencia de Amarna:
“... en la EA número 286 de Abd-Heba; ‘Tan ciertamente como el rey, mi señor, vive, cuando los comisionados partan, diré: ¡Perdidas están las tierras del rey! ¿No me quieres prestar atención? ¡Todos los gobernadores están perdidos; al rey, mi señor, no le [queda] un [solo] gobernador! ¡Preste el rey su atención a los arqueros, y envíe el rey, mi señor, tropas de arqueros [pues] al rey no le [quedan] tierras! Los habiru saquean todas las tierras del rey. ¡Si hubiera arqueros [aquí] este año, las tierras del rey, mi señor, permanecerán intactas pero si no hubiera arqueros [aquí] se perderán las tierras de mi señor!’ También en EA número 288, ruega: ‘Que el rey cuide de su tierra. Se perderá la tierra del rey. Todo me será quitado; hay hostilidad contra mí. En cuanto a las tierras de Sheeri (Seir) y aun hasta Gintikirmal (es decir, el monte Carmelo) no hay paz en todas esas regiones, sino hostilidad contra mí’. Como es obvio se refiere a la segunda fase de la campaña de Josué, cuando subyuga la parte central de Palestina”28.
Ante evidencias como la de la correspondencia de Amarna, reaccionaron los representantes del sector liberal buscando explicaciones que evitaran una confirmación extrabíblica del relato de la Escritura. Así, de pronto, surgen de este sector conocimientos históricos que no habían sido enunciados antes. Desde el sector liberal se sugiere —siempre a modo de hipótesis, sin base histórica real demostrable— que en el tiempo de la correspondencia de Amarna, los príncipes cananeos, que habían crecido grandemente en número, estaban tratando de liberarse de la hegemonía que Egipto ejercía sobre la zona y, a su vez, cada uno procuraba expandir el territorio de sus ciudades-estado empleando para ello tropas mercenarias para expulsar de los territorios apetecidos tanto a los dominadores como a sus propios vecinos. Por tanto, los príncipes leales al faraón, o quienes velaban por sus intereses, estaban reclamando la presencia de tropas egipcias, no para luchar contra los israelitas que invadían Canaán, sino contra quienes se rebelaban contra la dominación egipcia. Apoyándose en esta hipótesis los expertos liberales afirman que, en el relato de Josué, las ciudades-estado de Canaán estaban establecidas, mientras que en la correspondencia de Amarna ni siquiera se mencionan, lo que para ellos es una firme demostración de que los acontecimientos de Josué exigen una datación muy posterior a la que habitualmente se había dado como la más probable para el libro. Sin embargo surge una pregunta frente a las afirmaciones de la hipótesis liberal: ¿no sería más lógico pensar que la correspondencia se produce cuando ya las principales ciudades-estado de la zona habían caído en poder de Israel y que, a la vista del avance fulminante de sus ejércitos y en un último intento por impedir la progresión militar de los ejércitos de Josué, se escribieron las cartas solicitando los recursos del faraón? Es evidente que quienes tratan de eliminar toda acción sobrenatural en la confección de la Escritura traten por todos los medios de impedir la correcta datación histórica de los hechos bíblicos para evitar que sus teorías se desplomen por falta de sustentación. Mientras que la Biblia aporta datos concretos y fechas precisas, toda la Alta Crítica aporta solamente hipótesis de trabajo que se ven obligados a variar a medida que la arqueología va concordando con la verdad bíblica revelada.
Sobre nuevas hipótesis escribe R. K. Harrison:
“Algunos especialistas que asociaban las incursiones de los habiru contra Palestina con la toma de Jericó por los israelitas y la invasión del territorio montañoso de Efraín bajo el liderazgo de Josué, han llegado a la conclusión de que debió haber dos ocupaciones distintas de Palestina, quizás separadas por tanto tiempo como un siglo y medio. Por una parte, está la ocupación del norte por un grupo israelita, lo que ocurre hacia 1400 a.C.; por otra parte, está la ocupación del sur por Judá, que tiene que haber comenzado hacia 1200 a.C. Los escritores bíblicos —según estos especialistas— escorzaron y ensamblaron los dos relatos de la conquista en uno solo como la hazaña de un solo pueblo, proceso que explicaría la confusión resultante y las incongruencias del relato bíblico”29.
Hay diversidad de opiniones sobre esta correspondencia y la identificación de los Habiru con los ejércitos de Josué, pero un número considerable de eruditos de gran prestigio tiene la evidencia de que son las mismas personas. Se debe observar que los nombres de ciudades que figuran en esa correspondencia con Egipto como amenazadas por diferentes grupos reducidos de ejército, son las de Gezer, Jerusalén, Meguido, Ascalón y Ako, que fueron capturadas tardíamente en la conquista por los israelitas, mientras que las otras ciudades que ya habían sido tomadas, no aparecen en la correspondencia. Esto explicaría las urgentes demandas del representante de los intereses del faraón, frente a los desastres ocurridos en el resto del territorio, advirtiendo al soberano egipcio del peligro de que estas pocas ciudades cayeran en poder del enemigo, lo que traería como consecuencia que, literalmente, no le quedaría nada al faraón en la tierra de Canaán.
Finalmente, una nueva evidencia refuerza la tesis de identidad, al aparecer en escritos del imperio egipcio entre los años 1300 y 1150 a.C. varias veces la palabra hapiru para referirse a obreros no especializados que trabajaban en las canteras, citándolos como propiedad del templo en una lista de esclavos de Hierápolis durante el reinado de Ramsés III, e incluso como servidores en un establo. Pero hay otras referencias a los hapiru mucho más antiguas que corresponden al reinado de Tutmosis III, que bien pudieran haber sido los esclavos hebreos, siendo probable que los del tiempo de Ramsés III hubieran sido hebreos que fueron tomados cautivos por incursiones esporádicas de tropas egipcias durante los tiempos de los jueces.
Algunos eruditos hebreos dan una datación a la conquista de Canáan que se ajusta al pensamiento liberal, situándola en el año 1272 a.C.30 La hipótesis de una datación tardía posterior al s. XV, es considerada también por evangélicos conservadores, como ocurre con Harrison, que escribe:
“La fecha del siglo quince también se puede apoyar en argumentos fundados en la nota cronológica de 1Re. 6:1, que afirma que Salomón inició la construcción del templo el año 480 después de la salida de Egipto. Si la edificación tiene como fecha el año 961 a.C. aproximadamente, el éxodo tendría que haber sido ca. 1441 a.C. Si se ha de tomar literalmente esta secuencia, tenemos un argumento muy poderoso para una fecha en el siglo quince. Sin embargo, aunque esa cifra representa el testimonio unánime de los manuscritos, puede ser cuestionada sobre otras bases, particularmente al ser examinada a la luz de los simbolismos orientales. El número 480 se puede descomponer en unidades de doce generaciones de 40 años cada una. En consecuencia, puede estar involucrado un doble tema principal, con el efecto resultante de relacionar el concepto de una generación con cada una de las doce tribus. Sin embargo, si el símbolo de los cuarenta años por generación se calcula de forma más realista en función del tiempo que transcurre desde el nacimiento del padre hasta el nacimiento del hijo, veinticinco años sería una estimación más adecuada para una generación, dando en consecuencia un total de unos 300 años y el éxodo quedaría a mediados del siglo trece a.C.31”.
Finalmente, el aporte histórico del Licenciado en Historia, D. Miguel Ángel Monge, que se inclina por una datación temprana del libro, conforme a la cronología bíblica32.
Debe llegarse a la conclusión que precisar con toda fiabilidad la fecha del libro es sumamente difícil, pero lo que queda fuera de toda duda es que el texto bíblico no puede corresponder a los tiempos del período monárquico o cercano al mismo.
En base a las evidencias tanto bíblicas como extra bíblicas debe adoptarse una datación temprana para el libro, situándola en torno al año 1400 a.C.
D. El pueblo de Israel
Al no ser este un tratado de historia ni de geografía, debe limitarse el detalle sobre el pueblo del Libro de Josué a los datos más significativos que lo identifiquen bíblicamente, destinando también un espacio a las teorías liberales que presentan hipótesis reconstructivas sobre la historia de Israel contradictorias con la revelación bíblica.
1. Datos bíblicos generales sobre Israel
Para entender la historia de Israel es necesario recordar sus orígenes desde el período patriarcal. El conocimiento de los “padres” y las circunstancias de su experiencia dan el significado real de la nación hebrea.
1.1. Abraham
El nombre le fue dado por Dios mismo, alterando el suyo original de Abram, que significa padre exaltado o padre elevado, por el de Abraham, que quiere decir padre de multitud (Gn. 17: 5).
Originario de Ur de los caldeos donde moraba, descendía de una familia que desconocía a Dios y practicaba, como todos los demás de su entorno, la idolatría (Jos. 24:2). Era el primogénito de Taré (Gn. 11:26). Desde los días posteriores a Noé, el mundo desarrolló un sistema religioso pagano, desentendiéndose y olvidándose de Dios. En medio de una sociedad alejada de Él, Dios llamó por decisión soberana a Abram, quien debía dejar su tierra y también su familia, para dirigirse hacia un lugar que le sería mostrado, a la vez que prometía hacer de él una nación grande y ser instrumento de bendición universal, ya que de su descendencia, según la carne, procedería Cristo (Gn. 12:1-3; Ro. 9:5). La fe admirable de Abram que le lleva a obedecer el mandato de Dios se sustentaba en el hecho de haber visto la gloria de Dios que se le apareció al tiempo que le llamaba (Hch. 7:2). Era ya un hombre mayor, de 75 años de edad, cuando salió de Ur para dirigirse a Canaán (Gn. 12:3), estando ya casado con Sarai.
Siguiendo las indicaciones del Señor, llegó a Canaán, después de un tiempo en Harán, pasando hasta Siquem, morando en sus propias tiendas como peregrino. Fue allí donde Dios le hizo la promesa de aquella tierra para su descendencia (Gn. 12:7). Es en la tierra de Canaán, prometida por Dios, donde Abram levanta altares e invoca el nombre del Señor, manifestando su fe e identificación con el único y verdadero Dios, en un entorno pagano y corrupto propio de las naciones idólatras que habitaban en ella (Gn. 12:7, 8).
Luego de diversas vicisitudes, Abram se asentó en el encinar de Mamre, en Hebrón (Gn. 13:18), donde tuvo una nueva confirmación de Dios en relación con la promesa hecha anteriormente de darle aquella tierra (Gn. 15:1-5). Hay un dato sumamente importante en esta reconfirmación del pacto, consistente en el anuncio de Dios de un periodo de esclavitud de cuatrocientos años en los que su descendencia sería oprimida, anunciando la acción liberadora de ellos para darles la tierra prometida (Gn. 15:13-14). Una nueva confirmación de las promesas del pacto se produjo cuando ya su edad hacía imposible toda posibilidad de procreación, unida también a la esterilidad de Sarai su esposa (Gn. 17:1-8). Nuevamente, el énfasis de tierra y nación como resultado de su descendencia estaba presente en la promesa de Dios (Gn. 17:7-8). Con ese motivo y en vista al cumplimiento cierto de la promesa, le fue cambiado el nombre por el de Abraham (Gn. 17:5). La nación se consolidaría como unidad en la esclavitud y no en la libertad y surgiría entre las demás naciones, no como una determinación de tribus que se asociarían con un fin nacional, sino como la consecuencia de la omnipotencia y soberanía de Dios.
En su origen patriarcal, la nación hebrea surge desde la base de la fe de alguien que acepta las promesas de Dios, y de la fidelidad divina que las haría realidad en el tiempo oportuno. Abraham muere a la edad de 175 años (Gn. 25:7) como peregrino en la tierra prometida, confesándose él mismo como tal (Gn. 23:4a). La única propiedad suya registrada en la Escritura fue la parcela de tierra en que estaba la cueva de Macpela y que compró a los hijos de Het para enterrar a su esposa Sara (Gn. 23:6-20).
En contraste con la religión tradicional de Mesopotamia y de Canaán, Abraham tenía un concepto totalmente distinto acerca de Dios. No era una derivación del pensamiento religioso hacia un determinado y nuevo Dios que se llamaba Yahveh —como algunos sugieren— sino el movimiento espiritual de Abraham que había conocido a Dios personalmente por revelación. Para Abraham Dios era el “Todopoderoso” (Gn. 17:1), que podía actuar en las circunstancias más adversas y cambiarlas ante la imposibilidad, no solo del hombre, sino también de aquellos otros dioses a quienes los hombres adoraban. Era también el “Eterno” (Gn. 21:33), el Dios atemporal, a quien los tiempos no afectan, ni la historia puede hacer cambiar. Era el “Altísimo” (Gn. 14:22), aquel cuyo trono no estaba solo en los cielos, sino sobre ellos, ya que era el Creador que los había hecho. Para Abraham, Dios era también un juez justo sobre toda la tierra, que no podía actuar a no ser en la más perfecta y absoluta justicia (Gn. 18:25), en profundo contraste con las injusticias de muchos de los dioses de la tierra, que buscaban solo sus propias satisfacciones sin importarles la moral de ellas. Era, además, el Soberano sobre cielos y tierra (Gn. 24:3), en profundo contraste con las divinidades de los hombres, que tenían dioses diferentes para distintos lugares. Abraham no descubrió a Dios, fue Dios quien se reveló a Abraham como el Dios único, a quien creyó, adoró y honró (Gn. 15:6). A diferencia de los dioses de los pueblos, se aprecia claramente la revelación personal para que Abraham pudiera conocerle, es por tanto el Dios personal (Gn. 12:1-3: 13:14-18; 15; 17:1-21). La historia de Abraham pone los cimientos de la nación y del aspecto religioso de la misma, por tanto, no es de extrañar que sea objeto del ataque de los críticos liberales que niegan la realidad de su figura histórica, basando sus afirmaciones antibíblicas en la evidencia de falta de documentos extrabíblicos que confirme la realidad de la persona de Abraham. No obstante, pese a tales afirmaciones, la arqueología ha demostrado que la vida en tiempos patriarcales coincidía plenamente con los relatos bíblicos, desenterrando restos de ciudades y aldeas de Palestina, pertenecientes a la época patriarcal sobre los años 2000 a 1800 a.C., poniendo de manifiesto la presencia de ciudades y aldeas en toda la parte central de Palestina, como algo real y no como surgido de la mente de un redactor bíblico del periodo de la monarquía o incluso posterior al exilio. Los descubrimientos más recientes de Ebla (Tell Mardikh), debidamente investigados por Paolo Matthiae y Giovanni Pettinato, atestiguan las condiciones históricas que describe la Biblia, así como las religiosas, lingüísticas y culturales de la época de los patriarcas. Añadiendo a esto la evidencia escrita anterior a Abraham en la que se mencionan las cinco ciudades de la Pentápolis: Bela, Adma, Zeboim, Sodoma y Gomorra, coincidiendo plenamente con la Escritura (Gn. 14:2), y que habían sido consideradas por la crítica liberal dentro del mito bíblico.
1.2. Isaac
Es el hijo de la promesa, su nombre equivale a risa, en razón a que el anuncio de su nacimiento en la situación de esterilidad de su madre Sara y la avanzada edad de su padre Abraham provocó risa de gozo en ambos, pero especialmente en Sara (Gn. 17:17-19; 18:9-15; 21:6). Cuando Isaac nació su padre tenía 100 años y su madre pasaba de los 90 (Gn. 17:17; 21:5). Es probable que naciera en Beerseba (Gn. 21: 14, 31). Siguiendo el mandato de Dios, Isaac fue circuncidado al octavo día de su nacimiento (Gn. 21:4).
