Читать книгу Triannual II - Sara Téllez - Страница 10
ОглавлениеCuarto comentario:
Rutinariamente disconformes
Hace tiempo que me vengo preguntando sobre la disconformidad como sentimiento frente a muchas circunstancias, pero que en este caso es aplicable a una determinada «parcelita» (esto es, a un país del ancho mundo) donde sus ciudadanos la manifiestan con frecuencia en múltiples sectores de su vida social. Tal vez así expresan simple descontento porque una hosca cadena montañosa interrumpa el paso hacia su continente natural, que sería su acceso hacia un territorio con mayores oportunidades y más ordenado y evolucionado. O, posiblemente, por estar lejos del próspero (al menos en parte) gran continente paralelo, con sus consiguientes oportunidades, pero separado por un extenso y profundo océano donde la distancia ya implica un difícil y extenso salto a las imponentes aguas colombinas.
Tales razones, a falta de otras o además de otras, pueden haber contribuido a la disconformidad generalizada frente a casi todo, en el territorio referido, de modo que propongo al lector que proceda a adivinar cuál es la situación geográfica concreta de la parcelita citada.
Pero sean cuales sean las razones de otros para estar disconformes, la mía, con categoría global y en un aspecto dado, además ha ido coyunturalmente en aumento: porque, como una secuela del año anterior, el 2017, compruebo la posibilidad tangible —fundamentada en el agobiante verano de entonces, la inexistencia del otoño, y la casi constante omnipresencia del sol en los meses del invierno—, de los efectos de la sequía a caballo entre dos años, además de las esporádicas pero brutales alteraciones nevadas o heladas durante días aislados. Así que me enfrento a la agobiante situación climática que, primero, me ha hecho sudar en el curso del citado año pasado (como posiblemente ocurra también en el actual) durante interminables meses y mantenerme bajo la sombra de techados varios; y segundo, vuelvo a señalarlo, que ha complicado mi cotidiana preocupación de entonces y ahora por mis plantas y arbolillos, casi hasta el agotamiento. Mío pero también de ellos, que ni prosperan ni se lucen con los chorros del agua doméstica reutilizada y siempre escasa, que apenas les permite superar la sequía, además de que ni «reconocen» la estación que debería corresponderles, por causa del lío climático.
Y sí, sabían mirarme con enfado —no a la cara sino a los pies— con sus hojas mortecinas y decaídas, creo que acusándome más por intentar mantenerlos en esas condiciones que si les hubiera dejado a la ventura de su seca continuidad. De modo que mi vegetación ha estado también doblemente disconforme, por un lado con el clima trastornado y, por el otro, conmigo por incapaz de resolverlo. Y eso me ha llevado, entonces y ahora, a estar también absolutamente disconforme con un clima regional que amenaza de esta manera a criaturas tradicionalmente adaptadas a su terreno, camino ya de no estarlo nunca más, salvo artificialmente y solo en algunos casos.
Pero el clima no entiende de protestas ni de reclamos, se limita a ser una justiciera causa-efecto ya que al tiempo atmosférico el ser gélido o tórrido, o cualquiera de sus variantes, le da igual. Ajustado a las leyes naturales, que tal vez nunca fueron las nuestras, responde de un modo coyuntural a situaciones provocadas por nuestros malos modos de gestión habituales y tiene en cuenta los privilegios, emociones y turbaciones de los humanos tanto como le importan las pretensiones imperiales de las hormigas o la agostada situación de mis sedientos árboles.
Así que, dándole muchas vueltas a un asunto tal que escapa a mi capacidad para resolverlo, ¿qué quedaba? Pues tener que contradecirme y forzarme a la conformidad estratégica para vigilar, día tras día, el estado del tiempo climático, teniendo en cuenta que no apareció el que pudo haber sido un otoño compasivo y húmedo, sino que desapareció en el año 2017 sin haber llegado a serlo.
