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Capítulo 5

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Fe­li­city dio un sal­to en el aire, lan­zó un gri­to al es­cu­char­lo y se giró para mi­rar ha­cia el ex­tre­mo de la ha­bi­ta­ción que es­ta­ba su­mi­do en la os­cu­ri­dad, don­de no pa­re­cía ha­ber nada fue­ra de lu­gar.

Tras le­van­tar la vela es­cu­dri­ñó las es­qui­nas y la luz lle­gó al fin has­ta un par de bri­llan­tes bo­tas ne­gras que se es­ti­ra­ban y cru­za­ban a la al­tu­ra del to­bi­llo, así como has­ta el re­ful­gen­te ex­tre­mo pla­tea­do de un bas­tón que des­can­sa­ba so­bre la pun­ta de uno de los pies.

«Es él».

Ahí. En su dor­mi­to­rio. Como si fue­ra com­ple­ta­men­te nor­mal.

Nada de lo su­ce­di­do aque­lla no­che era nor­mal.

El co­ra­zón co­men­zó a la­tir­le con más fuer­za que lo ha­bía he­cho un rato an­tes, esa mis­ma no­che, y re­tro­ce­dió ha­cia la puer­ta.

—Creo que se ha equi­vo­ca­do de casa, se­ñor.

Las bo­tas no se mo­vie­ron.

—Es­toy en la casa co­rrec­ta.

Ella par­pa­deó va­rias ve­ces.

—En­ton­ces no hay duda de que debe de ha­ber­se equi­vo­ca­do de ha­bi­ta­ción.

—Tam­bién es­toy en la ha­bi­ta­ción co­rrec­ta.

—Esta es mi al­co­ba.

—No po­día lla­mar a la puer­ta en ple­na no­che para pe­dir una au­dien­cia con us­ted, ¿ver­dad? Es­can­da­li­za­ría a los ve­ci­nos y, en­ton­ces, ¿dón­de que­da­ría su repu­tación?

Se abs­tu­vo de se­ña­lar que los ve­ci­nos iban a es­can­da­li­zar­se de to­dos mo­dos a la ma­ña­na si­guien­te, cuan­do todo Lon­dres su­pie­ra que ha­bía men­ti­do.

Aun­que él pa­re­ció adi­vi­nar lo que es­ta­ba pen­san­do.

—¿Por qué ha men­ti­do?

Ella hizo caso omi­so a la pre­gun­ta.

—No ha­blo con ex­tra­ños en mi al­co­ba.

—Pero no so­mos ex­tra­ños, que­ri­da.

El ex­tre­mo pla­tea­do del bas­tón gol­peó la pun­ta de su bota con un rit­mo len­to y uni­for­me.

Ella tor­ció los la­bios.

—No ten­go tiem­po para gen­te de poca im­por­tan­cia.

Aun­que él se­guía en la os­cu­ri­dad, casi po­día ver­le son­reír.

—Y esta no­che lo ha de­mos­tra­do, ¿ver­dad, Fe­li­city Fair­cloth?

—No soy la úni­ca que ha men­ti­do. —En­tre­ce­rró los ojos para ob­ser­var en la os­cu­ri­dad—. Sa­bía quién era yo.

—Pero sí es la úni­ca cuya men­ti­ra es tan gran­de que po­dría aca­bar con esta casa.

Ella frun­ció el ceño.

—Me ha ven­ci­do, se­ñor. ¿Con qué fin? ¿Quie­re asus­tar­me?

—No. No de­seo asus­tar­la.

La voz del hom­bre era pe­sa­da como la os­cu­ri­dad en la que es­ta­ba en­vuel­to. Gra­ve, cal­ma­da y, de al­gu­na ma­ne­ra, tan ní­ti­da como un dis­pa­ro.

El co­ra­zón de Fe­li­city re­tum­ba­ba.

—Creo que eso es pre­ci­sa­men­te lo que pre­ten­de ha­cer. —El ex­tre­mo pla­tea­do vol­vió a gol­pe­tear y ella di­ri­gió su mi­ra­da irri­ta­da ha­cia él—. Tam­bién creo que de­be­ría mar­char­se an­tes de que de­ci­da que, en vez de asus­ta­da, de­be­ría es­tar en­fa­da­da.