La distinción más notable entre Isaac y el resto de los hijos de Abraham, consistía en que en él se centraba la línea de la promesa dada por Dios en su pacto (Gn. 17:19-21; 21:12). Por esa razón, Abraham dio todo cuanto tenía a Isaac y se limitó a entregar algunos dones a los hijos de sus concubinas (Gn. 25:5-6). Sin embargo, la herencia de Abraham no consistía en los bienes temporales que tenía, sino en la promesa que Dios le había hecho de formar de él, por medio de Isaac y sus descendientes, una nación grande. Tal era la seguridad firme que Abraham tenía del cumplimiento de la promesa de Dios, que en el momento de serle demandada la vida de su hijo en sacrificio, consideró que Dios podía levantarle de los muertos (He. 11:17-19).
Isaac habitaba en el Neguev (Gn. 24:62) cuando se casó con Rebeca (Gn. 24:62-66). Debió haber sentido un amor muy profundo por su madre, viéndose muy afectado por la muerte de ella (Gn. 24:67). Aunque tenía 40 años cuando se casó (Gn. 25:20) no tuvo el primero de sus hijos hasta los 60 años (Gn. 25:26).
Sorprendentemente, Dios determina que Jacob, el segundo nacido de los dos gemelos concebidos de Rebeca, fuese quien continuara la línea de la promesa en lugar de Esaú, el primogénito (Gn. 25:23). Esta será una demostración más de la peculiaridad del pueblo hebreo, cuyo origen no tiene nada que ver con la unión de tribus nómadas de Canaán, sino con la acción divina determinada en su soberanía. En este sentido, la misma vida de Isaac es confirmación de esa condición. Como su padre, vivió en Canaán como peregrino (Gá. 4:22, 23) y proyectando sus bendiciones a sus hijos Esaú y Jacob hacia bendiciones venideras que, al igual que su padre, esperaba de la promesa de Dios (He. 11:9, 10, 20). El final de su vida se produjo en Arba, que es Hebrón, cuando tenía 180 años, siendo sepultado por sus hijos en aquel lugar, que estaba en la tierra prometida (Gn. 35:27-29).
La excepcional condición de la vida de Isaac y su reiterada vinculación con Canaán —la tierra prometida por Dios a su padre— ponen de relieve la acción providencial de Dios en el desarrollo histórico de lo que puede denominarse el génesis de la nación hebrea. A pesar de los intentos de los liberales para desvirtuar los relatos bíblicos y reducirlos a meros escritos mitológicos cuyo propósito fue el de dar un entorno histórico aceptable a los descendientes de la federación voluntaria de ciertas tribus nómadas que formaron la nación hebrea, no han sido capaces de demostrar la no historicidad del relato del Génesis. Descubrimientos arqueológicos ponen de manifiesto que las costumbres y leyes de entonces coincidían plenamente con el entorno histórico de la vida de los patriarcas.
1.3. Jacob
El tercer eslabón en la historia de la constitución de Israel como nación tiene que ver con Jacob, cuyo nombre equivale a usurpador, tal vez debido a que sería el heredero de las promesas en lugar de su hermano mayor Esaú.
Fue el hijo gemelo alumbrado en segundo lugar después de su hermano Esaú y, por tanto, era considerado el menor de los dos (Gn. 25:21-26). Tal vez su carácter era semejante al de su padre, gustándole más la apacibilidad de las tiendas que la acción de caza en el campo (Gn. 25:27). Con toda seguridad, por información de sus padres, ambos hermanos conocían la decisión de Dios de que fuera el menor el heredero de las promesas y el que continuara la línea de la descendencia de Abraham en tal sentido. Sin embargo, no debe pasarse por alto la idea de pueblos y naciones que Dios proyectaba de la descendencia, tanto de Esaú como de Jacob (Gn. 25:23), vinculando a la descendencia de Jacob la fortaleza de un pueblo más que el otro, y que en el futuro nacional el mayor serviría al menor.
Una serie de actos fraudulentos calificarían la vida de Jacob, comenzando por la compra de los derechos de primogenitura a su hermano por un plato de comida (Gn. 25:29-34). Sin duda, el concepto que Esaú tenía de sus derechos y de las bendiciones inherentes a ellos era sumamente bajo. En cierta medida Esaú estaba siendo conducido hacia la realización del propósito divino tocante a la promesa nacional dada a su abuelo Abraham. Las acciones de Jacob prosiguen en la misma línea durante todo el tiempo que estuvo huido en casa de su tío Labán (Gn. 28 a 31). Jacob utilizó el engaño continuamente hasta el último momento en que estuvo en casa de su suegro (Gn. 31:20).
La idea de nación formada por su descendencia vuelve a estar presente en la promesa que Dios hizo a Jacob durante el viaje desde Beerseba a Harán (Gn. 28:13, 14). No se trataba de asegurar una familia, sino de establecer una nación. El territorio nacional en que se asentará la nación, lo mismo que la nación en sí, obedecería al cumplimiento de un propósito divino establecido anticipadamente en Su soberanía.
Jacob estuvo un mínimo de 20 años en Padán-aram, sirviendo a Labán, hermano de su madre Rebeca. Allí contrajo matrimonio con dos primas suyas, Lea y Raquel (Gn. 29:15-30). Durante su estancia en Harán, Jacob tuvo once hijos: seis con Lea: Rubén, Simeón, Leví, Judá (Gn. 29:31-35), Isacar y Zabulón (Gn. 30:17-20); dos hijos con Bilha, sierva de Raquel, que fueron Dan y Neftalí (Gn. 30:1-8); otros dos con Zilpa, sierva de Lea: Gad y Aser (Gn. 30:9-13); finalmente, de Rebeca uno, que fue José (Gn. 29:22-24). Jacob debía tener 90 años cuando nació José, ya que cuando este fue presentado a Faraón, tenía 30 años (Gn. 41:46), más 14 años, 7 de abundancia y otros 7 de hambre (Gn. 41:47, 54), supondrían 44 años la edad de Jacob al término del período del hambre. Esta cifra restada a los 130 años que Jacob dijo tener cuando fue presentado a Faraón (Gn. 47:9), darían como resultado 90 años, que sería su edad cuando nació José33.
A pesar de la abundancia de bienes que Jacob adquirió en Padan-aram y la estabilidad familiar como casa constituida, su orientación estaba en regresar a Canaán. Por tal motivo dejó el lugar donde había vivido por tantos años y retornó a la tierra de la promesa (Gn. 31:21). Un pacto sellado en el monte de Galaad, establecía el compromiso de no agresión de las dos familias, la de Labán y la de Jacob, respetando los territorios de ambos en el futuro (Gn. 31:52-55).
En la historia de Jacob iba a producirse un acontecimiento que le marcaría física y espiritualmente. La presencia de los ángeles de Dios en Mahanaim (Gn. 32:2), condujo la reflexión de Jacob hacia la realidad de la tierra prometida en la que Dios manifestaría Su gloria y la grandeza de Su poder. La lucha con el ángel trajo como resultado el desmoronamiento del poder personal de Jacob, que le había acompañado en todas sus acciones anteriores, para reducirlo a una necesaria dependencia de Dios. Las lágrimas de Jacob en aquella ocasión son señal clara de arrepentimiento y compromiso con el Señor (Os. 12:4). El muslo descoyuntado de Jacob por la acción del ángel eliminaba al usurpador en su propia fuerza y lo convertía en Israel, “el que persiste con Dios” (Gn.32:28). Jacob entendió claramente que las promesas que Dios había formulado para su descendencia no serían alcanzadas por esfuerzo nacional, sino por dependencia de Dios. Fue desde aquel momento en adelante que la Biblia hace referencia a Jacob adorando al Señor (ej. Gn. 33:20; 35:1-7; etc.). Dios había tomado una dimensión nueva para Jacob, no solo como su Dios personal, sino ya con una proyección nacional. El altar edificado después del encuentro con su hermano Esaú lo llamó “El-Elohe-Israel”, que equivale a El Dios de Israel es un Dios poderoso. La idea de nación bajo la protección de Dios toma forma en el alma de Jacob. Dios mismo confirmó a Jacob la promesa hecha a su abuelo Abraham y a su padre Isaac, reiterándole la esperanza nacional. Una nación grande procedería de su descendencia y a ella se le daría la tierra que había prometido a sus antecesores (Gn. 35:10-12). Al igual que sus padres habitó en Canaán como peregrino. La posesión de la tierra era simbólica, comprando un campo donde poner sus tiendas (Gn. 33:18-19).
El último hijo de Jacob fue el único que nació en la tierra de la promesa, alumbrado por Raquel cerca de Efrata, que más tarde fue Belén. El parto fue difícil y trajo como consecuencia la muerte de Raquel. Su madre le llamó al nacer Benoni que quiere decir “hijo de dolor o de infortunio”, cambiándolo su padre por Benjamín que equivale a “hijo del honor”, o “hijo de la mano derecha” (Gn. 35:18).
La muerte de Jacob se produjo en Egipto, a los 147 años de edad, después de una estancia allí de 17 años (Gn. 47:28). Sin embargo, la luz de la esperanza alumbró el alma de Jacob hasta el momento de su muerte. No era en Egipto donde debía ser sepultado. Su vida estaba vinculada a la esperanza de la promesa y determinó que sus restos fueran trasladados a Canaán y sepultados en el lugar en que habían sido enterrados sus antepasados (Gn. 49:29-33). La voluntad de Jacob fue cumplida por José, llevándolo a Canaán con toda la pompa que correspondía a un familiar de quien era el segundo del reino después de Faraón, y sepultándolo en la heredad de la cueva de Macpela (Gn. 50:1-14).
La fe inquebrantable de Jacob anunció las futuras bendiciones y la concreción de las promesas de Dios en la constitución de la nación hebrea (Gn. 48:21). La tierra de Canaán era considerada por él como la tierra de vuestros padres. Ninguno de ellos había entrado a poseer más que pequeñas parcelas en ella, pero la fe le hacía saludar las promesas viéndolas ya como realidades en el horizonte del futuro. La carta a Hebreos hace una clara referencia a la fe de Jacob (He. 11:21). La bendición de Jacob a sus nietos, los hijos de José, antes de morir se hace en base a la promesa aceptada por fe (Gn. 48:17-20). Era un moribundo, pero mantenía su fe en las promesas de Dios: Pivstei =IakwVb ajpoqnhv/skwn e{kaston tw`n uiJw`n =IwshVf (literalmente: por fe Jacob moribundo a cada uno de los hijos de José). La bendición de Jacob es una bendición de fe, que descansa plenamente en Dios. Por otro lado, se dice que Jacob adoró a Dios antes de morir, apoyado sobre el extremo de su bordón: kaiV prosecuvnhsen ejpiV toV a[kron th’” rJavbdou auJtou`` (literalmente: y adoró sobre el extremo del bordón de él). El hombre de fe convierte su vida en un acto de adoración y muere adorando a Dios. La expresión de “adorar sobre el bordón”34, está tomada de la versión LXX, en el pasaje donde se relata (Gn. 47:31). Sin embargo, en el texto hebreo no se lee bordón, sino cabecera de su cama, siguiendo la lectura del texto masorético que dice: “Israel se inclinó sobre la cabecera de su lecho”. Probablemente los traductores de la Septuaginta leyeron “mittah”, en hebreo cama, como si fuera “matteh”, en hebreo bordón. La confusión no es tan difícil, teniendo en cuenta que los antiguos en Egipto solían jurar inclinándose hacia el bastón oficial del magistrado. Sin embargo, los liberales no dejan una posibilidad suelta para desacreditar la historia bíblica del origen de la nación hebrea y algunos infieren que Jacob adoró la cabeza de su bordón35, como si la evolución de la religión hebrea pasara por una clase de representación del Dios hebreo, reproducida supuestamente en el bordón de Jacob.
Descendencia de Jacob.
2. El título de Israel para el pueblo
Generalmente se da este nombre al pueblo originado por los descendientes de Jacob a través de toda la historia. Fue en vida del mismo Jacob cuando este término empezó a usarse como patronímico de sus descendientes, extendiéndose luego a la nación (Gn. 34:7). Durante el tiempo de la peregrinación por el desierto, después de la liberación de Egipto, es Israel o los hijos de Israel el calificativo más habitual para referirse al pueblo originado por la descendencia de Jacob (cf. Éx. 3:13, 16; 4:22; 5:2; 32:4). Dios mismo fue el que nombró de esa manera a la nación (Éx. 4:22). El mismo nombre persiste al final del tiempo del recorrido por el desierto y se proyecta ya al futuro como nombre nacional (Dt. 4:1; 27:9). Es solo después de la división del reino que se utiliza Israel para referirse a las diez tribus segregadas del norte y Judá, como apelativo para las dos del sur, incluyendo a Benjamín36. Después del exilio, el título “Israel”, vuelve a servir para una referencia general de la nación (Esd. 9:1; 10:5; Neh. 9:2; 11:3). Es notable apreciar que la vocación de Israel es la de ser un pueblo elegido por Dios, para testificar de Él entre las naciones de la tierra. Esta condición es la que une a la nación hebrea. La esperanza nacional de poseer definitivamente un país y ser una nación particularmente privilegiada, conforma la razón de la unidad de este pueblo. En el Sinaí, no se forma el pueblo entorno a una divinidad distinta a los dioses cananeos —como los liberales pretenden establecer— sino que Dios mismo confirma la identidad diferente de aquel pueblo, dándoles la ley que regularía sus acciones y considerándolos vinculados en una alianza condicional con Él, y que fue solemnemente confirmada a todo el pueblo reunido en el Sinaí (Éx. 19:4-6; 24:7-11).
Un aspecto no menos importante que los anteriores, relativo a la formación nacional de Israel y su propia identidad como pueblo, consistió en el hecho de ser un pueblo bajo servidumbre durante algo más de 400 años. La expansión de la población hebrea, así como su comunión como nación, se produjo, no en la libertad de tribus nómadas que desearon voluntariamente vincularse entre ellas, eligiendo un Dios diferente al de los otros pueblos, sino en el conflicto y solidaridad de la esclavitud en Egipto. Fue el yugo opresor puesto sobre ellos lo que les dio conciencia clara de su condición de pueblo. Fue en el trabajo forzado para los dueños del mundo de entonces el que alentó su esperanza y les dio fortaleza para clamar a Dios y esperar de Él lo que ellos nunca hubieran podido conseguir (Éx. 3:7-8). La liberación del pueblo no fue un acto de rebeldía de esclavos contra sus amos, sino la intervención de Dios en favor de su pueblo. No fue después de eso que el pueblo tomó identidad en una tierra que sería la base territorial de la nación, sino en la continuidad de cuarenta años de peregrinación por el desierto. La formación de Israel como nación es algo único e irrepetible en la historia de la humanidad. La admirable dimensión de la Providencia, actuando en la consecución de los propósitos de Dios, ha servido de acicate a lo largo de los últimos años para que quienes tratan de eliminar del registro bíblico cualquier aspecto sobrenatural, proponiendo hipótesis alternativas que den respuestas más lógicas al modo en que llegó a formarse la nación hebrea.
