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Primer comentario: Llegar ¿hasta dónde?

Y empiezo con hasta dónde y, a la vez, hacia dónde, como unos profundos interrogantes que solo serán contestados según vaya apareciendo el porvenir, que será uno entre un puñado de cuerdas de posibles futuros, siempre en una peligrosa tensión de ruptura camino del presente. Sin embargo, al menos, desde dónde ya lo sé: desde aquellos años recordados, pero ya lejanos, en los que solía caer en España una lluvia constante, día y noche, durante semanas de cada mes de octubre, antes de finalizar el pasado siglo. De hecho se salía a la calle —como en una película británica clásica— con el paraguas no solo en la mano, sino casi permanentemente abierto para luego plegarlo, salpicando sobre el suelo al entrar en un establecimiento y depositarlo goteando en un rincón o embutirlo en un cubo, cuando lo había, repleto con otros cuantos más de variopintos tejidos y diversos mangos o tamaños.

Luego se recuperaba, a la salida, aún más húmedo de lo que lo estaba al entrar, en este caso por capilaridad entre las apretadas telas. Para después desplegarlo al llegar a la calle, otra vez bajo la incesante lluvia, y acceder a un transporte público de interior impregnado con una más que sutil y exhalada humedad en suelo, cristales y aire, dirigir la chorreante punta hacia algún lugar del piso evitando apuntar sobre el calzado propio o ajeno y sujetarlo bien rígido para facilitar la descarga del agua por los pliegues, mientras se iba formando un riachuelo entre las pisoteadas marcas del solado del vehículo, brillante por la humedad.

Aunque aquellas no eran lluvias violentas, sino más bien serenas y persistentes, resultaban ser un trascendental aporte hídrico que diluía el polvo exterior y limpiaba el ambiente y el asfalto durante días. A la vez, los campos y los jardines iban absorbiendo el agua sin agobios ni desperdicios, favoreciendo las siembras y filtrándose hasta abastecer a los manantiales subterráneos, como último recurso de las raíces cuando, ya en los calores veraniegos, apenas caería lluvia desde el cielo.

Se llenaban los embalses con tanta mojadura, aunque por aquel entonces no eran detalles que a uno le importara conocerlos pues, con esa continuidad pluvial periódica, se daba por sentado que habría agua suficiente para el consumo ordinario a lo largo de todo el año, incluso en los lugares de secano, dándose por sentado el beneficio más que la molestia. Luego seguirían otros caudales invernales y, en lo más crudo de la estación del frío, culminaría con la aparición de la nieve y su tardío deshielo en muchos sitios de las alturas, donde su descongelación sería paulatina. Pero, según iban pasando los años, en las tierras llanas la nieve ya empezaba a ser una situación cada vez más excepcional, hasta que, hoy por hoy, salvo en las cumbres más altas, la nieve apenas aparece, al menos en las llanuras mesetarias por debajo del Sistema Central, salvo por temporales pasajeros y esporádicos.

1. Sequía y vegetación

Al comenzar estos comentarios, cuando se inicia el período de tres años previsto para su conclusión, aún pulsa con fuerza el recuerdo de los últimos meses del finalizado año 2017, porque algunas situaciones de entonces no fueron comentadas a tiempo, o porque se le rinde el último homenaje de despedida o es que, simplemente, las recuerdo ahora. Y una cuestión muy característica de esos momentos pasados también se refiere al agua, por el escasísimo caudal caído durante ese año.

Vamos, en realidad es que en esa anualidad no llovió durante largos períodos de tiempo en gran parte del país, hasta el punto de que me he preguntado muchas veces de dónde y cómo se surten los servicios para abastecer el alto gasto doméstico y de regadío en muchos lugares. Por lo general el agua canalizada procede, lógicamente una vez higienizada, de los embalses que, sin duda, han rozado condiciones extremas y han dejado el lodo al descubierto en más de un caso.

Cuando transcurrió el pasado y seco verano de 2017 con sequía absoluta en mi entorno, el solitario par de tormentas caídas en proximidad aportó una lluvia tan violenta que lo que hacía era más destruir que conservar, llenar cada bache y recodo de imponentes lagunas sucias, cuando no aceitosas por arrastrar vertidos del tráfico. Y en alguna ocasión taladrando las hojas de los árboles con los disparos de un granizo imprevisto y repentino, cuajado en bolas de un tamaño considerable, de esas que perforan persianas domésticas o amenazan cabezas indefensas, además de destruir pequeñas plantaciones o, en las grandes, los incipientes brotes. Durante unos pocos minutos parecía imitar a una nevada sobre el terreno que, al menos, aportaría algo de líquido de deshielo, generalmente ensuciado por el polvo y los restos acumulados, pero agua que se filtraba al suelo donde aún quedase algo de tierra para, finalmente, humedecerla unos pocos milímetros hacia el interior.

