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Capítulo 6

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Dos no­ches des­pués, mien­tras los úl­ti­mos ra­yos del sol se des­va­ne­cían en la os­cu­ri­dad, los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle re­co­rrían las su­cias ca­lles de los rin­co­nes más apar­ta­dos de Co­vent Gar­den, don­de el ba­rrio po­pu­lar por sus ta­ber­nas y tea­tros daba paso al co­no­ci­do por el cri­men y la cruel­dad.

Co­vent Gar­den era un la­be­rin­to de ca­lles es­tre­chas que se re­tor­cían y gi­ra­ban so­bre sí mis­mas de for­ma que sus ig­no­ran­tes vi­si­tan­tes que­da­ban atra­pa­dos en su te­la­ra­ña. Un solo giro equi­vo­ca­do des­pués de sa­lir del tea­tro, y cual­quier ri­ca­chón po­día ver­se des­po­ja­do de su car­te­ra y arro­ja­do a la cloa­ca, o algo peor. Las ca­lles que con­du­cían ha­cia el in­te­rior del su­bur­bio del Gar­den no eran ama­bles con los ex­tra­ños —en es­pe­cial con ca­ba­lle­ros im­pe­ca­bles ves­ti­dos con atuen­dos to­da­vía más im­pe­ca­bles—, pero Dia­blo y Whit no eran im­pe­ca­bles ni tam­po­co eran ca­ba­lle­ros, y todo el mun­do sa­bía que era me­jor no cru­zar­se con los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle fue­ran como fue­ran ves­ti­dos.

Es más, los her­ma­nos eran ve­ne­ra­dos en el ve­cin­da­rio, pues ellos tam­bién pro­ve­nían de los ba­jos fon­dos, ha­bían pe­lea­do, ro­ba­do y dor­mi­do en­tre la in­mun­di­cia con mu­chos de ellos, y a na­die le gus­ta­ba tan­to un rico como a los po­bres que ha­bían te­ni­do los mis­mos co­mien­zos. No ha­cía daño a na­die que la ma­yo­ría de los ne­go­cios de los Bas­tar­dos se ce­rra­ran en ese su­bur­bio en par­ti­cu­lar, don­de ha­bía hom­bres fuer­tes y mu­je­res in­te­li­gen­tes que tra­ba­ja­ban para ellos y bue­nos chi­cos y chi­cas lis­tas que per­ma­ne­cían aten­tos ante cual­quier cosa ex­tra­ña que su­ce­die­ra para in­for­mar de sus ha­llaz­gos a cam­bio de una co­ro­na de oro fino.

Allí, una co­ro­na po­día ali­men­tar a una fa­mi­lia du­ran­te un mes, y los Bas­tar­dos se gas­ta­ban el di­ne­ro en la chus­ma como si fue­ra agua, lo que los con­ver­tía a ellos —y a sus ne­go­cios— en in­to­ca­bles.

—Se­ñor Bes­tia. —Una niña pe­que­ña tiró de la per­ne­ra del pan­ta­lón de Whit, usan­do el nom­bre que él uti­li­za­ba con to­dos me­nos con su her­mano—. ¡Aquí! ¿Cuán­do va­mos a to­mar he­la­do de li­món otra vez?

Whit se de­tu­vo y se aga­chó, su voz ás­pe­ra por el desuso y con el pro­fun­do acen­to de su ju­ven­tud, que solo re­gre­sa­ba cuan­do es­ta­ba allí:

—Es­cu­cha, mu­ñe­ca. No se ha­bla de he­la­do en la ca­lle.

Los bri­llan­tes ojos azu­les de la niña se abrie­ron de par en par.

Whit le re­vol­vió el pelo.

—Guar­da nues­tros se­cre­tos y ten­drás tus dul­ces de li­món, no te preo­cu­pes. —Un hue­co en la son­ri­sa de la niña in­di­có que aca­ba­ba de per­der un dien­te. Whit le in­di­có que se mar­cha­ra—. Ve a bus­car a tu mamá. Dile que iré a bus­car mi ropa lim­pia cuan­do ter­mi­ne en el al­ma­cén.

La niña co­rrió como un rayo.

Los her­ma­nos reanu­da­ron su ca­mino.

—Está bien que le des a Mary tu ropa su­cia —dijo Dia­blo.

Whit gru­ñó.

El suyo era uno de los po­cos arra­ba­les de Lon­dres que dis­po­nía de agua fres­ca co­mu­ni­ta­ria, por­que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle se ha­bían ase­gu­ra­do de ello. Tam­bién se ha­bían ase­gu­ra­do de que hu­bie­ra un ci­ru­jano y un sa­cer­do­te, y una es­cue­la don­de los pe­que­ños pu­die­ran apren­der las le­tras an­tes de ver­se obli­ga­dos a sa­lir a las ca­lles y en­con­trar tra­ba­jo. Pero los Bas­tar­dos no po­dían con­se­guir­lo todo y, de to­das for­mas, los po­bres que vi­vían allí eran de­ma­sia­do or­gu­llo­sos para acep­tar­lo.