2.1. Hipótesis reconstructiva de la historia hebrea
Las ideas evolutivas, que impregnaron las enseñanzas científicas en el s. XIX, influyeron también en el campo de la historia de las religiones. Aparentemente, las religiones surgieron de un lejano animismo, progresando hacia un politeísmo,con la transferencia interreligiosa de dioses de unas a otras, pasando luego a una monolatría, para alcanzar finalmente un monoteísmo personalizado en las grandes religiones del mundo. Presentan como evidencias de este modo de pensamiento, entre otras, la historia egipcia que, abandonando el politeísmo, se convierte en una religión monolátrica en la Dinastía XVIII, cuando Amón-Ra fue reconocido como la suprema divinidad, conduciendo luego al monoteísmo del rey Aknatón (1387-1366 a.C.). En Grecia, la multitud de dioses en un notorio politeísmo da paso a pensamientos filosóficos monoteístas como el caso de Platón. Es evidente, para este modo de pensamiento, que el monoteísmo es el resultado final de un proceso evolutivo del pensamiento religioso.
La historia hebrea no podía substraerse al mismo proceso. Así comenzó a investigarse en los relatos bíblicos, descubriéndose —según este sistema— un desarrollo semejante en la historia de Israel. Buscando evidencias que sustenten la hipótesis, descubren lo que parece ser indicios de objetos de culto en el relato del Pentateuco, como es el caso de la piedra que sirvió de almohada a Jacob cuando durmió en Betel (Gn. 28:18), considerándola como una piedra sagrada que aquel poseía. Cualquier monumento o conjunto de piedras colocadas en algún lugar se relaciona con cultos precedentes al sistema religioso monoteísta de Israel. Estas deducciones son tomadas de la comparación de Israel con los demás pueblos de su entorno. Tales costumbres se aprecian en pueblos adoradores de alguno de los muchos Baales, quienes creían en las manifestaciones del dios sobre las piedras levantadas en su honor en lugares altos. La prohibición de Moisés de levantar altares con piedras labradas es considerada para quienes formulan la “teoría reconstructiva de la historia hebrea” como un acto supersticioso para evitar ofender o espantar al espíritu que vivía en la piedra en su estado natural. Igualmente, encuentran también indicios de adoración a los árboles en el desarrollo religioso de Israel. Así, cuando Abraham estuvo aposentado en el encinar de Mamre (Gn. 14:13), debió ser para él un lugar religioso, considerando algunos árboles como sagrados. Para confirmar esta misma suposición se apela al relato bíblico sobre Débora, quien juzgaba a Israel sentándose bajo una palmera situada en el monte de Efraín, entre Ramá y Betel (Jue. 4:4-5), y así considerarla como una adoradora de los dioses de los árboles.
Una conclusión más atrevida insinúa que Moisés no prohibió en su tiempo la adoración a otros dioses, basándose en la construcción del becerro de oro en el desierto (Éx. 32). Para los reconstructores de la historia religiosa de Israel, el becerro de oro estaba respaldado por Moisés, por cuanto en Él se representaba a Yahveh, liberador del pueblo de la esclavitud egipcia. La prohibición politeísta —según este sistema de pensamiento— debe situarse en tiempos posteriores a la monarquía, ya que nadie manifestó desaprobación alguna contra los becerros construidos en Betel y Dan por Jeroboam I. Se insinúa, pues, que la desaprobación de Moisés a la construcción del becerro de oro obedece a la introducción de un texto posterior por el compilador del libro. En el desarrollo de su hipótesis se atreven a afirmar que la serpiente de bronce que Moisés había construido y puesto sobre un mástil —con motivo de las serpientes que asolaron al pueblo en el desierto (Nm. 21) y que fue conservada hasta los días de Ezequiel en el templo— fue la representación idolátrica del dios-serpiente, de la tribu de Leví, hasta que la corriente profética monoteísta lo eliminó, teniendo que introducir en el texto bíblico en formación la descripción legendaria de la destrucción de la serpiente por el rey Ezequías, para justificar el cambio religioso (2Re. 18:4).
Para quienes analizan la historia hebrea desde la perspectiva de la teoría evolutiva de las religiones, hay indicios de que los sacrificios de los niños primogénitos a los dioses era práctica habitual en Israel. De ahí que se estableciera posteriormente la normativa legal de redención del primogénito mediante una ofrenda especial, para que no fueran sacrificados (Éx. 22:29).
La progresión religiosa debió haber continuado en el tiempo hasta que todas las tribus hebreas tomaron el acuerdo de aceptar como Dios nacional a Yahveh y rendirle culto, de manera semejante a las otras naciones de su entorno, con el único propósito de distinguirse de ellas y fijar la dimensión religiosa para la nación que se formaba.
El tiempo histórico llega al período conocido como profético, encabezado —según la escuela wellhauseniana— por Amós. Este profeta oriundo del norte, introduce la idea monoteísta afirmando que solo hay un Dios, Yahveh, y que los otros dioses de los pueblos no deben ser aceptados como dioses ni ser tenidos en consideración. Seguidores de Amós fueron los profetas Oseas, Isaías y Miqueas, quienes pusieron los pilares fundamentales para el triunfo del monoteísmo en Israel. Tal situación requería un escrito regulador que orientase el programa monoteísta y lo estableciese a modo de legislación nacional, por ello, en tiempos de Jeremías, se escribió el Deuteronomio, atribuyéndolo luego a Moisés, e incorporándolo al Pentateuco.
Otro asunto importante es la cuestión del santuario único para Israel. Los seguidores de la “teoría reconstructiva” afirman que no hubo prohibición alguna, anterior al exilio, para la construcción de cuantos santuarios quisieran levantar. Apelan para ello a las palabras del Pentateuco: “Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré” (Éx.20:24). Con esta referencia intentan demostrar que los múltiples santuarios estaban autorizados en tiempos antiguos de la historia de Israel, y especialmente tenía relación con la conquista de Canaán y el establecimiento en aquella tierra. Ellos insinúan que en tiempos de Josías había muchos santuarios en Israel, sin que se aplicara contra tal práctica ley alguna. Apelan luego al Deuteronomio para establecer la construcción del santuario único como deseo personal de Yahve (Dt. 12:10-11), que ocurriría —según ellos— en tiempos muy posteriores a Moisés. Sin embargo, estos se encuentran con el problema del Tabernáculo, levantado durante la peregrinación por el desierto. Para solucionar la contradicción hablan de un relato mitológico introducido en el Pentateuco por la escuela sacerdotal. En ese sentido, todos los pasajes del “Libro de Josué” que hacen referencia al Tabernáculo son automáticamente incorporados a la llamada fuente P.
Los seguidores de la “hipótesis reconstructiva” pretenden eliminar el concepto de pueblo unido, formado por las doce tribus, a un tiempo anterior a la entrada de Israel en Canaán. Así se expresa Gerhard von Rad:
“Según Éx.1:6s., el pueblo israelita nace en Egipto y de allí parte como una unidad compacta hacia los sucesos ya conocidos que le conducirán a Canaán. Pero la investigación histórica ha demostrado que ‘Israel’ es el nombre de la confederación sagrada de tribus, que se constituyó por primera vez después del ingreso en Palestina. Por el momento no se puede demostrar históricamente la existencia de un ‘pueblo de Israel’ antes de esta época. En este caso, la imagen del ‘pueblo israelita’ en Egipto, en el Sinaí, en el desierto, proviene del anacronismo comprensible de una época posterior, cuando ya se había olvidado que en aquel entonces no existía ningún Israel, sino solo tribus y asociaciones tribales, la cuales entraron más tarde a formar parte de Israel y al fin quedaron absorbidas en él. En esta situación primitiva, el dualismo de los hijos de Raquel: José (Efraín y Manasés) y Benjamín por un lado y los hijos de Lea: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, por el otro, reviste una importancia particular pues ejerció una influencia determinante en la historia de Israel, incluso en el período monárquico37”.
Estas afirmaciones, basadas en meras hipótesis, no han podido ser confirmadas históricamente. Cuando un documento antiguo hace una afirmación relacionada con asuntos históricos y cuando otros datos circundantes —tales como la historia secular egipcia o los relatos históricos de pueblos del entorno cananeo— no lo contradicen, es preciso aportar documentación actual que presente las pruebas necesarias para formular tales afirmaciones.
De la misma manera, se pretende hacer creer que el pueblo de Israel no había adorado a Yahveh desde el principio. A tal respecto suelen utilizar las supuestas fuentes documentarias (J-E) para hacer tales afirmaciones. De ese modo entienden que el documento elohista llama Elohim al Dios de los patriarcas, término que en sí mismo expresa una pluralidad, mientras que, posteriormente, el documento yahvista, llama Yahveh al Dios de las tribus después de su autorevelación (Éx. 3:1s y 6:1s). Así se expresa en este pensamiento:
“No debemos, pues, menospreciar la herencia que contiene este culto patriarcal anterior al yahvismo ni su función dentro de la futura religión yahvista. La futura creencia en una elección divina se halla ciertamente implícita en ella. Abraham, Isaac y Jacob eran los hombres que, por primera vez, recibieron la revelación de una divinidad, la cual se comprometía a protegerlos y guiarlos, y les prometía una porción de las tierras de cultivo y numerosa posteridad. ¿Acaso no era esta una elección, cuyo recuerdo se transmitía de generación en generación en el culto instituido por el padre de la estirpe? De este modo toda referencia al dios de los antepasados implicaba siempre un evidente factor etiológico: este culto con todas las promesas de bendiciones que transmitía encontraba su legitimidad en la revelación hecha al primer antepasado” 38.
La razón humana entra en profundo conflicto con la revelación de la Escritura. Es bien notorio que esta posición es un punto de vista que no considera a la Biblia como la Palabra de Dios escrita. La Biblia es meramente un testimonio de la Palabra de Dios. Sin embargo, afirman que la Biblia ha de ser considerada como el medio por el cual se llega a una relación vital con Dios en un encuentro para salvación. Desde esta posición se llega fácilmente a los postulados de la Alta Crítica en los juicios adversos a las verdades reveladas en la Escritura.
El planteamiento considera que en Israel se mantuvo vivo el recuerdo de las vivencias en torno al Sinaí, como lugar en donde Yahveh se reveló a ellos de una forma especial. Sin embargo, existe —según seleccionan del relato bíblico— un primer contacto de Moisés con la montaña, durante su estancia en tierras de su suegro madianita (Éx. 3). Esto hace suponer que los madianitas consideraban ya la montaña como sagrada y que, si fue Yahveh quien se apareció a Moisés, los madianitas le habrían adorado antes que el propio Moisés, surgiendo aquí la llamada “Hipótesis Kenita”, sustentada entre otros por L. Köhler. De ese modo, se afirma que el madianita Jetro, suegro de Moisés, fue el que ofreció sacrificios a Yahveh en la visita que hizo a su yerno y al pueblo en sus jornadas por el desierto, siendo Moisés y Aarón los invitados y Jetro el anfitrión (Éx. 18). No cabe duda que tanto un supuesto como el otro son interpretaciones del texto bíblico puestas al servicio de una hipótesis que se desea sustentar. Lo que realmente evidencia esta posición es un afán de eliminar de la Escritura todo cuanto sea sobrenatural. La idea del Dios de la Biblia nace —para estos— de una elección de dioses antiguos de la época abrahámica y prepatriarcal. Es decir, que Yahveh vino a ser el Dios de Israel, no por revelación personal, sino por elección y renombramiento dentro de los dioses que los antiguos reconocían y adoraban. No puede evitarse que se produzca el conflicto inmediato entre la Biblia y la “Hipótesis Reconstructiva” ya que la Escritura afirma que Abraham conoció a Yahveh por revelación personal y directa (Hch. 7:2).
La cuestión de la formación de una unidad nacional por las doce tribus desde la misma salida de Egipto, consolidada definitivamente al pie del Sinaí donde Dios les entrega la ley, es considerada por la hipótesis reconstructiva como un relato mitológico establecido para atestiguar la unidad nacional, pero que realmente nunca existió como tal. Los acontecimientos enlazados de relatos de las jornadas desde Egipto a Canaán se interpretan arbitrariamente, no a la luz de la Escritura, sino en oposición a la misma, afirmando que lugares del relato como Cades, Masab y Meriba, eran centros religiosos en donde había santuarios establecidos que, de alguna manera, vincularon a lo largo de años a las familias que constituirían, en el tiempo, las tribus de Israel. Para ello oponen al relato del Éxodo (Éx. 16-17) el hipotético relato posterior de Deuteronomio (Dt. 1:46), en aparente contradicción entre ambos, en cuanto a tiempo de permanencia en ese lugar. De este modo expresan esa hipótesis:
“La tradición posterior, dice que Israel permaneció ‘mucho tiempo’ en Cades (Dt. 1:46). De hecho, el grupo del oasis junto a Cades, a unos 100 kilómetros de Berseba, pudo muy bien ser parte del territorio donde residían las futuras tribus israelitas y donde apacentaban sus ganados. El nombre mismo indica que hemos de imaginar Cades como un lugar sagrado. Una información más detallada nos la ofrecen los nombres de Masá y Meribá, los cuales deben comprenderse ciertamente como nombres propios de dos oasis de esta región (Éx. 17:7; Nm. 20:13, 24) pues indican que en estos lugares se examinaban causas legales y se fallaba la sentencia mediante ordalías. Lo mismo nos da a entender el nombre: ‘la fuente del juicio’, usado para designar a Cades o a uno de sus oasis (Gn. 14:7). Era, por consiguiente, un santuario muy conocido, donde se administraba el derecho sagrado y se fallaban los pleitos.
No sabemos si el dios allí venerado era Yahveh, pues puede ocurrir que su culto hubiera sido trasladado a Cades en un período posterior. Cades debió ser un lugar de culto yahvista al menos durante el período en el cual la tribu de Leví ejerció allí sus funciones sagradas. Esta tribu había ya penetrado en el país agrícola junto con las tribus de Lea, pero sufrió un desastre en el interior de Palestina (Gn. 34; 49:5-7) y regresó con la de Simeón hacia el sur, a la región donde se hallaba su residencia primitiva. Simeón se estableció en los alrededores de Bersebá y Leví se convirtió en custodio de las tradiciones cultuales de Cades. Por otra parte, debemos suponer que toda la tribu de Leví o una parte de la misma emigró a Egipto, pues Moisés era levita (Ex .2:1). Algunos nombres egipcios conservados en esta tribu confirman esta hipótesis. Finalmente, el oráculo de Leví en la bendición de Moisés nos ofrece algunos indicios oscuros sobre un grave conflicto en Cades en el que la tribu dio pruebas de su valía (Dt. 33:8ss)”39.
Es evidente que el relato bíblico queda, para estos librepensadores, desvirtuado y absolutamente invertido. De tal modo que no son las tribus las que salen de Egipto como tales, sino al contrario, es una de ellas la que, dejando el lugar de residencia nómada habitual, en torno a hipotéticos santuarios, emigra a Egipto. El relato del éxodo se considera como algo mitológico y no se ajusta a la realidad histórica. De ese modo, consideran que algunos grupos de las futuras tribus de Israel, hasta entonces tan solo trashumantes y ganaderos, tal vez buscando pastos para sus ganados, entraron en los territorios egipcios del delta del Nilo, siendo posteriormente sometidos a trabajos forzados en las construcciones de los faraones. Estos grupos de esclavos intentarían darse a la fuga, enviando los egipcios a un regimiento de caballería para perseguirlos, pereciendo ahogados los perseguidores cuando atravesaban un mar que, por supuesto, no era en modo alguno el del relato del Éxodo. Ese acontecimiento, que resultó insignificante para la historia, fue considerado como un prodigio excepcional del Dios a quienes los esclavos fugitivos adoraban, siendo adornado hasta la formación del relato mitológico conforme a la imaginación de los que fueron salvados por aquel acontecimiento. El paso del mar Rojo entró en la profesión de fe de Israel, siendo considerado como la base fundamental de la historia nacional, por lo que se incorporó tiempo después al Hexateuco.