No puedo olvidar los síntomas bruscos de trastorno climático, manifestado por la aparición de fenómenos meteorológicos extremos cada vez más repetitivos, como si la atmósfera quisiera compensar la escasez con el exceso, sin importar lo que se derrumbe en el intento. Tras la seca primavera, pasó un casi inexistente otoño cronológico que no compensó el agobiante verano de 2017. Luego fue el turno de un invierno soleado, y ya en el presente 2018, un día empezó a caer una mansa y prometedora lluvia en las planicies, de la que le gusta a la tierra productiva, de la que cala sin destruir, que siguió fluyendo otro día más, incluso en algunos momentos con mayor aporte de ruido y caudal pero sin destrozar cosa alguna. Bueno, salvo la paciencia de los conductores zonales que, desacostumbrados ya ante el «mal» tiempo, que es cada vez más raro, parece que no saben despertar de nuevo sus capacidades, mohínas por la sequía, y desparraman enormes atascos de tráfico por las vías principales, a las horas punta de la jornada.

Pero tampoco en este caso duró lo bueno en esas fechas: la lluvia terminó, en mi zona, con dos únicos días de aporte y, al iniciarse la tercera jornada, la mojadura del suelo solo conservó la gris humedad subsiguiente aunque, ya se sabe, mañana de niebla, tarde de paseo. Así que vuelta al reino del sol, a lo que dura normalmente en este clima, tan alterado como amenazado. Las avenidas de agua habrán diluido algo el limo de los pantanos, sin regenerarlos hasta la abundancia. Sí que habrán limpiado las calles, que falta les hacía, pero solo durante ese par de días. Al volcarse al alcantarillado, habrán filtrado un poco, por dilución, la acumulación de químicos de los productos de limpieza ordinarios, sin hablar de otros vertidos indebidos, esto es, los desechos diversos que confluyen en las redes sanitarias subterráneas. También ahí el agua, aun sucia, habrá dado un bañito a las ratas, que debían de tener ya el pelo pegado al cuero por nadar en cieno y alimentarse en la incesante porquería humana medio estancada, mientras que el caudal canalizado pudo haber arrastrado algunos puñados de cucarachas hasta más allá de sus dominios habituales en los núcleos habitados.

Ciertamente, incluso siendo tan leve la humedad, consiguió aliviar en buena parte a mis pequeños árboles, perennes o no, siempre dependientes del tenor del clima, constantemente decaídos en sus hojas por la falta de alimento en continuidad por más que reciban, rutinariamente, las aguas domésticas de limpieza de verdura y del simple enjuague de manos, que no aportan más química que la del agua del grifo (que ya debe de ser bastante). Y además la resultante de dejar filtrando, en un recipiente de recogida, las bolsitas de infusiones diarias, una vez cumplida su primera obligación y retiradas de la taza antes de tomarse la bebida, para que aporten sus últimas sustancias para mísero beneficio de la vegetación suburbana.

Con tan solo esos dos días de lluvia, ramas y hojas relucían ya vivaces, apuntando al cielo, al viento y al sol, mostrando su alegría. Estaban anémicas y habían recibido un par de banquetes naturales. Claro que iniciaron el camino del decaimiento otra vez, en poco más de tres jornadas, al depender solo del escuálido riego doméstico ordinario que, a mi parecer, apenas alcanzaría a humedecer el terreno superficial, de nuevo reseco, por estar en arriates o en alcorques donde sus jóvenes raíces todavía no han podido penetrar con suficiente profundidad para resistir por sí mismas en la tierra, que ejerce de madre endurecida y caduca. Tras los dos días remojados, un raro sol, que no se sabía si era de otoño caluroso o de adelantada primavera esplendente, ya dentro de un invierno que realmente ni siquiera parecía serlo, lucía en una incalificable confusión estacional, y volvía a desecar todo.