Así que em­plea­ban a tan­tos como po­dían, una com­bi­na­ción de vie­jos y jó­ve­nes, de fuer­tes y lis­tos, de hom­bres y mu­je­res de to­dos los rin­co­nes del mun­do: lon­di­nen­ses y nor­te­ños, es­co­ce­ses y ga­le­ses, afri­ca­nos, hin­dúes, es­pa­ño­les, ame­ri­ca­nos. Si lle­ga­ban has­ta Co­vent Gar­den y po­dían tra­ba­jar, los Bas­tar­dos los co­lo­ca­ban en uno de sus nu­me­ro­sos ne­go­cios. Ta­ber­nas y rings de pe­lea, car­ni­ce­rías y pas­te­le­rías, cur­ti­du­rías y tin­to­re­rías, y otra me­dia do­ce­na de co­mer­cios re­par­ti­dos por todo el ba­rrio.

Por si no fue­ra su­fi­cien­te que Dia­blo y Whit hu­bie­ran me­dra­do de en­tre la mu­gre del lu­gar, el tra­ba­jo que pro­por­cio­na­ban —con sa­la­rios de­cen­tes y en con­di­cio­nes se­gu­ras— com­pra­ba la leal­tad de los re­si­den­tes del su­bur­bio. Era algo que los pro­pie­ta­rios de otros ne­go­cios nun­ca ha­bían com­pren­di­do so­bre los ba­rrios ba­jos: pen­sa­ban que po­dían traer a tra­ba­ja­do­res de otros lu­ga­res mien­tras ha­bía ba­rri­gas a tiro de pie­dra que se mo­rían de ham­bre. El al­ma­cén que ha­bía en el ex­tre­mo más ale­ja­do del ve­cin­da­rio, y que aho­ra per­te­ne­cía a los her­ma­nos, se usó una vez para pro­du­cir brea, pero ha­bía sido aban­do­na­do mu­cho tiem­po atrás, cuan­do la com­pa­ñía que lo cons­tru­yó des­cu­brió que los re­si­den­tes no les te­nían leal­tad y ro­ba­ban todo lo que no es­ta­ba bajo vi­gi­lan­cia.

Pero no ha­bía ocu­rri­do lo mis­mo cuan­do el ne­go­cio ha­bía em­plea­do a dos­cien­tos hom­bres lo­ca­les. Al en­trar en el edi­fi­cio que aho­ra ser­vía como al­ma­cén cen­tra­li­za­do para todo tipo de ne­go­cios de los Bas­tar­dos, Dia­blo sa­lu­dó con la ca­be­za a la me­dia do­ce­na de hom­bres di­se­mi­na­dos por la os­cu­ri­dad que vi­gi­la­ban los con­te­ne­do­res de li­co­res y dul­ces, de cue­ro y de lana; si la Co­ro­na co­bra­ba im­pues­tos por algo, los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle lo ven­dían, y ba­ra­to.

Y na­die les ro­ba­ba por te­mor al cas­ti­go que pro­me­tía su nom­bre, uno que les ha­bía sido ad­ju­di­ca­do dé­ca­das an­tes, cuan­do eran mu­cho me­nos cor­pu­len­tos, cuan­do so­lían lu­char con unos pu­ños más rá­pi­dos y fuer­tes de lo que de­be­rían para re­cla­mar su te­rri­to­rio y no mos­trar mi­se­ri­cor­dia ante los enemi­gos.

Dia­blo fue a sa­lu­dar al hom­bre for­ni­do que di­ri­gía la vi­gi­lan­cia.

—¿Todo bien, John?

—Todo bien, se­ñor.

—¿Ha na­ci­do el bebé?

Los dien­tes blan­cos y bri­llan­tes bri­lla­ron con or­gu­llo so­bre la piel ma­rrón os­cu­ra.

—La se­ma­na pa­sa­da. Un niño. Fuer­te como su pa­dre.

La son­ri­sa sa­tis­fe­cha del fla­man­te pa­dre bri­lló como la luz del sol en la ha­bi­ta­ción poco ilu­mi­na­da, y Dia­blo le dio una pal­ma­da en el hom­bro.

—No ten­go nin­gu­na duda al res­pec­to. ¿Y tu es­po­sa?

—Sana, gra­cias a Dios. Es de­ma­sia­do bue­na para mí.

Dia­blo asin­tió y bajó la voz.

—To­das lo son, hom­bre. Me­jor que to­dos no­so­tros jun­tos.

