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CAPÍTULO 1

EN LOS LLANOS DE MOAB

Introducción

El pueblo de Israel había llegado a los límites de la tierra prometida, situándose frente al Jordán, frontera natural de la tierra al este. En ese momento debían iniciarse los preparativos para la ocupación de la tierra conforme al propósito de Dios. Todas las acciones que se realizaran, tanto en los prolegómenos del paso del Jordán como en el cruce del río y luego en todas las de la conquista, habían de estar sujetas a las disposiciones de Dios. Comienza el pasaje, por tanto, con las primeras instrucciones de Dios que determinan acciones concretas antes del inicio de la conquista de Canaán (vv. 1-2). De igual manera, el Señor indica claramente a Josué cuáles eran los límites del territorio que les entregaba y que debían ocupar (vv. 3-4). La conquista, desde el punto de vista humano, no resultaría una empresa fácil, sin embargo, Canaán sería puesta en manos de Israel por Dios mismo, en cumplimiento de las promesas dadas antes. Con todo, Josué necesitaba el aliento que provenía del compromiso divino garantizándole la victoria sobre todos los enemigos. La campaña de ocupación de la tierra, sería larga y compleja. Josué debía ser diligente en el cumplimiento del trabajo al que Dios le había llamado, por ello le recuerda el Señor la necesidad de esfuerzo y valentía en la conducción del pueblo para esa empresa (vv. 5-6). La obediencia a los mandamientos dados antes a Moisés y registrados por este en sus escritos, debía ser tenida muy en cuenta por Josué, conforme a la advertencia divina (vv. 7-8). Los problemas que habría de enfrentarse durante los años de la conquista, tanto externos procedentes de las naciones enemigas, como internos causados desde la intimidad del pueblo de Israel, podrían hacer decaer el ánimo de Josué, por ello recibe, junto con la instrucción de afrontar la obra con valentía, la promesa del continuo apoyo de Dios (v. 9). Recibido el mandamiento de Dios de iniciar la conquista de la tierra, Josué instruye a su vez a quienes debían colaborar en la primera acción, que consistía en el cruce del Jordán (vv. 10-11). Las dos tribus de Rubén y Gad y la media tribu de Manasés, que habían solicitado y obtenido territorios en la Transjordania, habían asumido el compromiso de colaborar con sus hermanos en la conquista de la tierra, por lo que Josué les recordó sus promesas y demandó de ellos su cumplimiento, preparándoles para la tarea conjunta de la conquista y ocupación de la tierra en que las otras nueve tribus debían habitar (vv. 12-15). El pasaje concluye con la promesa de estas dos tribus y media de cumplir fielmente sus compromisos y de la más estricta obediencia, a la vez que ruegan por la prosperidad de Josué (vv. 16-18).

Para el comentario del pasaje se sigue el bosquejo analítico que está en la Introducción, como sigue:

A. La entrada en la tierra de Canaán (1:1-5:15)

1. La comisión de Dios a Josué (1:1-9).

2. La comisión de Josué al pueblo (1:10-18).

La entrada en la tierra de Canaán (1:1-5:15)

La comisión de Dios a Josué (1:1-9)

1. Aconteció después de la muerte de Moisés siervo de Jehová, que Jehová habló a Josué hijo de Nun, servidor de Moisés, diciendo:

El relato comienza “después de la muerte de Moisés”, que había ocurrido en el monte Nebo, en la tierra de Moab (Dt. 34:1, 5). Había sido el “siervo de Yahveh” (aebed Yahveh), sirviéndole con toda fidelidad. El Espíritu da testimonio de su servicio leal, calificándolo como “fiel sobre toda su casa” (He. 3:3). Lo había sido como profeta de Dios, andando en comunión con Él y llevando a cabo acciones portentosas mediante el poder del Señor que actuaba en él (Dt. 34:10-12). Conociendo que su muerte iba a ocurrir antes de que el pueblo —que había sacado de Egipto y conducido por el desierto— entrara en la tierra de la promesa, pidió al Señor que designara a quien debía sucederle como conductor del mismo. El deseo de Moisés se expresó en oración: “Ponga Jehová, Dios de los espíritus de toda carne, un varón sobre la congregación, que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor” (Nm. 27:16, 17). El corazón de Moisés era un corazón de pastor. Su petición procuraba la continuidad del pastoreo del pueblo que él había ejercido durante su ministerio. El pensamiento de Moisés estaba en el pueblo de Dios. Su oración tuvo respuesta inmediata: “Y Jehová dijo a Moisés: Toma a Josué hijo de Nun, varón en el cual hay espíritu, y pondrás tu mano sobre él; y lo pondrás delante del sacerdote Eleazar, y delante de toda la congregación; y le darás el cargo en presencia de ellos” (Nm. 27:18-19). La imposición de manos era señal de identificación y prolongación en el ministerio, así como de transmisión de bendiciones. Josué fue presentado de este modo como el relevo de Moisés, por él mismo, conforme a la voluntad de Dios. El Señor respetó siempre el ministerio de Moisés como conductor de Su pueblo. Era a Moisés a quien hablaba para darle las instrucciones necesarias en cada momento sobre lo que debía hacerse en Israel.

A la muerte de Moisés, el Señor actuó del mismo modo con Josué, su sucesor, hablándole de la misma manera que había hecho antes para instruirle en relación con lo que debían llevar a cabo. El texto bíblico no deja duda sobre quién habla a Josué: “Jehová habló”. Este es uno de los nombres de la deidad en el Antiguo Testamento. Los nombres con que Dios se nombra en la Escritura son revelados por Él mismo. El nombre en la Biblia tiene la importancia de su propio significado, que expresa aspectos intrínsecos de la persona nombrada, especialmente de su propio carácter, que define sus cualidades personales. De ahí que, cuando una persona cambia en algún aspecto esencial, cambie también de nombre. Así ocurrió con Abram cambiado en Abraham (Gn. 17:5) a causa de la promesa de su descendencia; igualmente con Jacob, el usurpador, cambiado en Israel, un príncipe con Dios (Gn. 32:28); o con Salomón, por medio de Natán el profeta, cambiado en Jedidías (2Sa. 12:25). Igualmente ocurre en el Nuevo Testamento, donde Jesús cambió el nombre de Simón, el hijo de Jonás, por el de Cefas (Jn. 1:42).

Si el carácter personal se descubre parcialmente en relación con el nombre, el de la deidad se manifiesta en plenitud al ser Dios mismo quien lo revela por su Palabra inspirada. Nadie ha nombrado jamás a Dios, en el sentido de imponerle un nombre, sino que Él mismo lo ha manifestado, como parte de Su autorrevelación personal. Por esa razón, todos los nombres con que la Escritura designa a Dios son significativos, como expresión de aspectos concretos de Su carácter y realidad íntima. Jehová, o tal vez mejor Yahveh, es uno de los nombres primarios de la deidad, que manifiesta especialmente el concepto de proximidad de Dios en gracia al hombre. No se sabe mucho de su significado idiomático, pero el texto bíblico revela por medio de él aspectos relacionales de Dios. Es uno de los títulos más usados en el Antiguo Testamento. Probablemente ese nombre fue revelado ya a los primeros hombres. Es posible que Adán conociera por este título al Creador. Sin embargo, su significado debió permanecer oculto hasta los días de Moisés en el desierto, como él mismo lo registra en el Génesis: “Y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos” (Gn. 15:2). El significado básico del título le fue dado a Moisés: “Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Así dirás a los hijos de Israel; YO SOY me envió a vosotros” (Éx. 3:14). El título revela una existencia en y por sí mismo. Es el que permaneció, permanece y permanecerá siendo lo que eternamente fue, es y será. Esencialmente, es el que se revela por propia voluntad como quien existe eternamente en Sí, pero no estáticamente, sino en actividad. Dios es Yahveh por haber entrado en relación personal con los hombres y especialmente con su pueblo Israel. El título designa al Dios del pacto que incondicionalmente establece promesas que cumplirá debido a su fidelidad personal. El nombre de Yahveh se utiliza de forma notoria en una relación entre Dios y el hombre en aspecto salvífico o redentivo. Son los hechos salvíficos de Dios operados en la historia humana, los que van dando aspectos concretos del significado admirable de este nombre por el cual se revela. Yahveh es quien rescata a su pueblo de la opresión de Egipto, salvándole de la esclavitud a que estaba sometido y adquiriéndolo para sí mismo como su especial tesoro.

El significado pleno del título fue proclamado más tarde por Dios mismo a Moisés: “Y Jehová descendió en una nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ninguna manera tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éx. 34:5-7). Es el Dios de la gracia y de la bondad, quien misericordiosamente estableció compromisos de bendición para con su pueblo, en razón de su sola y soberana voluntad. Nada ni nadie podrían invalidar sus promesas. Él mismo estaba dispuesto a perdonar el pecado de los transgresores y mostrar misericordia sobre quienes continuamente estaban faltando a su compromiso con Él. La rebelión y el pecado de los suyos podían encontrar la piadosa recepción en los brazos misericordiosos de Yahveh, el Dios del Cielo, quien podía “pasar en su paciencia los pecados de su pueblo” (Ro. 3:25) en razón de la obra expiatoria que se efectuaría en el tiempo histórico de los hombres por el Cordero de Dios. No era el Dios inmisericorde que exterminaría a quienes pecaran contra Él, pero tampoco era el Dios que pasaba por alto el pecado cometido por los suyos. Quien amaba hasta pactar en gracia con su pueblo, exigía también la medida de santidad que había de caracterizar a quienes eran suyos para vivir en comunión con Él. La advertencia hecha en la proclamación de Su Nombre de que no tendría por inocente al malvado, se manifestaría en acciones disciplinarias contra los desobedientes durante el tiempo de la conquista de la tierra. La realidad admirable de Jehová y su relación con el pueblo a lo largo de los siglos de existencia desde el llamado de Abraham y la salida de Egipto, pasando por las actuaciones en el desierto e iniciando la conquista y posesión de la tierra, hacen que el concepto íntimo de Dios, revelado por Él mismo, se amplíe mediante otros títulos que, unidos al de Yahveh, expresan aspectos concretos de su comportamiento. El mismo Moisés había recogido en sus escritos inspirados por Dios tres de esos calificativos. Yahveh era el que supliría todo cuanto faltara a su pueblo porque es “Yahveh-jiré”, “Yaweh proveerá” (Gn.22:13,14). El que había hecho provisión para evitar la muerte del unigénito de Abraham proveería de cuanto fuera necesario para los suyos en la marcha victoriosa sobre Canaán, en el cumplimiento de sus promesas y pactos. Había manifestado la misma provisión ya a lo largo de las jornadas por el desierto. Cuarenta años de continua provisión para todo cuanto el pueblo había necesitado atestiguan la grandeza del Padre Celestial que cuidaba con solicitud de sus hijos. Yahveh era también el sanador de su pueblo, como “Yahveh-rafah”. De ese modo se reveló a Moisés con motivo de las aguas amargas de Mara, cuando al reclamar la obediencia de su pueblo les hizo una promesa de bendición: “Si oyes atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu sanador” (Éx. 15:26). El Dios que hablaba a Josué era también la bandera sobre su pueblo, como lo llamó Moisés en el tiempo del enfrentamiento con Amalec: “Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi” (Éx. 17:15). Dios había manifestado su cuidado, su poder sanador y su eficacia contra los enemigos, por tanto, Josué podía sentirse confiadamente seguro ante una empresa como la que el Señor le estaba encomendando. Habría serias dificultades que vencer, momentos de inquietud, enemigos poderosos, pero sobre ellos estaba Yahveh, el Dios del pacto, de la gracia y del poder. Era el Omnipotente quien dirigiría toda la acción en la conquista de la tierra y era Él mismo quien daría la victoria y la heredad a Su pueblo conforme a sus promesas. Josué podía confiar porque conocía a Dios.

La primera aplicación que se desprende del texto tiene que ver con el conocimiento que el líder bíblico debe tener de quién es el Dios a quien sirve. De este conocimiento personal e íntimo derivará el modo de actuación en el servicio. No es igual servir al dios pequeño y reducido del humanismo que al Dios soberano de la Biblia. El Dios del pacto estableció compromisos con su pueblo que no va a quebrantar. Él mismo firma: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mt. 5:18); o de otro modo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35). Es necesario conocer a Dios para poder entender bien el privilegio de servirle y tener la certeza de que ninguna empresa que Él determine, por dificultosa que humanamente parezca, podrá fracasar porque Él está detrás de ella. Es necesario conocerle en la grandeza de sus perfecciones para que el desaliento no conduzca al abandono en su obra. Él es el Dios de la provisión, de la restauración y de la victoria. Su bandera desplegada sobre su pueblo jamás será arrebatada por los enemigos. Es el Vencedor supremo que hace partícipes de su victoria a los suyos, llevándolos permanentemente de triunfo en triunfo (2Co. 2:14). Es el Soberano que no pide por nada ni implora por nada, simplemente gobierna y establece su voluntad ejecutándola conforme a su omnipotencia y sabiduría. El líder bíblico que conoce de este modo a Dios está dispuesto a emprender confiadamente las más grandes acciones siguiendo sus instrucciones, atento tan solo a su voz.

El texto bíblico tampoco deja dudas sobre quién es la persona a la que Dios habla. Se trata de Josué bar Nun, que era el “siervo de Moisés” (mesärët Möseh), literalmente el asistente, o el “ministro”. El título enfatiza a aquel que cumple fielmente las instrucciones dadas, en este caso por Moisés1. Josué había sido su colaborador más íntimo en las tareas de conducción del pueblo desde que habían salido de Egipto. Dios lo había designado como su sucesor, este lo había entrenado durante los cuarenta años de peregrinación por el desierto, pero Josué mantuvo en todo momento su posición como humilde colaborador, que le hacía apto como instrumento en las manos de Dios para continuar el trabajo que Moisés había dejado. El Señor solo utiliza creyentes humildes que se dejan conducir por Él y que son los únicos aptos para su servicio (Is. 66:2). Mientras otros quisieron alcanzar el liderazgo del pueblo cuestionando a Moisés, Josué se mantuvo fiel, en un segundo plano, dispuesto a cualquier tipo de servicio que se le encomendase. Dios que había eliminado todo intento y oposición contra Moisés, trata luego de igual modo a quien estableció para sucederle.

La aplicación de este segundo aspecto es sencilla. La primera necesidad de un líder bíblico es tener la seguridad del llamamiento de Dios para su misión. La acción soberana del Espíritu escoge a aquellos a quienes pone en el servicio de conducir a Su pueblo. Esta elección divina obedece al discernimiento de Dios y a su sola voluntad. Pablo lo hace notar en relación con los ancianos de la iglesia en Éfeso, recordándoles que fue “el Espíritu Santo que los había puesto por obispos” (Hch. 20:28). El liderazgo bíblico requiere un tiempo de preparación y capacitación personal antes de ejercer su tarea de conducción. Los grandes hombres del Nuevo Testamento pasaron un tiempo de formación siendo enseñados por otros. Así ocurrió con Tito, Timoteo, Silas y otros que estuvieron colaborando íntimamente con Pablo. De igual modo, Juan Marcos debió aprender mucho al lado de Bernabé. No puede ejercer tareas de conducción quien no ha recibido la capacitación para ello. Josué estuvo durante cuarenta años junto a Moisés y solo entonces fue puesto por Dios en un puesto de tan alta responsabilidad. De igual modo, el liderazgo de la iglesia local, como manifestación visible del pueblo de Dios en esta dispensación, debe recaer sobre personas experimentadas, capaces para guiar a otros. Un neófito (neovfutongr) no debe ser admitido al liderazgo en la iglesia. No son “niños en Cristo” (nhpivoi” ejn Cristw/``) (1Co. 3:1), sino los “enteramente preparados para toda buena obra” (proV” pa``n e[rgon ajgaqoVn ejxhrtismevno”) (2Ti. 3:17) quienes deben asumir el liderazgo. Un líder bíblico necesita de una completa formación bíblica, pero junto con esto le es imprescindible la enseñanza por medio de otro líder experimentado, que pueda instruirlo en la práctica de la conducción. Sin duda, el conocimiento bíblico es esencial porque ha de distinguir claramente cuál es la voluntad de Dios, revelada únicamente en su Palabra. Pablo recomendaba a Timoteo, su colaborador, la preparación bíblica de hombres fieles, capaces de continuar con eficacia el liderazgo y la enseñanza en la iglesia (2Ti. 2:2). La capacitación bíblica se alcanza al lado de maestros capaces, para lo cual Dios ha dotado a creyentes con dones de enseñanza (1Co. 12:28) y los ha dado a la iglesia para este ministerio (Ef. 4:11), con un propósito concreto: la capacitación de otros creyentes para el servicio (Ef. 4:12). La iglesia, como pueblo de Dios en la presente dispensación, debe evitar reconocer como líderes a quienes el Señor no ha llamado para esa misión.

La segunda condición de un líder bíblico, a la luz del texto de Josué, es la humildad. La referencia suprema en el camino del servicio humilde es Jesús. El creyente ha de correr la carrera de la fe “puestos los ojos en Jesús” (He. 12:2). Uno de los aspectos más destacables de Jesús es su humildad. El Maestro llama a los suyos a un seguimiento, aprendiendo de Él la mansedumbre y la humildad (Mt. 11:29). Dios no usará líderes para su obra que no estén revestidos de humildad. Por el contrario, el orgulloso será resistido por Él (Stg. 4:6-7a). Mientras que el humilde depende enteramente del poder de Dios, el orgulloso se vanagloria de su propia fuerza, dejando de sentir la necesidad de los recursos de la gracia (Ap. 3:17). Pablo enseña esa verdad cuando dice: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Co. 12.10). El título de servidor que se da a Josué en el texto es el que debiera anhelar todo aquel que ejerce funciones de conducción entre el pueblo de Dios. Ese era el deseo de Pablo: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo” (1Co. 4:1). Mientras que en el mundo se buscan honores y distinciones como objetivo prioritario, el creyente, que no es de este mundo, ha de buscar también la máxima distinción, aunque en un camino opuesto al del mundo, a causa del pensamiento propio del cristiano: que todos lo consideren como servidor de Cristo, no solo porque lo diga, sino más bien porque manifieste esa condición. El humanismo desbordante de la sociedad se introduce solapadamente en la iglesia de Cristo, exaltando al hombre por sus calificaciones y honrándole en consonancia con sus títulos. Frente a esto, la Escritura determina que lo que Dios utiliza y honra no es la grandeza del hombre, sino la humilde dependencia de quien se sabe incapaz por falta de recursos personales y en el que pueda manifestar su poder. Probablemente, la iglesia de Cristo está sobrada de grandes hombres y necesitada de creyentes humildes.