Una pau­sa. Más gol­pe­teo.

Y en­ton­ces, él se mo­vió: se in­cli­nó ha­cia el círcu­lo de luz has­ta que ella pudo ver­le las pier­nas y la chis­te­ra ne­gra que re­po­sa­ba en su mus­lo. Te­nía las ma­nos des­nu­das, y tres ani­llos de pla­ta bri­lla­ban a la luz de las ve­las —en el dedo pul­gar, ín­di­ce y anu­lar de la de­re­cha. En sus ma­nos aca­ba­ban las man­gas ne­gras de un abri­go que se ajus­ta­ba a la per­fec­ción a sus bra­zos y hom­bros. El ani­llo de luz ter­mi­na­ba en una man­dí­bu­la afi­la­da re­cién afei­ta­da. Le­van­tó la vela un poco más, y allí es­ta­ba él.

In­ha­ló brus­ca­men­te; y pen­sar que an­tes ha­bía te­ni­do la ri­dí­cu­la sen­sa­ción de que el du­que de Mar­wick era apues­to.

Pues ya no.

Por­que se­gu­ra­men­te no ha­bía hom­bre en la tie­rra que fue­ra más apues­to que este. Su as­pec­to acom­pa­ña­ba por com­ple­to al so­ni­do de su voz: como un mur­mu­llo gra­ve, lí­qui­do. Como la ten­ta­ción. «Como el pe­ca­do».

Un lado de su cara per­ma­ne­cía en la som­bra, pero el que po­día ver… era glo­rio­so. Un ros­tro lar­go y del­ga­do, de án­gu­los afi­la­dos y hue­cos som­brea­dos, de ce­jas os­cu­ras y ar­quea­das y la­bios lle­nos, con unos ojos que bri­lla­ban re­ple­tos de co­no­ci­mien­to, algo que su­po­nía que no com­par­ti­ría, y una na­riz que aver­gon­za­ría a la reale­za, per­fec­ta­men­te rec­ta, como si hu­bie­ra sido es­cul­pi­da por una hoja afi­la­da y de­ci­di­da.

Te­nía el pelo os­cu­ro y bas­tan­te cor­to, su­fi­cien­te como para po­der apre­ciar la re­don­da for­ma de su ca­be­za.

—Su ca­be­za es per­fec­ta.

Él son­rió.

—Siem­pre lo he pen­sa­do.

Ella dejó caer la vela y lo de­vol­vió a las som­bras.

—Quie­ro de­cir que tie­ne una for­ma per­fec­ta. ¿Cómo con­si­gue cor­tar­se el pelo tan cer­ca del cue­ro ca­be­llu­do?

Él dudó an­tes de con­tes­tar.

—Lo hace una mu­jer en la que con­fío.

Ella ar­queó las ce­jas ante la ines­pe­ra­da res­pues­ta.

—¿Sabe ella que está aquí?

—No, no lo sabe.

—Bueno, ya que ella sue­le acer­car una cu­chi­lla a su ca­be­za, será me­jor que se mar­che an­tes de que se lle­ve un dis­gus­to.

Se oyó un ru­mor gra­ve, y se le cor­tó la res­pi­ra­ción. ¿Era risa?

—No an­tes de que me diga por qué min­tió.

Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

—Como ya he di­cho, se­ñor, no ten­go la cos­tum­bre de con­ver­sar con ex­tra­ños. Por fa­vor, vá­ya­se. Sal­ga del mis­mo modo que ha en­tra­do. —Hizo una pau­sa—. Por cier­to, ¿cómo ha en­tra­do?

—Tie­ne un bal­cón, Ju­lie­ta.

—Tam­bién ten­go una ha­bi­ta­ción en el ter­cer piso, no Romeo.

—Y una ro­bus­ta ce­lo­sía.

Per­ci­bió una chis­pa de pe­re­zo­sa di­ver­sión en sus pa­la­bras.

—Subió por la ce­lo­sía.

—En efec­to, lo hice.

Siem­pre se ha­bía ima­gi­na­do que al­guien tre­pa­ra por esa ce­lo­sía. Pero no que fue­ra un cri­mi­nal que vi­nie­ra a… ¿A qué ha­bía ve­ni­do?

—En­ton­ces su­pon­go que el bas­tón no le sir­ve de apo­yo.