Le dio la es­pal­da al so­ni­do de la risa de John para en­con­trar­se con Whit, que es­ta­ba aho­ra con Nik, la ca­pa­taz del al­ma­cén, una chi­ca jo­ven —poco más de vein­te años— y con una ca­pa­ci­dad de or­ga­ni­za­ción que Dia­blo no ha­bía co­no­ci­do en otra per­so­na. El pe­sa­do abri­go, el som­bre­ro y los guan­tes de Nik es­con­dían la ma­yor par­te de su piel, y la es­ca­sa luz ocul­ta­ba el res­to, pero ex­ten­dió una mano para sa­lu­dar a Dia­blo cuan­do él se acer­có.

—¿Dón­de es­ta­mos, Nik? —le pre­gun­tó Dia­blo.

La ru­bia no­rue­ga miró a su al­re­de­dor y lue­go les hizo se­ñas para que se acer­ca­ran ha­cia el rin­cón más ale­ja­do del al­ma­cén, don­de un vi­gi­lan­te se aga­chó para abrir una com­puer­ta en el sue­lo que daba paso a una os­cu­ra y enor­me ca­ver­na.

Dia­blo sin­tió un es­ca­lo­frío de in­quie­tud y se vol­vió ha­cia su her­mano.

—Des­pués de ti.

El ges­to de Whit con la mano fue mu­cho más ex­pre­si­vo que cual­quier pa­la­bra que hu­bie­ra po­di­do pro­nun­ciar, así que se aga­chó y se in­tro­du­jo en la os­cu­ri­dad sin du­dar­lo.

Dia­blo en­tró des­pués, es­ti­ró una mano para acep­tar una lám­pa­ra apa­ga­da que le ofre­ció Nik mien­tras los se­guía, y miró al vi­gi­lan­te de arri­ba solo para or­de­nar­le que ce­rra­ra la puer­ta.

El vi­gi­lan­te obe­de­ció sin du­dar­lo, y Dia­blo es­tu­vo se­gu­ro de que la ne­gru­ra de aque­lla gru­ta solo ri­va­li­za­ba con la de la muer­te. Se es­for­zó por con­tro­lar la res­pi­ra­ción. Por no re­cor­dar.

—Jo­der —gru­ñó Whit en la os­cu­ri­dad—. Luz.

—La tie­nes tú, Dia­blo —aña­dió Nik con un pro­nun­cia­do acen­to es­can­di­na­vo.

¡Je­sús! Se ha­bía ol­vi­da­do de que la lle­va­ba en la mano. Bus­có a tien­tas la aber­tu­ra de la lám­pa­ra, pero la os­cu­ri­dad y su pro­pia in­quie­tud hi­cie­ron que tar­da­ra más de lo ha­bi­tual. Fi­nal­men­te, lo­ca­li­zó el pe­der­nal y se hizo la ben­di­ta luz.

—Rá­pi­do, pues. —Nik le qui­tó la lám­pa­ra y le in­di­có el ca­mino—. No que­re­mos pro­vo­car más ca­lor del ne­ce­sa­rio.

El área de al­ma­ce­na­mien­to, os­cu­ra como boca de lobo, daba a un es­tre­cho co­rre­dor. Dia­blo si­guió a Nik y, a mi­tad del pa­si­llo, el aire co­men­zó a en­friar­se. La mu­jer se giró ha­cia ellos.

—Som­bre­ros y abri­gos, por fa­vor.

Dia­blo se ce­rró el abri­go, abo­to­nán­do­se­lo has­ta arri­ba, tal y como hizo Whit, y se caló el som­bre­ro has­ta las ce­jas.

Al fi­nal del pa­si­llo, Nik ex­tra­jo un aro re­ple­to de lla­ves de hie­rro y co­men­zó a afa­nar­se con una lar­ga lí­nea de ce­rra­du­ras que ha­bía en una pe­sa­da puer­ta de me­tal. Cuan­do to­dos los ce­rro­jos se abrie­ron, la puer­ta ce­dió y se afa­nó con otra tan­da de ce­rro­jos; doce en to­tal. Se dio la vuel­ta an­tes de abrir la puer­ta.

—En­tre­mos rá­pi­do. Cuan­to más tiem­po de­je­mos la puer­ta…

Whit la cor­tó con un gru­ñi­do.

—Lo que mi her­mano quie­re de­cir —in­ter­vino Dia­blo— es que he­mos lle­na­do esta bo­de­ga du­ran­te más tiem­po del que tú lle­vas viva, An­ni­ka. —Ella en­tre­ce­rró los ojos ante el uso de su nom­bre com­ple­to, pero abrió la puer­ta—. Ade­lan­te, en­ton­ces.

Una vez den­tro, Nik ce­rró la puer­ta de gol­pe y de nue­vo que­da­ron a os­cu­ras, has­ta que ella se giró y le­van­tó la luz para ilu­mi­nar la enor­me y ca­ver­no­sa sala, lle­na de blo­ques de hie­lo.