Una tercera lección enseña que el líder bíblico ha de conocer la voz de Dios. Así comienza el Libro de Josué. Ciertamente el Señor no hablará hoy en voz audible a ninguno de los suyos. Sin embargo, en la oración, práctica esencial en la vida del líder bíblico, pide que el Señor le haga oír su voz, y usa las palabras de Samuel para expresar su deseo y disposición: “Habla, porque tu siervo oye” (1Sa. 3:10); o, de otra manera, como Pablo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hch. 9:6). La voz de Dios solo puede oírse por medio de la Palabra. Horas de estudio y meditación en la Escritura permiten conocer lo que Dios desea para Su pueblo en cada momento. La negligencia en el estudio de la Escritura producirá dificultades en el discernimiento y creará fracasos en la conducción. La recomendación al líder bíblico en el Nuevo Testamento es clara: “ocúpate en la lectura” (1Ti. 4:13). Solo así será capaz de “usar bien la palabra de verdad” (2Ti. 2:15), es decir, utilizarla convenientemente para la enseñanza y la conducción. No es la palabra o el criterio del líder la que el pueblo de Dios necesita, sino la palabra de Dios.

2. Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel.

El que había conducido al pueblo de Israel desde Egipto hasta la frontera de la tierra prometida había muerto, pero los propósitos de Dios estaban vivos. La promesa del Señor en relación con Su pueblo no quedaría sin cumplimiento. Había llegado la hora de introducir al pueblo en la tierra prometida. La peregrinación había terminado y el Señor estaba preparado para hacer efectiva la promesa dada a Abraham (Gn. 13:15). Casi vuelve a repetirse el acontecimiento histórico ocurrido cuarenta años antes. Josué recibía el mandato divino de cruzar el Jordán, como anteriormente había ocurrido con su predecesor Moisés delante del mar Rojo (Éx.14).

El paso del Jordán comprendía a todo el pueblo. Nadie quedaría sin entrar al disfrute de las promesas que Dios había establecido incondicionalmente. El mandamiento era claro y preciso: “Pasa este Jordán, tú y todo este pueblo”. La unidad de Josué y el pueblo se manifiesta continuamente en el libro a partir de este texto. Ambos, el pueblo y él, formaban una unidad inseparable. Tanto en éxitos como en derrotas, son vistos por el Espíritu como un todo unido. Era el pueblo de Dios a quien se llamaba para ocupar lo que había sido hasta entonces solo una promesa, añorada y saludada de lejos por muchos de sus antepasados. Era Josué a quien se le había comisionado para conducirlo hasta alcanzar la realidad de esta admirable gracia. Las dos partes, Josué y el pueblo, eran una misma unidad como pueblo de Dios, y así se los considera en el texto bíblico.

La tierra que iban a poseer era un regalo de Dios. Debían pasar “a la tierra que yo les doy”. No la recibían por méritos personales ni la alcanzaban como botín resultante de su capacidad militar; era un don gratuito de Dios. Moisés había recordado esa verdad a un pueblo dado a olvidar fácilmente los favores de Dios. Es verdad que recibían la tierra porque eran “un pueblo santo, escogido y especial” para Dios, “más que todos los pueblos que están sobre la tierra” (Dt. 7:6), pero, a su vez, debían tener siempre presente que ellos eran “el pueblo más insignificante de todos los pueblos” (Dt. 7:7). Dios les entregaba esa tierra por amor y fidelidad a su pacto (Dt. 7:8). Esa bendición divina debía estar continuamente presente en su recuerdo (Dt. 8:1, 2, 5, 6, 11, 12; 9:4-6). El Señor que les entregaba la tierra los había librado antes de la esclavitud de Egipto y los había conducido providencialmente durante los cuarenta años en el desierto con un solo propósito: “para a la postre hacerte bien” (Dt. 8:16). La gracia —y solo la gracia— les concedía posesionarse de sus riquezas y entrar a disfrutar los bienes de una tierra que “fluía leche y miel” (Dt. 26:15). Es cierto que el cumplimiento de la promesa no se alcanzaría en plenitud en aquel entonces debido a la condición del pueblo, sin embargo, el pacto permanece, y la fidelidad de Dios lo llevará al cumplimiento perfecto en el reino mesiánico de Jesucristo, cuando los verdaderos hijos de Abraham —no solo por descendencia natural sino por condición espiritual (Ro. 9:6, 7; 11:25-27)— pasarán a disfrutar de la herencia terrenal prometida.

Josué es figura de Cristo en el sentido de formar también una unidad con su pueblo. El programa de Dios para esta dispensación tiene que ver directamente con esta realidad espiritual. La Iglesia es esencialmente “un cuerpo en Cristo” (Ef. 1:22-23). La unidad que Cristo ha establecido para este pueblo no es temporal o imperfecta, sino absoluta y eterna (Jn.17:11, 21). El Espíritu Santo es el agente que establece la unidad del cuerpo mediante el bautismo en Cristo (1Co. 12:13). Por la acción de este bautismo todos los creyentes son incorporados en Cristo y quedan revestidos de Él (Gá. 3:27). La unidad es, pues, una obra del Espíritu (Ef. 4:3). Todas las victorias de la iglesia están vinculadas y relacionadas íntimamente con Cristo: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús” (2Co. 2:14). De igual manera, las promesas de Dios son una realidad para el creyente en Cristo Jesús. Desvinculado de Él no hay ningún tipo de esperanza. Solo en Él su pueblo llega a ser “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Ro. 8:17). Separados de Cristo no hay recursos de poder (Jn. 15:5). Solo en la unión en Él y en la comunión con Él el creyente puede decir como Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13). Josué entraría con el pueblo a ocupar la tierra de la promesa; de igual manera, el creyente entrará con Cristo para disfrutar de la herencia reservada en el cielo (1Pe. 1:3-5). Posicionalmente en Cristo el creyente está ya en los lugares celestiales (Ef. 2:6). Las promesas de Dios y las bendiciones que corresponden a la posición actual ya en el reino (Col. 1:13) son una realidad cotidiana para la iglesia. Sin embargo, en un glorioso futuro, la admirable dimensión de la herencia de Dios en Cristo se hará realidad plena cuando la iglesia sea tomada del lugar de su peregrinación e introducida con Cristo en la gloria, donde, según Pablo, “estaremos siempre con el Señor” (1Ts. 4:17). En ese momento se producirá la “redención de la posesión adquirida” (Ef. 1:14) y la gracia operante en la salvación, concluirá con la glorificación del pueblo de Dios.

Ningún creyente dejará de entrar al disfrute de las promesas eternas en Cristo Jesús. La frase dicha a Josué: “pasa tú... y todo este pueblo” es una notoria figura de la seguridad de la salvación en Cristo Jesús. Nadie que haya sido dado a Cristo podrá perderse. Jesús mismo lo enseñó claramente. El pueblo encomendado por Dios a su cuidado ha de ser custodiado por Él hasta entrar a la segura posesión de las promesas de gloria: “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Jn. 6:39); y aún añade: “Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará [a Sus ovejas] de mi mano” (Jn. 10:28). Toda la experiencia del creyente está vinculada con el Señor. Tanto en vida como en muerte es de Él. El salvo ha sido unido vitalmente a Cristo y no puede alcanzar victoria alguna fuera de Él. Las victorias de Josué eran victorias de todo el pueblo y este no debía moverse sin la conducción de aquel. Del mismo modo, la victoria del creyente es consecuencia de la victoria del Señor. Los triunfos del cristiano no son sus propios triunfos, sino la experiencia del poder de Cristo en él. El salvo ha sido unido a Cristo tanto en su muerte como en su resurrección, por ello solo puede vivir victoriosamente en esa misma unión (Jn.15:4-5).

Una nueva lección espiritual tiene que ver con la herencia prometida para el creyente. Canaán es figura de los “lugares celestiales en Cristo” (Ef.1:3). La ciudadanía del cristiano es una ciudadanía celestial (Fil.3:20). De igual manera, la herencia es también una herencia celestial. Dios la ha reservado para los suyos (1Pe. 1:4). Sin embargo, tal vez pudiera surgir la preocupación íntima en el cristiano, no tanto sobre la herencia que “está reservada en los cielos”, sino sobre su propia persona en cuanto a la seguridad plena de llegar a alcanzarla. La gracia de Dios guarda no solo la herencia, sino también al mismo creyente, que es también “guardado por el poder de Dios mediante la fe” (1Pe. 1:5). La promesa de Dios está dada y es firme (Jn. 14:1-4), pero sobre ello el creyente ha recibido una garantía segura de parte de Dios mediante el sello del Espíritu (Ef. 1:13-14). El creyente puede, por la fe, disfrutar de la seguridad de la herencia de Dios en Cristo. Las dificultades de la peregrinación se ven mitigadas por la seguridad de la gloria que se espera. Cada lamento del camino, cada dificultad frente a enemigos produce en el cristiano “un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2Co. 4:17). La fe, única manera de vida cristiana, anticipa el disfrute de lo que se espera, de tal modo que “La fe es una forma de poseer lo que se espera, un medio de conocer las cosas que no se ven”2 (He. 11:1), textualmente e[stin deV pivsti” ejlpizomvnwn uJpovstasi”, pragmavtwn e[lgxo” ouj blepomevnwn. Cómo peregrino el creyente es probado para su propio perfeccionamiento (Stg. 1:4), pero siempre sustentado por el poder de Dios y recibiendo la provisión necesaria para cada jornada del desierto. Al mismo tiempo, puede, no solo elevar sus ojos esperanzados al cielo, sino entrar en ese mismo lugar para obtener todos los recursos necesarios y el poder preciso para disfrutar de la victoria que Cristo ganó para él (He. 10:19; 4:16).

3. Yo os he entregado, como lo había dicho a Moisés, todo el lugar que pisare la planta de vuestro pie.

El ánimo necesario para emprender la marcha hacia la tierra prometida procede de estas palabras de Yahveh. La promesa dada a Abraham fue reiterada también a Moisés. La disciplina que Dios aplicó a Moisés —privándole de entrar con el pueblo a la tierra prometida a causa de su desobediencia (Nm. 27:12-14)— no afectaba al cumplimiento de la promesa divina, en razón de la fidelidad de Dios a su palabra. Antes de morir, había podido divisar una amplia panorámica de la tierra desde el monte Nebo, en sistema montañoso de Abarim (Dt. 32:49) y en aquella ocasión Dios manifestó a Moisés que Él mismo se la daría a los hijos de Israel (Nm. 27:12). Otra vez reitera su promesa delante de Josué, pero de forma mucho más enfática: “yo os he entregado” (äaser äänökî nötën läkem), literalmente: “que yo estoy para entregarles”. Los hebreos iban a ocupar un terreno de victoria, que Dios mismo les entregaba. Cada palmo de terreno que aquellos ocuparan les sería dado por Dios, conforme a Su propósito. Canaán no era una tierra de enemigos que pudiera aterrorizarles como había ocurrido en Parán. Allí los que exploraron la tierra consideraron que no serían capaces de ocuparla a causa de los pueblos que vivían en ella. Los gigantes que vieron las ciudades amuralladas con que se encontraron, los habían llevado a una conclusión humana, al margen de la fe: “No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros” (Nm. 13:31). Ahora no tenían que esforzarse para tomar posesión de la tierra, solo pisarla. Dios era el que se ocuparía de entregársela palmo a palmo, mientras ellos iban avanzando sobre ella como si de un paseo se tratara. La conquista no era del pueblo, sino de Dios. La victoria sería también suya y, por tanto, de su pueblo. Canaán debía ser considerado por ellos como un terreno de victoria que tan solo debían ocupar.

Dios es el mismo hoy como lo fue entonces. Sus promesas, el modo de hacerlas y quien las hace son idénticos. El Dios del Nuevo Testamento es el mismo Dios del Antiguo Testamento. No hay diferencia alguna ni en cuanto a Dios mismo, ni en cuanto a su modo de comportamiento. Para algunos, el Dios del Antiguo Testamento es un Dios despótico e incluso cruel, distante y justiciero, mientras que el del Nuevo es bonachón, dispuesto a soportar a sus criaturas y a darles cuanto le pidan. La verdad bíblica identifica plenamente a Dios y su modo de actuar inalterable en el tiempo. Dios, en el Antiguo Testamento, es tan clemente y misericordioso como en el Nuevo Testamento (Éx. 34:6-7) y en el Nuevo tan justo y actuante contra el pecado como en el Antiguo (He. 10:30-31). Si el comportamiento de Dios es igual siempre, también será así en cuanto a sus promesas. Dios es fiel (2Ti. 2:13), y esa fidelidad le exige el cumplimiento fiel de lo que ha prometido. Así lo enseña la Escritura: “Porque todas las promesas de Dios son en Él Sí, y en Él Amén” (2Co. 1:20). El creyente debe tomar por la fe todas Sus promesas, seguro de que tendrán cumplimiento en el momento preciso y oportuno. El cristiano ha sido puesto por Dios en un terreno de victoria. Sus enemigos son incapaces de impedir que las bendiciones de las promesas divinas no se hagan efectivas para él. Es cierto que el pleno disfrute de las bendiciones y herencia ocurrirá cuando el creyente entre en la presencia de Dios, pero no es menos cierto que ya ocupa ahora un terreno de victoria en Cristo Jesús. Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros “¿Cómo no nos dará también con Él todas las cosas?” (Ro. 8:32).

Así escribe Newell:

“¿Cómo no nos dará también con Él libremente todas las cosas? Una vez entregado el gran don, el don indescriptible ¡todo lo demás es seguro! ¿Cómo no nos dará con Él...? Dios no ha perdonado a su Hijo, ¿qué importa todo lo demás comparado con Él? Dios nos ha abierto Su corazón; nos ha perdonado; nos ha dado lo mejor que tiene. Su todo, es decir, Cristo. Ahora, con Él, viene todo lo demás. No podría ser de otro modo con Dios. ¿Podría negarnos bagatelas después de habernos dado a su querido Hijo? ¡Porque todas las cosas de esta creación, más todavía, todos los dones o bendiciones que Dios pudiera darnos ahora o en el futuro, no son nada, al compararse con Cristo!3”.

La identificación con Cristo sitúa al creyente en Él, en lugares celestiales (Ef. 2:6). La derrota espiritual que era la forma natural de vida para el pecador no regenerado, se cambia en victoria para quien tiene a Cristo y es de Cristo, el cual “...nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). El Señor y los creyentes forman una unidad espiritual que permite a estos compartir las victorias de Aquel. La realidad y dimensión de esa bendición es total: “...todo es vuestro... sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1Co. 3:22-23). La promesa de victoria debe ser aceptada plenamente por cada cristiano. El Señor no ha previsto una vida de victorias parciales o relativas, un poco en triunfo y un poco en fracaso, sino una vida de victoria plena y continua (2Co. 2:14). El Resucitado ha recibido el nombre que expresa toda la autoridad y poder de Dios (Fil. 2:9-11). Este exaltado está siempre con los suyos según su promesa (Mt. 28:20). En razón de la posición vinculante con él, cada creyente puede afirmar con Pablo: “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó” (Ro. 8:37). La verdadera seguridad del creyente está en el operar de la gracia. Es Dios quien otorga libre y soberanamente sus bendiciones, no por méritos, sino según su propósito, para lo cual Su poder actúa en la ejecución de sus propósitos de victoria para sus santos. Jesucristo es Emanuel, “Dios con nosotros”, pero aún más, es también “Dios por nosotros” (Ro. 8:31), en razón del pacto de redención. Es en Cristo, el Hijo de Dios, que Dios mismo se une a cada creyente en una acción de plena libertad, sin limitaciones. Lo hace, no por lo que el creyente es, sino por el singular y eterno propósito de su soberanía. En este unirse al creyente, une a su vez al creyente con Él. Al hacerse el Dios personal de cada cristiano, llega a ser para cada uno lo que Él es en sí mismo. Sus atributos personales comunicables o incomunicables están involucrados en esa unidad espiritual, haciéndose para cada uno de los suyos amante, santo, paciente, omnipotente y omnipresente. Como Dios de la gracia, actúa en favor y beneficio del creyente que ha sido objeto de esa gracia y alcanzado por ella. La responsabilidad penal de cada uno a causa del pecado, tanto en su pasado, como en su presente y futuro, es enteramente cancelada por haber sido asumida por Cristo y resuelta por Él. Dios ha dejado de ser enemigo del creyente para hacerse de cada uno, en forma efectiva, más que su amigo, su Padre en plena comunión. Por tanto, ninguna cosa debiera alterar el ánimo del creyente. Cuando Dios dice: “os daré todo lo que pise la planta de vuestro pie”, no puede haber duda; solo la absoluta seguridad de que así ocurrirá. El creyente descansa plenamente porque “si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Ro. 8:31).

4. Desde el desierto y el Líbano hasta el gran río Éufrates, toda la tierra de los heteos hasta el gran mar donde se pone el sol, será vuestro territorio.