—No es ese tipo de apo­yo, no.

—¿Es un arma?

—Todo es un arma si uno sabe usar­la.

—Ex­ce­len­te con­se­jo, ya que pa­re­ce que hay un in­tru­so en mi ha­bi­ta­ción.

Él chas­queó la len­gua.

—Pero uno amis­to­so.

—Oh, sí… —se bur­ló—, amis­to­so es la pri­me­ra pa­la­bra que usa­ría para des­cri­bir­le.

—Si fue­ra a se­cues­trar­la y lle­var­la has­ta mi gua­ri­da, ya lo ha­bría he­cho.

—¿Tie­ne una gua­ri­da?

—De he­cho, sí que la ten­go, pero no ten­go in­ten­ción de lle­var­la allí. Esta no­che no.

lady Fe­li­city men­ti­ría si di­je­ra que la úl­ti­ma fra­se no le so­na­ba emo­cio­nan­te.

—Ah, eso me per­mi­ti­rá dor­mir bien en el fu­tu­ro —afir­mó.

Él sol­tó una risa sua­ve y gra­ve, jus­to como la luz que ilu­mi­na­ba la ha­bi­ta­ción.

—Fe­li­city Fair­cloth, no es us­ted lo que es­pe­ra­ba.

—Lo dice como si fue­ra un cum­pli­do.

—Lo es.

—¿Se­gui­rá sién­do­lo cuan­do le gol­pee en toda la ca­be­za con este can­de­la­bro?

—No va a he­rir­me —le con­tes­tó él.

A Fe­li­city no le gus­tó lo bien que pa­re­cía en­ten­der que lo que aca­ba­ba de de­cir no era más que pura bra­vu­co­ne­ría.

—Pa­re­ce te­rri­ble­men­te se­gu­ro de sí mis­mo para ser al­guien que no me co­no­ce.

—La co­noz­co, Fe­li­city Fair­cloth. La co­no­cí en el mo­men­to en que la vi en el bal­cón del in­ver­na­de­ro clau­su­ra­do de Mar­wick. Lo úni­co que no co­no­cía era el co­lor de ese ves­ti­do.

Ella se miró el ves­ti­do, que ya ha­bía vis­to dos tem­po­ra­das y te­nía el co­lor de sus me­ji­llas.

—Es rosa.

—No es solo rosa —aña­dió en un tono mis­te­rio­so lleno de pro­me­sas y de algo más que a ella no le gus­tó—. Es el co­lor del cie­lo de De­von al ama­ne­cer.

Tam­po­co le gus­tó la for­ma en que aque­llas pa­la­bras pa­re­cie­ron lle­nar­la, como si al­gún día fue­ra a ver ese cie­lo pen­san­do en ese hom­bre y en ese mo­men­to. Como si pu­die­ra de­jar­le una mar­ca que no se­ría ca­paz de bo­rrar.

—Res­pon­da a mi pre­gun­ta y me mar­cha­ré. ¿Por qué min­tió?

—No lo re­cuer­do.

—Sí, sí que lo re­cuer­da. ¿Por qué min­tió a ese mon­tón de des­gra­cia­dos?

La des­crip­ción era tan ri­dí­cu­la que casi se rio. Casi. Pero él no pa­re­cía en­con­trar­lo di­ver­ti­do.

—No son tan des­gra­cia­dos.

—Son aris­tó­cra­tas pre­ten­cio­sos y mal­cria­dos con las ca­be­zas tan me­ti­das en el culo del res­to que no tie­nen ni idea de que el mun­do avan­za rá­pi­da­men­te y pron­to otros ocu­pa­rán su lu­gar.

Se le des­en­ca­jó la man­dí­bu­la.

—Pero a us­ted, Fe­li­city Fair­cloth —dio dos gol­pes de bas­tón en su bota—, na­die le va a arre­ba­tar su lu­gar, así que se lo pre­gun­ta­ré de nue­vo: ¿por qué min­tió?

Ya fue­ra por lo sor­pren­di­da que es­ta­ba ante su aná­li­sis o por la ma­ne­ra tan ob­je­ti­va en que lo ha­bía ex­pre­sa­do, Fe­li­city le res­pon­dió.