—¿Cuán­to ha so­bre­vi­vi­do?

—Cien to­ne­la­das.

Dia­blo sil­bó por lo bajo.

—¿He­mos per­di­do el trein­ta y cin­co por cien­to?

—Es­ta­mos en mayo —ex­pli­có Nik, qui­tán­do­se el pa­ñue­lo de lana de la par­te in­fe­rior de la cara para que pu­die­ran oír­la—. El océano se ca­lien­ta.

—¿Y el res­to del car­ga­men­to?

—Todo está con­ta­bi­li­za­do. —Sacó un al­ba­rán de em­bar­que de su bol­si­llo—. Se­sen­ta y ocho ba­rri­les de brandy, cua­ren­ta y tres cu­bas de bour­bon ame­ri­cano, vein­ti­cua­tro ca­jas de seda, vein­ti­cua­tro ca­jas de nai­pes y die­ci­séis ca­jas de da­dos. Ade­más, una caja de pol­vos de ma­qui­lla­je y tres ca­jas de pe­lu­cas fran­ce­sas, que no es­tán en la lis­ta y que voy a ig­no­rar, aun­que su­pon­dré que quie­res que se en­tre­guen en el lu­gar ha­bi­tual.

—Exac­ta­men­te —le res­pon­dió él—. ¿No hay da­ños por el des­hie­lo?

—Nin­guno. Es­ta­ba bien em­pa­que­ta­do en la otra pun­ta.

Whit emi­tió un gru­ñi­do de apro­ba­ción.

—Gra­cias a ti, Nik —dijo Dia­blo.

Ella no ocul­tó su son­ri­sa.

—A los no­rue­gos les gus­tan los no­rue­gos. —Hizo una pau­sa an­tes de con­ti­nuar—. Hay algo que que­ría con­ta­ros.

Dos pa­res de ojos os­cu­ros se po­sa­ron en ella.

—Ha­bía un vi­gía en los mue­lles.

Los her­ma­nos se mi­ra­ron el uno al otro. Aun­que na­die se atre­ve­ría a ro­bar a los Bas­tar­dos en el su­bur­bio, su trans­por­te te­rres­tre ha­bía co­rri­do pe­li­gro dos ve­ces en los úl­ti­mos dos me­ses; sus ca­ra­va­nas ha­bían sido asal­ta­das a pun­ta de pis­to­la al sa­lir de la se­gu­ri­dad de Co­vent Gar­den. Era par­te del ne­go­cio, pero a Dia­blo no le gus­ta­ba el au­men­to de los ro­bos.

—¿Qué tipo de vi­gía?

Nik in­cli­nó la ca­be­za.

—No po­dría des­cri­bir­lo con se­gu­ri­dad.

—In­tén­ta­lo —in­sis­tió Whit.

—Por sus ro­pas, di­ría que per­te­ne­cía a la com­pe­ten­cia del mue­lle.

Te­nía sen­ti­do. Ha­bía un gran nú­me­ro de con­tra­ban­dis­tas que tra­ba­ja­ban con los fran­ce­ses y ame­ri­ca­nos, aun­que nin­guno te­nía un mé­to­do de im­por­ta­ción tan im­pe­ne­tra­ble.

—¿Pero…?

Ella apre­tó los la­bios.

—Sus bo­tas es­ta­ban de­ma­sia­do lim­pias para tra­tar­se de un chi­co de Cheap­si­de.

—¿La Co­ro­na?

Siem­pre era un ries­go en las ope­ra­cio­nes de con­tra­ban­do.

—Pue­de ser —res­pon­dió Nik, pero no pa­re­cía se­gu­ra.

—¿Y los con­te­ne­do­res? —in­qui­rió Whit.

—Ocul­tos todo el tiem­po. El hie­lo se des­pla­zó con ca­rros de pla­ta­for­ma y ca­ba­llos, y los con­te­ne­do­res es­ta­ban se­gu­ros en su in­te­rior. Y nin­guno de nues­tros hom­bres ha vis­to nada fue­ra de lo co­mún.

Dia­blo asin­tió.

—El pro­duc­to se que­da­rá aquí du­ran­te una se­ma­na. Na­die pue­de en­trar ni sa­lir. Di­les a los chi­cos de la ca­lle que es­tén aten­tos a cual­quier per­so­na fue­ra de lo co­mún.

Nik asin­tió.

—He­cho.

Whit dio una pa­ta­da a un blo­que de hie­lo.

—¿Y el em­ba­la­je?

—Im­pe­ca­ble. Lo su­fi­cien­te­men­te bueno como para ven­der­lo.