Estos son los límites de la tierra que Dios entregaba a Israel en aquel tiempo. Los límites fueron establecidos por Dios mismo. El lugar de las bendiciones estaba perfectamente delimitado. Este territorio nunca fue poseído totalmente por Israel. Ni siquiera en tiempos de Salomón llegaron a ocuparlo, por cuanto quedó un sector de costa, al norte del país en manos de los fenicios, y otro de la costa sur en manos de los filisteos. La extensión de la tierra de la promesa dada a Abraham de un modo genérico era mucho mayor: “...a tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eúfrates; la tierra de los ceneos, los cenezeos, los cadmoneos, los heteos, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos” (Gn. 15:18-21). Los límites precisos y detallados de la tierra a ocupar por Israel en los momentos de la conquista se refieren a Canaán y habían sido dados antes por Dios a Moisés, por lo que no hacía falta expresarlos de nuevo (Nm. 34:1-15). Desde el lugar en donde se encontraba acampado el pueblo de Israel, al borde del Jordán frente a la parte central de Canaán, se extendía para ellos una parte del territorio que había de ser ocupado. En dirección oeste llegarían hasta el Mediterráneo, “el gran mar” donde se ponía el sol. En dirección este, tendrían que llegar hasta el gran río Éufrates. Sin embargo, estos son límites genéricos de la heredad que Dios estaba dispuesto a entregarles entonces.

La tierra prometida detallada por Dios a Moisés alcanzaba por el sur y suroeste desde “el desierto” (hammidbär), prácticamente la extensión de terreno poco habitada que rodea a Canaán. Según el detalle de Moisés, el límite territorial por el sur se establecía así: “Tendréis al lado del sur desde el desierto de Zin hasta la frontera de Edom; y será el límite del sur al extremo del mar salado hacia el oriente. Este límite os irá rodeando desde el sur hasta la subida de Acrabim, y pasará hasta Zin; y se extenderá del sur a Cades-barnea; y continuará hasta Hasar-adar y pasará hasta Asmón. Rodeará este límite desde Asmón hasta el torrente de Egipto, y sus remates serán al occidente” (Nm. 34:2-5). Uno de los límites es el extremo sur del mar Muerto y desde ahí se extendían los límites hacia el oeste y el este. Hacia el poniente, partía en dirección suroeste hasta el oasis de Cades-barnea. Desde ese lugar, ascendía ligeramente en dirección noroeste hasta llegar a Hasar-adar. La localización de este punto es difícil. Desde ahí seguía más en dirección oeste hasta llegar a Asamón, o Asmón, igualmente difícil de definir con precisión. Seguía la línea de la frontera sur hasta el “torrente de Egipto”, el Wadi-el Arîsh, que discurre en dirección noroeste, hasta desembocar en el mar Mediterráneo. Se observa que la línea del “torrente de Egipto” es la frontera natural que separa el Neguev y el Sinaí.

De la frontera sur, el texto bíblico pasa a establecer los límites de la frontera norte: “y el Líbano hasta el gran río Éufrates”. Desde la descripción de los límites dados por Moisés, la demarcación del norte quedaba establecida por Dios de esta manera: “...desde el mar Grande trazaréis al monte de Hor. Del monte de Hor trazaréis a la entrada de Hamat, y seguirá aquel límite hasta Zedad; y seguirá este límite hasta Zifrón, y terminará en Hazar-enán; este será el límite del norte” (Nm. 34:7-9). Algunos de los lugares mencionados no han podido ser identificados, sin embargo, es posible establecer unos límites muy aproximados, siguiendo una línea desde el norte de Biblos hasta el desierto situado al este de Damasco, pero más al norte de esta ciudad. No es posible determinar el monte Hor, que no debe ser confundido con otras referencias que aparecen a un monte de ese nombre en el Pentateuco, situado en la frontera de Edom (Nm. 20:23), lugar donde fue designado Eleazar como sucesor de Aarón (Nm. 20:26) y donde este también murió (Nm. 20:27-29). Este monte de Hor tenía que estar situado en la zona norte de la tierra que Dios daba a Israel; seguramente que el nombre era común y varios montes podrían haberse llamado de la misma manera. La “entrada de Hamat” debe referirse a la parte septentrional del valle entre el Líbano y el Antelíbano, que permite el acceso a la provincia de Siria con esa denominación. Allí nacen dos ríos: uno, el Orontes, que discurre hacia el norte y desemboca luego en el Mediterráneo, y el otro, el Leontes, que corre hacia el sur, regando el valle de la Beqa’a, virando repentinamente hacia el oeste para desembocar también en el Mediterráneo. Siguiendo la línea se alcanzaría Zedad, ciudad cuyo nombre aún conserva hoy, al nordeste del Monte Hermón. De ahí seguía a Zifrón, lugar indeterminado de Siria, continuando hasta Hazar-Enán, cuya localización no es segura.

Los límites por el este quedan establecidos por el “gran rió Éufrates, toda la tierra de los heteos”. Da la impresión que estos límites son mayores que los que Moisés recogió en sus escritos. Para la determinación correcta es necesario acudir nuevamente a las demarcaciones establecidas por Moisés: “Por el límite del oriente trazaréis desde Hazar-enán hasta Sefam; y bajará este límite desde Sefam a Ribla, al oriente de Aín; y descenderá el límite y llegará a la costa del mar de Cineret, al oriente. Después descenderá este límite al Jordán, y terminará en el mar Salado” (Nm. 34:10-12). Los límites, siguiendo las localizaciones determinadas actualmente, debían descender rápidamente en dirección sur-suroeste bordeando el Hermón hasta alcanzar Hazar-enán que algunos piensan que pudiera ser Banías, una de las fuentes del Jordán, la más oriental de las cuatro fuentes de las que fluye el río. Está situada al pie de un formidable precipicio de piedra ferrosa y color rojizo, a una altura de 515 m sobre el nivel del mar, pero que desciende 183 m en sus primeros 9 kilómetros. En un breve trayecto de 17 kilómetros, el río se integra con las otras corrientes para formar el Jordán, siguiendo luego como una sola corriente hasta llegar al Lago Hule y proseguir hasta alcanzar finalmente el mar Muerto. La frontera, por tanto, debía bordear el Hermón y descender hasta encontrarse con el curso del Jordán, siguiendo este, como límite, hasta el mar Salado.

Finalmente, el límite occidental del territorio era el mar Medite-rráneo, como también había escrito Moisés: “El límite occidental será el mar Grande; este límite será el límite occidental” (Nm. 34:6).

El territorio prometido a Abraham es mucho mayor. Siempre los propósitos de Dios y sus promesas son mucho mayores que las que sus hijos son capaces de alcanzar. Las fronteras genéricas de la tierra prometida a Abraham delimitarían un territorio que se extiende desde el “río de Egipto” por el sur, hasta la “entrada de Amat” al norte; y desde el Éufrates al este hasta el mar Mediterráneo por el oeste. Hecho un cálculo aproximado se trata de un territorio de unos 156.000 kilómetros cuadrados. Sin embargo, lo que los israelitas tenían establecido como territorio para conquistar, incluyendo los territorios que ya poseían al este del Jordán, no excedería de unos 26.400 kilómetros cuadrados, semejante a la superficie actual de su territorio.

Dios estaba dando a Josué la seguridad de que las promesas hechas a Abraham iban a ser cumplidas inmediatamente. La condición de peregrinos estaba a punto de terminar, tan solo tenían que atravesar el Jordán. Nunca más serían un pueblo de esclavos, con la sola condición de que asumiesen el compromiso de fidelidad y obediencia a Dios. Canaán era para ellos el lugar de las bendiciones. A la vista del texto surgen algunas preguntas: ¿por qué una porción más pequeña que la prometida a Abraham?, ¿fracasó Dios en su intento de darles toda aquella tierra?, ¿modificó Dios la promesa?, ¿por qué razón la promesa de Dios: “Será vuestro territorio”, aun tratándose de una extensión mucho más pequeña, no tuvo cumplimiento? Las razones se manifiestan claramente en el contenido del libro, y podrán apreciarse a medida que se estudia el texto. Sin embargo, es preciso notar que la frase que expresa la promesa está en tiempo futuro: “será vuestro territorio”. Quedaba condicionada al cumplimiento de la demanda establecida antes: “todo lugar que pisare la planta de vuestro pie”. La tierra tenía que ser ocupada personalmente. Esto implica expulsar de ella a todos los enemigos que la poseían entonces. No se habla tanto de combatir, sino de ocupar. No sería el resultado de una acción poderosa del pueblo lo que iba a traer como resultado tomar posesión del territorio, sino la aceptación por fe de las promesas de Dios y la obediencia a Su voluntad. La promesa tendrá un cumplimiento pleno en el reino milenial de Jesucristo, cuando el Señor reine “de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra” (Zac. 9:10). Lo que los hombres —incluso los creyentes— no son capaces de alcanzar por sus imperfecciones, Dios lo ha resuelto hacer por medio de Cristo, el “Hombre” perfecto, quien satisface todas las demandas divinas y garantiza la concreción de los pactos abrahámico, palestínico y davídico en un glorioso futuro.

Canaán era el lugar de las bendiciones y solo se podía disfrutar de ellas dentro de los límites que Dios había establecido. De igual manera para el creyente de hoy, Dios ha dispuesto de todas las bendiciones que descansan en sus promesas. Sin embargo, todas ellas pueden alcanzarse en la medida en que el creyente se mantenga dentro de los límites establecidos por el Señor para una plena esfera de comunión con Él. Es fácil caer en la alegorización del texto al buscar una aplicación espiritual más profunda, pero cada una de las delimitaciones del territorio de las promesas puede ser aplicada en sentido espiritual. Por un lado, está la frontera del desierto. El pueblo de Israel sabía bien lo que significaba esa palabra. Había sido el lugar de peregrinación durante los cuarenta años anteriores a consecuencia de su pecado. En aquel lugar habían sufrido los contratiempos y aflicciones descritos en el Pentateuco. Era una zona de muerte y desolación. Espacio donde se habían producido los juicios de Dios a causa del pecado. Era un territorio separado de la tierra de bendiciones que estaba al otro lado del Jordán. La tierra de la promesa no estaba en el desierto, sino rodeada por este. Para poseer la bendición habían de salir del desierto y entrar en la tierra. La aplicación espiritual es sencilla. El desierto habla de la condición de muerte propia del mundo. Era la esfera espiritual natural para el hombre antes de entrar en el disfrute de la salvación en Cristo Jesús. Un lugar de profunda soledad espiritual: “sin Cristo... y sin Dios en el mundo” (Ef. 2:12); de muerte espiritual (Ef. 2:5); de desesperación y de “desesperanza” (Ef. 2:12). Dios, en su gracia, ha tomado al creyente para que sea, junto con todos sus hermanos, heredero de todas las riquezas en Cristo. Estos están en el mundo, pero ya no son del mundo (Jn. 17:16). Delante de ellos, al otro lado del Jordán, se extiende la tierra de las bendiciones, que son ahora la Canaán del creyente, a las que este accede por medio de la Palabra y del poder del Espíritu en unión y comunión con Cristo. No es necesario identificar a Canaán siempre con el cielo y esperar el cumplimiento de las promesas de Dios cuando se atraviese el Jordán, tomando esto como ilustración de la muerte. El creyente pertenece a un pueblo celestial, habiendo sido introducido potencialmente en los lugares celestiales con y en Cristo Jesús (Ef. 2:6). La condición celestial del creyente es un hecho presente y no una esperanza futura, ya que “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil. 3:20). Es cierto que la absoluta plenitud de todas las riquezas de esta condición celestial, que corresponden a la herencia de Dios en Cristo, está reservada para el cristiano en el cielo (1Pe. 1:4). Pero mientras la glorificación no se produzca, el creyente puede entrar en la posesión y disfrute de las bendiciones de Dios, con la condición de que exista una verdadera separación del mundo. Intentar disfrutar de las bendiciones de Dios y de la amistad del mundo es imposible. La separación del mundo y sus cosas no es una recomendación que la Biblia establece para el creyente, sino un mandamiento que debe ser obedecido (1Jn. 2:15-17). Vivir en el desierto es privarse de gozar de la tierra de bendición. Dicho de otro modo: o el creyente está en una esfera donde pueda disfrutar de las bendiciones de Dios porque está en comunión con Él, o no puede alcanzarlas si vive en la esfera de la enemistad con Él (Stg. 4:4). La Escritura exhorta a cada creyente a salir de toda relación con el pecado para entrar al disfrute pleno de las bendiciones de Dios: “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso. Así que, hermanos, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2Co. 6:17-7:1).

Al segundo límite que marca la frontera del lugar de las bendiciones se le llama “la gran montaña”, probablemente en el texto se esté refiriendo a la cordillera del Líbano. En la Biblia la montaña es figura de poder. En este caso del falso poder que se manifiesta en el mundo sin Dios. El poder del hombre descansa en la carne, por tanto, es un poder ajeno a la fe. Toda acción que el creyente ejecute fuera de la esfera de la fe, en la cual debe vivir (Gá. 2:20), no puede ser del agrado de Dios (He. 11:6). Los hombres han descansado en su propia fuerza personal, lo que la Biblia llama el “brazo de la carne”. Han descansado en un poder ficticio. Una confianza así conduce al fracaso. Dios llama “maldito” al hombre que se afianza en tal poder, porque todo lo que proceda de la fortaleza humana, se aleja de la única fuente de poder que es Dios mismo. No puede haber solidez ni seguridad cierta en un poder que es tan aparente y frágil como la “retama en el desierto”, y su habitación no será en tierra de promisión, sino la “despoblada y deshabitada” (Jer. 2:5-6). El límite de la “gran montaña” adquiere un significado elocuente al considerarlo a la luz de la iglesia de Laodicea, cuya confianza estaba en la gran montaña de su poder personal, mientras Aquel que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra (Fil.2:9-11) estaba marginado de ella. El Todopoderoso estaba a la puerta de la iglesia, esto es, apartado del lugar de honor que le corresponde en la congregación, mientras que la iglesia disfrutaba de la vanidad de una gloria aparente. Una situación así es una temeridad. Dios pone en evidencia lo que era realmente su condición por confiar en su poder, que los convertía en “desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos” (Ap. 3:17). Ignoraban voluntariamente que separados de Cristo “nada podían hacer” (Jn. 15:5). No es con fuerza propia con lo que se alcanza el éxito en la obra de Dios, sino con la dependencia absoluta del Espíritu Santo (Zac. 4:6). Las bendiciones de Dios sobre el creyente y las iglesias se alcanzan desde la condición de pobreza y humildad de espíritu, donde la arrogancia del viejo yo queda supeditada al Señor aceptando su señorío.

El tercer límite que establece y distingue el lugar de las bendiciones está marcado por el “gran río”, figura de lo que representa la gloria y prosperidad del mundo. El Éufrates regaba lugares donde la grandeza de la civilización humana se manifestó a lo largo de siglos. Tiene que ver, esta ilustración, con las riquezas terrenales. Aquí aparece un nuevo contraste entre la visión del hombre caído y la que debiera tener el salvo. El mundo pone su vista en las riquezas temporales. Miles de personas están dispuestas a cometer cualquier transgresión legal o moral, con tal de alcanzarlas. Algunos creyentes están engañados e introducidos en esta misma dinámica. Tal vez olvidan que las verdaderas riquezas no están en el gran río, sino en Canaán. El gran río de las riquezas solo conduce al fracaso espiritual. El apóstol Pablo enseña claramente que el creyente debe orientar su vista hacia las riquezas celestiales apartándola de las temporales (Col. 3:1-2). El Señor abordó esta misma enseñanza en el Sermón de la Montaña, cuando enseñó sobre el afán y la ansiedad, como algo que debiera estar lejos de la vida del creyente (Mt. 5:25-34). Es cierto que no es menos espiritual quien tiene muchas posesiones y más aquel que carece de recursos propios. Unir pobreza con espiritualidad y riqueza con pecado es también una forma que los creyentes poco maduros —espiritualmente hablando— adoptaron para medir a quienes tienen posesiones terrenales, cuando tal vez ellos no disfrutan de lo mismo. Es, en este sentido, una manifestación de la envidia disfrazada con la toga hipócrita de la espiritualidad. Ha habido —y la Escritura lo revela claramente— hombres de Dios con muchas posesiones. ¿Quién puede ignorar que esto ocurría con Abraham, el amigo de Dios? ¿No pasaba lo mismo con el justo Job? ¿No es cierto también que Bernabé el “hijo de exhortación” tenía posesiones (Hch. 4:37) y, sin embargo, era desprendido, lleno del Espíritu Santo (Hch.11:24) y hombre de consolación? El problema no consiste en tener o no tener riquezas, sino en amar las riquezas, orientar la vida para conseguirlas, poniéndolas en el lugar del Señor y de Sus asuntos, y confiar en ellas. Se debería tener en cuenta que los bienes materiales son también vanidad (Ec. 2:1-11) y que quien los anhela, sobre todo, está en el mejor camino para caer en el lazo del diablo y extraviarse de la fe (1Ti. 6:9-10). El terreno de las bendiciones celestiales está fuera de los límites de la “gran montaña”. El creyente que desee disfrutar de las bendiciones de Dios tiene que dejar el señorío de las riquezas para sujetarse al señorío de Cristo (Mt. 6:24).