También contemplaba a diario a los que sí que son enormes árboles situados en la acera de la calle urbanita, por fuera de las casas. Situados en un municipio que los plantó años atrás, resultaron ser de los que crecen constantemente pero a los que nunca se atiende. Así que desarrollan un follaje anárquico, desatado en su crecimiento e invasivo de propiedades vecinas con sus ramas acumuladas y enredadas entre sí, antes de que sus hojas caducas caigan cuando ya perciben el invierno. Pero como aparecía tardíamente, entretanto resonaba la caída de alguna rama camino del suelo, tronchada por el viento y dejando al azar de la estadística su posible alcance de alguna cabeza, cosa que no ha ocurrido por el momento, por casualidad.
El caso era que ni esas hojas de plantíos ajenos caían, resistentes a su cronología, ni habían revoloteado por mi jardín para arremolinarse en grandes montones que exigían llenar personalmente una gran cantidad de bolsas para luego retirarlas hasta los contenedores, como siempre había sucedido en los años anteriores. Ni lluvia alguna advenía, ni el sol amainaba su potencia, ni las aves migraban. Con frecuencia miraba al cielo intentando verlas, hasta que me cansé y volví a mirar al suelo, otra vez conforme por fuerza: tal vez un otoño barnizado de extemporáneo verano cambiaría en algún momento a un invierno crudo y natural.
Pero el tiempo se mantenía estable y, por lo tanto, hube de apreciar la bondad de un sol permanente, sin mantas, ni calefacciones, ni calditos reparadores, sino alegría de camiseta y pantalón corto en el soleado ambiente mesetario, mal imitador de islas tropicales de ocio y descanso, olvidada la obligación rutinaria de la cansina recogida diaria de las hojas otoñales que no habían caído.
Claro que, al mirar hacia abajo, veía la tierra polvorienta, cuarteada y blanca, moteada por algunos restos vegetales quemados por la insolación incesante. Así que, contra costumbre, hube de aceptar finalmente la situación de solanas y sudores, compensando lo que la lógica predice del futuro climático global con lo que la comodidad conforta en el presente personal: esto es, apartando la disconformidad respecto de la situación general del planeta, para vivir la vida como viene en lo que tiene de adaptación egoísta a lo que un humano entiende por buena vida natural, confortable sol y seco aire, para descansar largamente a la sombrita, cuando se puede… Y, tras algún par de días esporádicos y pasajeros de temperatura heladora, procedente de algún sector nórdico ignorado, seguimos por días y días con un sol que brilla sin nubes y se filtra por cada resquicio.
Pero, al acomodarme así, voy a resultar, en este caso, culpable con culpa (cambiando un poco el que fue título del segundo comentario en el primer Triannual), porque no me libero de la disconformidad cuando recuerdo la agenda que estableció la Conferencia de París sobre el Clima, en 2015. Ya han transcurrido sus dos primeros años, sin verse claras las previsiones futuras sobre la eficacia de los acuerdos pactados, porque la situación es la misma o aun peor.
Así que, en un tercer o cuarto plano de conciencia, algo me amarga el brillante sol, el cálido aire, la falsa identificación con un paraíso tropical, la circulación sin atascos en ausencia de lluvia, la ropa que no pesa, el paraguas olvidado, los desplazamientos sin mojaduras, la ausencia de aire helador cortando las mejillas, el no tener que atender a resbalones matinales por las heladas que no han caído…
Y sigo recordando cómo, poco antes de entrar en el nuevo año 2018 de este siglo xxi, estando ya en el invierno cronológico, que no real… un buen día pude percibir un ruido conocido en las alturas del cielo y lo rememoro ahora, solo un par de meses después, y lo recreo: buscando la procedencia, mirando hacia arriba por todas partes, en cierto momento alcanzo a distinguir su causa: sí, por el cielo se aproxima una bandada de grullas huyendo del frío norteuropeo y chillando sin parar en su migración tardía al sur, como para no perderse unas de otras mientras mantienen sus dos filas unidas por el frente. Van muy altas, mucho, hasta parecer, en contra de su considerable tamaño real, pequeños puntos móviles lanzando su agudo pregón en la atmósfera sin nubes.