—Ase­gú­ra­te de que las tien­das de des­po­jos del ba­rrio re­ci­ban algo esta no­che. Na­die debe co­mer car­ne ran­cia cuan­do te­ne­mos cien to­ne­la­das de hie­lo para re­par­tir. —Dia­blo se de­tu­vo—. Y Bes­tia pro­me­tió a los ni­ños he­la­do de li­món.

Las ce­jas de Nik se al­za­ron.

—Muy ama­ble por su par­te.

—Eso es lo que todo el mun­do dice —re­pli­có Dia­blo en tono cor­tan­te—. Oh, ese Bes­tia, es tan ama­ble.

—¿Vas a mez­clar el ja­ra­be de li­món tam­bién, Bes­tia? —pre­gun­tó ella con una son­ri­sa.

Whit gru­ñó.

Dia­blo se rio y puso una mano en un blo­que de hie­lo.

—En­vía uno de es­tos a la ofi­ci­na, ¿quie­res?

Nik asin­tió.

—Ya está he­cho. Y una caja de bour­bon de las co­lo­nias.

—Me co­no­ces bien. Ten­go que re­gre­sar.

Des­pués de un pa­seo por el ba­rrio iba a ne­ce­si­tar un baño. Te­nía ne­go­cios que aten­der en Bond Street.

Y des­pués te­nía otros ne­go­cios que aten­der con Fe­li­city Fair­cloth.

Fe­li­city Fair­cloth, que te­nía una piel que se tor­na­ba do­ra­da a la luz de una vela y unos gran­des e in­ge­nio­sos ojos cas­ta­ños, lle­nos de mie­do, fue­go y fu­ria. Y era ca­paz de dis­cu­tir como na­die que hu­bie­ra co­no­ci­do has­ta don­de la me­mo­ria le al­can­za­ba.

Que­ría vol­ver a dis­cu­tir con ella.

Se acla­ró la gar­gan­ta ante ese pen­sa­mien­to y se vol­vió para mi­rar a Whit, que lo ob­ser­va­ba con una mi­ra­da cóm­pli­ce.

Dia­blo lo ig­no­ró y se apre­tó el abri­go con­tra el cuer­po.

—¿Qué? Hace un frío de co­jo­nes aquí.

—Vo­so­tros sois los que ha­béis ele­gi­do co­mer­ciar con hie­lo —ter­ció Nik.

—Es un mal plan —le dijo Whit sin de­jar de mi­rar­la.

—Bueno, es un poco tar­de para cam­biar­lo. Se po­dría de­cir que el bar­co —agre­gó Nik con una son­ri­sa bur­lo­na— ha zar­pa­do.

Dia­blo y Whit no son­rie­ron ante aquel mal chis­te. Ella no sa­bía que Whit no es­ta­ba ha­blan­do del hie­lo; es­ta­ba ha­blan­do de la chi­ca.

Dia­blo les dio la es­pal­da y se di­ri­gió ha­cia la puer­ta de la bo­de­ga.

—Va­mos, Nik —ex­hor­tó—. Trae la luz.

Lo hizo, y los tres sa­lie­ron. Dia­blo evi­tó en­con­trar­se con la as­tu­ta mi­ra­da de Whit mien­tras es­pe­ra­ban a que Nik ce­rra­ra con lla­ve las puer­tas do­bles de ace­ro y los guia­ra ha­cia el al­ma­cén a tra­vés de la os­cu­ri­dad.

Con­ti­nuó es­qui­van­do la mi­ra­da de su her­mano mien­tras re­co­gían la co­la­da de Whit y se di­ri­gían de nue­vo al co­ra­zón de Co­vent Gar­den, abrién­do­se ca­mino a tra­vés de las ca­lles em­pe­dra­das has­ta sus ofi­ci­nas y apar­ta­men­tos en el gran edi­fi­cio de Arne Street.

Des­pués de un cuar­to de hora de ca­mi­na­ta si­len­cio­sa, Whit ha­bló fi­nal­men­te.

—Le es­tás ten­dien­do una tram­pa a la chi­ca.

A Dia­blo no le gus­tó aque­lla acu­sa­ción.

—Les es­toy ten­dien­do una tram­pa a los dos.

—To­da­vía tie­nes la in­ten­ción de se­du­cir a la chi­ca de­lan­te de sus na­ri­ces.

—A ella y a to­das las que ven­gan des­pués, si es ne­ce­sa­rio —res­pon­dió él—. Es tan arro­gan­te como siem­pre, Bes­tia. Pien­sa te­ner su he­re­de­ro.

Whit agi­tó la ca­be­za.

—No, él quie­re te­ner a Gra­ce. Pien­sa que se la en­tre­ga­re­mos para evi­tar que le en­di­ñe un pe­que­ño du­que a esta chi­ca.

—Está equi­vo­ca­do. No con­se­gui­rá ni a Gra­ce ni a la chi­ca.