El cuarto límite de la tierra de bendición era el “gran mar”. La Biblia utiliza el mar como figura de las naciones agitadas de este mundo. La Escritura compara también la vida fuera de la fe como rodeada de inquietud, comparándola a una ola del mar empujada de un lado para otro por el viento, para enseñar que no hay bendiciones en esa situación (Stg. 1:6-7). La tierra de las promesas es un remanso de paz para el pueblo de Dios. Los israelitas habían vivido años de inquietud en Egipto, luego las incomodidades de un largo peregrinaje y, por fin, se les ofrece la perspectiva de un lugar de paz, lejos de sus enemigos y preocupaciones. Del mismo modo, en el terreno espiritual, el creyente ha experimentado la inquietud del mundo antes de conocer a Dios y, como realidad en aquella situación, la ausencia de paz propia del impío (Is. 59:8). En la identificación con Cristo surge la verdadera paz, que es comunicada por Él: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Jn.14:27). El mundo solo produce inquietud y aflicción para el creyente (Jn. 16:33), por tanto, la paz se disfruta fuera de sus límites, del “gran mar”, con sus luchas e inquietudes, para vivir de las bendiciones celestiales a las que se accede por medio de Cristo.

5. Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida; como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré, ni te desampararé.

Dos promesas se unen y se complementan. Por un lado, la entrega de la tierra en manos del pueblo de Israel. Por otro, la del auxilio divino en favor de quien había sido llamado para conducirlo como sustituto de Moisés. La primera promesa (vv. 3-4) está dirigida a todo el pueblo, la segunda a Josué. Dios le promete su apoyo permanente al igual que había hecho con Moisés, por tanto, nadie podría detenerle en la misión encomendada. El compromiso divino abarca tres aspectos: primeramente, la garantía de victoria frente a quienes trataran de hacerle frente; luego, la de compañía continuada como había ocurrido con Moisés; finalmente, la de protección y amparo. Era la provisión para tres grandes necesidades que, probablemente, gravitaban ya en el alma de Josué. Por un lado, había de enfrentarse a enemigos poderosos, bien entrenados para la guerra. Él mismo, años antes, junto con los otros exploradores enviados por Moisés, habían recorrido aquella tierra en la que vieron las grandes ciudades amuralladas, gigantes que habitaban en ella y ejércitos más experimentados que los de Israel. En segundo lugar, Josué conocía bien la condición del pueblo que tenía que conducir. Había visto muchas veces un estado de resistencia, manifestada en murmuraciones contra Moisés, e incluso en revueltas de oposición a su liderazgo que solo la intervención de Dios —como ocurrió en el caso de Coré y los suyos (Nm. 16)— pudo solucionar. No era un pueblo fácil de conducir, sino todo lo contrario. En alguna ocasión Dios mismo había expresado a Moisés su deseo de destruirlos y hacer un pueblo nuevo que tuviera un comportamiento diferente con Él, como cuando hicieron y adoraron al becerro de oro al pie del Sinaí (Éx.32:10). La intercesión de Moisés pudo detener lo que hubiera significado el aniquilamiento de la nación a causa de su pecado. Allí, Moisés había pedido a Dios que su presencia continuara con el pueblo a pesar de su condición: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí” (Éx. 33:15). Él sabía que la presencia de Dios junto a él y en medio del pueblo era la única garantía de bendición y victoria. Posiblemente Josué estaba pensando en los muchos fracasos espirituales que Israel experimentaría en el futuro. El Señor se anticipa a la preocupación de Josué prometiéndole el mismo comportamiento que había tenido con Moisés. La tercera promesa vendría a proveer aliento para los momentos de inquietud y dificultades que Josué tendría que afrontar en su próxima experiencia. Él había visto a Moisés en una profunda depresión debido a la tensión que le generaba la conducción del pueblo, hasta el punto de pedir al Señor su muerte antes de seguir en aquella situación (Nm. 11:11-15). No podía esperar él menos dificultades. Pero Dios se anticipa a cualquier situación inquietante por la que tuviera que pasar prometiéndole el amparo necesario: “No te dejaré, ni te desampararé”.

Josué podía confiar. Dios había estado con Moisés para sacar al pueblo de la esclavitud en Egipto y para conducirlo a través del desierto. Lo había traído hasta el Jordán y no iba a dejarlo ahí. Lo introduciría en la tierra y lo establecería en Canaán. Todo cuanto Moisés había hecho con ese pueblo, no había sido en virtud de su poder personal, sino en razón de la ayuda y poder divinos. Posiblemente, Josué no era un hombre de las características de Moisés, de quien la Biblia dice que fue el “más manso de todos los hombres” (Nm. 12:3). Nunca se dijo eso de Josué. Aunque ambos tuvieron sus faltas en el servicio, podría estimarse a Moisés como de mayor talla espiritual que Josué. Sin embargo, eso carece de importancia, ya que la ayuda prometida a Josué no está relacionada con sus propias perfecciones personales, sino que es una manifestación de la gracia, como antes había ocurrido con Moisés. La presencia de Dios, con todo lo que conlleva de poder y dirección, no le sería retirada: “No te dejaré, ni te desampararé”. Anteriormente había oído la misma promesa por medio de Moisés, cuando le dijo: “Jehová va delante de ti; Él estará contigo, no te dejará, ni te desamparará; no temas ni te intimides” (Dt. 31:8). Josué era el instrumento elegido por Dios para ejecutar Su propósito. Estaba puesto soberanamente en el liderazgo del pueblo para cumplir la misión que el Señor le había encomendado. Nadie puede hacer frente a quien tiene a Dios como su fortaleza.

La iglesia, como pueblo de Dios, ha de enfrentarse a situaciones delicadas y difíciles. Tampoco es —como no lo era Israel— un ejemplo continuo de fidelidad al Señor. Quienes tienen la misión de conducir al pueblo de Dios en su marcha espiritual, siguiendo las huellas del “Príncipe de los pastores” (1Pe. 5:4), necesitan descansar en las promesas divinas de ayuda y aliento para llevar a cabo el ministerio encomendado. Ellos y cada creyente en el conflicto personal de una esfera espiritual que le es contraria, ante enemigos poderosos que son los hombres impíos y mucho más las “huestes espirituales de maldad en regiones celestes” (Ef. 6:12), necesita ser alentado con la promesa de Dios que le asegura su ayuda, protección y consuelo permanentes. Lo mismo que a Josué, nadie puede enfrentarse victoriosamente contra quien está protegido y rodeado por el poder de Dios. El cristiano mira por la fe al futuro, con todos sus conflictos, y dice: “¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿Quién contra nosotros?” (Ro. 8:31). El tiempo transcurre, los momentos cambian, las situaciones son diferentes, pero el poder de Dios es el mismo. No habrá obra, por difícil que sea, que el más sencillo y débil de los creyentes no pueda llevar a cabo apoyándose en el poder de Dios. Podrá estar —según los hombres— a punto de ser aniquilado, pero en esa situación aún dice: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13). Pablo pone a Dios al lado del creyente, del mismo modo que estaba al lado de Josué. ¿Quién es más fuerte que Dios?, por tanto, nadie podrá hacerlo fracasar en su deseo de llevar a cabo la obra de Dios. No obstante, aún hay mayor eficacia para el cristiano. Dios no solo está a su lado, sino que, en base a la obra de Cristo y a la posición en Él, está a su favor.

Como escribe Newell:

“De ningún modo significa que Dios está meramente a nuestro lado en nuestros conflictos, sino la actitud de Dios inmotivada e inalterable para aquellos que están en Cristo; Dios está por ellos. Nada en el tiempo, ni en la eternidad venidera, tiene algo que ver con los asuntos que se tratan aquí. Nuestros débiles corazones, propensos a la legalidad y a la incredulidad, con gran dificultad reciben estas poderosas palabras: Dios está por nosotros. Póngase el énfasis en donde Dios lo pone, en esta gran palabra ‘por’. Dios está por Sus escogidos. Ellos han fracasado, pero Él está por ellos. Son ignorantes, pero el está por ellos... ¿Qué, pues, diremos a esto? Dudarlo es negarlo, porque Dios lo afirma, desde el preconocimiento hasta la glorificación... Por tanto, el desafía: ‘¿quién contra nosotros?’. Pablo conocía, como nadie ha conocido jamás, el poder y la malignidad de Satanás y sus huestes, la energía perseguidora de los odiadores del evangelio, la implacable asechanza del Imperio Romano, que había echado la justicia a los vientos y crucificado al Señor de Pablo, y vivía siempre listo, en espera de la ocasión, para echarle mano a él. Sin embargo ¡los desafía a todos! No es asunto de lógica como algunas versiones lo ponen, ‘¿quién puede estar contra nosotros?’ sino un reto directo en la arena a todos y a cualquiera en todo el universo imaginable; literalmente, Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?”4.

Con la misma seguridad se expresa también Calvino:

“He aquí ciertamente el único apoyo que nos puede mantener firmes en medio de todas las pruebas, porque si Dios está con nosotros, aun cuando todas las cosas sean contra nosotros, podremos, sin embargo, permanecer confiados. El favor de Dios no solamente es un consuelo suficiente para toda tristeza, sino también un defensor bastante poderoso contra todas las tempestades. A esto se refieren tantos testimonios de la Escritura, por los cuales los santos, apoyándose únicamente en el poder de Dios, han osado despreciar valerosamente todo aquello que va en su contra en este mundo: Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo (Sal. 23:4). En Dios alabaré su Palabra: En Dios he confiado, no temeré lo que la carne hiciere (Sal. 56:4). No temeré de diez millares de pueblos que pusieren cerco contra mí. (Sal. 3:6); pues no hay poder en la tierra ni arriba de ella capaz de resistir la potencia de Dios. Por esta razón, teniéndole a él como defensor, nada debemos temer”5.

6. Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos.

Dios confirma directamente a Josué, lo que antes le había dicho Moisés (Dt.31:6,8). Josué había sido presentado como el sucesor en el servicio. Era el conductor del pueblo y era, por tanto, como Moisés, el servidor de Dios. A todo siervo se le demandan esfuerzo y valentía. Pero más que valentía lo que Dios demanda de él es entereza de ánimo, según se lee en el texto hebreo (hazaq weä emas), literalmente “sé fuerte y ten ánimo”. Mucha entereza de carácter y ánimo de espíritu requería quien había de conducir a un pueblo como el de Israel. Dios hizo cuatro veces esa demanda a (vv. 6, 7, 9, 18) porque tendría que tener firmeza y entereza de ánimo para la conquista, para la obediencia, para las decisiones y para la disciplina.

El éxito de la misión estaba garantizado. Dios afirma que él repartiría la tierra, considerada como la herencia prometida por Él a sus padres. Para repartirla, era antes necesario entrar en su posesión y desalojar de ella a quienes la ocupaban, que eran enemigos de Dios. Josué podía disponerse confiadamente a llevar adelante el programa del Señor, para cuya realización había sido elegido por Él mismo.

Es notable la identidad que se observa continuamente entre Josué y el pueblo. La conquista estaba estrechamente vinculada con él, era alcanzada por todo el pueblo bajo su conducción. Del mismo modo, Josué repartiría la tierra que sería posesión del pueblo: “tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos”. Ninguna cosa podría ser alcanzada sin la intervención de Josué. Por tanto, la demanda, que es personal —“esfuérzate”— se hace en Josué extensiva a todo el pueblo. Es una demanda para un propósito concreto: el de repartir la tierra.

Josué es, en este sentido, figura de Jesús. Dios ha dado a su Hijo el derecho a conducir a su pueblo y le respaldó con la más absoluta autoridad y poder. Cristo ha recibido “el nombre que es sobre todo nombre” (Fil. 2:9). Este nombre expresa todo el poder que también Él tiene y que doblega ante Él a todos sus enemigos (Fil. 2:10). La victoria de Cristo se hace extensiva a todo su pueblo. Esta victoria no es conseguida por los suyos, sino por Él mismo. No es victoria personal que algún creyente pudiera alcanzar, sino la victoria total y plena en el Señor extensiva a todo su pueblo, llevándolo siempre en triunfo (2Co. 2:14). El poder de su pueblo proviene de Él y es en ese poder que el creyente tiene fuerzas para todo (Fil. 4:13). El nombre de Josué es también el mismo de Jesús, el Dios que salva, que es también el Señor de su pueblo en la presente dispensación. Los enemigos del creyente son también los enemigos de Dios que ya han sido derrotados. Él mismo ha determinado que sean puestos bajo los pies de su Hijo (Hch. 2:34-35), pero esta victoria se hace extensiva a los creyentes, ya que Satanás será pronto puesto bajo sus pies (Ro. 16:20). El poder del Señor es el poder de los suyos, por tanto, la victoria del creyente descansa en la íntima comunión y dependencia con quien tiene todo poder en el cielo y en la tierra (Mt. 28:18). Es verdad que la herencia incorruptible y definitiva del cristiano está reservada en los mismos cielos, donde el Vencedor está ya entronizado y glorificado, pero mientras no llega el momento de pasar a su pleno disfrute, los tesoros de la comunión victoriosa con quien es poseedor de todo, pueden ser ya disfrute actual. La victoria debe ser el modo natural de la vida cristiana ya que “en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Ro. 8:37). Dios demanda de cada creyente fortaleza y ánimo, y ambas cosas se obtienen por el Espíritu de Cristo que mora en él (Ro. 8:9). La fe actúa en el cristiano para comunicarle la seguridad de que todo cuanto pise la planta de su pie será suyo, porque es experimentar la gloriosa realidad de una vida de continua victoria en Cristo. La fortaleza de ánimo que produce la fe, es lo que permitirá tomar posesión de las promesas de Dios en Cristo Jesús, que se alcanzan solamente en la medida en que el creyente viva a Cristo (Fil. 1:21). Es “bienaventurado el hombre que tiene en el Señor sus fuerzas”, estos “irán de poder en poder; verán a Dios en Sión” (Sal. 84:5, 7). El fracaso en la vida cristiana se produce en la misma medida en que se resienta la comunión con Cristo. Quien esté realmente unido al Señor y en comunión con Él experimentará continua victoria y podrá dar “gracias a Dios, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús (2Co. 2:14). No debe olvidarse la solemne advertencia del Señor: “separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5).

7. Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas.

Si la primera demanda al esfuerzo y entereza tenía que ver con el hecho mismo de la conquista y reparto de la tierra, la segunda tiene que ver con la obediencia. El esfuerzo y la entereza de carácter están reclamados aquí para conducirse con absoluta fidelidad a la voluntad de Dios expresada en su Palabra. Josué es llamado a seguir fielmente la dirección de Dios. Su tarea fundamental no era la de ocuparse de los enemigos, sino de la obediencia a todo cuando Dios había establecido por medio de Moisés. Durante cuarenta años había sido formado a su lado. No solo podía leer lo que había escrito, sino que el mismo Moisés había sido su maestro en la escuela de la obediencia, enseñándole tanto con palabras como con su propio ejemplo personal. Moisés había sido fiel en toda la casa de Dios (He. 3:2), y esta fidelidad tenía que ver directamente con la obediencia incondicional a las instrucciones de Dios. De él se dice que “hizo conforme a todo lo que Jehová le mandó” (Éx. 40:16). El secreto para una obediencia sin condiciones estaba en el concepto que Moisés tenía de sí mismo. Fue “fiel en toda la casa de Dios como siervo” (He. 3:5). Siendo un siervo estaba en la disposición de obedecer cuantas instrucciones recibiera de su Señor. Josué, como el sustituto de Moisés, era también siervo del Señor y, de igual modo, se le requiere un esfuerzo en la obediencia. La obediencia demandada era total: “conforme a toda la ley”. No es tampoco una obediencia circunstancial, sino continua. Había de esforzarse por hacer todo cuanto Dios había establecido en su ley, hasta el punto que no debía apartarse de ella “ni a diestra ni a siniestra”. Este es el único modo de ir sobre el camino recto de Dios. Pero es en la obediencia en donde reside la garantía de victoria. Hay una condición y un propósito en el mandamiento de Dios a Josué. Había de mantenerse en una continua obediencia “para” ser prosperado. No podía dejar la obediencia si quería alcanzar con éxito la empresa divinamente encomendada y alcanzar en victoria todo lo que emprendiera. “Todas las cosas que emprendiera” es una fórmula para referirse a los trabajos para la conquista y el reparto de la tierra. Si quería que todo lo que emprendiera en el futuro, relativo a su ministerio, concluyera victoriosamente, debía obedecer sin reserva ni condiciones a Dios en todo.

Es sorprendente observar el marcado contraste entre el enfoque divino y el humano en todas las cosas. El hombre habría recomendado a Josué —que iba a conducir una campaña militar de conquista— que se ocupara especialmente de formar y entrenar el ejército, pieza fundamental para llevar a cabo las acciones armadas contra los pueblos que debían desalojar de la tierra. Dios, en cambio, pide obediencia. La lucha de la conquista no era de los hombres, sino de Dios. No era simplemente un combate para echar fuera del territorio a sus ocupantes, sino una lucha espiritual entre el Dios Todopoderoso y su enemigo el diablo, príncipe de los reinos de este mundo, que se oponía continuamente al plan y propósito de Dios, procurando hacer inviables las promesas divinas. Por esa causa, Moisés había dicho antes a Josué en relación con los moradores de la tierra de Canaán: “No los temáis; porque Jehová vuestro Dios, Él es el que pelea por vosotros” (Dt. 3:22). Era el propósito de Dios colocar, conforme a sus designios, a Su pueblo en la tierra que poseían aquellas naciones que le habían sustituido por ídolos tras los cuales se ocultaban los demonios (1Co. 10:20). Era una lucha espiritual y, por tanto, las armas de esa milicia habían de ser primordialmente espirituales. La obediencia a Dios era el método divino para alcanzar la victoria. Nada es más importante para Dios que esto. Los sacrificios quedan en un segundo lugar ante la obediencia. Esta verdad sería recordada a Saúl, el fracasado rey de Israel, por el profeta Samuel cuando le indicó la causa por la que sería removido del trono (1Sa. 15:22-23). Dios había establecido en la ley de Moisés para el tiempo de los reyes, que cada uno tuviera una copia de la ley junto a sí e hiciera a su vez otra, leyéndola todos los días, para aprender el temor de Dios y vivir en obediencia a su Palabra (Dt. 17:18, 19).