De igual modo se trata la entrada en la tierra Palestina, simplemente como la de un pueblo de pastores que, buscando tierras fértiles y pastizales para sus ganados, atravesaron el río Jordán y se instalaron en el territorio de Canaán, convirtiéndose poco a poco en un pueblo sedentario. El culto a Yahveh se introduce por las tribus y se acepta como religión oficial en la medida que se establecen alianzas y pactos entre ellas, con los que se alcanzarían los principios de la condición nacional de Israel. La entrada en la tierra de Canaán no se produjo conjuntamente, sino en forma escalonada. De ahí que se suponga que el culto a Yahveh entró en Palestina con los últimos grupos de inmigración —esto es, con la casa de José— y fue asumido y aceptado por las tribus ya sedentarias de la estirpe de Lea. De ese modo se interpreta el discurso final de Josué (Jos. 24), en el que se le considera como representante de la casa de José y que apremia al resto de las tribus a tomar partido en favor o en contra del culto a Yahveh. Este relato es considerado por los críticos como evidencia de la institución de la antigua anfictionía de Israel. En los escritos de M. Noth,40 se considera que el culto a Yahveh de las tribus israelitas tiene una notable analogía con las asociaciones cultuales de Grecia o incluso de la Italia prerromana, siendo desarrollada más recientemente hasta alcanzar un grado más amplio de aceptación. Sugieren el establecimiento de una alianza en Siquem, donde se formó una confederación de las tribus bajo un mismo culto y con la idea de un mismo santuario. Se suponía que las tribus continuaban independientemente su vida, uniéndose tan solo en ocasiones en que la anfictionía estaba amenazada, o cuando el riesgo de aniquilamiento de una de ellas lo hacía necesario. Esta actividad unida para la defensa religiosa, convierte las guerras de los relatos históricos, especialmente las de Josué y Jueces, en meras guerras santas, en las que Yahveh, al estilo de los dioses cananeos, luchaba en favor de los ejércitos de Israel, convirtiéndose en actos religiosos, terminando la guerra con el anatema que ponía el botín en manos de Yahveh.
La “Alta Crítica” en el s. XX, pulverizó la argumentación de la teoría reconstructiva destruyendo uno por uno sus postulados41, sin embargo, los mismos eruditos que derribaron las hipótesis reconstructivas, establecieron otras en un sentido semejante, generando los mismos interrogantes desde otros puntos de vista.
Se transcribe, como resumen la cita del Dr. Archer:
“¿Cómo caracterizar la tendencia de los eruditos del siglo XX en su tratamiento de la crítica del Pentateuco y de la hipótesis de Wellhausen? Por lo menos debe considerársela como un período de reacción contra la estructura rígida y ajustada erigida por la teoría documental del s. XIX. Casi todos sus pilares han sido sacudidos y hecho añicos por una generación de eruditos que se educaron en el sistema de Graf-Wellhausen y, a pesar de ello, descubrieron que no bastaba para explicar los antecedentes del Pentateuco. Al mismo tiempo, es preciso reconocer que la mayor parte de los eruditos, aun los que repudiaron a Wellhausen, no han demostrado ninguna tendencia a inclinarse por un punto de vista conservador sobre el origen de los libros de Moisés. Socavaron las defensas y echaron abajo los bastiones que sostenían la hipótesis documental, pero han gravitado decididamente hacia una posición menos plausible aún que la que ocuparon sus antecesores: a pesar de la analogía de los vecinos y contemporáneos paganos de Israel (que dieron cuerpo a sus creencias religiosas, en forma escrita, muchísimo antes de la época de Moisés), los hebreos nunca se decidieron a expresar su fe por escrito hasta el año 500 a. de J.C. o más tarde aún. Se requiere una tremenda voluntad y disposición de creer lo increíble, para que un investigador arribe a semejante conclusión”42.
2.2. Refutación de la hipótesis reconstructiva
Se hace necesario —a la vista de la hipótesis reconstructiva y de las consideraciones hechas antes sobre el origen de Israel— formularse unas preguntas que sirvan de reflexión y resumen a todo lo que antecede. ¿Es realmente una anfictionía la formación de la unidad de las tribus de Israel? ¿Nace la unidad de Israel desde la base de la unidad de las tribus, como una simple asociación fraternal, de particularidad religiosa, que reunía a varios vecinos, como su mismo nombre indica? ¿Es una formación semejante a la de los doce pueblos que se reunían en Delfos, y que actuaban incluso como tribunal para atenuar las disensiones entre ellos? La respuesta, desde el punto de la aceptación del relato bíblico como realmente histórico y cronológico de los acontecimientos habidos entorno a las doce tribus, es total y absolutamente negativa. La formación de un espíritu de identidad nacional no surgió de la religión, sino de la elección. Dios llamó a un hombre pagano que vivía en un lugar de alto nivel social y cultural de aquel tiempo, Ur de los caldeos (Gn. 12:1). Aquel llamado hace que el primero de los hebreos abandone su tierra habitual y su status social y salga tras una promesa que no tuvo cumplimiento en su vida.
El ideario de Abraham no era el de un sacerdote fundador de una nueva religión, sino de un peregrino que, por fe en el Dios que se le había aparecido, esperaba una tierra y una descendencia según Sus promesas, como se ha considerado antes (Gn. 12:2-3). La formación de un espíritu de identidad nacional no nació de la religión, sino de la bendición, en el cumplimiento fiel de la promesa que Dios había dado a Abraham de descendencia, a pesar de la imposibilidad humana de alcanzarla (Ro.4:18-19). La realidad de un programa divino que tenía que ver con la formación de un pueblo estaba cumpliéndose desde la base de la fidelidad de Dios a sus promesas. No es, pues, una idea religiosa la que se va introduciendo en el espíritu de Abraham y sus descendientes, sino la de una realidad admirable de la omnipotencia de Dios, a quien ni él ni sus antepasados habían conocido. La formación de un espíritu de identidad nacional no nació de la religión sino de la separación. No son gentes próximas a Abraham las que se unen a él, ni tan siquiera es él quien va a buscarlas, sino todo lo contrario. Es con motivo de dar a su hijo Isaac una esposa —según la costumbre de entonces— que Abraham envía a su criado Eliezer, el damasceno (Gn. 15:2), a la tierra de sus familiares para buscarla (Gn. 24), con el solemne compromiso establecido bajo juramento de no hacer volver a su hijo a la tierra de sus mayores (Gn. 24:6). La idea nacional de los israelitas se incorpora ya desde Abraham a una conciencia que generaría la idea de un pueblo singular y único, separado de los demás pueblos de la tierra, con quienes no debían mezclarse (Gn. 24:3-4). No es el entorno cultual y de santuario el que forma la identidad nacional de la nación hebrea —como los liberales pretenden hacer creer— ya que no había ningún santuario que los agrupara, sino un concepto distinto de singularidad como pueblo de Dios. La formación de un espíritu de identidad nacional no nació de la religión sino de la elección. El mismo Dios de Abraham, que le dio milagrosamente a su hijo Isaac, intervendría luego en la selección de la descendencia de este, escogiendo a Jacob, el segundo de los dos gemelos, en lugar del mayor Esaú (Gn. 25:23). La descendencia de Jacob establece el grupo patriarcal de quien proceden las tribus de la nación de Israel. La formación de un espíritu de identidad nacional no nació de la religión, sino de la providencia. La intervención de Dios comienza ya en la vida de Jacob, a causa de la huida de su hermano Esaú a tierra de su tío Labán a consecuencia del incidente del engaño a su padre Jacob para obtener la bendición que correspondía al primogénito (Gn. 27), protegiéndole de un modo muy especial. Es notable observar cómo Jacob tenía un concepto claro de quién era el Dios de su padre y de su abuelo, y la esperanza de ambos, aun cuando no había santuario alguno erigido más que un sencillo altar de peregrino. La idea de separación de las demás naciones está claramente establecida en el pensamiento de Isaac, estableciendo para su hijo la separación matrimonial con las mujeres del entorno de Canaán donde se encontraba (Gn. 28:1-3). El concepto de Dios como omnipotente estaba claro en la mente de Isaac (Gn. 28:3). ¿Cómo pretenden los liberales asociar a Jacob con un pensamiento idolátrico de divinidades mitológicas y espíritus que habitaban en las piedras, relacionando las que puso de cabecera cuando durmió en el descampado de Betel? ¿Acaso no conocía ya quién era el Dios de sus antecesores para retroceder a una experiencia religiosa-mitológica que incluso ya había sido abandonada por otros pueblos que habían elaborado una religión más evolucionada? La providencia de Dios hace nacer un espíritu de identidad, no solo en Jacob, sino en todos sus descendientes.
La experiencia egipcia establece el arraigo del espíritu de identidad nacional de los descendientes de Abraham. La familia de los patriarcas no entra en Egipto —como los liberales pretenden hacer creer— escalonada-mente, o incluso tan solo una fracción de alguna tribu que luego se uniría a otras de su entorno y de común identidad. La familia de los patriarcas, los doce hijos de Jacob, entraron en Egipto al mismo tiempo, en momentos de profunda escasez de alimentos en la tierra de entonces, acudiendo a la provisión que había almacenada en los graneros de Egipto (Gn. 42-46). La familia se asienta en las tierras fértiles del delta del Nilo, multiplicándose y progresando hasta hacerse un pueblo numeroso, identificado con los orígenes familiares que guardaban celosamente, pero considerándose todos ellos como una unidad étnica, descendientes de Abraham. La cohesión como pueblo no se la da la religión, sino la esclavitud. Todos ellos pasan por un tiempo de trabajo al servicio de los faraones, empeñados en la construcción de ciudades en el delta del Nilo. El mismo relato bíblico contradice abiertamente una unidad en torno a Yahveh cuando se instalaron en Canaán, por cuanto todas las tribus, en el tiempo de la esclavitud, ya adoraban a Yahveh (Éx. 4:31). Sin duda, la constitución nacional se establece al pie del Sinaí, en donde Israel recibe como nación las leyes que Dios mismo les entregaba por medio de Moisés. Allí la nación entera entró en una relación especial con Yahveh, sellada con un pacto, lo que les convertía en un pueblo único y singular entre todos los de la tierra, siendo un reino apartado para Dios (Éx. 19:5-6). Aquel pueblo adquiría allí el compromiso de obediencia a lo que Yahveh establecía, entre otras cosas, la separación total de la idolatría de los pueblos vecinos, adorando solo al Dios de sus padres. La alianza no se hizo en torno a un santuario, que tardaría aún tiempo en levantarse, sino entorno a Dios mismo. Es notable apreciar que el relato bíblico del Pentateuco se refiere al pueblo como una unidad a todos los efectos, que lleva el nombre de Israel. La referencia a las tribus tiene lugar cuando es preciso establecer responsabilidades o bendiciones para cada una de ellas. La conquista de Canaán proveerá para el pueblo de Israel lo que le faltaba para constituirse en una nación entre las naciones de la tierra: el territorio nacional. Este mismo hecho está vinculado con promesas antecedentes dadas por Dios mismo al primero de la ascendencia hebrea, Abraham (Gn. 12:7; 15:18; 24:7).
3. El pueblo
3.1. El censo del Sinaí
Resulta difícil establecer una cifra real de los israelitas que llegaron a los límites de la tierra y acamparon en las estepas de Moab. Como se ha indicado, los censos de la población se llevaban a cabo por mandato divino. Dos son los recuentos que permiten calcular —siempre por aproximación— el número de personas que componían el pueblo de Israel. Ambos censos aparecen en el libro de Números, y se refieren, el primero al censo del Sinaí (Nm. 1 al 3), y el segundo al censo en las estepas de Moab (Nm. 26). Un dato interesante en los censos de Israel tiene que ver con las personas censadas en ellos. Por un lado estaban las doce tribus, excluida la de Leví, pero que completan el mismo número al desglosarse la de José en dos, cuyas cabezas eran sus hijos Manasés y Efraín. En el censo de estas tribus figuran solo los “hombres de guerra”, varones mayores de veinte años y aptos para empuñar las armas (Nm. 1:1-3). Es evidente que se trata de un censo principalmente militar. Israel debía tener una fuerza armada para su propia defensa. El censo proveía de una lista de personas que podían estar disponibles en caso de guerra y, sobre todo, en el proyecto divino para la ocupación de Canaán. Esto trae consigo la necesidad de determinar hasta cuándo se consideraba a un hombre en Israel apto para empuñar las armas. A diferencia de la tribu sacerdotal, que servían activamente desde los 30 hasta los 50 años, los guerreros no tenían edad de término establecida, siendo del ejército todos los que eran aptos para empuñar las armas. De ese modo, a personas de mucha edad se las consideraba capaces para el ejercicio de la guerra, como fue el caso de Caleb, que a los 85 años se consideraba plenamente competente para iniciar una campaña militar de conquista, reclamando para sí derechos sobre el territorio que quería ocupar (Jos. 15:10-12).
El primer censo relativo a los hombres de guerra, dio los siguientes resultados:
Pasaje | Tribus | Censo |
Nm. 1:20-21 | Rubén | 46.500 |
Nm. 1:22-23 | Simeón | 59.300 |
Nm. 1:24-25 | Gad | 45.650 |
Nm. 1:26-27 | Judá | 74.600 |
Nm. 1:28-29 | Isacar | 54.400 |
Nm. 1:30-31 | Zabulón | 57.400 |
Nm. 1:32-33 | Efraín | 40.500 |
Nm. 1:34-35 | Manasés | 32.200 |
Nm. 1:36-37 | Benjamín | 35.400 |
Nm. 1:38-39 | Dan | 62.700 |
Nm. 1:40-41 | Aser | 41.500 |
Nm. 1:42-43 | Neftalí | 53.400 |
Nm. 1:45-46 | Total del censo | 603.550 |
Dentro del mismo censo estaba el recuento correspondiente a los levitas. A diferencia de los aptos para el ejército —contados a partir de los 20 años— la tribu sacerdotal se censó en su totalidad, a partir de los varones mayores de un mes, dando los siguientes resultados:
Pasaje | Familias | Censo |
Nm. 3:21-22 | De Gersón | 7.500 |
Nm. 3:27-28 | De Coat | 8.600 |
Nm. 3:33-34 | De Merari | 6.200 |
Parcial del censo | 22.300 | |
Menos primogénitos | 300 | |
Nm. 3:39 | Total del censo | 22.000 |
La suma total de todos los israelitas censados alcanza la cifra de 603.550 varones mayores de veinte años y 22.000 mayores de un mes. Si consideramos una media familiar de 4 o 5 personas relacionada con cada uno de los censados, daría una cifra muy conservadora de unos 2.500.000 a 3.000.000 de personas que salieron de Egipto y acamparon en el Sinaí.