—Dos ca­rrua­jes que se aba­lan­zan, a gran ve­lo­ci­dad, el uno con­tra el otro —re­fun­fu­ñó Whit.

—Él gi­ra­rá.

Los ojos de su her­mano se en­con­tra­ron con los su­yos.

—Nun­ca an­tes lo ha he­cho.

Un re­cuer­do le vino a la men­te. Ewan, alto y del­ga­do, con los pu­ños le­van­ta­dos y los ojos hin­cha­dos, el la­bio par­ti­do y ne­gán­do­se a ce­der. Poco dis­pues­to a echar­se atrás. De­ses­pe­ra­do por ga­nar.

—No es lo mis­mo. No­so­tros he­mos pa­sa­do ham­bre du­ran­te más tiem­po. He­mos tra­ba­ja­do más duro. El du­ca­do le ha re­blan­de­ci­do.

Whit re­so­pló.

—¿Y Gra­ce?

—No la va a en­con­trar. Nun­ca la en­con­tra­rá.

—De­be­ría­mos ha­ber­lo ma­ta­do.

Ma­tar­lo ha­bría he­cho que todo Lon­dres se les echa­ra en­ci­ma.

—De­ma­sia­do arries­ga­do. Ya lo sa­bes.

—Sí, lo sé, y tam­bién que le hi­ci­mos una pro­me­sa a Gra­ce.

Dia­blo asin­tió con la ca­be­za.

—Eso tam­bién.

—Su re­gre­so es una ame­na­za para to­dos no­so­tros, para Gra­ce más que para na­die.

—No —le con­tes­tó Dia­blo—. Su re­gre­so hace que la ame­na­za se cier­na so­bre él. Re­cuer­da, si al­guien des­cu­bre lo que hizo… Cómo con­si­guió su tí­tu­lo… Ter­mi­na­rá col­gan­do de una soga. Es un trai­dor a la Co­ro­na.

Whit negó con la ca­be­za.

—¿Y si está dis­pues­to a arries­gar­se para te­ner una opor­tu­ni­dad con ella?

Con Gra­ce, la chi­ca que una vez amó. La chi­ca cuyo fu­tu­ro ha­bía ro­ba­do. La chi­ca a la que ha­bría des­trui­do si no hu­bie­ra sido por Dia­blo y por Whit.

—En­ton­ces lo sa­cri­fi­ca­rá todo —re­pli­có—, y no con­se­gui­rá nada a cam­bio.

Whit asin­tió.

—Ni si­quie­ra he­re­de­ros.

—He­re­de­ros, nun­ca.

Des­pués, su her­mano con­ti­nuó.

—Siem­pre está el plan ori­gi­nal. Le da­mos una pa­li­za al du­que y lo en­via­mos a casa.

—No de­ten­drá el ma­tri­mo­nio. Aho­ra no. No cuan­do cree que está cer­ca de en­con­trar a Gra­ce.

Whit fle­xio­nó una mano y el cue­ro ne­gro de su guan­te cru­jió con el mo­vi­mien­to.

—Se­ría glo­rio­sa­men­te di­ver­ti­do, eso sí.

Ca­mi­na­ron en si­len­cio du­ran­te va­rios mi­nu­tos, an­tes de que Whit pro­si­guie­ra.

—Po­bre chi­ca, no po­dría ha­ber ima­gi­na­do que su inocen­te men­ti­ra la lle­va­ría a la cama con­ti­go.

Era una ab­sur­da fan­ta­sía, por su­pues­to, pero la ima­gen le so­bre­vino igual, y Dia­blo no pudo re­sis­tir­se a ella: Fe­li­city Fair­cloth, con el pelo os­cu­ro y las fal­das ro­sas ex­ten­di­das fren­te a él. In­te­li­gen­te, her­mo­sa y con una boca que in­ci­ta­ba al pe­ca­do.

Arrui­nar a la chi­ca se­ría un pla­cer.

Ig­no­ró el atis­bo de cul­pa que lo atra­ve­só. La cul­pa no te­nía ca­bi­da aquí.

—No será la pri­me­ra chi­ca arrui­na­da. Ba­ña­ré a su pa­dre en di­ne­ro. A su her­mano tam­bién. Se pon­drán de ro­di­llas y llo­ra­rán de gra­ti­tud por ha­ber­se vis­to sal­va­dos.

—Muy ama­ble por tu par­te —in­ter­pe­ló Whit—. Pero ¿qué hay de la sal­va­ción de la chi­ca? Será im­po­si­ble. No solo es­ta­rá arrui­na­da, sino que ade­más se verá obli­ga­da al exi­lio.

«Quie­ro que deseen que vuel­va».

Lo úni­co que desea­ba Fe­li­city Fair­cloth era vol­ver a ese mun­do. Y nun­ca lo con­se­gui­ría. Ni si­quie­ra des­pués de que él se lo pro­me­tie­ra.