—Na­die desea mi lu­gar. —Él no ha­bló, así que ella lle­nó el si­len­cio—. Lo que quie­ro de­cir es que… mi lu­gar no exis­te. No está en nin­gu­na par­te. An­tes es­tu­vo con ellos, pero en­ton­ces… —Su voz se fue apa­gan­do. Se en­co­gió de hom­bros—. Soy in­vi­si­ble. —Y des­pués, sin po­der evi­tar­lo, aña­dió en voz baja—: Que­ría cas­ti­gar­los. Y que­ría que desea­ran que vol­vie­ra.

Odia­ba la ver­dad de aque­llas pa­la­bras. ¿No de­be­ría ser lo su­fi­cien­te­men­te fuer­te como para dar­les la es­pal­da? ¿No de­be­ría im­por­tar­le me­nos? Odia­ba la de­bi­li­dad que mos­tra­ba.

Y lo odia­ba a él por obli­gar­la a ex­po­ner­la.

Es­pe­ró a que él res­pon­die­ra des­de la os­cu­ri­dad mien­tras re­cor­dó con ex­tra­ñe­za aque­lla vez que ha­bía vi­si­ta­do la Real So­cie­dad En­to­mo­ló­gi­ca y ha­bía vis­to una enor­me ma­ri­po­sa atra­pa­da en ám­bar. Her­mo­sa, de­li­ca­da y per­fec­ta­men­te con­ser­va­da, pero con­ge­la­da en el tiem­po por siem­pre.

Aquel hom­bre no la cap­tu­ra­ría. Ese día no.

—Creo que voy a lla­mar al ser­vi­cio para que ven­gan a sa­car­lo de aquí. Ha de sa­ber que mi pa­dre es un mar­qués, y es bas­tan­te ile­gal en­trar en la casa de un aris­tó­cra­ta sin per­mi­so.

—Es bas­tan­te ile­gal en­trar en la casa de cual­quie­ra sin per­mi­so, Fe­li­city Fair­cloth, pero ¿le gus­ta­ría que le di­je­ra que es­toy bas­tan­te im­pre­sio­na­do por el tí­tu­lo de su pa­dre y tam­bién por el de su her­mano?

—¿Por qué de­be­ría ser la úni­ca que mien­te esta no­che?

Se hizo una pau­sa.

—Así que lo ad­mi­te.

—No ten­go más re­me­dio. Ma­ña­na lo sa­brá todo Lon­dres. Fe­li­city, la fe­liz, con su fal­so fan­to­che.

Él no en­con­tró di­ver­ti­da la ali­te­ra­ción.

—Sabe, el tí­tu­lo de su pa­dre es ri­dícu­lo. Y el de su her­mano tam­bién.

—¿Dis­cul­pe? —res­pon­dió ella, pues no se le ocu­rría nada más.

—Bum­ble y Grout. Por Dios. Cuan­do la po­bre­za los atra­pe al fin, pue­den con­ver­tir­se en bo­ti­ca­rios y ven­der tin­tu­ras y tó­ni­cos a los de­ses­pe­ra­dos de Lam­beth.

Él sa­bía que eran po­bres. ¿Lo sa­bía todo Lon­dres? ¿Era la úl­ti­ma en en­te­rar­se? ¿La úl­ti­ma a quien se lo ha­bía con­ta­do in­clu­so la fa­mi­lia que pre­ten­día usar­la para re­me­diar­lo? Tan solo con pen­sar­lo vol­vió a sen­tir­se en ex­tre­mo irri­ta­da.

El hom­bre con­ti­nuó.

—Y us­ted, Fe­li­city Fair­cloth, con ese nom­bre de­be­ría apa­re­cer en un li­bro de cuen­tos.

Ella le lan­zó una mi­ra­da cor­tan­te.

—Me in­tere­sa taaan­to su opi­nión so­bre nues­tros nom­bres…

Él ig­no­ró su bur­la.

—Una prin­ce­sa de cuen­to, en­ce­rra­da en una to­rre, de­ses­pe­ra­da por for­mar par­te del mun­do que la atra­pó allí… Por ser acep­ta­da por él.

Todo en este hom­bre era des­con­cer­tan­te y ex­tra­ño y va­ga­men­te exas­pe­ran­te.

—No me gus­ta us­ted.