La organización del pueblo de Dios es teocrática. La conquista es del Señor, por tanto, Josué ha de ser inflexible en seguir lo que Dios establece en su ley. La obediencia es total y alcanza al conjunto de todos los mandamientos: “toda la ley que mi siervo Moisés te mandó”. De forma muy especial en las instrucciones contenidas en el Deuteronomio, la segunda norma, no porque sea otra ley diferente, sino porque esta recapitulación estaba dirigida especialmente a las nuevas generaciones que iban a entrar en la tierra (Dt. 1:5; 4:8, 44). La ley tenía mandamientos específicos para la etapa de la conquista, por tanto, la obediencia era asunto primordial para el éxito de la ocupación de Canaán (Dt.7:12-13). Israel debía derrotar y eliminar a los pueblos de Palestina (Dt. 7:16). La eliminación de los pueblos debería llevarse a cabo de forma paulatina, eliminándolos en la medida en que se asentaban en la tierra conquistada a fin de que no quedara desierta de pobladores, para que no se multiplicaran las fieras que pudieran poner en peligro sus vidas (Dt. 7:22). Josué debía guardar fidelidad plena al libro de la ley (sëper hattôrä) (Dt. 28:61; 29:20; 30:10; 31:26).

La demanda de obediencia y lealtad a la Palabra es la misma para los creyentes de cualquier tiempo. La desobediencia es la manera de vida propia del no regenerado, mientras que la obediencia es la natural del creyente, convertido en “hijo de obediencia” por la regeneración (1Pe. 1:14). Desde el momento en que el Espíritu actuó para salvación del pecador capacitándolo para obedecer al llamado de Dios (1Pe. 1:2), prosigue la vida del creyente en el camino de la obediencia, que ha de ser aprendida y practicada cada día. La Palabra de Dios es la única regla de fe y conducta para el cristiano, a la que continuamente debe prestar atención, esto es, conocerla para practicarla. La Escritura ha de ser considerada con sumo respeto y temor filial. Dios promete estar atento solo al que “tiembla a Su palabra” (Is. 66:2). Quien desea hacer la voluntad de Dios, ha de mantenerse obediente a su Palabra, con lo que alcanzará las bendiciones que Dios promete al obediente. La vida que es aprobada por el Señor es la que sigue fielmente a lo que ha establecido para los suyos en su Palabra. La Escritura respetada y obedecida es palabra de vida y salvación (Pr. 4:22). Desviarse de ellas acarrea fracaso y aleja al creyente del camino de Dios, único lugar donde está su protección y cuidado. Solo cuando los caminos, es decir, el modo de vida del creyente, se ajustan a lo establecido por Dios, este encuentra la custodia y protección divinas (Sal. 91:11). Obediencia equivale a bendición como desobediencia a fracaso. Pablo advierte de la situación que la iglesia experimentaría en el transcurso del tiempo cuando algunos “no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias y apartarán el oído de la verdad y volverán a las fábulas” (2Ti. 4:3-4). El aviso apostólico debiera servir como acicate para la obediencia a la Palabra. El apóstol afirma que “vendrá tiempo” (e[stai gaVr kairoV”), indicando con ello que ese problema ocurriría en el tiempo de la iglesia y no algo que se producirá al final de los tiempos, aunque pudiera agudizarse más a medida que transcurran los años.

El rechazo a la Biblia se producirá. Es un rechazo profundo porque algunos “no sufrirán la sana doctrina” (th``” uJyiainouvsh” didaskaliva” oujk ajnevzontai), lo que evidencia un desprecio, por parte de algunos, de la enseñanza doctrinal que informa y orienta la vida del creyente. Son personas que no soportarán ni tolerarán la enseñanza bíblica, porque se resistirán a vivir conforme a sus demandas. El interés estará en oír aquello que agrade a sus oídos y que no moleste a sus deseos e intereses. Los tales rechazarán a los maestros que son conforme a Dios y buscarán otros que se conformen a ellos. Estos les conducirán por los caminos de una mal entendida libertad y el pueblo de Dios se verá envuelto en derrota, en lugar de victoria. La defensa de la fe se considera en el Nuevo Testamento como una lucha agónica (Jud. 3). Toda la Escritura enseña claramente la necesidad de obedecerla y sujetarse a ella. Esta sujeción ha de ser practicada y enseñada a otros. Lo mismo que hizo Moisés con Josué, se manda hacer en la iglesia de Jesucristo (2Ti. 2:2). No son principios filosóficos o religiosos lo que ha de ser transmitido a las siguientes generaciones; no son normas tradicionales o las costumbres definidas como “siempre fue así” lo que conviene enseñar a otros; solo la enseñanza sana de la Palabra de Dios. El pueblo de Dios debe ser conducido a la Palabra en toda la dimensión y no solo a lo que se suelen llamar mensajes devocionales, pretendiendo alimentar a los creyentes con algo tan ligero que no los conduce nunca a la madurez espiritual, dando como resultado un mundo de niños en Cristo, con acciones propias de los tales, y con muy poca consistencia en el compromiso de santificación cotidiano y testimonio frente al mundo. La única manera de conseguir vidas poderosas es conduciendo a los creyentes a la Palabra de Dios. Los mismos niños deben ser llevados a la Biblia si se quiere tener jóvenes y hombres comprometidos con Dios (2Ti. 3:14-15). El gran fracaso de la actual sociedad es el propio de personas que no conocen o no se sujetan a la Palabra de Dios. La advertencia del texto es enormemente actual. No consiste en que se posea la Biblia, sino en que la Biblia posea al creyente. Es decir, que controle en todo la existencia de cada cristiano y sea la norma continua para su vida. No hay bendición sin obediencia.

8. Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien.

La obediencia plena descansa en el conocimiento pleno. A Josué, a quien Dios demanda lealtad y obediencia a su Palabra, le requiere también que la lea y medite. El libro de la ley debería controlar su manera de hablar. No debía apartarse de su boca. Josué tenía que dar instrucciones al pueblo, y cada una de ellas debía estar en conformidad con la ley de Dios. Por otro lado, los asuntos de gobierno del pueblo —el reparto de la tierra, el modo de impartir justicia, incluso el trato con los enemigos— exigían meditación, en lugar de precipitación. Todo tendría que estar sujeto y condicionado a la normativa de Dios, por tanto, su Palabra debía ser objeto de meditación por parte de Josué. Mediante una hipérbole se le exhorta a meditar continuamente en la Palabra, como algo habitual y no ocasional, ya que debía hacerlo “de día y de noche”. De nuevo, el contraste entre el pensamiento de Dios y el de los hombres se aprecia en el texto. Josué era un hombre con muchas ocupaciones. Las responsabilidades como líder ocupaban cada hora de su jornada.

Como dice el Dr. Lacueva:

“La tarea que se le encomendaba era enorme, tanto como para tenerle ocupado, aunque tuviese diez almas; con todo, había de hallar tiempo para meditar en la Ley de día y de noche”6.

Es interesante notar que la exhortación a meditar traería como consecuencia la obediencia personal: “para que guardes”. Josué debía ser ejemplo al pueblo, viviendo conforme a la voluntad de Dios. Pero la meditación en ella era necesaria también para el ejercicio del gobierno “para que hagas”. Tanto en su vida personal como en el ejercicio del gobierno, todo debía descansar en la única autoridad de la Ley que Dios había dado para Su pueblo. Josué no era un legislador como lo había sido Moisés, ni fue llamado a escribir mandamientos en el nombre del Señor, sino a aplicar lo que Dios había ordenado por medio de su antecesor. La autoridad de Josué descansaba en el sometimiento incondicional y la aplicación de todo cuanto el Señor había dispuesto en su Ley. Estaba actuando con la autoridad suprema de Dios y haciéndolo en Su nombre. La alta responsabilidad y dignidad de Josué no le facultaban para marginarse a sí mismo del cumplimiento de lo que Dios había establecido. El texto es revelador. No solo había de hacer lo que estaba escrito, sino que tendría que hacerlo conforme a lo que estaba escrito, es decir, siguiendo fielmente la norma. No podía pensar en alcanzar un fin sin importarle el camino a seguir, como si el fin justificara los medios. La ley le marcaba el objetivo y el modo de conseguirlo. La obediencia plena vuelve a recalcarse en el texto: “conforme a todo lo que está escrito”. La razón para un proceder tan meticuloso en cuanto a lo establecido por Dios, traería como resultado que su camino fuese prosperado, es decir, que el testimonio personal fuese irreprochable. El camino, especialmente en el pensamiento semita, era figura o símbolo de comportamiento. Además, había una segunda razón: que todo le saliera bien. El adjetivo todo tiene que ver con la conquista que iba a iniciar. El éxito de las operaciones militares, de la consolidación de las tribus en sus territorios, de la paz de todo el pueblo y del disfrute pleno de las bendiciones de Dios, estaba vinculado estrechamente con la obediencia incondicional a la ley de Dios.

Una sencilla reflexión es suficiente para aplicar el texto. La Palabra de Dios ha de ser objeto no solo de obediencia, sino también de meditación personal. Por tanto, la primera necesidad de cada creyente consiste en conocer la Escritura o, lo que es igual, dedicar tiempo a su lectura, estudio y meditación. Posiblemente sea este el sentido de la exhortación de Pablo a su colaborador Timoteo: “En tanto que voy ocúpate de la lectura” (1Ti. 4:13). Es posible que Pablo estuviera —según algunos intérpretes— sugiriendo la lectura pública de la Palabra en la congregación. Pero fuese una u otra cosa, o ambas incluso, el resultado final es el mismo: debía dedicarse tiempo a la lectura de la Escritura. Después de la lectura debe haber un ejercicio de meditación en lo leído. Horas de reflexión sobre lo que Dios quiso enseñar por medio de su Palabra, con la ayuda iluminadora del Espíritu traerán como consecuencia creyentes con el corazón lleno de la Palabra. Esta plenitud de conocimiento sobre la voluntad de Dios producirá un modo de vida consecuente con ella, ya que, como dice el salmista, “en mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti” (Sal. 119:11). La meditación, que exige también tiempo, se producirá en la medida en que el creyente ame la Palabra (Sal. 119:97). El resultado de este conocer, meditar y obedecer la Escritura producirá unas vidas ejemplares, que son en sí mismas un testimonio que glorifica a Dios. Pablo insistía a sus colaboradores en la necesidad de vidas ejemplares delante de la congregación. Nadie podrá acusar a ningún líder que, además de enseñar la Palabra, viva una vida conforme a lo que enseña, mostrándose como ejemplo a todos (1Ti. 4:12; Tit. 2:7). Un corazón lleno de la Palabra traerá también una boca llena de ella porque, como dijo el Señor: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6:45). La instrucción que reciba el pueblo de Dios será escritural en la medida en que la Escritura controle el corazón del maestro. Pablo exhortaba a Timoteo para que ajustase la enseñanza a la Biblia: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la Palabra” (2Ti. 4:1-2). En la medida en que la Palabra sea respetada, conocida y meditada por el maestro bíblico, así también será el modo y sistema de su ministerio.

En este empeño la fidelidad incondicional a la Palabra es imprescindible, y comprende —como se dijo antes— dedicar tiempo al estudio. Satanás procurará hacer claudicar al cristiano en este área, ya que un creyente poderoso en la Palabra tiene en sus manos el arma que causará la derrota del enemigo y lo preservará de caídas. La obediencia a la Escritura es manifestación real de amor por Cristo (Jn.14:15, 21, 23). Dios considera la obediencia a su Palabra como el asunto más importante en la vida del creyente. El estudio de la Biblia, por profundo y minucioso que sea, será estéril si no trae como consecuencia la obediencia. La oración forma parte de la razón de una vida victoriosa, pero la respuesta a la oración exige de quien ora una vida obediente a la voluntad de Dios (Jn. 15:7).

La vida victoriosa es la impulsada y controlada por el Espíritu. Cada creyente debe vivir en esa esfera (Gá. 5:16). El avivamiento espiritual es necesario y la plenitud del Espíritu es el modo normal de vida cristiana según Dios (Ef. 5:18b). La Biblia enseña que todo avivamiento espiritual nace al influjo de la Escritura, es decir, cuando el Espíritu aplica la Palabra al creyente y este responde en obediencia a sus demandas. Por ello es necesario que en cada cristiano se produzca un retorno a la Biblia. Baste recordar como base histórica de esta verdad los avivamientos registrados en la misma Palabra, entre los que se puede tomar, a modo de ejemplo, el ocurrido en tiempo de Nehemías, donde los creyentes lloraban confesando su pecado delante de Dios y volvían a Él en obediencia al ser redargüidos por la exposición de la Escritura. Se destaca en el relato histórico de aquel avivamiento el trabajo interpretativo de los escribas como expositores bíblicos, haciendo entender claramente el significado de lo que se leía en la Ley (Neh. 8:8). Es evidente, a la luz de los ejemplos de la Biblia, la necesidad de un ministerio expositivo en las congregaciones, ya que no hay otra forma de edificación sino esta. La predicación expositiva pone delante de los creyentes “todo el consejo de Dios” (Hch. 20:27), sin olvidar ninguna parte de la Palabra. Hay iglesias en las que el ministerio expositivo es prácticamente desconocido. Es posible encontrar creyentes que no han leído nunca alguna parte de su Biblia. Si realmente se cree en la inspiración plena de la Palabra, si se afirma que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2Ti. 3:16-17), no hay razón consecuente para abandonar la enseñanza sistemática y sustituirla por otra más superficial y menos apelativa que la aplicación directa de la Palabra de Dios. Un creyente sin base bíblica es presa fácil en manos de Satanás.

Josué tenía que ejercer funciones de liderazgo en la congregación, determinando lo que debía hacerse en cada momento conforme a lo establecido en la Ley. La conducción del pueblo de Dios en el tiempo presente, el ejercicio del liderazgo bíblico en las iglesias, debe ajustarse en todo a la Escritura. No hay razón alguna para imponer nada que no esté claramente establecido en la Palabra. Ello sería caer en el problema de los fariseos que añadían a la Biblia la tradición de los ancianos. Pero igualmente nocivo es quitar de la instrucción bíblica aquello que no convenga a los intereses del liderazgo o de la propia iglesia. La conclusión del texto de Josué es una promesa de victoria, que lo es también para quienes, como Josué, amen, lean, mediten y vivan conforme a lo que Dios establece en su Palabra.

9. Mira que te mando que te esfuerces y que seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas.

La tercera vez que Dios demanda esfuerzo y espíritu animoso está relacionada con la firmeza y decisión que Josué había de manifestar delante de todo el pueblo. Posiblemente, aquel que fue siempre humilde como fiel servidor necesitaba el estímulo de una exhortación tan reiterada. Al igual que Moisés había pedido disculpas una y otra vez al Señor cuando iba a ser enviado para liberar a Su pueblo (Éx. 4:1-17), así también Josué podría estar viendo la misión encomendada como algo excesivamente grande para su capacidad y fuerzas. Dios le anima a un trabajo respaldado por Su poder. Lo que hasta ahora había sido solo palabras de aliento (vv. 6, 7) se transforma en un mandamiento: “mira que te mando que te esfuerces y seas valiente”. La carga de responsabilidad es puesta sobre el siervo y el Señor le reclama todo el esfuerzo necesario para el cumplimiento de su misión. Sin duda, estas palabras serían de mucha bendición para quien conocía bien a Dios. Si Él mandaba algo, ya había garantía de que proveería todo lo necesario para llevarlo a cabo. El mandamiento tiene que ver con la conquista de la tierra, y el mismo Dios se había comprometido con esa tarea. Josué simplemente tenía que mantenerse activo en el cumplimiento de su misión y Dios le daría fuerzas y orientación para que su trabajo fuese una tarea próspera. La promesa de Dios es doble: prosperidad en el camino, con paz y presencia continua del Señor a su lado. Nada tenía que temer porque “Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas”.

La provisión de Dios no es solo contra el temor, sino también contra el desaliento: “no temas ni desmayes”. En ocasiones el desaliento es peor enemigo que el miedo. Josué conocía bien la forma de actuar de aquel pueblo. Las voces de sus continuos lamentos ante cualquier pequeña dificultad, resonaban en sus oídos. Fácilmente olvidaban los hechos portentosos que Dios realizaba para ellos, como abrir el mar para hacerles pasar en seco, para enseguida atemorizarse y murmurar contra Él cuando un pequeño oasis no tenía agua apta para beber. La murmuración contra los líderes había sido habitual desde que salieran de Egipto. El continuo apartarse de la ley de Dios para seguir sus bajas pasiones y a los ídolos les había acarreado continuos juicios departe del Señor. ¿Qué podía esperar Josué, sino desaliento en las jornadas que tenía por delante? Casi todos los hombres de Dios han pasado por situaciones semejantes y, cuando el desaliento llega a límites extremos, se produce el abatimiento y la depresión. ¿No ocurrió así con el profeta Elías? ¿No era acaso un hombre de Dios de fe probada? ¿Por qué, pues, se sentó bajo un enebro deseando morirse? (1Re. 19:4). En todos los casos Dios acudió en ayuda de los suyos. Eso era también lo que estaba prometiendo a Josué. Podía salir y enfrentarse con la responsabilidad que se le encomendaba con plena garantía de éxito. Dios iba a darle en plenitud todo cuanto necesitara, porque prometía estar con él.