—Será li­bre de es­co­ger a su pró­xi­mo ma­ri­do.

—¿Aca­so los aris­tó­cra­tas ha­cen cola para con­se­guir a sol­te­ro­nas arrui­na­das?

Algo des­agra­da­ble le re­co­rrió el cuer­po.

—Po­drá con­for­mar­se con al­guien me­nos aris­to­crá­ti­co.

El co­ra­zón se le des­bo­có.

Y en­ton­ces su her­mano ha­bló.

—¿Al­guien como tú?

Dios. No. Los hom­bres como él es­ta­ban tan por de­ba­jo de Fe­li­city Fair­cloth que la idea era para echar­se a reír.

Al ver que no res­pon­día, Whit vol­vió a gru­ñir.

—Gra­ce no pue­de en­te­rar­se.

—Por su­pues­to que no —res­pon­dió—. Y no lo hará.

—No po­drá man­te­ner­se al mar­gen.

Dia­blo nun­ca se ha­bía ale­gra­do tan­to de ver la puer­ta de sus ofi­ci­nas. Mien­tras se acer­ca­ba, bus­có una lla­ve, pero an­tes de que pu­die­ra abrir la puer­ta, una pe­que­ña ven­ta­na se abrió y lue­go se ce­rró. Fi­nal­men­te, la puer­ta se mo­vió y en­tra­ron.

—Ya era hora.

La mi­ra­da de Dia­blo se cen­tró en la mu­jer alta y pe­li­rro­ja que ce­rró la puer­ta tras ellos para des­pués apo­yar­se so­bre ella, con una mano en la ca­de­ra, como si hu­bie­ra es­ta­do es­pe­rán­do­los du­ran­te años. In­me­dia­ta­men­te Dia­blo es­cru­tó a Whit, con ges­to pe­tri­fi­ca­do. Whit lo miró con toda cal­ma.

«Gra­ce nun­ca pue­de sa­ber­lo».

—¿Qué ha pa­sa­do? —pre­gun­tó su her­ma­na, mi­rán­do­los.

—¿Qué ha pa­sa­do con qué? —pre­gun­tó a su vez Dia­blo, qui­tán­do­se el som­bre­ro.

—Te­néis el mis­mo as­pec­to que cuan­do éra­mos ni­ños y de­ci­díais em­pe­zar a pe­lear sin de­cír­me­lo.

—Era una bue­na idea.

—Era una idea de mier­da, y lo sa­bes. Tu­vis­teis suer­te de que no os ma­ta­ran en vues­tra pri­me­ra no­che, erais de­ma­sia­do pe­que­ños. Tu­vis­teis suer­te de que subie­ra al ring. —Se ba­lan­ceó so­bre los ta­lo­nes y cru­zó los bra­zos so­bre el pe­cho—. Bueno, ¿y qué ha pa­sa­do aho­ra?

Dia­blo hizo caso omi­so de la pre­gun­ta.

—Vol­vis­te de tu pri­me­ra no­che con la na­riz rota.

Ella son­rió.

—Me gus­ta pen­sar que el bul­to me da ca­rác­ter.

—De­fi­ni­ti­va­men­te, algo te da.

Gra­ce re­so­pló, in­dig­na­da, y cam­bió de tema.

—Ten­go tres co­sas que de­ci­ros, y des­pués me es­pe­ra tra­ba­jo de ver­dad, ca­ba­lle­ros. No pue­do que­dar­me hol­ga­za­nean­do por aquí, es­pe­ran­do a que vo­so­tros dos re­gre­séis.

—Na­die te pi­dió que nos es­pe­ra­ras —le res­pon­dió Dia­blo mien­tras pa­sa­ba por de­lan­te de su arro­gan­te her­ma­na y se di­ri­gía a las es­ca­le­ras tra­se­ras que lle­va­ban a sus apar­ta­men­tos.

No obs­tan­te, ella lo si­guió.

—La pri­me­ra es para ti —le dijo a Whit, pa­sán­do­le una hoja de pa­pel—. Hay tres pe­leas fi­ja­das para esta no­che, cada una en un lu­gar di­fe­ren­te en el pla­zo de una hora y me­dia; dos se­rán jus­tas, pero la ter­ce­ra será su­cia. Las di­rec­cio­nes es­tán aquí, y los chi­cos ya es­tán fue­ra, ha­cien­do apues­tas.

Whit gru­ñó su apro­ba­ción y Gra­ce con­ti­nuó.:

—Se­gun­da, Cal­houn quie­re sa­ber dón­de está su bour­bon. Dice que si te­ne­mos de­ma­sia­dos pro­ble­mas para co­lar­lo, en­con­tra­rá a uno de sus com­pa­trio­tas para ha­cer el tra­ba­jo. De ver­dad, ¿hay al­guien más arro­gan­te que un es­ta­dou­ni­den­se?