—No, no le gus­ta la ver­dad, mi pe­que­ña men­ti­ro­sa. No le gus­ta que vea que su ab­sur­do de­seo es una fal­sa amis­tad con un pu­ña­do de aris­tó­cra­tas es­ti­ra­dos y per­fu­ma­dos que no pue­den ver­la como real­men­te es.

De­be­ría de sen­tir una do­ce­na de emo­cio­nes ne­ga­ti­vas es­tan­do él tan cer­ca y en la os­cu­ri­dad. Y sin em­bar­go…

—¿Y qué es lo que soy?

—El do­ble de bue­na que esos seis.

Aque­lla res­pues­ta le hizo sen­tir un atis­bo emo­ción, y casi se dejó arras­trar por ese hom­bre, que bien po­dría es­tar he­cho de ma­gia con cham­pán. En vez de eso, negó con la ca­be­za y es­bo­zó su me­jor ex­pre­sión de des­dén.

—Si yo fue­ra esa prin­ce­sa, se­ñor, en­ton­ces no es­ta­ría us­ted aquí.

Se des­pla­zó por la pa­red, lis­ta para ti­rar de la cuer­da de nue­vo.

—¿No es esa la par­te que a to­dos les gus­ta? ¿La par­te en la que la prin­ce­sa es res­ca­ta­da de la to­rre?

Ella lo miró por en­ci­ma del hom­bro.

—Se su­po­ne que es un prín­ci­pe el que la res­ca­ta, no un… lo que sea us­ted.

Aga­rró la cuer­da.

Él ha­bló an­tes de que ella pu­die­ra ti­rar.

—¿Quién es la po­li­lla?

Ella se vol­vió ha­cia él muer­ta de ver­güen­za.

—¿Qué?

—Desea­ba ser fue­go, prin­ce­sa. ¿Quién es la po­li­lla?

Las me­ji­llas le ar­dían. No ha­bía di­cho nada so­bre po­li­llas. ¿Cómo sa­bía él lo que ella ha­bía que­ri­do de­cir con exac­ti­tud?

—No de­be­ría es­cu­char a es­con­di­das.

—Tam­po­co de­be­ría es­tar sen­ta­do en su ha­bi­ta­ción a os­cu­ras, que­ri­da, pero aquí es­toy.

Ella en­tre­ce­rró los ojos.

—He de asu­mir que no es el tipo de hom­bre que sue­le aca­tar las re­glas.

—¿Me ha vis­to cum­plir al­gu­na du­ran­te el ex­ten­so pe­rio­do de tiem­po que ha pa­sa­do des­de que nos he­mos co­no­ci­do?

Vol­vió a sen­tir­se irri­ta­da.

—¿Quién es us­ted? ¿Por qué ace­cha­ba Mar­wick Hou­se como si fue­ra un per­ver­so… ace­cha­dor?

Él per­ma­ne­ció im­per­té­rri­to.

—Un ace­cha­dor que ace­cha, ¿es eso lo que soy?

Aquel hom­bre, al igual que todo Lon­dres, pa­re­cía sa­ber más que ella. En­ten­día el cam­po de ba­ta­lla y era dies­tro en la gue­rra. Cosa que ella odia­ba.

Le lan­zó su mi­ra­da más ful­mi­nan­te.

No tuvo nin­gún efec­to.

—Se lo re­pe­ti­ré una vez más, que­ri­da. Si us­ted es la lla­ma, ¿quién es la po­li­lla?

—Se­gu­ro que us­ted no, se­ñor.

—Es una lás­ti­ma.

A ella tam­po­co le gus­tó la in­so­len­cia en sus pa­la­bras.

—Pues yo es­toy muy con­ten­ta con mi de­ci­sión.

Él rio por lo bajo, aque­lla risa que a ella le pro­vo­ca­ba co­sas ex­tra­ñas.

—¿Le digo lo que pien­so?

—Desea­ría que no lo hi­cie­ra —le re­pli­có ella.

—Creo que su po­li­lla es muy di­fí­cil de atraer. —Ella frun­ció los la­bios pero no ha­bló—. Y sé que pue­do atraer­la para us­ted. —Re­co­bró el alien­to con­for­me él con­ti­nua­ba—. Sí, esa po­li­lla que, se­gún ha pre­su­mi­do ante la mi­tad de Lon­dres, ya ha cha­mus­ca­do.