3.2. Censo en Moab
Los 603.550 varones aptos para la guerra, murieron durante los 40 años de peregrinación por el desierto, a causa de la rebeldía contra Dios producida en Cades-Barnea. Tan solo dos de ellos, Josué y Caleb, entraron en la tierra. Una nueva generación nació en el desierto, que sustituyó a los que habían muerto.
Se aprecia un pequeño descenso en las cifras entre los dos censos. El equilibrio es muy semejante, por lo que se deduce que los nacidos en el desierto más los que cumplieron veinte años después de Cades-Barnea y que entraron en el censo en los llanos de Moab, prácticamente suplieron el número de los que murieron en el desierto, con una diferencia de tan solo 1.820 personas menos.
El censo de los hombres de guerra en las estepas de Moab, quedó recogido en Números 26, dando el siguiente resultado:
Pasaje | Tribus | Censo |
Nm. 26:7 | Rubén | 43.730 |
Nm. 26:14 | Simeón | 22.200 |
Nm. 26:18 | Gad | 40.500 |
Nm. 26:22 | Judá | 76.500 |
Nm. 26:25 | Isacar | 64.300 |
Nm. 26:27 | Zabulón | 60.500 |
Nm. 26:34 | Manasés | 52.700 |
Nm. 26:37 | Efraín | 32.500 |
Nm. 26.:41 | Benjamín | 45.600 |
Nm. 26:42-43 | Dan | 64.400 |
Nm. 26: | Aser | 53.400 |
Nm. 26:50 | Neftalí | 45.400 |
Nm. 26:51 | Total del censo | 601.730 |
Se puede llegar a la conclusión de que, en cifras generales estimativas, los israelitas que llegaron al borde del Jordán eran unos tres millones de personas.
4. El ejército
En el apartado anterior se han dado las cifras de los dos censos en los que se recogen el número total de los ejércitos de Israel agrupados por tribus. En razón del contenido del presente comentario, se dedica atención a la composición de los ejércitos desde los llanos de Moab, que son los que tomaron parte en la conquista de la tierra de Canaán.
4.1. Organización y número
La organización del ejército parece establecerse, a la luz del texto bíblico, en cuatro grandes divisiones lideradas por las tribus de Judá, Rubén, Efraín y Dan, con un total de 601.730 hombres (Nm. 26:51). Bajo el estandarte de la tribu de Judá, con un cuerpo de ejército de 201.300 hombres que representaba el 33,5% de todo el ejército, se integraban las de Judá con 76.500, la de Isacar con 64.300 y la de Zabulón con 60.500 hombres. El estandarte de Rubén, agrupaba un cuerpo de ejército de 106.430 hombres —el 17,7% de la totalidad del ejército— que integraban el propio ejército de la tribu de Rubén con 43.730 hombres, la de Simeón con 22.200, y la de Gad con 40.500 hombres. El campamento de Efraín reunía un cuerpo de ejército de 130.800 hombres y que suponía el 21,7% de todas las fuerzas, integrados por los de la tribu de Efraín que eran 32.500, los de Manasés 52.700 y los de Benjamín 45.600 hombres. Finalmente, el estandarte de Dan reunía un cuerpo de ejército de 163.200, representando el 27,1% del total de las fuerzas, comprendiendo los de la propia tribu de Dan, que eran 64.400 hombres, los de Aser 53.400 y los de Neftalí 45.400 hombres.
4.2. Los ejércitos de las dos tribus y media
Las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés, habían solicitado de Moisés posesiones al este del Jordán, que les fueron concedidas (Nm. 34:13-15). Los ejércitos de estas dos tribus y media, alcanzaban la cifra de 110.580 hombres, que se establecían de la siguiente manera: Tribu de Rubén 43.730 hombres, tribu de Gad, 40.500 y la media tribu de Manasés 26.350 hombres.
Detalle de los ejércitos de Israel.
Estos ejércitos fueron divididos en dos porciones por cada una de las tribus antes mencionadas, para que una parte de ellos ayudara en la conquista, y el resto quedara en los asentamientos al este del Jordán para las necesidades propias de defensa de la población que quedaba residiendo en Transjordania. El número total de los ejércitos correspondientes a las dos tribus y media fue de unos 40.000 hombres (Jos. 4:12-13). Dado que el número de hombres de guerra de las dos tribus y media en los llanos de Moab era de 110.580 hombres, el ejército asentado en la heredad dada a estas tribus por Moisés al este del Jordán fue de unos 70.580 hombres, aproximadamente.
4.3. El ejército de Israel en Cisjordania
La distribución del ejército de Israel por tribus después del cruce del Jordán arroja una cifra aproximada de 491.150 hombres, que se establece de la siguiente manera: de la tribu de Judá 76.500, que supone un 14,4% de las tropas que cruzaron el Jordán; la tribu de Isacar aportaba 64.300, que representa el 12,1% de la totalidad del ejército; Zabulón 60.500 hombres, el 11,4%; Efraín 32.500, que supone el 6,1%; Benjamín 45.600 hombres, el 8,6%; Dan 64.400, el 12,1%; Aser 53.400, un 10%; Neftalí, 45.400, que suponía el 8,5%; la media tribu de Manasés, con herencia en Cisjordania, 26.350, que hacían el 5%; Simeón, con 22.200 hombre representaba el 4,2%, finalmente las dos tribus y media con 40.000 hombres, eran el 7,5% de los ejércitos asentados en los llanos de Jericó, al tiempo de iniciarse las operaciones de conquista.
Sigue un gráfico que ofrece la perspectiva y de los ejércitos que se asentaron en Canaán a la entrada en la tierra, para iniciar la conquista del territorio que Dios había prometido a Israel.
Grupos del ejército en Canaán.
5. El sacerdocio
El sacerdocio era una de las entidades más importantes de la sociedad hebrea. La tribu de Leví había sido escogida por Dios para el sacerdocio y servicio del templo. A diferencia de los hombres de guerra, censados por capacidad para empuñar las armas y mayores de veinte años, los de la tribu sacerdotal se censaban a partir de un año de edad. Sin embargo, no era un número singularmente importante el que representaba el sacerdocio en Israel antes de iniciar la conquista de la tierra.
5.1. Aspectos generales
Dentro de la tribu de Leví, la familia sacerdotal procedía de la de Aarón, el hermano de Moisés. Solo Aarón y su descendencia podían ejercer como sacerdotes en Israel. Cualquier extraño a esta familia, aun siendo levita, que intentara el ejercicio sacerdotal estaba condenado a muerte (Nm. 3:10). Los descendientes de la familia de Aarón fueron separados a perpetuidad para el oficio sacerdotal (Éx. 29:9). El resto de la tribu de Leví tenían a su cargo el ministerio relacionado con las cosas sagradas, pero no ejercían el sacerdocio. El recuento de los levitas por familias se hizo en el primer censo al pie del Sinaí, como se ha considerado antes, y daba una cifra total de 22.000 levitas (Nm. 3:39).
Cada una de las familias de los levitas tenía funciones específicas en el servicio del santuario. Los descendientes de Coat tenían a su cargo el traslado de los muebles del Tabernáculo una vez acondicionados para el transporte, y eran los únicos que podían tocarlos (Nm. 3:29-32: Éx. 4:1ss.). Los descendientes de Gersón tenían a su cargo todo lo que estaba relacionado con las cubiertas y cortinas del Tabernáculo (Nm. 3:21-26; 4:21 ss. ) Los hijos de Merari, eran los responsables de la estructura del Tabernáculo, tanto para la colocación y levantamiento como para el transporte (Nm. 3:35-37; 4:29 ss.).
Los levitas comenzaban su servicio a los 25 años y terminaban en su actividad a los 50 años (Nm. 8:24-26). Sin embargo, cabe pensar en un tiempo de aprendizaje de cinco años, por lo que se establece un tiempo de servicio activo en el transporte y tareas propias del santuario desde los 30 a los 50 años (Nm. 4:3). En razón a este límite de edad se contaba con un contingente de levitas al servicio del Tabernáculo en el primer censo de 8.580 (Nm. 4:47-48).
Los levitas rodeaban el santuario estableciéndose un lugar determinado para ello. Los gersonitas acampaban detrás del santuario, es decir, al poniente (Nm. 3:21-24). Los meraritas se situaban al norte (Nm. 3:33-35). Los coatitas acampaban al sur (Nm. 3:27-30). Frente a la entrada principal al oriente, se situaban las tiendas de Moisés, Aarón y sus hijos (Nm. 3:38). La cifra de los levitas en servicio activo en el santuario en el primer censo se distribuía de este modo: meraritas 3.200, gersonitas 2.630 y coatitas 2.750.
La tribu sacerdotal no fue castigada con la muerte de los mayores de veinte años en el desierto, como ocurrió a los hombres de guerra, por su negativa a entrar en la tierra prometida desde Cades-Bernea. Por tanto, los sacerdotes y levitas que entraron en Canaán no eran solo hombres de mediana edad, sino que algunos eran de edad bastante avanzada.
5.2. Eleazar
El sumo sacerdote que entró con el pueblo en Canaán fue Eleazar, tercer hijo de Aarón (Éx. 6:23). Sus dos hermanos, Nadab y Abiú, habían muerto por ofrecer fuego extraño delante de Dios (Nm. 3:4; 26:61). Dios mismo estableció a Eleazar como sucesor de Aarón antes de entrar en la tierra (Nm. 20:25-29).
El segundo censo efectuado en los llanos de Moab, estuvo dirigido por Moisés y Eleazar, que actuaba ya en sustitución de su padre Aarón (Nm. 26:1-3). La presentación de Josué como líder del pueblo fue hecha delante del sumo sacerdote Eleazar (Nm. 27:15-23). Estuvo también presente en la petición que las dos tribus y media hicieron a Moisés sobre las tierras de Transjordania (Nm. 32:1-5). Dios designó a Eleazar, junto con Josué, como los encargados para el reparto de la tierra, después de la conquista (Nm. 34:17). Era un hombre capacitado por la experiencia y el conocimiento profundo de la Ley, para ser el líder religioso en el período de la conquista y asentamiento de Israel en Canaán.
Genealogía de Eleazar.
E. Canaán
Al igual que otros temas tratados en esta introducción, la extensión de las consideraciones sobre Canaán deben limitarse a dar una breve panorámica de los aspectos generales en cada uno de los elementos históricos, religiosos, políticos y geográficos que permitan situar al lector en un conocimiento básico sobre la tierra de la conquista.
1. Nombres
Son varios los nombres utilizados para designar el territorio objeto de la conquista por Israel.
1.1. Canaán
Recibe inicialmente el nombre de Canaán un sector de la costa baja de Palestina, para distinguirla de la región montañosa más próxima (Nm. 13:29; Jos. 11:3). Posteriormente, el nombre Canaán se usó para regiones más extensas de la tierra, como el valle del Jordán y, finalmente, para designar a toda la porción de tierra ocupada por Israel al oeste del río, distinguiéndola de Galaad al este del río. Generalmente se designa con ese nombre a la tierra prometida, aunque realmente los cananeos habitaban porciones limitadas del territorio (Gn. 11:31; Nm. 13:2).
1.2. Israel
Después de la conquista, todo el territorio fue llamado Israel, hasta la división del reino, utilizándose el calificativo de Israel para referirse a las diez tribus del norte, distinguiéndose así de las dos del sur que se denominaban Judá.
Sin duda, este es el término más correcto para designar a la tierra de la promesa, ya que supera en todo las particularidades territoriales que algunos otros nombres llevan aparejados.
1.3. Palestina
Los griegos y romanos utilizaron el nombre de Palestina para designar el país habitado por los israelitas. Este es el que desde entonces se utiliza de manera general. Posiblemente sea uno de los títulos menos indicados ya que deriva de Filistea, que no era sino una franja territorial dominada por los filisteos en la parte suroeste de la tierra, en la zona costera (Jl. Éx. 15:14; Is. 14:29, 31; Jl. 3:4)
2. Situación geográfica
El territorio de Canaán que sería ocupado por los hebreos se extendía desde Cades-barnea y el wadi de el’ Arish por el sur, hasta el Hermón en el norte; y desde el mediterráneo por el oeste, hasta el desierto oriental al este del Jordán, quedando fuera del territorio los asentamientos filisteos en el suroeste y Moab y Amón al este. La máxima extensión territorial se produjo durante los reinados de David y Salomón, que alcanzaron Damasco y Jamat, llegando a las orillas del Éufrates, habiendo sometido también a Amón, Edom y Moab.
Un modo de referirse al territorio que poseía Israel era decir que se extendía “desde Dan hasta Beerseba” (Jue. 20:1; 1Sa. 3:20; 1Re. 4:25). El wadi “El-Fikrah” y el “Arnón” eran los límites meridionales del territorio. El área así delimitada tiene un parecido a un paralelogramo, con una longitud máxima desde Dan hasta Beerseba de aproximadamente unos 250 km y una anchura media de unos 110 km, lo que da una superficie de unos 27.500 km2. En estas medidas se incluye la franja filistea, de unos 5.000 km2. Por tanto, se trata de un territorio de unos 21.000 km2. La parte oriental de Palestina, desde el Hermón al Norte hasta el Arnón por el Sur tenía, en tiempos de la conquista, una superficie aproximada de unos 9.500 km2. Por tanto, la parte occidental de la tierra tenía una superficie aproximada de unos 18.000 km2.
El país se divide en cinco regiones: (1) la llanura marítima; (2) la zona baja llamada la Sefela; (3) el sistema montañoso central; (4) el valle del Jordán; y (5) la meseta oriental. Las cinco zonas corren en dirección norte a sur, salvo algunos lugares puntuales en que se desvían. La cadena montañosa central toma en Samaria dirección oeste hacia la llanura marítima llamada Sarón. Un corte abrupto detiene el paralelismo de las zonas montañosas formando el valle de Esdraelón, que permite la unión natural entre el mar Mediterráneo y el valle del Jordán.
La llanura marítima discurre a lo largo de toda la costa, interrumpida solo por la presencia del monte Carmelo. En la zona del monte la llanura se estrecha alcanzando una anchura máxima de 10 km2, ampliándose en anchura a medida que desciende más al sur. La llanura marítima es un territorio muy fértil, especialmente condicionado por la humedad natural de la proximidad del mar. El terreno es una continua sucesión de ondulaciones naturales. Toda ella tiene una altura entre 27 y 50 m sobre el nivel del mar. Forma un país ondulante y fértil, con una altura entre los treinta y setenta metros por encima del nivel del mar.
Entre la llanura marítima al sur del Carmelo y los montes centrales, está el territorio bajo, conocido como Sefela. Su orografía es una sucesión de pequeñas lomas o montecillos, desde muchos de los cuales puede verse el Mediterráneo. La Sefela está constituida por una elevación media de 150 m sobre el nivel del mar a modo de terraza natural. El país bajo se extiende prácticamente desde Jope al norte hasta Beerseba al sur. En medio de las estribaciones naturales del territorio aparecen frecuentes valles en dirección Norte-Sur.