—Dile que ya está aquí, pero que no se mo­ve­rá to­da­vía, así que, o bien es­pe­ra como el res­to o es li­bre de aguar­dar los dos me­ses que tar­da­rá en re­ci­bir un pe­di­do de ida y vuel­ta a los Es­ta­dos Uni­dos.

Ella asin­tió.

—Su­pon­go que lo mis­mo se apli­ca a la en­tre­ga en el Án­gel caí­do.

—Y a todo lo de­más que de­ba­mos en­tre­gar de este car­ga­men­to.

Gra­ce lo ob­ser­vó con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—¿Nos es­tán vi­gi­lan­do?

—Nik cree que es po­si­ble.

Su her­ma­na frun­ció los la­bios du­ran­te un mo­men­to an­tes de re­pli­car.

—Si Nik lo pien­sa, es pro­ba­ble que sea cier­to. Lo cual me lle­va a la ter­ce­ra pre­gun­ta: ¿han lle­ga­do mis pe­lu­cas?

—Jun­to con más pol­vos de ma­qui­lla­je de los que vas a ne­ce­si­tar en toda tu vida.

Ella son­rió.

—Bueno, las chi­cas po­de­mos in­ten­tar­lo, ¿no?

—No pue­des usar nues­tros car­ga­men­tos como mula de car­ga per­so­nal.

—Ah, pero mis ar­tícu­los per­so­na­les son le­ga­les y no ne­ce­si­tan pa­gar im­pues­tos, her­ma­ni­to, así que no es lo peor del mun­do que re­ci­bas tres ca­jas de pe­lu­cas. —Ex­ten­dió la mano para fro­tar la ca­be­za ra­su­ra­da de Dia­blo—. Tal vez te gus­te al­gu­na… No te ven­dría mal algo más de pelo.

Se qui­tó la mano de su her­ma­na de la ca­be­za.

—Si no fué­ra­mos de la mis­ma san­gre…

Ella vol­vió a son­reír.

—De he­cho, no so­mos de la mis­ma san­gre.

Lo eran en lo que más im­por­ta­ba.

—Y sin em­bar­go, por al­gu­na ra­zón, te sigo so­por­tan­do.

Ella se in­cli­nó.

—Por­que gano di­ne­ro a rau­da­les para vo­so­tros dos, pa­ta­nes. —Whit gru­ñó y Gra­ce se rio—. ¿Ves? Bes­tia lo sabe.

Whit des­apa­re­ció en sus ha­bi­ta­cio­nes al otro lado del pa­si­llo, y Dia­blo se sacó una lla­ve del bol­si­llo y la in­tro­du­jo en la puer­ta de la suya.

—¿Algo más?

—Po­drías in­vi­tar a tu her­ma­na a to­mar una copa, ya sa­bes. Te co­noz­co, y se­gu­ro que ha­brás en­con­tra­do la for­ma de que tu bour­bon lle­gue a tiem­po.

—Pen­sa­ba que te­nías tra­ba­jo que ha­cer.

Ella le­van­tó un hom­bro.

—Cla­re pue­de ocu­par­se de todo has­ta que lle­gue.

—Apes­to a los su­bur­bios y ten­go que ir a otro lu­gar.

Frun­ció el en­tre­ce­jo.

—¿Adón­de?

—No hace fal­ta que me in­te­rro­gues. Como si nun­ca tu­vie­ra nada que ha­cer por las no­ches.

—¿En­tre el atar­de­cer y la me­dia­no­che? No sue­les te­ner­lo.

—Eso no es cier­to. —Era casi cier­to. Giró la lla­ve en la ce­rra­du­ra mien­tras mi­ra­ba a su her­ma­na—. El he­cho es que aho­ra tie­nes que mar­char­te.

Cual­quier res­pues­ta que Gra­ce es­tu­vie­ra a pun­to de dar —y Dios sa­bía que Gra­ce siem­pre te­nía una res­pues­ta— mu­rió en sus la­bios cuan­do sus ojos azu­les mi­ra­ron por en­ci­ma del hom­bro de Dia­blo, ha­cia el in­te­rior de la ha­bi­ta­ción, y en­ton­ces se abrie­ron tan­to como para ha­cer que él se preo­cu­pa­ra.

Se vol­vió para se­guir la di­rec­ción de aque­lla mi­ra­da, aun sa­bien­do, de al­gu­na for­ma y por im­po­si­ble que fue­ra, lo que iba a en­con­trar.

A quién se iba a en­con­trar.

lady Fe­li­city Fair­cloth es­ta­ba jun­to a la ven­ta­na que ha­bía en el otro ex­tre­mo de la ha­bi­ta­ción, como si tal cosa.

Lady Felicity y el canalla

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