La experiencia de Moisés se repite, en gran medida, también con Josué. Una promesa semejante le fue dada a aquel en un momento de dificultad. El pueblo había sido calificado por Dios como “duro de cerviz” (Éx. 33:5). El Señor dijo a Moisés que no subiría con ellos para que no tuviera que intervenir en juicio. Moisés intercedió delante del Señor y pidió su dirección sobre el camino a seguir. Fue entonces cuando recibió de Dios una promesa personal: “Mi presencia irá contigo, y te daré descanso” (Éx. 33:14). La presencia de Dios era lo que confería seguridad a quien tenía la responsabilidad de conducir a Israel hacia la tierra de la promesa. El Señor estuvo permanentemente con Moisés durante los cuarenta años de peregrinación por el desierto, sosteniéndole, animándole, ayudándole y orientándole en todo. De igual modo ocurrió después con Josué. Frente a una tarea ardua y compleja, la promesa de Dios le asegura su presencia en cualquier lugar donde estuviera y en cualquier circunstancia en que se encontrara. La presencia de Dios es suficiente para garantizar la victoria, por tanto, con ese recurso de gracia, Josué estaba en condiciones de cumplir el mandato de esforzarse y actuar con valentía.

La vida cristiana exige permanecer en una esfera de decisión y compromiso personal de valentía para el cumplimiento de las demandas de Dios. La salvación, en la experiencia diaria del creyente, es la santificación. El creyente es llamado por Dios a una determinación que debe ser ocupación prioritaria en su vida: “ocuparse en su salvación con temor y temblor” (Fil. 2:12). Sin embargo la garantía de victoria en esa esfera está plenamente asegurada en razón del poder divino que obra en él, ya que “Dios es el que produce en cada uno así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13). Dios salva sin esfuerzo alguno por parte del hombre, y conduce a la santificación mediante la dotación de sus recursos de poder para el salvo. Ciertamente, la santificación comporta una lucha que no es fácil. Es un combate continuo con enemigos superiores en todo a las fuerzas personales del creyente ya que “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12). Por tanto, solo los recursos del poder de Dios podrán hacerlo estar firme en el terreno de victoria a donde fue introducido, dotándolo de la poderosa armadura de Dios, con la que proteger su vida espiritual y obtener la victoria (Ef. 6:13-14).

Josué podía confiar porque quien prometía estar a su lado en cada momento era Dios mismo. La misma promesa se repite para el creyente de esta dispensación. Dios promete su presencia continuamente al lado de los suyos: “He aquí estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). El Todopoderoso en la compañía de los suyos. Es el Creador del universo quien tiene todos los recursos del poder de la autoridad. Es el Soberano que llama a sus estrellas por nombres, y su entendimiento es infinito (Sal. 147:4-5). La soberanía de Dios alienta poderosamente a quien debe enfrentarse en su vida cristiana con dificultades y problemas. Si Dios es quien requiere la firmeza y decisión de los suyos ¿no dará todo lo necesario para que Su propósito se lleve a cabo? Así será, por cuanto dice: “Mi consejo permanecerá y haré todo lo que quiero” (Is. 46:10b). Cualquier dificultad temporal es como nada delante de quien “todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y que hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4:35). Nada puede interrumpir la acción de Dios.

Dios nunca olvida al creyente. Podrá estar atravesando un desierto o reclinado en Elim. Podrá estar en una experiencia de paz o confrontando las batallas más complejas. Dios estará presente junto a él en cada momento. ¿Cómo podrá olvidarse de quienes están en su propia mano? (Jn. 10:27-28). Aún más, de aquellos cuyos nombres están esculpidos en sus palmas: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mi están siempre tus muros” (Is. 49:15-16). Cada vez que abre su mano, el nombre de sus hijos está delante de Él para bendición. El Señor no cesa en su cuidado ni de día ni de noche. Pero, junto con su cuidado, está también su provisión de fuerzas. Por eso puede pedir “que te esfuerces”. Estos son Sus recursos de gracia para cumplir la demanda dando “esfuerzo al cansado, y multiplicando las fuerzas al que no tiene ningunas” (Is. 40:29). ¡Que admirable bendición! Dios es el único que multiplica por cero sin que el resultado sea cero. Al que no tiene ninguna fuerza Dios le da la provisión para que pueda “esforzarse” y multiplica lo que no tiene dándole toda la provisión de poder necesario. El Señor establece el mandamiento de “esforzarse”, pero también da las fuerzas necesarias para ello: “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Is. 40:30-31). La provisión de poder está expresada en tres verbos: “volar”, “correr” y “caminar”. He aquí la provisión de fuerzas adecuadas para cada momento. Fortaleza para volar, ascendiendo cerca del Señor en la admirable experiencia de la comunión con Él. Fortaleza para correr sin cansancio en el servicio, “en lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Ro. 12:11). Nunca faltarán las fuerzas mientras Dios tenga un servicio para hacer. Siempre habrá fuerzas para avanzar en la carrera de la fe “corriendo con paciencia la carrera que hay por delante, puestos los ojos en Jesús (He. 12:1). Habrá también los recursos necesarios para caminar sin fatiga en el difícil camino del compromiso y del testimonio. Él sostiene a los suyos según su promesa: “Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. (Sal. 91:11-12). ¡Qué estimulante es ver en figura la provisión de Dios para cada edad! Habrá provisión para los jóvenes que, de desde su fortaleza natural son capaces de alzarse sin cansancio como si tuvieran alas. Habrá recursos para los de mediana edad, que aún corren la carrera con paciencia. Los habrá también para los más ancianos que ya solo caminan porque están cerca de los portales eternos. El enemigo desatará sus artimañas para desalentar y desanimar al creyente en el camino del compromiso y de la fidelidad a Dios, pero la promesa divina hará superar cualquier miedo y desaliento al decirle “no temas ni desmayes porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas”.

La comisión de Josué al pueblo (1:10-18).

10. Y Josué mandó a los oficiales del pueblo, diciendo:

Si Dios mandó a Josué, este puede ahora en Su nombre mandar al pueblo. El pueblo no era de Josué, sino de Dios; por eso debió esperar el mandato de Dios para transmitirlo tal como lo había recibido. Josué estaba fortalecido y descansaba en las promesas de ayuda y aliento dadas por Dios. La conquista de la tierra era posible y segura en razón de la promesa del Señor: “Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida” (v. 5). Había otra afirmación de Dios que complementaba la promesa y no dejaba lugar para la inquietud: “tú repartirás... la tierra” (v. 6). Si Dios lo había dicho, el resultado final era más que seguro. Junto con las promesas, estaba también la compañía de Dios prometida: “Jehová tu Dios estará contigo” (ammekä Yahveh). La promesa y la autoridad delegada de parte del Señor faculta a Josué para ejercerla sobre el pueblo.

El respeto por quienes están subordinados a él ejerciendo algún tipo de liderazgo entre el pueblo es evidente. Josué no se dirige directamente al pueblo, sino que da instrucciones a los oficiales (söterîm) para que hagan los preparativos necesarios a fin de que el pueblo ejecute el mandato de Dios. Estos oficiales estaban en el ejercicio de autoridad y, en ocasiones, eran adjuntos a otras autoridades administrativas o judiciales en Israel. Eran los que se ocupaban de las mismas tareas que los “varones sabios” que Moisés había puesto por “jefes y gobernadores” de las tribus (Dt. 1:15). Eran los que tenían que resolver los juicios entre israelitas (Dt. 16:18); los que también debían separar a los temerosos antes de las batallas, entregando luego el mando de las tropas a los capitanes del ejército (Dt. 20:8-9). A estos les correspondía conducir al pueblo para la ejecución del mandato que Dios había dado por medio de Josué.

El momento histórico era altamente importante. La conquista de la tierra era una realidad en el propósito de Dios, aun antes de haberse iniciado o de haber cruzado el Jordán: “Yo os he entregado... todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (v. 3). La comisión divina no admitía dilaciones, por tanto, lo que Josué hizo fue actuar diligentemente, obedeciendo las instrucciones del Señor.

El texto ofrece el modo de comportamiento del líder bíblico en relación con sus colaboradores. La sabiduría está en saber delegar el trabajo e involucrar a otros en la obra a realizar. La obra de Dios nunca fue asunto exclusivo de uno, sino tarea en la que debe integrarse a otros. No importa cuál sea el ejemplo que se tome. En toda la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el verdadero líder bíblico ha sido capaz de integrar a otros en las tareas, y delegar en otros responsabilidades compartiendo los trabajos. Josué había aprendido la importancia y necesidad de la colaboración ya en tiempos de su antecesor Moisés. Había visto lo que suponía no delegar parte del trabajo en otros. Recordaba cómo Jetro había tenido que advertir a Moisés del peligro que supone querer abarcar todo el trabajo sin buscar la colaboración de otros, delegando tareas (Éx. 18:18). Josué conocía por experiencia la necesidad de contar con colaboradores. Él había visto cómo en las cosas aparentemente más simples —como lo fue sostener los brazos cansados de Moisés mientras oraba— hizo falta la colaboración de dos personas (Éx. 17:12). Esta es una enseñanza general de la Escritura: la obra de Dios ha de ser hecha con la colaboración de todos. La edificación del muro de Jerusalén en tiempos de Nehemías fue el resultado de la planificación del trabajo y de la integración en el mismo de todo el pueblo (Neh. 3). No se hizo entonces distinción entre personas: hombres maduros, sacerdotes, jóvenes y mujeres, estuvieron involucrados formando un equipo compacto para el trabajo.

El Señor formó equipos de ministerio para la evangelización, enviando a sus discípulos de dos en dos (Mr. 6:7). El Libro de Hechos enseña cómo la obra misionera se llevó a cabo por medio de grupos que trabajaban coordinados y según un plan trazado de antemano. Tanto Pablo como Bernabé trabajaron conjuntamente con otros hermanos. Un serio problema se produce cuando el líder bíblico no sabe —o aún peor, no quiere— delegar en otros. En ocasiones, el trabajo agobia a unos pocos, mientras que una gran mayoría permanece como simples espectadores. No es menos cierto que puede haber quienes eluden sus responsabilidades y no aceptan el compromiso y privilegio que les corresponde en la colaboración, pero, en ocasiones, la dificultad está en quienes no desean la colaboración de otros que puedan limitarles en su trabajo, por motivos absolutamente carnales. Ahora bien, una vez establecidos los canales para la colaboración de otros y señaladas las tareas, el líder debe saber respetar las parcelas de autoridad delegada, procurando no interferir en el trabajo encomendado y respaldando delante del pueblo de Dios la actividad de quienes son sus colaboradores en la obra.

También la enseñanza tiene que ver con la diligencia en el trabajo del Señor. Los mandamientos de Dios no admiten dilación. La Biblia ofrece ejemplos de diligencia en las tareas y demandas que Dios establece. No hace falta seleccionarlos; los lectores tendrán en mente varios de ellos. Tan solo recordar las palabras del apóstol Pablo: “En lo que requiera diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Ro. 12:11). Muchas veces se pierden oportunidades o pasan las ocasiones por la apatía en el servicio. La diligencia, acompañada del fervor, es el mejor método para el trabajo en las labores que Dios demanda a los suyos.

11. Pasad por en medio del campamento y mandad al pueblo, diciendo: Preparaos comida, porque dentro de tres días pasaréis el Jordán para entrar a poseer la tierra que Jehová vuestro Dios os da en posesión.

La seguridad que hay en las palabras de Josué es evidente. Los oficiales reciben instrucciones concretas para el trabajo que tenían que realizar. Son precisas y revestidas de la autoridad propia de quien las ha recibido primero de Dios mismo. La seguridad de Josué en todo este asunto es evidente. No solo ordena iniciar los preparativos para el cruce del río, sino que establece el tiempo en que había de producirse: “dentro de tres días”. En ese tiempo debería estar dispuesto todo lo necesario para cruzar el río. Josué habla del cruce del Jordán como algo que va a producirse con toda seguridad, en ningún momento sus palabras traslucen algún atisbo de duda o revisten forma de probabilidad. El cruce era algo seguro: “dentro de tres días pasaréis el Jordán”. Su actuación corresponde a quien está hablando en nombre del Señor y estableciendo Su programa para ejecutar. Aquello que iba a ocurrir no era el deseo de Josué, sino la decisión personal del “Señor de los Ejércitos”. Todavía más: al establecer la fecha anticipa también el resultado de la acción: “para entrar a poseer la tierra”. Tampoco hay aquí posibilidad de fracaso. La posesión de la tierra era una promesa que Dios había hecho a Abraham hacía más de cuatro siglos (Gn. 15.18-21). El momento para hacer realidad la promesa había llegado, y el tiempo que Dios había determinado, se había cumplido.

Josué habla de la gracia de Dios al establecer el tiempo para cruzar el Jordán. Ellos tomarían posesión de Canaán, pero era el Señor quien se la daba en posesión; el pueblo “entraba a poseer la tierra que Jehová su Dios les daba en posesión”. La fidelidad y gracia de Dios actuando en favor de su pueblo conforme a sus promesas era algo que había que recordarles continuamente debido a la tendencia natural que hace olvidar los beneficios recibidos una vez que se está en posesión y disfrute de ellos. Dios había establecido en su ley el continuo recuerdo de la razón por la que poseían la tierra (Dt. 7:7, 8; 8:2-4, 11, 20; 9:1-6).

Entre los preparativos para el cruce del Jordán estaba el aprovisionamiento de víveres para el camino. La comida necesaria debía estar preparada para aquella ocasión. Dios había sido el proveedor de su pueblo durante el tiempo de peregrinación por el desierto. El maná no había cesado ni un solo día desde el momento en que el Señor había hecho descender la primera porción de él en días de Moisés, en el desierto de Sin, al poco de haber salido de Egipto, haciéndoles “llover pan del cielo” desde entonces (Éx. 16:4). Sin embargo, ya en alguna ocasión el Señor les había ordenado comprar otras provisiones de comida y agua, de los pueblos por los que pasaban en su peregrinación, como ocurrió cuando atravesaron el territorio de Seir, lugar donde residían los hijos de Esaú (Dt. 2:6-7). Tal vez Josué conociera de antemano que Dios iba a retirar el maná cuando estuviesen en la tierra, como así ocurrió (5:12), por tanto, era preciso que los que iban a cruzar el Jordán estuviesen provistos de lo necesario para los primeros momentos. No significa que la fe de Josué flaquease, o que la dependencia de Dios disminuyera en él, sino por el contrario, su confianza era absoluta. Pero eso no privaba para que el pueblo comenzara a acostumbrarse a hacer los arreglos oportunos para proveerse de alimento. La fe descansa en las promesas de Dios, pero probar arbitrariamente la realidad de esas promesas es tentar a Dios (Dt. 6:16).

Se aprecia claramente la enseñanza que tiene que ver con la necesidad de planificación en la obra de Dios. Josué no deja nada a la improvisación, sino que planifica con detalle lo que ha de ser ejecutado. Tampoco esto es contrario a la voluntad de Dios, ni signo de desconfianza en su poder o de falta de dependencia y fe. Dios mismo da ejemplo de planificación en su obra, de modo que en el eterno plan de redención se establecieron anticipadamente todos los detalles para llevarlo a cabo, que incluían el tiempo para hacerlo, la Persona designada y el modo de ejecutarlo (Gá. 4:4). La planificación aparece en el ministerio apostólico de la evangelización (Hch. 15:36). La falta de discernimiento espiritual puede conducir al erróneo pensamiento de que una buena organización y planificación es una manifestación de carnalidad; sin embargo, la improvisación y el desorden es el método del inconsciente y, muchas veces, un descrédito para el testimonio. Josué es un buen ejemplo de integración y planificación que debiera ser tenido en cuenta por cada creyente, especialmente por el liderazgo en la obra de Dios. No se lanzó a la conquista de cualquier manera. Dio tiempo para que cada uno se aprovisionase de lo necesario. Su confianza y dependencia de Dios no disminuye en nada al mandar al pueblo una preparación personal para emprender las tareas encomendadas por Él.

Un segundo aspecto de enseñanza tiene que ver con el fortalecimiento del pueblo de Dios: “Preparaos comida”. Los combates contra los enemigos, el asentamiento en la tierra, las labores de trabajo para sus propios hogares ya estables —muy diferentes a las tiendas de peregrino que había utilizado hasta entonces— iban a exigir que estuvieran físicamente fortalecidos, para lo cual necesitaban comida sustanciosa. De igual manera, en el aspecto espiritual, el creyente de hoy está inmerso en una tarea que requiere de la vianda sólida de la Palabra de Dios. Debe pasar de alimentarse con la leche de los rudimentos de la Palabra, que como recién nacido necesitaba antes, para alimentarse de “alimento sólido” propio del cristiano maduro, que tiene “los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (He. 5:14). No es suficiente ya con la comida ligera propia del viajero, sino que necesita la sólida propia del guerrero. La eficacia en el combate está en el uso de la Palabra. Es el yelmo que protege su cabeza y la espada que permite mantener a distancia al enemigo. La derrota espiritual es propia de los niños inmaduros, que precisan todavía los rudimentos de la leche espiritual. Estos son fluctuantes, llevados de un lado para otro “por todo viento de doctrina” (Ef. 4:14) y, por tanto, presa fácil para el enemigo. No saben —ni pueden— utilizar las armas poderosas que Dios pone a su disposición. No conocen y, por tanto, no pueden blandir la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, la misma que Jesús —ejemplo a seguir— usó en su confrontación con Satanás (Mt. 4:4). Esta provisión es asunto individual: “Preparaos comida”. Ninguno del pueblo podía encomendar su provisión a otro, había de ser tomada personalmente. Cada uno tenía que ocuparse en hacer acopio de los recursos según sus necesidades.