La cadena montañosa central desciende desde el Líbano. A partir del río Leontes se transforma en una meseta elevada que llega así hasta la parte extrema septentrional del mar de Galilea, dando lugar a lo que se denomina la “alta Galilea”, caracterizada por una sucesión de colinas que no suelen superar los 800 m de altura, salvo algunas cimas como Jebel Jermuk que alcanzan los 1.200 m. Por otro lado, la “alta Galilea” desciende desde el mar de Galilea y el Jordán hasta la baja Galilea y tiene una forma triangular: su lado oriental está formado por el mar de Galilea y el Jordán hasta Bet-seán, quedando al suroeste el valle de Esdraelón. La baja Galilea está formada por colinas más bajas que la alta Galilea; con altitudes que no suelen superar los 200 m apareciendo tan solo algunas cumbres más altas al oeste del mar de Galilea. Al suroeste del mar de Galilea está el monte Tabor, de 562 m de altura. Más al sur está el Gilboa, con sus dos cumbres, una de ellas de 506 m de altura. La parte meridional de la baja Galilea está orientada hacia el valle de Esdraelón. La altura máxima del valle no supera los 90 m sobre el nivel del mar. Al sur del valle se forman varios wadis, que cortan la cordillera, cuyas laderas se alcanzan tanto desde la llanura marítima como desde el Jordán y del mismo valle de Esdraelón. En el conjunto de montañas del sistema central aparece el Carmelo, en orientación Noroeste. La cadena montañosa es de mediana altura, con una elevación máxima de 651m Dos montes destacan en el territorio de Samaria: el Ebal, con 938 m y el Gerizim, con 868 m. Siguiendo la linea descendente de la cordillera entre Bet-el y Hebrón, discurre a lo largo de unos 70 km Los montes siguen con una altitud media de unos 670 m. Algunas ciudades estaban situadas en las montañas, como Bet-el a 893 m de altura; Jerusalén con 791 m en su parte más alta; Belén a 776 m, y Hebrón a 926 m es la población con más elevación. La cadena montañosa, que es el punto más elevado, ofrece una meseta estrecha, ocupada después de la conquista por las tribus de Benjamín y Judá.
En cuanto al valle del Jordán43, constituye una falla geológica que se inicia al pie del Hermón, a una altitud de 518 m sobre el nivel del mar y discurre hacia el sur, concluyendo en el mar Muerto. La falla va descendiendo en profundidad a medida que discurre hacia el sur, alcanzando rápidamente cotas por debajo del nivel del mar, llegando en la desembocadura del río en el mar Muerto a los 393 m bajo el nivel del Mediterráneo. A ambos lados del río, y comprimiendo su valle, se alzan montañas. Su caudal no permite equipararlo con los grandes ríos del área geográfica, sin embargo, y especialmente en tiempo de crecida, el río representaba un obstáculo natural, aunque no infranqueable para el tránsito entre la zona oriental y la occidental. El río Jordán tiene vados naturales que permiten el cruce con facilidad en la mayor parte del año.
Finalmente, la meseta oriental es un territorio muy fértil, con una elevación media de 936 m. Comienza en los límites del Jordán, llegando hasta el borde de los acantilados del río, y se extiende hacia el este hasta el desierto de Siria. El río Jaboc la corta en dos en su parte central. Más al norte, próximo ya al sur del mar de Galilea, vuelve a ser cortada por el río Yarmuk. Elevado sobre el nivel del mar, lo que permite la circulación del aire húmedo, y con zonas de riego especialmente en el entorno de los dos ríos, el territorio es especialmente apto para la agricultura y la ganadería. No es de extrañar que las tribus más agrícolas y ganaderas —Rubén, Gad y Manasés— pidieran este territorio antes del reparto de la tierra.
Para un informe más detallado de la división de la tierra en sus regiones naturales, se puede apreciar el mapa que sigue, en donde se reflejan la Llanura Costera, las Colinas Occidentales, el Neguev, la Fosa del Jordán, las Colinas Orientales (Transjordania) y el Desierto, así como la situación del mar de Galilea y del mar Muerto.
Regiones naturales de Palestina.
3. Historia
La historia prepatriarcal de Palestina es poco conocida, como la de la mayoría de los pueblos del área geográfica, salvo lo que tiene que ver con la relación entre ellos y los grandes reinos de entonces, especialmente con Egipto. Por su posición geográfica, como territorio estratégicamente situado, los imperios tuvieron especial interés en ella. Es admitido sin duda que hubo una notoria civilización en esa región en los siglos XXI al XIX a.C., como la arqueología ha descubierto, poniendo de manifiesto la destrucción de muchas de las ciudades de lo que se consideró más tarde como Canaán, a finales de esa época. Posiblemente alguna de esas acciones corresponden a la descrita en la Biblia, con referencia a la coalición de reyes, entre los que estaba Quedorlaomer (Gn. 14). Es suficiente aquí recordar que las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Palestina pusieron al descubierto vestigios importantes de estas civilizaciones y de sus ciudades, anteriores a la presencia de Abraham en esa tierra. Las excavaciones más relevantes en este sentido afloraron restos históricos principalmente en Teleilat Ghasul, al norte de mar Muerto, cerca de Jericó. Ladrillos desenterrados ofrecían pinturas que adornaron las paredes de las casas. Los primeros santuarios cananeos proceden de la Edad del Bronce Antiguo (entre 3.000 a 2.000 años a.C.) y estaban situados en el entorno de Jericó, Hai e incluso de Meguido. La época patriarcal corresponde a la Edad del Bronce Medio (2.000 a 1.500 años a.C.), y de ella la arqueología ha desenterrado suficientes evidencias como para verificar la exactitud del trasfondo cultural que ofrecen los textos bíblicos. El final de la Edad del Bronce (1.500 a 1.200 a.C.), coincide con la conquista de Canaán por los hebreos y la ocupación de la tierra. Evidencias arqueológicas incuestionables identifican muchas de las ciudades de la conquista, conforme a las descripciones del libro de Josué. Estas evidencias arqueológicas irán quedando reflejadas en el estudio a medida que se mencionen las poblaciones conquistadas.
Especialmente importante —a efectos del estudio del libro de Josué— es conocer la relación de Egipto con Canaán, de quien obtenía productos agrícolas e incluso industriales y en donde ejercía su autoridad controlando el territorio mediante alianzas y sumisión de los pueblos de la tierra. Estos y otros aspectos políticos se tratan en el “Excursus I”, al final de este capítulo, por lo que se evita duplicarlo en este punto.
4. Pueblos en tiempo de la conquista
Esencialmente puede hablarse de tres grupos principales, a su vez subdivididos en diversos subgrupos. Al norte estaban situados los pueblos amorreos, en la parte central los cananeos y al sur, sobre la costa, los filisteos.
La Biblia menciona los pueblos que habitaban Canaán en varios lugares, pero especialmente detallados en la promesa de Dios a Abraham sobre la posesión de la tierra (Gn. 15:18-21). Los pueblos citados en el libro de Josué son considerados con detalle en el “Escursus I”, dedicando aquí tan solo un breve informe de los tres grupos principales.
4.1. Amorreos
Eran, según describe el libro de Josué, los habitantes de la Transjordania, que ocupaban un territorio situado al norte de Edom y Moab, al que correspondían los reinos de Sehón, Basan y Galaad. Ocupaban las montañas y se distinguen de los cananeos claramente en el libro de Josué (5:1; 11:3). Los amorreos eran incluso una raza aparte de los cananeos, distinguiéndose de estos por su estatura y fortaleza personal (Nm. 13:32; Dt. 3:11; Am. 2:9). Su comportamiento violento y sus atrocidades sirven como punto de comparación para definir la idolatría de Acab y Manasés (1Re. 21:26; 2Re. 21:11).
Estos eran descendientes de Canaán, cuarto hijo de Cam (Gn. 10:16). Durante el período patriarcal tenían asentamientos en Hazezontamar, luego En-gadi (2Cr. 20:2), en el lado occidental del mar Muerto, siendo arrasados tales asentamientos por la acción de Quedarloamer y los otros tres reyes coaligados (Gn. 14:1, 7).
La primera confrontación de los amorreos con Israel tuvo lugar cuando impidieron el paso del pueblo por sus dominios, que llegaban al Este del Jordán, siendo vencidos por los ejércitos de Israel, sus ciudades conquistadas y su rey Sehón, junto con el resto del pueblo, murieron en la acción militar (Nm. 21:21-26; Dt. 2:24; Am. 2:9, 10). Otros asentamientos del pueblo amorreo escaparon de la acción de los israelitas, sirviendo más tarde como ejemplo nocivo para Israel, induciéndolo a las prácticas idolátricas —muchas de ellas abominables— de su religión (Esd. 9:1, 2).
4.2. Cananeos
Los cananeos son el pueblo más importante de los que habitaban Palestina, y el que dio nombre a la región llamada Canaán. Eran descendientes de Canaán, cuarto hijo de Cam, a su vez segundo hijo de Noé (Gn. 10:1, 6, 15, 18, 19). Ocupaban un territorio en la parte central de la tierra desde Sidón hasta Gaza, avanzando hasta el interior y sur (Gn. 10:15-19). Es posible que los límites del pasaje se apliquen no solo a los cananeos como pueblo, sino al territorio en el que ejercían preponderancia por su condición de pueblo más importante de aquella tierra. Su sociedad se asentaba en las ciudades-estado gobernadas por un rey.
4.3. Filisteos
Es un pueblo descendiente de Cam, por medio de su segundo hijo Mizraim, y a su vez descendientes de Casluhim, uno de sus hijos (Gn.
Pueblos asentados en Palestina.
10:6, 13, 14). Algunos eruditos afirman que procedían de Creta, aunque más probablemente llegaron a Canaán procedentes de lo que luego sería Capadocia. En los tiempos de Abraham se habían asentado en Gerar, al suroeste de Palestina (Gn. 20:1). Abraham hizo algún tipo de pacto o convenio con Abimelec uno de los reyes filisteos (Gn. 21:25-34), quedándose en el territorio filisteo por un tiempo. Posteriormente, Isaac tuvo problemas personales por tratar de engañar a Abimelec en relación con Rebeca su esposa (Gn. 26:1-11). La condición belicosa de los filisteos se pone de evidencia en acciones tales como cegar pozos para impedir el suministro de agua a los ganados y las personas (Gn. 26:15-18). Debido al carácter guerrero de los filisteos, Dios condujo al pueblo hacia Canaán evitando el territorio de ellos (Éx. 13:17-18a). En la época de la conquista de Canaán, el territorio filisteo estaba dividido en cinco ciudades-estado con un rey o señor en cada una de ellas: Gaza, Asdod, Ascalón, Gat y Ecrón (Jos. 13:2, 3).
5. Religión
Especialmente nociva era la religión de los cananeos por sus prácticas idolátricas, que comprendían sacrificios humanos y prostitución sagrada. La divinidad cananea principal era “El”, aunque la más importante era Baal, dios controlador de la lluvia y de la fertilidad de la tierra. En la creencia religiosa de los cananeos, Mot, el dios de la muerte, daba muerte cada año a Baal, siendo resucitado cada vez por Anat, diosa de la guerra, que era hermana y esposa de Baal. La religión procede de Babilonia, y Baal es una adaptación cananea del dios babilonio Merodac o Marduk; en ambos lugares —Canaán y Babilonia— el nombre del dios equivale a señor. Baal era considerado como el señor del cielo y dios-sol, y era adorado bajo los aspectos de benefactor y destructor. Por un lado, los rayos del sol daban calor y luz benéfica para quienes le adoraban, y, por otro, sus rayos ardientes secaban la vegetación y producían daño en quienes no le servían. A modo de advertencia, los rayos del sol secaban los campos en verano, lo que suponía un aviso a los hombres para que le rindieran culto. Para apaciguar la deidad, sobre todo en momentos de dificultades o calamidades, se ofrecían sacrificios humanos, consistentes generalmente en el hijo primogénito del adorador, que era quemado vivo. En referencia a esto, el Antiguo Testamento habla de “hacer pasar a sus hijos por fuego” (Lv. 18:21; Dt. 12:31;2Re. 16:3; 17:17; 21:6, 21). Generalmente cada pueblo importante tenía su propia representación de Baal. Los israelitas encontraron en la tierra muchos lugares, templos, arboledas y altares dedicados a los baales.
La diosa Asera era presentada como esposa del dios El, en algunos lugares de Canaán, pero en el bajo Canaán aparece como consorte de Baal. Una imagen tallada de Asera se tenía junto al altar de Baal en un tiempo posterior a la conquista (Jue. 6:25-28; 1Re. 15:13). Astarté, diosa del amor, la fertilidad y la guerra, se relaciona frecuentemente con Baal (Jue. 2:13; 10:6; 1Sa. 7:3, 4; 12:10). Las tres divinidades femeninas, Asera, Astarté y Anat, se manifestaban en conceptos intercambiables que llegaban a mezclarse para formar una sola deidad, de tal modo que no siempre eran claras las distinciones entre ellas. El culto para las deidades femeninas comprendía la prostitución religiosa.
Entre las prescripciones de culto a los Baales, la mitología incluye historias de enorme brutalidad e inmoralidad, que comprendía el sacrificio de niños quemándolos vivos y la adoración a serpientes.
En cuanto a las principales divinidades filisteas, el culto dependía en cierto modo del lugar donde estaba la población. Así, en Gaza y Asdod se adoraba a Dagón (Jue. 16:23), mientras que Ascalón era el centro de adoración de Astoret, y en Ecrón se rendía culto a Baal-zebub (2Re. 1:1-16). Los cultos a estas divinidades, especialmente a la diosa Astoret, llevaban unidas prácticas inmorales. El culto originario de Babilonia pasó a todas las naciones de su entorno. A Astoret se la consideraba como la diosa de la luna, consorte de Baal que era el dios sol. Los ritos inmorales de su culto en Babilonia pasaron a Canaán, formando parte de las prácticas idolátricas que los israelitas habían de eliminar en la conquista de la tierra.
F. Tema del libro
A través de relatos históricos, el autor Divino del libro quiere enseñar que Dios, como soberano, cumple fielmente sus promesas y pactos. Él había hecho promesas a Abraham tocante a su descendencia que vendrían a entrar en posesión de la tierra de Canaán: “En aquel día hizo Jehová un pacto con Abram, diciendo: a tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates; la tierra de los ceneos, los cenezeos, los cadmoneos, los heteos, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos” (Gn. 15:18-21). Junto con la promesa estaba el anuncio de un período de esclavitud para los descendientes de Abraham, que duraría cuatrocientos años, y del que serían libertados por la sola intervención divina, al final de una serie de juicios de Dios sobre aquella nación (Gn. 15:13-14). Los pactos que Dios establece tienen absoluta garantía de cumplimiento en el tiempo determinado por Él. Su fidelidad está comprometida en el mismo pacto y no puede ser quebrantada. Dios dejaría de ser Dios si no fuera fiel. El pueblo rescatado de la esclavitud fue conducido por el desierto de modo providencial y admirable, proveyendo el Señor para ellos cuanto les fue preciso y, tras cuarenta años de larga marcha, fueron introducidos por Su poder omnipotente en la tierra de la promesa.
Como parte del texto bíblico, en el Libro de Josué Dios se revela a sí mismo por medio de los relatos históricos que aparecen en él. A través del libro el Espíritu ofrece una amplia manifestación de la grandeza de Dios. Los atributos divinos se descubren claramente en el texto bíblico. La omnipotencia, resuelve las dificultades que hubieran sido insuperables para el pueblo, como es el caso de las ciudades fortificadas; la omnisciencia que conoce los pensamientos mas íntimos de cada israelita, descubriendo el pecado oculto en lo más profundo del alma humana; el amor, manifestado en tantas formas, soportando a un pueblo rebelde, animándole en los momentos de desaliento, mostrándole en todas las cosas Su misericordia. El Libro de Josué se escribe para revelar a Dios y su modo de actuar.