Y me llama la atención que se detienen casi sobre mí, seguramente a cientos de metros por arriba, deshacen la formación y empiezan a dar vueltas en círculo sobre sí mismas, como un carrusel de feria y sin amainar sus gritos. Nunca lo había visto antes, giran y giran, tanto que estoy a punto de abandonar la forzada postura de atención pero aguanto. Creo que el descontrol climático podría ser la causa del despiste avícola, pero no lo sé, a lo mejor es que algunas veces necesitan reordenar su camino para no perderse, para descansar un poco o para cambiar el turno de la que ejerce de guía, y retomar la corriente de aire en la que navegan. Hasta que, después de un tiempo que se me antoja infinito, una estira el pelotón y las demás la siguen: un poco más adelante ya se ha recompuesto la punta de flecha alada que forman al migrar y, en efecto, van hacia el sur tras modificar la primera dirección en que parecían apuntar hacia el oeste, antes de detenerse. Y ellas, por fin, advierten de la llegada real del tardío invierno con su presencia y sus agudos trompeteos de tropa interconectada, hasta perderse en la distancia.
No fue la única vez que pude verlas, pues en días sucesivos hubo (los chillidos siempre preceden a su paso, desde antes de ponerse a la vista) dos migraciones más, una de ellas pasó sobre mi cabeza sin alteración alguna en su camino con la formación de punta de flecha y el otro grupo volvió a pararse, girando igualmente unas aves en torno a otras para recuperar su ruta, corregida poco después como si la localización de mi modesto jardín fuera un semáforo. Tomada nota para comparar, si todo sigue así, el próximo invierno, si es que lo hay. O habrán aprendido ya, a su costa, el camino correcto… Y, terminado el año 2017, no me he olvidado de que hace tiempo que no he visto migrar a los patos, ¿dónde estarán?
Así que, volviendo al presente e imitando el despiste aviar en tales condiciones, también yo decido hacer un círculo de reordenación, girar unos cuantos segundos absurdos en torno a mis árboles, que ahora ya pierden sus hojas, para su descanso y el mío, mientras pienso en el lío climático del año agotado, y doy unas cuantas vueltas más meditando en qué cambiará las cosas —en uno u otro sentido— el año comenzado. Y, aún más, para decidir si retomo o no mi abandonada disconformidad al pasar al olvido el año 2017 y seguir avanzando por el 2018…
(Nota posterior añadida en 2020: No tuve ocasión de ver la migración hacia el sur en 2018 —en el que tampoco ha habido invierno real— ni la del 2019, aunque tuvieron que viajar previamente al sur ya que pude oír y ver a las grullas, pero ya de regreso hacia el norte español y europeo. Me pareció un retorno muy temprano porque ocurría a mediados de febrero, ya en 2020, formando un pelotón de varios cientos, totalmente desordenado en lentos giros, mezclándose entre ellas mismas. Pasaron tanto tiempo en el aire sin avanzar que no parecían saber qué hacer. La posterior llegada de un pequeño grupo, en correcta punta de flecha, les indicó la dirección cuando pasó por su revuelto lado hacia adelante, y entonces reiniciaron el avance al norte pero no se ordenaron, seguían revoloteando como una deslavazada peonza, en lento desplazamiento giratorio. Puedo suponer que son signos de un clima alterado, aunque no me conste por falta de prueba suficiente, pero —una vez más— tengo que atenerme a lo que veo.)
… Y resulta que sí que reasumo una profunda disconformidad aunque hacerlo signifique que no, no voy a conformarme más con el cambio climático.
Así que decidme, decidme bien alto qué hacer… No me basta con leer sobre la Conferencia de París, ni con contemplar el secarral de mi entorno, ni con prever la desertificación del territorio, o que el agua anegue regiones de contrario, ni con esperar que el mar colonice la tierra, ni con obviar un dudoso futuro, tenéis que gritarme qué hacer, informarme minuciosamente de qué hacéis, alentarme la esperanza en el futuro o, en otro caso, minorarla. Pero no acallarla.
No importa cómo sea porque el caso es conseguir saber lo que no sé: la verdad…