Una iglesia poderosa es la que tiene creyentes que, individualmente, han sido fundados sólidamente en la Biblia. La responsabilidad personal no se diluye, sino que se enfatiza. No es asunto de descansar en lo que otros hagan, sino en aprovisionarse cada uno de la porción necesaria para su alimento. El énfasis en el estudio sistemático de la Escritura es una de las manifestaciones continuas de la Palabra. Ningún creyente debe considerarse lo suficientemente aprovisionado de modo que no necesite más. Los maduros reciben el mismo mandamiento que los infantiles: “ocúpate en la lectura” (1Ti. 4:13). El más destacado de los creyentes anhelaba la provisión de “los libros y mayormente de los pergaminos” (2Ti. 4:13). El estudio de la Escritura y la aplicación por el Espíritu es lo único capaz de hacer “que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2Ti. 3:17). Cuando los combatientes no sean capaces de mantener posiciones de victoria, cuando el fracaso personal se produzca y la derrota sea evidente, se deberá, sin duda, a la inmadurez espiritual (1Co. 3:1-3). El llamado es urgente. No hay tiempo que esperar: “preparaos comida”. Ha de hacerse inmediatamente, so pena de ser derrotados. Acudir a la Palabra, profundizar en ella, no admite dilación. El abatimiento espiritual requiere urgentes medidas que lo transformen en avivamiento y esto solo es posible por medio de la Palabra.

12. También habló Josué a los rubenitas y gaditas y a la media tribu de Manasés, diciendo:

El pueblo de Israel es considerado por Dios como una unidad. Para todo el pueblo son las promesas. Es cierto que las tribus de Rubén y Gad, junto con la mitad de la de Manasés, habían solicitado y obtenido de Moisés, que sus posesiones fueran en la Transjordania, al otro lado del río, donde estaban asentados en aquellos momentos. Esas tribus poseían una gran cantidad de ganados; las tierras de Jazer y de Galaad, les pareció el lugar más apropiado para ellos (Nm. 32:1).

La tierra de Jazer —o Yazer— es, probablemente, la situada al oeste o noroeste de Rabat-amón, en lo que hoy sería Amán, la capital de Jordania. Es probable que sea la actual “Hirbet es-Sireh” o “Sar”, al sur de Amán. Eusebio de Cesarea la situaba a una distancia de diez mil pasos de Filadelfia (Amán) y a quince mil de Hesbón. Era un terreno muy fértil, con abundancia de agua y pastos. En esa zona había una gran fuente que daba origen al Wadi Nimrin7, uno de los afluentes del Jordán que, como la mayoría de ellos, es un pequeño curso de agua, seco muchas veces durante el verano. En tiempos de Moisés, habían sido conquistadas las aldeas y expulsado a los pobladores amorreos que vivían allí (Nm. 21:32). Después del reparto de la tierra, serían posesión de la tribu de Gad (Jos. 13:25).

La tierra de Galaad estaba situada tanto al norte como al sur del río Jaboc, o Yabboq, en la actualidad Wadi Zerqä. Después de su nacimiento, la corriente sigue en dirección norte-noroeste para formar un arco bastante extenso. Es la segunda corriente perenne que confluye con el Jordán y, aunque en línea recta solo está a unos 30 km, la orientación de la corriente hace que su trayectoria discurra por unos 100 km Este río desagua un sector del Altiplano Oriental, naciendo cerca de Amón (actualmente Amman), en un manantial muy abundante, al fondo de una quebrada, que da a la ciudad el nombre de “ciudad de las aguas” (2Sa. 12:27). Un segundo manantial incrementa el caudal del río. Discurre por la base de una zona montañosa. Es bastante fácil vadear el río, debido a su poca profundidad y al discurrir tranquilo de sus aguas, salvo en algunos lugares donde el cauce pasa por zonas rocosas que producen rápidos, algunas veces peligrosos. Este río se nombra por vez primera en la Escritura con motivo del viaje de Jacob para encontrarse con su hermano Esaú (Gn. 32:22). Este río servía de frontera entre los territorios de Og, rey amorreo de Basán, y de Sehón, rey de Moab, cuya capital era Hesbón (Nm. 21:24), separando también el territorio de Amón (Dt. 3:16). El río Jabboq divide la zona de Galaad en dos partes: la norte y la sur. La parte inferior del río riega un valle ubérrimo que, al discurrir a un nivel inferior al del mar, produce una vegetación de características tropicales. Junto a ellas, se extienden llanuras donde las gramíneas crecen espontáneamente y la avena es abundante. La corriente de agua sigue un curso entre árboles y arbustos. A lo largo del valle aparecen plantaciones de árboles frutales, siendo un verdadero vergel. Esta tierra poseía además un buen número de corrientes de agua y manantiales, mayor que los de Basán, lo que la hacía óptima para el desarrollo de la ganadería, así como para sostener una población asentada en ella. Al norte del Yabboq hay zonas con abundante arboleda, pero al sur los árboles son escasos. La región limita al oriente con un área de bajas colinas, muy seca, extendiéndose luego el desierto.

Algunos han apuntado la posibilidad de que aquellas dos tribus y media no tuvieran un alto sentido espiritual sobre lo que significaba la tierra prometida. También sugieren que, tal vez, estaban atraídos solamente por cuestiones temporales y que la codicia fuese una de las razones por las que pidieron a Moisés aquel territorio al este del Jordán. Lo único evidente conforme al relato bíblico es que aquella tierra era buena en pastos para sus numerosos ganados. Las otras son meras suposiciones basadas en criterios personales. Es preciso recordar también que los territorios que les habían sido dados para el asentamiento al este del Jordán, estaban comprendidos dentro de las fronteras que Dios había señalado a Abraham, al tiempo de la promesa. Es verdad que para el momento en que Israel llegó a los llanos de Moab, lo que se les iba a entregar era una parte de la tierra de la promesa y que sus límites estaban básicamente al oeste del Jordán. Josué llamó a los jefes de las familias de las dos tribus y media para que compartieran con el resto de sus hermanos la conquista de la tierra que Dios les había prometido. Aquellos no rechazaron su colaboración para la conquista, sin embargo, su interés estaba puesto en el territorio fuera de aquella tierra a conquistar. Las ventajas para ellos estaban en la tierra de Transjordania y aquel territorio era bastante para ellos; las condiciones materiales orientaron su pensamiento y decidieron en la elección.

Esta actitud puede servir como ilustración de la actitud de cristianos cuyo compromiso con las batallas espirituales del pueblo de Dios es meramente ocasional. Son sus circunstancias, las necesidades de cada día, la abundancia de recursos, las comodidades de ciudades bien construidas para su residencia, las posibilidades de sus negocios, lo que condicionan su modo de vida. Su fe no les permite descansar en la provisión que Dios les daría conforme a sus promesas; no están plenamente orientados hacia el cielo, sino a la tierra. No son cristianos mundanos, es decir, amadores del mundo, simplemente son cristianos terrenales, aferrados a las cosas temporales sin que sus ojos estén puestos en el cielo (Col. 1:1-3). No están dispuestos a buscar antes de cualquier otra cosa “el reino de Dios y su justicia”, confiando que las cosas necesarias les serán dadas conforme a las promesas de Dios (Mt. 6:33). Es necesario, sin embargo, hacer una diferenciación entre los rebeldes mundanos del pueblo de Israel y estas dos tribus y media, como se aprecia a la luz del relato bíblico. Los primeros rehusaron —en un determinado momento— subir a conquistar la tierra que Dios les daba, deseando y procurando abandonar el proyecto divino y regresar a Egipto (Nm. 14:4ss). En cambio, las dos tribus y media estaban dispuestas a subir a la conquista de Canaán, pero su interés era el asentamiento que les proporcionaba la otra tierra. Existe la tendencia a rebajar la vocación celestial a experiencias meramente terrenales. Es la experiencia de vida que reconoce a Cristo como Salvador y como quien provee para las cosas de la vida cotidiana, pero lo desconoce en el plano de la comunión íntima, personal y continua que conduce a los “pastos delicados” y a las “aguas de reposo”, lejos de las cosas de este mundo (Sal. 23).

13. Acordaos de la palabra que Moisés, siervo de Jehová, os mandó diciendo: Jehová vuestro Dios os ha dado reposo, y os ha dado esta tierra.

La heredad que Moisés les otorgó al este del Jordán y que comprendía las tierras descritas, llevaba aparejada el compromiso de colaboración en la conquista de Canaán, hasta el asentamiento de todo el pueblo en aquella tierra, como las dos tribus y media habían expresado delante de Moisés (Nm. 32:16-19). Aquellos quedaron entonces ligados con un pacto cuyo quebrantamiento les ocasionaría el juicio de Dios (Nm. 32:23). Sus promesas ante Moisés se convertían en un mandamiento para ellos, llegado el momento oportuno. El tiempo había llegado para ellos y Josué les recuerda sus promesas, junto con el mandamiento que tenían que obedecer.

El compromiso suponía acudir, junto con el resto del pueblo, a la conquista de la tierra que Dios les entregaba. Sin embargo, las dificultades quedaban aminoradas por lo que ya poseían, en contraste con el resto del pueblo. Sus hermanos aún no tenían tierra, pero ellos ya la poseían a este lado del Jordán. Josué les habla desde esa posición, recordándoles lo que Dios les había dado: “...el que os dio reposo y esta tierra” (mënîah läkem wenätan läkem). Mientras que sus hermanos no tenían aún reposo —debían subir, combatir a los enemigos, expulsarlos, tomar posesión de la tierra, construir o reparar sus ciudades y asentarse en el territorio— ellos ya habían alcanzado esa bendición. El compromiso que Josué les recuerda tiene que ver con la identificación con el resto de sus hermanos y el amor hacia ellos, ayudándoles en sus dificultades.

El cristiano también forma parte de un pueblo unido en Cristo. Cada uno de sus hermanos son parte de este cuerpo, cuya cabeza es el Señor (Ef. 1.22-23). Cada uno de los creyentes es, a su vez, miembro del cuerpo con el resto de sus hermanos (1Co. 12:27). Esta unidad espiritual que vincula a unos con otros, hace a cada creyente solidario con el resto de sus hermanos (1Co. 12:20). Cada uno debe colaborar en los intereses y necesidades de los otros. Nadie puede sentirse imprescindible, pero ninguno deja de ser necesario (1Co. 12:21). En el cuerpo espiritual, Dios ha puesto los miembros para mantener la unidad de acción del cuerpo “sin desavenencias”, para que “los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1Co. 12:25). Esta unidad espiritual convierte en experiencia colectiva lo que es una experiencia individual, padeciendo en las dificultades y alegrándose de las bendiciones de los otros (1Co. 12:26). El hecho de haber alcanzado posiciones y bendiciones no permite al cristiano desentenderse de las dificultades del resto de sus hermanos, sino todo lo contrario. Quienes han llegado a la experiencia del “reposo” y disfrutan al poseer lo necesario, no pueden desentenderse de aquellos otros que todavía no lo han alcanzado. El amor de Dios, derramado en el corazón de cada creyente por el Espíritu (Ro. 5:5), hace que el sentir de Jesús por los suyos sea el mismo sentir de cada creyente hacia sus hermanos. El amor no se expresa en palabras, sino en acciones concretas. No es suficiente con hablar de amor, es necesario manifestarlo. El apóstol Juan enseña sobre esa actitud cuando escribe: “En esto hemos conocido el amor, en que Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1Jn. 3:16), para añadir aún: “hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1Jn. 3:18). Las virtudes cristianas resultan estériles si no van acompañadas de una actividad que las exprese en acciones concretas. El amor se manifiesta en “trabajo”, como Pablo dice (1Ts. 1:3). El trabajo de amor se orienta y evidencia en la entrega hacia los hermanos, hasta el límite de la propia vida, como consecuencia natural de la identificación con Cristo.

14. Vuestras mujeres, vuestros niños y vuestros ganados quedarán en la tierra que Moisés os ha dado a este lado del Jordán; más vosotros, todos los valientes y fuertes, pasaréis armados delante de vuestros hermanos, y les ayudaréis.

El compromiso que debían asumir queda especificado en las palabras de Josué. La tarea que tenían que acometer exigía cuatro niveles de renuncia personal. Habían de renunciar, por un tiempo, a sus familias; las esposas y los niños quedarían donde ya estaban asentados. Renunciarían también a sus propiedades, tanto a los ganados como a las tierras que Moisés les había dado a este lado del Jordán, lugar donde ya se encontraban (Nm. 32). Tendrían que renunciar también a la comodidad del lugar donde se encontraban, donde habían comenzado el asentamiento definitivo levantando lugares fijos para vivir —que cambiaba la condición de peregrinos llevada durante los cuarenta años del desierto— y asumir el desafío, junto con la incomodidad y peligros, de una campaña militar. No podían pasar el Jordán de cualquier manera, lo harían armados y dispuestos a ocupar la vanguardia en los combates, “delante de vuestros hermanos”. En cuarto lugar, deberían renunciar a su interés personal; ellos no tendrían parte en las tierras conquistadas. Su único objetivo al pasar armados con el resto del pueblo al otro lado del Jordán era ayudar a sus hermanos.

El seguimiento fiel al Señor en comunión con Su pueblo, demanda también renuncias personales. Los cuatro niveles de renuncia que habían de asumir los ejércitos de las dos tribus y media son los mismos que Cristo estableció para sus seguidores. El primero exige renuncia a la familia. Así lo expresó el Señor: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas... no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26). La renuncia para asumir el compromiso con Cristo es categórica. Al igual que el ejemplo de las dos tribus y media, en tiempos de Josué, el creyente está llamado a colocar en un segundo honroso lugar todo vínculo temporal. Cuando el Señor llamó a sus primeros discípulos —los pecadores del mar de Galilea— a seguirle, implicó para ellos el llamado, la renuncia a todo cuanto hasta entonces les había sido prioritario. Tenían que abandonar las redes, los barcos, los compañeros e incluso la familia si querían seguir al que los llamaba, en la dimensión del llamamiento: “Venid en pos de mí” (Mt. 4:19). Las promesas de bendiciones superan con mucho al costo de la renuncia: “De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc. 18:29-30). Quienes son cristianos, son también seguidores de Cristo “adondequiera que vaya” (Lc. 9:57). Pero, ¿qué quiere decir realmente dejar? ¿Qué pide el Señor cuando habla de aborrecer? La actitud de dejar o de aborrecer implica simplemente un cambio de control sobre la persona, una variación en los objetivos, una nueva escala de valores en las demandas, para una aceptación plena del señorío de Cristo en una relación nueva y directa con el Señor. La Biblia enseña claramente que el cristiano tiene un compromiso serio con la familia. No puede —quien desea ser fiel al Señor— desentenderse de los suyos, porque “si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1Ti. 5:8). El compromiso con el Señor, en la fidelidad de un seguimiento fiel, demanda que todo cuanto antes era primero para el creyente pase ahora a un segundo término, dándole a Él la primacía en todo. El Señor no pide una parte de los intereses del cristiano, sino la totalidad de los mismos rendida ante Él: “porque el que no renuncia a todo, no puede ser mi discípulo”. Sin duda, seguimiento y renuncia es la experiencia y modo de la vida de fe, porque es abandonar lo terrenal para empeñarse con Cristo en las cosas celestiales.

Aquellos, en su renuncia, debían incluir el propio yo. No valían personalismos, ni amor propio. Debían estar dispuestos a arriesgar sus propias vidas, en los muchos combates que tendrían que librar juntamente con sus hermanos.

Esta misma demanda es también para los que han prometido fidelidad a Cristo: “Si alguno viene a mí, y no aborrece... su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26). El compromiso con Cristo es absoluto, ya que es la consecuencia de la identificación con el Crucificado. El alcance del compromiso demandado es claro, ya que “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc. 9:23). La renuncia no es ocasional sino permanente. No es de vez en cuando, sino “cada día”.

El compromiso de las dos tribus y media tenía que ver directamente con sus hermanos. Así lo definió Josué: “Pasaréis armados delante de vuestros hermanos y les ayudaréis”. El amor hacia los que, con ellos, formaban parte del pueblo de Dios se hacía visible. Allí estaban los que habían renunciado a la comodidad de sus hogares, a las riquezas de sus posesiones y aun a la experiencia del calor de los suyos, para ayudar a sus hermanos.

Ese es también el alcance del compromiso cristiano, establecido por Cristo mismo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:34-35). El amor no se expresa solo en palabras, sino más bien en hechos. La realidad del amor de Dios hacia los perdidos se aprecia en la entrega de Cristo por cada uno (1Jn. 3:16). Ese amor ejemplar, se hace necesariamente experimental y constriñe a quienes viven a Cristo, esto es, los que viven la experiencia continuada con el Crucificado. No tanto para quienes hablan de Él, sino para quienes Jesús ha trascendido al tiempo por el Espíritu de Cristo y se hace realidad experimental para cada uno de los suyos. En ese sentido, el amor entre los creyentes debe ser visible al mundo mediante actos concretos que exigen la misma calidad del amor de Cristo: “como Yo os he amado”; de ahí que Juan establezca la manifestación del amor cristiano en la entrega de la vida por los hermanos (1Jn. 3:16b). ¡Cuan fácil es teorizar sobre el amor, pero mucho más importante es vivir en la esfera del amor! “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1Jn. 3:18). Ser de ayuda a los hermanos debiera ocupar ampliamente el pensamiento de cada creyente, siguiendo el ejemplo del Señor que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20).

15. Hasta tanto que Jehová haya dado reposo a vuestros hermanos como a vosotros, y que ellos también posean la tierra que Jehová vuestro Dios les da; y después volveréis vosotros a la tierra de vuestra herencia, la cual Moisés siervo de Jehová os ha dado, a este lado del Jordán hacia donde nace el sol; y entrares en posesión de ella.