Sin embargo, el tema general de la Biblia es responder a la pregunta: “¿Quién es el Soberano?”, de ahí que lo más destacable de este escrito sea precisamente la gloriosa manifestación de la soberanía de Dios. Este libro, como el resto de la Escritura, está poniendo en evidencia la realidad de la soberanía divina, con lo que responde a la pregunta que produjo el cuestionamiento de Dios y la necesidad de obedecerle. Tal cuestión —que planteada por Satanás en el huerto de Edén fue la base principal de la caída del ser humano al poner en tela de juicio el derecho soberano de Dios abandonando la lealtad que la criatura le debe y la obediencia que la manifiesta— se demuestra paso a paso por la Escritura, de modo que la única conclusión posible es esta: “Dios es el único soberano”. La soberanía de Dios actúa en todos los planos de la vida de la nación hebrea en los días de la conquista. Él determina cada acción a realizar y el modo de llevarla a cabo; reprende al pueblo en sus desobediencias, reconduciéndoles con ello a la senda que habían dejado, para que, en todo, el propósito divino tenga cumplimiento. Ejecuta su soberano propósito eliminado a los enemigos a causa de su persistente pecaminosidad y, al final del texto, como colofón, la soberanía de Dios queda plenamente manifestada en el resumen del discurso de Josué (24:1-15). Por esta causa presenta al pueblo de Israel la demanda de servirle como único Dios soberano, con exclusión de cualquier otro dios de entre ellos (24:14, 23, 24), advirtiéndoles desde la dimensión de su soberanía que actuaría en juicio contra ellos si desobedecían su voz y quebrantaban la alianza que les había sido dada (24:20).
El libro presenta también el irresistible poder del pueblo de Dios en superar al mundo y tomar posesión de su herencia prometida, para lo cual debe descansar en el poder divino y no permitir que ningún pecado de desobediencia impida su relación de pacto determinada con Él.
Podrían establecerse como los grandes temas del libro aquellos que destacan algunas perfecciones de Dios que se revelan en su contenido. (1) Dios es fiel, por cuanto cumplió la promesa de llevar a los descendientes de Abraham a la tierra prometida (Gn. 13:15). (2) Dios es santo, por tanto, su pueblo debe serlo también. El pecado en medio del pueblo de Dios conduce a la interrupción de las bendiciones y a la derrota (7:1ss). (3) Dios es justo, por esa causa interviene judicialmente contra los pueblos de la tierra, en razón de la tremenda pecaminosidad de aquellas naciones, determinando que, por medio de Israel, fueran eliminadas de la tierra (Dt. 7:1-6).
G. Entorno histórico
Por el camino del desierto, procedente del sur —aunque aparentemente venía del este— llegaba a las orillas del Jordán una abigarrada multitud compuesta por hombres, mujeres y niños, junto con algunos miles de cabezas de ganado. Nadie había contado su número recientemente debido a que los recuentos de población eran establecidos por Dios, pero el último censo obtenido en los campos de Moab (Nm. 26:2,51) arrojaba la cifra de 601.730 hombres mayores de veinte años. No se contemplaba en ese censo a las mujeres ni a los de menor edad. Tampoco figuraban en él los sacerdotes con sus familias, que formaban toda una tribu, la de Leví. La cifra del censo era exclusivamente el número de los aptos para la guerra. Solo habían sido contados en aquella ocasión los que podían participar en acciones militares. Por tanto, el número total del pueblo que llegaba al Jordán podría estimarse en unos tres millones de personas que, como una interminable columna, estaba llegado al este del río. Algunos pudieron verlo en las distintas escalas de su largo viaje de cuarenta años rodeando la península del Sinaí. Este pueblo acampaba perfectamente ordenado en torno a la tienda del Tabernáculo, el santuario de Israel, construido por ellos en el desierto del Sinaí. Cada uno sabía el lugar que le correspondía en el orden perfectamente establecido por Dios para cada vez que detenían su marcha antes de llegar a las llanuras de Moab, frente a la tierra prometida. Al este, bajo el estandarte de Judá, se situaban las tribus de Judá, con su cuerpo de ejército (Nm. 2:3-4); a su lado, un poco más al sur, la de Isacar, también con sus ejércitos (Nm. 2:5-6); siguiéndole, se situaba la de Zabulón y sus fuerzas militares (Nm. 2:7-8). Al sur del Tabernáculo se estacionaban otras tres tribus bajo el estandarte de Rubén: la más próxima al oriente era la de Rubén, con su cuerpo de ejército (Nm. 2:10-11); le seguía, ya en dirección hacia el occidente, la de Simeón y sus fuerzas militares (Nm. 2:12-13); y a continuación la de Gad con su ejército (Nm. 2:14-15). La parte occidental la ocupaban también tres tribus, bajo el estandarte de Efraín: comenzando desde el sur, la de Efraín con su ejército (Nm. 2:18-19); seguidamente, la de Manasés y sus fuerzas (Nm. 2:20-21); en tercer lugar, la de Benjamín, con su cuerpo de ejército (Nm. 2:22-23). Ya en la parte situada al norte del Tabernáculo y bajo el estandarte de Dan, se colocaban las tres tribus restantes: la de Dan, situada más al occidente en la parte norte, con sus fuerzas militares (Nm. 2:25-26); a su lado la de Aser, también con sus ejércitos (Nm. 2:27-28); y finalmente la tribu de Neftalí y sus tropas (Nm. 2:29-30). De esa forma acampó el pueblo durante los cuarenta años de peregrinación por el desierto. El orden perfecto del pueblo de Israel contrastaba notablemente con la forma habitual de acampada de los pueblos del desierto. Los nómadas, con sus rebaños, se acomodaban del modo que mejor les parecía. Incluso las salidas que se producían por alguna razón de los pueblos más sedentarios y asentados en las naciones situadas al este del Jordán, no tenían una forma tan ordenada de marcha y estacionamiento en sus descansos en el desierto. A todo aquel que hubiera podido observar a los hebreos le habría llamado la atención su orden y comportamiento en el campamento.
Distribución de las tribus en el campamento.
La marcha de un pueblo tan numeroso era necesariamente lenta, pero lo admirable era el perfecto orden en que discurría. El orden de marcha había sido establecido por Dios. Nada de lo que se relacionaba con ese pueblo era de arbitrio humano, sino de ordenamiento divino. Cuando acampaban habían de hacerlo conforme al sistema establecido por Dios, y del mismo modo cuando marchaban. Abría la marcha la tribu de Judá, con su cuerpo de ejército (Nm. 10:14); a esta le seguía la de Isacar, del mismo modo (Nm. 10:15), luego la de Zabulón (Nm. 10:16), después, los meraritas, un grupo de levitas portadores de la tienda del tabernáculo, a quienes, debido al caminar necesariamente lento de un pueblo tan numeroso, daba tiempo suficiente para montar esa tienda destinada a recibir los muebles santos del culto (Nm. 10:17) cuando el pueblo se detenía en las jornadas de marcha. Precedidos por este grupo de la tribu sacerdotal iba la de Rubén (Nm. 10:18); a continuación, Simeón (Nm. 10:19), y Gad (Nm. 10:20). Había después de estos una nueva separación, tras la cual avanzaban los coatitas, otro grupo de levitas, servidores del tabernáculo que portaban los objetos sagrados (Nm. 10:21) y que los depositaban, en el orden establecido, en la tienda que los meraritas habían ya acondicionado. Otra tribu, la de Efraín, continuabanla formación (Nm. 10:22), seguida por la de Manasés (Nm. 10:23), y tras ellas iba la de Benjamín (Nm. 10:24). Cerraban la comitiva las últimas tres tribus: la de Dan (Nm. 10:25), la de Aser (Nm. 11:26) y la de Neftalí (Nm. 11:27). La retaguardia era custodiada por el cuerpo de ejército de los danitas, que no solo protegía la marcha, sino que recogía a los que hubieran quedado rezagados, ayudando en cualquier asunto necesario a los que lo precisaran. No era el espectáculo de un pueblo de esclavos huido que caminaba de cualquier manera, sino el comportamiento propio de un pueblo unido, absolutamente coordinado, que se movía con precisión matemática y que se asentaba ordenadamente en torno a la tienda por excelencia, la del Tabernáculo del Testimonio. En esa tienda, más completa y grande que la de cualquier principal del pueblo, pero una tienda al fin y al cabo, el Dios Eterno manifestaba su presencia amorosa y fiel junto a su pueblo y en medio de él. Yahveh los había acompañado en todas las jornadas del desierto por el que durante cuarenta años habían peregrinado, haciendo un extenso recorrido envolvente a lo largo y ancho de la península del Sinaí.
Los centenares de miles de personas al este del Jordán eran, en su mayoría, bastante jóvenes. De las fuerzas militares ninguno superaba los sesenta años, y la gran mayoría no alcanzaba los cincuenta. Muchos habían nacido en el desierto, por lo que su vida no era la propia de habitantes sedentarios de ciudades, sino la de peregrinos. Los más jóvenes, que nacieron en el desierto, no habían sido testigos de las imponentes acciones divinas que habían liberado a sus antecesores de la esclavitud en Egipto; por tanto, no sabían lo que era el trabajo en la condición de esclavos que sus mayores habían experimentado en la preparación de materiales para las construcciones egipcias. Su vida, salvo acciones puntuales y pequeñas escaramuzas con pueblos adversarios en el desierto, había sido todo lo placentera que podía ser la de un peregrino en continua marcha. Pero esta marcha, aunque continua, había tenido frecuentes pausas en las que todo el pueblo descansaba por algunas jornadas, en los lugares más apropiados de las tierras de su peregrinación, buscados personalmente por Dios, que los conducía (Nm. 10:33). Llegaba, pues, la mayoría de este pueblo sin haber padecido en carne propia las cargas pesadas de la esclavitud que hizo sentir, en toda su dimensión, la añorada libertad a sus mayores, muchos de los cuales había ido muriendo durante los últimos cuarenta años
Orden de marcha de las tribus de Israel.
a consecuencia de su rebeldía contra Dios y desprecio a sus promesas en la ocasión que todos habían tenido antes para entrar en la tierra de Canaán, la misma tierra que ahora tenían delante de sus ojos al otro lado del Jordán.
Dos personas mayores, bien diferenciadas por su edad, se distinguían de entre todo el pueblo; uno de ellos era el conductor y guía de los israelitas. Este era Josué bar Nun, nombrado por Dios como sucesor de Moisés, el verdadero líder del pueblo, respetado y obedecido por todos. A su lado, en íntima amistad personal, compartiendo sus inquietudes estaba Caleb bar Jefone. Los dos se distinguían notablemente del resto del pueblo, especialmente por su edad, que los distanciaba en más de veinte años del mayor de los hombres de guerra.
Algunos pobladores de la tierra de Canaán habían sabido —por relatos de viajeros llegados tiempo atrás de la tierra de Egipto y, tal vez, por mercaderes de aquel mismo país— cómo los esclavos de Gosén habían sido liberados milagrosamente por la intervención todopoderosa de Yahveh, el Dios de los hebreos. Con mayor o menor precisión, en ocasiones deformados por la propia visión subjetiva del narrador no bíblico, habían llegado a los moradores de las ciudades cananeas las historias de cómo los ejércitos que se les opusieron, tan preparados y potentes como los egipcios, habían sido exterminados, más que derrotados, sin que los hebreos tuvieran necesidad de empeñarse en ninguna batalla. Estos datos podían ser contrastados por la ausencia de los carros egipcios que custodiaban los intereses de los faraones en la tierra palestina. Hacía tiempo que no se les veía desplazarse, al menos en el número en que lo solían hacer hacía más de cuarenta años, por el territorio de Canaán.
Los relatos acerca de las tropas de élite del faraón sumergidas bajo las aguas del mar Rojo eran, para los pueblos de la llanura central de la tierra, como una leyenda mitológica traída, como tantas otras, por viajeros que las relataban. Alguno, tal vez, habría acompañado o se habrían encontrado años más tarde con el pueblo de Israel en sus jornadas por el desierto, y los más recientes informes que habían llegado a los moradores de la parte central de Canaán eran que aquel pueblo había comenzado a avanzar hacia ellos desde las naciones de Transjordania, que habían conquistado. Posiblemente las noticias fueran tomadas por los más escépticos con una sonrisa, pensando lo poco que podría significar para sus ejércitos un pueblo nómada, sin tropas bien organizadas y entrenadas como las que ellos tenían. ¿Qué podrían hacer los hebreos ante sus ciudades amuralladas, perfectamente preparadas para sostener un largo tiempo de asedio, si es que se llegaba a producir? Y, aunque esto ocurriera, ¿no había alianzas militares con las otras ciudades-estado de aquella área? Entre todos podrían enfrentarse con garantía a un pueblo de pastores, aunque viniera envuelto en leyendas de victorias asombrosas. Además, ¿no tenían ellos también sus propios dioses?, ¿no les habían servido con lealtad durante años?, ¿no tenían sus sacerdotes y ofrecían sus sacrificios según les habían instruido? Muchas veces habían entregado a sus hijos para satisfacer las demandas de sus divinidades. Algunos habían visto cómo su recién nacido desaparecía en el vientre ardiente del dios Baal-Moloc después de haber sido puesto en sus brazos inclinados que conducían al niño inexorablemente al horno encendido en sus entrañas. ¿No habían hecho oídos sordos a los llantos de tantos inocentes para satisfacer al dios?, ¿no habían apartado violentamente a las madres de los recién nacidos que procuraban impedir tan horrendos crímenes? No había que temer al Dios de los hebreos, porque sus dioses pelearían contra Él. Tal vez había vencido a los dioses de los egipcios, pero eso había ocurrido hacía muchos años y, además, los dioses egipcios no podían compararse en poder con los dioses de Canaán.
Otro pensamiento ayudaba al autoconvencimiento de aquellos pueblos de la Palestina, en relación con quienes se estaban aproximando, con la pretensión de ocupar sus tierras, como algunos decían. Tiempo atrás, aquella enorme multitud de hebreos había solicitado al rey de Edom autorización para atravesar su territorio por el camino real (Nm. 20:14-21), y aquél les había negado el paso. La reacción del pueblo hebreo fue más propia de nómadas que de guerreros, ya que en lugar de ejercer su poderío militar y atravesar a viva fuerza aquel territorio, se había retirado para rodear toda aquella tierra, como era habitual en pueblos que carecían de capacidad ofensiva. Es cierto que las noticias fueron diferentes con relación a otros territorios que habían ocupado temporalmente, como los del Neguev (Nm. 21:1-3), e incluso con el pueblo amorreo, cuyo rey Sehón había querido hacer lo mismo que los edomitas, siendo derrotado y aniquilados por los de Israel (Nm. 21:21-25). No eran, sin embargo, un pueblo que debiera ser motivo de temor.