2. Buscando agua y campo

Pero ¿qué hacer? ¿Prescindir de árboles y arbolitos, compañeros desde el amanecer de la historia? ¿Contemplarlos morir o abandonarlos, voluntariamente? ¿Dejar la tierra expuesta y estéril para que la próxima tormenta la arrastre y la diluya camino de las asfaltadas calles, en modo barro? Claro, en muchos lugares, hablando de jardines urbanos, está el césped que sujeta el terreno y retiene el riego en su zona pero ¿a qué coste? Pues en agua canalizada, muchísimo gasto para el dueño del regadío o de la casa ajardinada, que es quien lo paga. También un enorme uso del agua en los municipios, que se empeñan en adornar con céspedes vivos grandes rotondas y paseos bien irrigados artificialmente (agua salpicada que en parte se pierde al formar grandes charcos en el cercano asfalto), asumiendo el precio sin plantearse mejor destino, por aquello de que el dinero de todos es dinero de nadie, a la hora de gastarlo.

Por su parte, la empresa de abastecimiento de agua —al ser usada para el riego intensivo en estos casos— desperdicia (pero la repercute en la factura, a buen precio) la inversión realizada para su tratamiento y depuración, ventaja que al jardín o al sembrado los tiene sin cuidado pero que se «sustrae» así del consumo humano para dedicarla a usos que no necesitarían de la higienización. Esto es, aún menos agua tratada disponible para las necesidades y requerimientos domésticos habituales y masivos. Aunque está claro que el gasto beneficia económicamente a los concesionarios empresariales del servicio para consumo básico, en el hoy-por-hoy del lucro inmediato.

Entiendo que es muy cierto, como he leído en la prensa que manifestaba un científico extranjero —y me excuso porque no recuerdo su nombre ni tampoco el medio que lo presentaba—, que en muchos sectores territoriales, de esos roturados o adoptados por muchos ciudadanos como la forma de residir denominada «vivir en el campo», repito que dicho científico afirmaba que esta es en realidad una definición incongruente. Y coincido en su apreciación, aunque todavía permanecen como entorno natural en nuestro país los bosques de la cornisa cantábrica y los Pirineos, así como las sierras y cimas peninsulares o insulares húmedas y los parques regionales o las zonas marítimas lluviosas.

Continuaba el científico considerando que, de hecho, en pueblos y terrenos urbanizados o urbanizables no hay campo sino más bien vegetación forzada en torno a los edificios. En cuanto a las zonas rurales, por su lado, aglutinan explotaciones con maquinaria compleja que, por sus efectos, de campo natural ya tienen poco (quizá lo es, pobremente, en las estáticas dehesas), salvo porque el suelo sustentador es el manto de una tierra tratada, modificada y mixtificada.

Aunque aún permanezca esa tierra primitiva bajo los solados de ciudades y pueblos o bajo los surcos o explotaciones rurales, el resultado es una colonización urbanita o una imitación artificial que rechaza u oculta lo que pudiera quedar aún de naturaleza, siempre domeñada en todas partes. En conclusión resumida, que acosamos y destruimos la vida natural para luego intentar reproducir sectores esperpénticos, repetitivos, artificiosos, que la imiten.

Pero lo que hay es lo que hay, mientras algo no cambie. Así que vuelvo a la sequía del pasado año, que parece alargarse sin tregua ya iniciado el 2018. La verdad, distintas veces me he planteado instalar un par de depósitos para aguas pluviales, esas que provienen exclusivamente del chorrear del tejado de la casa, pero —además de que no sabría dónde situarlos para que no estorben el paso— es que van a servir de poquísimo: no pueden ser muy grandes porque no tengo terreno para ello, pero además estarían infinidad de días vacíos y secos, ya que en este secarral de mi entorno apenas llueve. Y, cuando lo hace, se llenarán tan rápido que solo un ínfimo porcentaje del agua captada será retenida en los modestos contenedores mientras que todo el excedente, que no podrá embalsar en su interior repleto, rebosará con violencia erosionando los alrededores y se perderá por los aliviaderos de desagüe. Luego no habrá más lluvia y los depósitos (hablo de dos, en mi imaginación) se vaciarán con el riego durante otro par de días, o tres, o incluso cuatro. Pero no más.

Total, que la vegetación no sabrá qué hacer consigo misma con tan corto regalo y tal vez sea mejor que siga acoplada a la anemia hídrica natural del entorno llano, acompasándose a la sequía, con mejor o peor fortuna y, según las apariencias, para siempre.

Solo que ahora y más efectivamente que antes ¿será para «siempre»? Solo que ahora y aún más concretamente mañana ¿hasta dónde llegaremos?…

¿Ustedes lo saben? ¿Lo sé yo? Pues no, pero lo adivino.

Triannual II

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