El compromiso y la responsabilidad de cooperar en la conquista de la tierra tiene un tiempo determinado; debían pasar armados para ayudar a sus hermanos hasta que hayan alcanzado el reposo que Dios les daría (yänîah laäahêkem... weyäresû) como ya lo habían alcanzado ellos. La tierra al oeste del Jordán tenía que ser poseída por el resto de las tribus. Yaweh se la había dado, pero tenía que entrar en posesión de ella, expulsando a quienes la ocupaban. Solo entonces, cuando la tierra estuviera en manos de sus hermanos, podían retornar las tribus de Rubén, Gad y la media de Manasés a sus posesiones al este del Jordán. Ellos ya tenían la herencia que Moisés les había entregado conforme a sus deseos. Es notable el contraste que aparece en el texto. Para las otras tribus, la herencia les sería entregada por Dios mismo, la de ellos había sido ya dada por Moisés. No quiere decir que Moisés estuviera actuando en contra de lo que Dios había determinado. Siempre había sido, y le era entonces, el instrumento que Dios utilizaba en las relaciones con el pueblo. La entrega de posesiones al este del Jordán, no contradecía en nada el propósito de Dios para su pueblo en la tierra de Canaán. Había sido aceptada la petición hecha por las tribus y Dios, por medio de Moisés, les había entregado una tierra idónea para el mantenimiento de sus ganados y el asentamiento de sus familias. Aquella tierra al este del Jordán estaba incluida en la promesa hecha a Abraham, aunque, en el tiempo de la conquista, Dios había determinado que su pueblo ocupara la extensión de Canaán como primera entrega de la promesa hecha. La colaboración de las dos tribus y media ayudando en la conquista y ocupación de Canaán era la condición para que quedaran libres de culpa, tanto delante del Señor como del resto de sus hermanos (Nm. 32:22). Cualquier negativa a actuar en ese sentido sería considerada como pecado ante Jehová, y ya Moisés les había recordado entonces que no hay pecado que quede oculto y libre de la justicia divina: “y sabed que vuestro pecado os alcanzará” (Nm.32:23). Concluido el asentamiento de las otras tribus en Canaán, podían volver a Transjordania y disfrutar de sus posesiones. Las promesas hechas ante Dios debían ser cumplidas. Nada les había obligado a ellos a un compromiso de colaboración, salvo el deseo de posesionarse de las tierras al este del Jordán. Josué les reclamaba en aquel momento, porque había llegado el tiempo, que cumpliesen las estipulaciones del pacto. Las promesas hechas entran en el terreno del juramento y podían ser consideradas como promesas hechas con juramento. El quebrantamiento de tales compromisos traería sobre ellos el juicio divino sobre los perjuros.

Las promesas hechas ante Dios adquieren un alto significado y deben ser respetadas. El juramento no se establece para los cristianos. Es más, el Señor enseñó que no es procedente para el creyente apoyar sus palabras con juramentos (Mt. 5:33). A los de la antigua alianza se les permitía jurar por el nombre del Señor (Dt. 6:13), quedando bajo juicio divino la falsedad en el juramento, en razón de haber tomado en vano el nombre del Altísimo (Lv. 19:12). El Señor relaciona la vida del creyente con la verdad, por tanto, su hablar ha de ser verdadero y sus palabras tan firmes que no precisen ningún complemento para convencer a quienes las escuchan. De ahí la enseñanza de Cristo: “No juréis en ninguna manera” (Mt. 5:34). Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que no existe una prohibición expresa por la que el cristiano no deba jurar en ninguna ocasión o le quede prohibido hacerlo. Simplemente el Señor enseña que no es preciso para quien no debe mentir nunca, apoyar la verdad con juramento8. La responsabilidad del cristiano es total en cuanto a sus promesas, y lo es, esencialmente, en razón de la identificación con Cristo. El creyente no solo es de Cristo, sino que Cristo es también su modo de vida (Fil. 1:21). Debiera tener siempre presente que todas sus actuaciones se realizan desde la posición que ocupa en Cristo. El Señor debiera llenar de respeto cada acción del cristiano. Los compromisos adquiridos y no cumplidos llevan aparejado un descrédito para el testimonio del Señor. La enseñanza de Salomón, el sabio rey de Israel, toma un notable significado en esta ocasión: “Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque Él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas” (Ec. 5:4-5). Las promesas hechas por un cristiano son hechas siempre delante de Dios. Este debiera ser el pensamiento al establecer cualquier tipo de compromiso. Cuando un creyente habla lo hace siempre en la presencia del Señor. Dios está presente continuamente por cuanto mora en el creyente por su Espíritu (1.Co.6:19). La responsabilidad personal en la conducta de un cristiano es solemne delante del Señor. Cristo vincula el modo de hablar del creyente con la verdad: “Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:37). Tal vez sería bueno pensar antes de hablar si las palabras del creyente serían las mismas que las que Cristo hubiera pronunciado en esa misma situación. En ocasiones se puede llegar a mentir en las promesas hechas a Dios mismo. Muchas veces de forma inconsciente, como cuando expresa en cánticos la decisión de una entrega plena al Señor para servirle o una expresa renuncia al pecado que luego no son llevadas a cabo según lo prometido. Cualquier cosa que no sea verdad procede del maligno y es contraria a la vida nueva en Cristo.

16. Entonces respondieron a Josué, diciendo: Nosotros haremos todas las cosas que nos has mandado, e iremos adondequiera que nos mandes.

Las dos tribus y media hacen una solemne confirmación de obediencia delante de Josué. Las promesas renovadas implicaban una disposición plena a la obediencia. El compromiso tenía que ver con “todas las cosas”, no solo las que pudieran parecer más fáciles de realizar, sino incluso las empresas más difíciles y arriesgadas. Estaban en disposición de obedecer a Josué, sin reservas ni condiciones. Por otro lado, junto con la obediencia, se aprecia la subordinación. Estaban dispuestos a cualquier acción, pero había de ser antes ordenada por Josué. Ellos irían a “dondequiera que les mandara”. Josué había sido aceptado por ellos como el conductor del pueblo, sin reserva alguna. Aceptar a Josué era aceptar la voluntad de Dios sobre ellos. El resumen del compromiso pleno se expresa en dos áreas concretas: todas las cosas, en todos los lugares.

De igual modo que Dios había puesto a Josué como conductor del pueblo, así también ha puesto a Jesús como cabeza de la iglesia (Ef. 1:22-23). Todas las cosas han sido sometidas a Él como el Señor. Quienes le siguen están llamados al compromiso de la lealtad y obediencia plenas. La característica común a todos los creyentes es su amor por Cristo. Podrán discrepar en otras cuestiones, incluso en la misma doctrina, pero el vínculo común a todos es el amor hacia el Señor. La bendición de Dios descansa sobre estos (Ef. 6:24), y quienes no aman al Señor han de ser considerados como anatema (1Co. 16:22). Sin embargo, el amor y la obediencia van inseparablemente unidos: “Si me amáis, guardad mis mandamientos... el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama... el que me ama, mi palabra guardará... el que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn. 14:15, 21, 23, 24). Aceptar a Jesús como Señor equivale a una promesa de obediencia continuada. La desobediencia es manifestación de autosuficiencia y orgullo. Aunque las circunstancias puedan hacer difícil la obediencia, el creyente obedece sin reservas y confía plenamente en el Señor. Dios advierte de la obediencia como requisito imprescindible para ser bendecido y, por tanto, la desobediencia es el elemento que restringe las bendiciones de Dios (1Sa. 15:22-23). La desobediencia es la prueba de un corazón alejado de Él y una notable manifestación de impiedad. En ocasiones, el desobediente se rodea de un manto de apariencia piadosa para ocultar las verdaderas intenciones de su condición rebelde; ayuda a los necesitados para aparentar compasión; busca a los rebeldes, no con la sana intención de retornarlos sumisos al Señor, sino con el propósito de conseguir un grupo que le sea fiel dentro de la congregación para conseguir sus objetivos; promueve el activismo como medio para ocultar sus propios fracasos. Pero toda esta apariencia de piedad es la expresión del pecado de desobediencia. La obediencia es la ley de la inocencia. Adán y Eva tenían comunión con Dios mientras estuvieron en el compromiso de la obediencia. La desobediencia es manifestación clara de desprecio por la Palabra de Dios, porque quien no respeta la Escritura está en el camino de la desobediencia (Os. 8:12). La puerta de entrada al camino de la desobediencia es la falta de interés en la lectura y meditación de la Palabra. A medida que progresa el descuido en este campo, se inicia el camino del fracaso para el creyente (Sal. 119:11).

17. De la manera que obedecimos a Moisés en todas las cosas, así te obedeceremos a ti; solamente que Jehová tu Dios esté contigo, como estuvo con Moisés.

Sorprenden las palabras de los representantes de las dos tribus y media, al afirmar que obedecerían como antes habían obedecido a Moisés “en todas las cosas”. ¿Cómo se puede entender esto? ¿No es más cierto que aquel pueblo, en el que se incluían las dos tribus y media, se caracterizó durante el tiempo de Moisés por su desobediencia y rebeldía? Moisés expresó el concepto que Dios tenía de ellos: “Y me habló Jehová diciendo: He observado a ese pueblo, y he aquí que es pueblo duro de cerviz” (Dt. 9:13). Algunos piensan que pudiera entenderse esa afirmación más bien como una promesa que como un testimonio histórico, en la que aquellos aseguraban a Josué la obediencia que debieran haber prestado a Moisés9. Sin embargo, más bien debe entenderse desde la perspectiva de quienes están hablando. Josué había convocado a los jefes de las tribus para que se aprestasen a cruzar el Jordán delante de sus hermanos con todos sus hombres de guerra. El pueblo se había rebelado contra Dios en Cades-Barnea (Nm. 14; Dt. 1:9), hasta tal punto que, en lugar de subir a tomar la tierra como Dios les indicaba, se propusieron nombrar un capitán y retornar a Egipto (Nm. 14:4). La disposición rebelde en aquella ocasión obedecía —por lo menos parcialmente— al informe negativo que dieron la mayoría de los exploradores enviados a reconocer la tierra, con la excepción de Josué y Caleb. Entre aquellos estaba Samúa, de la tribu de Rubén; Geuel de la de Gad; y Gadi de la tribu de Manasés, representando a toda la de José. Aquella rebelión había traído consecuencias funestas para los hombres de guerra mayores de veinte años de todas las tribus (Nm. 14:22-23,29). Los que no habían alcanzado esa edad habían sido considerados por Dios como niños, inocentes en cuanto al pecado de rebelión (Nm. 14:31). En tal sentido, los que estaban dialogando y comprometiéndose con Josué no habían desobedecido a la voluntad de Dios establecida por medio de Moisés; la prueba es que estaban con vida y dispuestos a atravesar el Jordán para entrar en la tierra de la promesa, vedada para quienes se habían rebelado contra Dios.

Unida a la promesa de lealtad y obediencia aparece una genuina oración de intercesión en favor de Josué y su liderazgo: “Solamente que Jehová tu Dios esté contigo, como estuvo con Moisés”. Josué era el nuevo instrumento en los propósitos de Dios, por tanto, el cambio instrumental aparece reconocido por ellos: “Yahveh contigo” (Yahveh aimmekä). En ningún modo puede considerarse esta frase como una limitación condicional a la obediencia prometida. Es decir, como si aquellos estuvieran diciendo a Josué que solo le obedecerían mientras estuviera en comunión con Dios y esto fuera evidente. La realidad es otra. Ellos estaban poniendo a Josué bajo la protección y dirección divinas, intercediendo para que el favor de Dios fuese tan real con Josué como lo fue antes con Moisés.

Los creyentes han de cultivar la oración de intercesión en favor de sus hermanos y especialmente de quienes están ocupando posiciones de liderazgo. Esto se extiende también a los gobernantes de la nación y las autoridades que tienen la responsabilidad de la justicia y las decisiones nacionales (1Ti. 2:1-3). Según el apóstol esa es una actividad prioritaria, “ante todo”. La oración intercesora por las autoridades está dentro de la voluntad de Dios. Los gobernantes necesitan de un modo especial las oraciones de los creyentes. Esta actividad intercesora no se limita a las personas benévolas, sino también a quienes pudieran ser perseguidores de los cristianos, como ocurría cuando Pablo estableció ese principio. La oración de intercesión por los gobernantes expresa la obediencia cristiana al gobierno humano y la aceptación de aquello que la Escritura establece (Ro. 13:1). Junto con la oración por las autoridades está también la oración por quienes han sido llamados por Dios a ejercer funciones de liderazgo dentro en Su obra. El propio apóstol solicitaba oraciones a su favor (Ef. 6:18-.20; 1Ts. 5:25). La intercesión va unida también al respeto y la obediencia que merecen quienes han sido puestos por Dios en tal ministerio y responsabilidad. Así se enseñan en relación con los líderes en la congregación: “... de la ayuda mutua no os olvidéis; … obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (He. 13:16-17). El creyente que practica la intercesión no incurre en la murmuración.

Una segunda aplicación se desprende del texto. Josué fue reconocido como sucesor de Moisés sin comparaciones con él, ni expresiones de añoranza por quien los había sacado de Egipto y conducido por el desierto. Dios tiene sus hombres en cada tiempo. El creyente debe ver con mucho respeto el trabajo hecho por quienes han precedido a los líderes de la congregación, como la misma Escritura exhorta cuando dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe” (He. 13:7). Despreciar a quienes han dado su vida en otros tiempos en el servicio del Señor es despreciar al Señor que los llamó para aquel servicio. De igual modo, considerar el liderazgo actual que Dios provee para su pueblo, menos válido que el de otros años, es incurrir en el mismo pecado. Quién menosprecia a un siervo de Dios está afirmando, sin palabras, que Dios es incapaz de dotar a Su pueblo de instrumentos tan válidos como lo hizo antes. El Señor conoce qué personas y en qué tiempo han de servirle. Los dos problemas deben estar presentes como enseñanza. Es incorrecto y no sirve afirmar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero tampoco lo es despreciar el pasado ensalzando el presente. Sin embargo, no debiera olvidarse que Dios no pide que el creyente ponga sus ojos en los siervos que pasaron, sino en la fe de ellos y en el resultado de su conducta. No ha habido nunca un siervo de Dios absolutamente perfecto y muchas veces el concepto que se tiene de los tales obedece al desconocimiento que hay sobre sus imperfecciones. La responsabilidad del creyente no consiste en poner de manifiesto los defectos de los líderes —que sin duda tienen como hombres— sino en interceder por ellos. Alguien dijo que cada congregación tiene los líderes que merece. Por tanto, cada creyente que forma parte de ella debe dedicar tiempo para interceder por ellos, a fin de que cada día reflejen más el carácter y las perfecciones de Cristo.

18. Cualquiera que fuere rebelde a tu mandamiento, y no obedeciere a tus palabras en todas las cosas que le mandes, que muera: solamente que te esfuerces y seas valiente.

Los tiempos de guerra no admitían sino disciplina férrea y obediencia. Lo contrario podría traer derrota en lugar de victoria. El rebelde contra Dios pagaba muchas veces con su propia vida el pecado cometido. El relato histórico del libro traerá ejemplos claros de esto. Los responsables de las dos tribus y media entendían que Josué establecería lo que debía hacerse en cada momento, bajo la dirección y voluntad divinas. De otro modo, las decisiones de Josué eran ordenadas por Dios mismo, de ahí que propongan como castigo la muerte del transgresor a sus instrucciones.

El diálogo entre Josué y los representantes de las tribus, concluye con palabras de aliento para el que tenía tan grande responsabilidad a partir de aquel momento. El desaliento vendría más adelante. El reto del cruce del Jordán y la posesión de la tierra eran ya acciones considerables que necesitaban una continua provisión de aliento para llevarlas a cabo. Es verdad que Josué había recibido ya promesa de Dios mismo en este sentido (v. 9), sin embargo, la provisión de aliento puede venir por distintos conductos en cada circunstancia. La misma disposición de aquellas tribus de hacer honor a sus promesas y comprometerse en ayudar a sus hermanos, era ya una porción de aliento que Josué recibía del Señor, antes de cruzar el Jordán. Dios estaba ya cumpliendo sus promesas.

El capítulo se cierra con un llamamiento a ser creyentes alentadores. Especialmente diligentes en animar a quienes, por sus responsabilidades en la obra, necesitan ser alentados. No hay peor cosa que un creyente ocupado en labores de desaliento. Quienes incurren en ello tal vez no se dan cuenta que están siendo instrumentos en manos de Satanás. Las palabras del cristiano no deben inducir al desaliento de otros, ni al desprestigio de sus hermanos. Quienes han sido alcanzados por la gracia de Dios, deben ser creyentes edificantes. Sus conversaciones han de estar orientadas a “dar gracia a los oyentes” (Ef. 4:29). La responsabilidad de quien en lugar de edificar destruye, es grande. Santiago hace una advertencia solemne a quienes están en esta línea impía de conducta: “Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga al hermano, murmura de la ley y juzga a la ley” (Stg. 4:11). La palabra que aparece en el texto griego (katalalew), pudiera traducirse por desprestigiar. La labor de desprestigio es propia del chismoso y del maledicente. Dios ha establecido una disciplina clara para quienes actúan de este modo entre su pueblo, considerándolos al mismo nivel que los ladrones, borrachos, fornicarios o avaros, y demandando que los tales sean puestos fuera de la comunión de la iglesia (1Co. 5:11). Es más fácil practicar la crítica y el descrédito hacia otros que una actividad positiva y alentadora. Sin embargo, la dificultad insuperable de controlar la lengua con las fuerzas propias, es posible alcanzarla por el poder controlador de Dios. Que esta sea la oración personal de cada uno: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Sal. 141:3).

1. La palabra aparece varias veces en el A.T. y es utilizada para referirse a los mismos ángeles (Sal. 103:21; 104:4) lo que da idea de una sujeción obediente y total, con absoluta lealtad.

2. Biblia Cantera-Iglesias. Madrid, 1975.

3. William R. Newell. “Romanos: versículo a versículo”. Michigan 1984.

4. Niwell. o.c., pág.271-272.

5. Juan Calvino. “Epístola a los Romanos”. Michigan 1977. Pág. 223.

6. Francisco Lacueva. Comentario Mattew Henry, Vol. 2, pág. 11.

7. “Wadi” es una expresión árabe que se usa para designar un curso de agua.

8. Ver Excursus II, al final del capítulo.

9. F. Lacueva. o.c., pág.14.

Comentario al libro de Josué

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