Un último pensamiento procuraba mantenerles aparentemente tranquilos. Frente a ellos discurría una frontera natural: el río Jordán. Las aguas profundas en aquellos lugares, junto a la distancia entre sus orillas en esa época del año, lo hacía poco menos que insalvable para aquel pueblo, poniendo a mucha distancia real los objetivos de conquista que se proponían los hebreos. No sería nada fácil hacer pasar a tantos miles de personas al otro lado del río y mucho menos los carros, los ganados, las tiendas y todo el bagaje que portaban. Los vados del Jordán quedaban más al norte y más al sur, y aquellas eran zonas bien protegidas. Los hebreos, si se dirigían hacia ellos, se habían equivocado de lugar, escogiendo el peor de todos para una acción semejante. Los estadistas y los estrategas sonreían íntimamente, pensando en el absoluto fracaso de tal acción. Ellos, en su afán de deshacerse de temores íntimos que todos tenían (2:9), pensaban que aquel pueblo no podía despertar ninguna inquietud, porque hasta en sus planteamientos de conquista, si es que realmente los había, estaban equivocados.
Los pueblos cananeos y sus gentes no conocían realmente al pueblo de Dios, o mejor, no conocían al Dios de ese pueblo. No tenía para Él importancia alguna un Jordán que los separase de la tierra, porque antes había separado las aguas del mar Rojo. No valían de nada las ciudades amuralladas, ni los ejércitos entrenados para la guerra y perfectamente equipados, porque antes había destruido lo mejor del ejército egipcio. El Dios del cielo había conducido a su pueblo hasta la Transjordania y no lo dejaría en ese lugar sin hacerlo entrar en posesión de lo que antes había prometido a Abrahám.
H. Bosquejo del libro
Pueden establecerse diferentes maneras para desarrollar el estudio del Libro de Josué, sin embargo, la división natural del texto bíblico provee de las referencias necesarias para formular un bosquejo general como sigue:
BOSQUEJO
A. La entrada en la tierra de Canaán (1:1-5:15)
1. La comisión de Dios a Josué (1:1-9).
2. La comisión de Josué al pueblo (1:10-18).
3. El reconocimiento de Jericó: Rahab y los espías (2:1-24).
3.1. Los espías enviados (2:1).
3.2. El cuidado de Rahab (2:2-7).
3.3. La fe de Rahab (2:8-11).
3.4. La petición de Rahab (2:12-16).
3.5. La condición para Rahab (2:17-21).
3.6. El informe de los espías (2:22-24).
4. El cruce del Jordán (3:1-17).
4.1. Desde Sitim al Jordán (3:1-6).
4.2. Las instrucciones divinas para cruzar el río (3:7-13).
4.3. El cruce del Jordán (3:14-17).
5. Conmemoración del cruce del Jordán (4:1-24).
5.1. Las piedras del Jordán y el primer monumento (4:1-9).
5.2. Restauración del río a su curso (4:10-18).
5.3. El monumento conmemorativo en Gilgal (4:19-24).
6. Preparativos para la conquista (5:1-15).
6.1. La circuncisión del pueblo (5:1-12).
6.2. El príncipe del ejército de Jehová (5:13-15).
B. La conquista de la tierra de Canaán (6:1-12:24)
1. La conquista de la parte central (6:1-8:35).
1.1. Victoria en Jericó (6:1-27).
1.1.1. Los seis primeros días en la conquista de la ciudad (6:1-14).
1.1.2. La ocupación y el anatema (6:15-21).
1.1.3. El cumplimiento de la promesa a Rahab (6:22-25).
1.1.4. La maldición sobre Jericó (6:26-27).
1.2. Derrota en Hai (7:1-26).
1.2.1. Causas de la derrota (7:1-5).
1.2.2. La reacción de Josué ante la derrota (7:6-9).
1.2.3. Las instrucciones divinas (7:10-15).
1.2.4. El pecado quitado (7:16-26).
1.3. Victoria en Hai (8:1-29).
1.3.1. Instrucciones divinas (8:1-2).
1.3.2. La estrategia para la batalla (8:3-9).
1.3.3. El inicio de la acción militar (8:10-13).
1.3.4. La batalla de Hai (8:14-22).
1.3.5. El final de la batalla (8:23-29).
1.4. La adoración en Ebal (8:30-35).
2. La conquista del sur de Canaán (9:1-10:43).
2.1. El pacto con los gabaonitas (9:1-27).
2.1.1. La coalición de los reyes del sur (9:1-2).
2.1.2. La astucia de los gabaonitas (9:3-13).
2.1.3. El pacto con los gabaonitas (9:14-15).
2.1.4. El engaño descubierto (9:16-19).
2.1.5. Los gabaonitas servidores del santuario (9:20-27).
2.2. Destrucción de la coalición amonita (10:1-43).
2.2.1. La coalición contra Gabaón (10:1-5).
2.2.2. Petición de ayuda de Gabaón (10:6-8).
2.2.3. La coalición amonita derrotada (10:9-11).
2.2.4. El milagro de la prolongación del día (10:12-14).
2.2.5. La ejecución de los cinco reyes (10:15-27).
2.2.6. Toma y destrucción de las ciudades del sur (10:28-43).
3. La conquista del norte de Canaán (11:1-23).
3.1. La coalición de los reyes del norte (11:1-5).
3.2. La derrota de los reyes (11:6-9).
3.3. La conquista de las ciudades del norte (11:10-15).
3.4. Resumen de la conquista (11:16-20).
3.5. Destrucción de los anaceos (11:21-22).
3.6. Conclusión de la conquista del norte (11:23).
4. Resumen de la conquista (12:1-24).
4.1. La conquista de Transjordania (12:1-6).
4.1.1. El territorio de la Transjordania (12:1).
4.1.2. Conquista del reino amorreo (12:2-3).
4.1.3. Conquista del reino de Basán (12:4-6).
4.2. La conquista de Cisjordania (12:7-24).
4.2.1. El territorio de Cisjordania (12:7-8).
4.2.2. Conquista de la parte centro y sur (12:9-18).
4.2.3. Conquista de la parte norte (12:19-24).
C. División de la tierra de Canaán (13:1–21:45)
1. Instrucciones de Dios a Josué (13:1-7).
2. División de Transjordania (13:8-33).
2.1. Territorio de Transjordania (13:8-14).
2.2. Heredad de Rubén (13:15-23).
2.3. Heredad de Gad (13:24-28).
2.4. Heredad de la media tribu de Manasés (13:29-33).
3. División de Canaán (14:1-19:51).
3.1. Introducción (14:1-5).
3.2. Heredad de Judá (14:6-15:63).
3.2.1. Episodio de Caleb (14:6-15).
a) Petición de Caleb (14:6-12).
b) Heredad de Caleb (14:13-15).
3.2.2. Fronteras de Judá (15:1-12).
3.2.3. Episodio de Caleb y Otoniel (15:13-19).
3.2.4. Las ciudades de Judá (15:20-63).
a) Ciudades del sur (15:21-32).
b) Ciudades en las llanuras (15:33-47).
1. Primera división de la Sefela (15:33-36).
2. Segunda división de la Sefela (15:37-41).
3. Tercera división de la Sefela (15:42-44).
4. Ciudades filisteas (15:45-47).
c) Ciudades de las montañas (15:48-60)
1. Primera división de las montañas (15:48-51).
2. Segunda división de las montañas (15:52-54).
3. Tercera división de las montañas (15:55-57).
4. Cuarta división de las montañas (15:58-59).
5. Quinta división de las montañas (15:60).
d) Ciudades del desierto (15:61-62).
e) Los jebuseos (15:63).
3.3. Heredad de José (16:1-10).
3.3.1. Límites de la heredad (16:1-4).
3.3.2. Heredad de Efraín (16:5-10).
3.4. Heredad de la media tribu de Manasés (17:1-18).
3.4.1. Distribución general de la heredad (17:1-2).
3.4.1. La parte de Zelofehad (17:3-6).
3.4.2. Delimitación del territorio (17:7-11).
3.4.3. Incapacidad de los habitantes cananeos (17:12-13).
3.4.4. Reclamación territorial de la tribu de José (17:14-18).
3.5. División del resto de la tierra (18:1–19:51).
3.5.1. La parte a repartir (18:1-10)
3.5.2. Heredad de Benjamín (18:11-28).
3.5.3. Heredad de Simeón (19:1-9).
3.5.4. Heredad de Zabulón (19:10-16).
3.5.5. Heredad de Isacar (19:17-23).
3.5.6. Heredad de Aser (19:24-31).
3.5.7. Heredad de Neftalí (19:32-39).
3.5.8. Heredad de Dan (19:40-48).
3.5.9. Heredad especial de Josué (19:49-51).
4. Las ciudades de refugio (20:1-9).
4.1. La ley que las establecía (20:1-6).
4.2. Las ciudades designadas (20:7-9).
5. Ciudades de los levitas (21:1-45).
5.1. La demanda de los levitas (21:1-2).
5.2. Las ciudades por cada familia (21:3-8).
5.3. Ciudades de los coatitas (21:9-26).
5.3.1. De la casa de Aarón (21:9-19).
5.3.2. Del resto de la familia de Coat (21:20-26).
5.4. Ciudades de los gersonitas (21:27-33).
5.5. Ciudades de los meraritas (21:34-40).
5.6. Resumen y cumplimiento (21:41-45).
D. Despedida y muerte de Josué (22:1-24:33)
1. Mensajes de despedida de Josué (22:1-24:28).
1.1. Para las dos tribus y media (22:1-9).
1.2. El incidente del altar (22:10-34).
1.2.1. La construcción del altar (22:10).
1.2.2. La reacción de las restantes tribus (22:11-20).
1.2.3. Explicación de las dos tribus y media (22:21-29).
1.2.4. Conclusión del incidente (22:30-34).
1.3. Discurso para todo el pueblo y sus dirigentes (23:1-16).
1.3.1. Convocatoria (23:1-2).
1.3.2. Exhortación (23:3-11).
1.3.3. Advertencia (23:12-16).
1.4. Discurso final de despedida (24:1-28).
1.4.1. Convocatoria (24:1).
1.4.2. Recuento histórico (24:2-13).
a) De Abraham a Egipto (24:2-4).
b) Moisés y la liberación (24:5-7).
c) La peregrinación (24:8-10).
d) La conquista (24:11-13).
1.4.3. Demanda de fidelidad (24:14-15).
1.4.4. Promesas de compromiso (24:16-18).
1.4.5. Advertencias (24:19-20).
1.4.6. El pacto establecido (24:21-28).
2. La muerte de Josué (24:29-33).
1. cf. Lc. 4:17, 29; Jn, 20:30; 21:25; Gá. 3:10; 2Ti. 4:13; He. 9:19; 10:7; Ap. 1:11; 5:1, 2, 3, 4, 5, 8, 9; 10:8; 13:8; 17:8; 20:12; 21: 27; 22:7, 9, 10, 18, 19.
2. cf. Jn. 5:47; 7:15; Hch. 26:24; 28:21; Ro. 2:27, 29; 7:6; 2Co. 3:6, 7; Gá. 6:11; 2Ti. 3:15.
3. cf. Dt. 6:6-9, 17-18; 2Sa. 22:31; Sal. 1:2; 12:6; 19:7-11; 119;9, 11, 18, 89-93, 97-100, 104, 105, 130; Pr. 30:5-6; Is. 55:10-11; Jer. 15:16; 23:29; Mr. 13:31; Jn. 10:35; Ro. 10:17; 1Ts. 2:13; 1Pe. 1:23-25; Ap. 1:2.
4. Como ilustración para entender el concepto, es algo semejante a la dotación de vida y dinamismo al hombre en el día de su creación, por la acción del soplo divino (Gn. 2:7).
5. Algunos eruditos interpretan ese texto en relación con la aparición del canon bíblico y no en el sentido escatológico. Esta interpretación suele enfatizarse para evitar que, relacionando el texto con la venida del Señor, los llamados dones carismáticos, lenguas, sanidades y milagros, o el de profecía, en el sentido de revelación nueva de algo ignorado sobre Dios que Él mismo comunica, sigan operativos en el tiempo actual o no. Sin embargo, el argumento exegético es tan débil que no merece consideración en este sentido, habiendo otros motivos más firmes para determinar la no operatividad de esos dones.
6. Gleason L. Archer (Jr). “Reseña Crítica de una Introducción al Antiguo Testamento”. Chicago 1981, pág. 72.
7. Gleason L. Archer (Jr). o.c., pág. 27 s.
8. Literalmente libros contra los que se habla.
9. Gleason L. Archer (Jr). o.c., pág. 19.
10. Thomas Fountain. “Claves de Interpretación Bíblica”. México 1950. pág. 26
11. Thomas Fountain. o.c., pág. 26.
12. Bernard Ramm. “Protestant Biblical Interpretation”, pág. 54.
13. José María Martínez. o.c., pág. 122.
14. José María Martínez. o.c., pág. 123.
15. Jn. 20:25; Hch. 7:43, 44; 23:25; Ro. 5:14; 6:17; 1Co. 10:6; Fil. 3:17; 1Ts. 1:7; 2Ts. 3:9; 1Ti. 4:12; Tit. 2:7; He. 8:5; 1Pe. 5:3.
16. Thomas Fountain. o.c., pág. 75.
17. G. L. Archer. o.c., pág. 292
18. M. Noth. “Das Buch Josué”. Tubinga 1953, págs. 10-15.
19. Por ejemplo: “Nuevo Diccionario Bíblico”. Edit. Certeza, 1980.
20. “Nuevo Diccionario Bíblico” 1991. Pág. 738.
21. “Josué”. Félix Asensio. Madrid, 1967, pág.
22. La hipótesis se expresa ampliamente en su obra “A dissertation in which it is shown that Deuteronomy, differente from the earlier books of the Pentateuch, is the work of some later author” (1805).
23. Gleason L. Archer (Jr). o. c. pág. 96.
24. K. M. Kenyon. “Digging up Jericho” (1957).
25. Gleason L. Archer (Jr). o.c., pág. 296.
26. Gleason L. Archer (Jr.) o.c., pág. 296
27. J. A. Knudtzon, “Die El-Amarna Tafeln”, Leipzig 1908-1915.
28. Gleason L. Archer (Jr.). o. c., pág. 298.
29. R. K. Harrison. “Introducción al Antiguo Testamento” (vol. 1) pág. 339.
30. “Secuencia de los acontecimientos en la Biblia”. Eliezer Shulman. Edit. Ministerio de Defensa de Israel. 1989. Pág. 106.
31. R. K. Harrison. o.c., vol. 1, pág. 331.
32. Ver “Excursus I”.
33. La relación de los hijos de Jacob aparece detallada en Génesis 35:22b-26.
34. Bordón es un báculo, sostén o apoyo. Podría referirse aquí a la vara de mando de un magistrado, en este caso de José.
35. Se lee: “adorauit fastiguim uirgae eius”. Algunos como Rheims-Challoner, explican que “adoró la punta de su bordón”. Tomado de F. F. Bruce. “Hebreos”, pág. 317.
36. Este aspecto debe ser estudiado fuera de las consideraciones sobre el libro de Josué, por exceder al alcance del tema.
37. Gerhard von Rad. “Teología del Antiguo Testamento”. Salamanca, 1978; p. 28s.
38. Ibíd.
39. Gerhard von Rad. o. c., pág. 35s.
40. M. Noth. “Das System der zwölf Stämme Israels” (1930).
41. Este interesante tema excede el alcance de la presente introducción, recomendando al lector las obras antes citadas, especialmente la del Dr. Archer para una mayor reflexión sobre el mismo.
42. Gleason L. Archer (Jr). o. c., pág. 114.
43. En relación con el Jordán y su entorno, véase “Excursus III”.