Fe­li­city se sin­tió agra­de­ci­da por la os­cu­ri­dad que rei­na­ba en la ha­bi­ta­ción y que evi­ta­ba que él pu­die­ra ver lo roja que se le ha­bía pues­to la cara. O su es­pan­to. O su emo­ción. ¿Aca­so ese hom­bre, que de al­gu­na ma­ne­ra ha­bía lo­gra­do co­lar­se en su dor­mi­to­rio en mi­tad de la no­che, le es­ta­ba su­gi­rien­do en se­rio que no ha­bía arrui­na­do ni su vida ni las opor­tu­ni­da­des de sub­sis­ten­cia de su fa­mi­lia?

Sin­tió una es­pe­ran­za tan sal­va­je que la asus­tó.

—¿Po­dría con­se­guír­me­lo?

En­ton­ces se rio. Su risa era gra­ve, os­cu­ra y exen­ta de hu­mor, y le pro­vo­có un des­agra­da­ble es­ca­lo­frío.

—Como a un ga­ti­to su pla­ti­llo.

Ella frun­ció el ceño.

—No de­be­ría bur­lar­se.

—Cuan­do esté de bro­ma, que­ri­da, lo sa­brá. —Se in­cli­nó de nue­vo ha­cia atrás, es­ti­ró las pier­nas y vol­vió a gol­pear­se la bota con el bas­tón in­fer­nal—. El du­que de Mar­wick po­dría ser suyo, Fe­li­city Fair­cloth. Y sin que Lon­dres se en­te­ra­ra nun­ca de la men­ti­ra que ha con­ta­do.

Co­men­zó a hi­per­ven­ti­lar.

—Eso es im­po­si­ble.

Y aun así, sin sa­ber cómo, se creía lo que le es­ta­ba di­cien­do.

—¿Hay algo que sea real­men­te im­po­si­ble?

Ella lan­zó una risa for­za­da.

—¿Apar­te de que un co­ti­za­do du­que me eli­ja a mí en vez de a cual­quier otra mu­jer de Gran Bre­ta­ña?

Tap. Tap.

—In­clu­so eso es po­si­ble, Fe­li­city Fair­cloth, la ma­yor, sosa, tes­ta­ru­da y aban­do­na­da. Esta es la par­te del cuen­to en la que la prin­ce­sa con­si­gue todo lo que siem­pre ha desea­do.

Pero aque­llo no era un li­bro de cuen­tos. Y ese hom­bre no po­día dar­le lo que ella desea­ba.

—Esa par­te sue­le co­men­zar con al­gún tipo de hada. Y us­ted no tie­ne as­pec­to de nada má­gi­co.

Vol­vió a es­cu­char­se su risa gra­ve.

—Ahí debo dar­le la ra­zón. Pero hay otras cria­tu­ras que, sin ser ha­das, se de­di­can a una pro­fe­sión si­mi­lar.

Su co­ra­zón vol­vió a la­tir con fuer­za, odia­ba que con­ti­nua­ra in­va­dién­do­la aque­lla sal­va­je es­pe­ran­za de que ese ex­tra­ño en la os­cu­ri­dad pu­die­ra cum­plir su im­po­si­ble pro­me­sa.

Era una lo­cu­ra, pero fue avan­zan­do ha­cia él has­ta vol­ver a ilu­mi­nar­lo, y más cer­ca, has­ta lle­gar al fi­nal de sus pier­nas in­creí­ble­men­te lar­gas, al fi­nal de su bas­tón in­creí­ble­men­te lar­go y, en­ton­ces, alzó la vela para re­ve­lar su ros­tro in­creí­ble­men­te apues­to una vez más.

Esta vez, sin em­bar­go, pudo ver­lo en­te­ro, y su per­fec­to lado iz­quier­do no coin­ci­día con el de­re­cho, don­de ha­bía una te­rri­ble ci­ca­triz, blan­ca y frun­ci­da, que em­pe­za­ba en la sien y ter­mi­na­ba en la man­dí­bu­la.

Cuan­do ella in­ha­ló con brus­que­dad, él apar­tó la cara de la luz.

—Una lás­ti­ma. Es­pe­ra­ba con an­sias el ser­món que pa­re­cía es­tar a pun­to de dar­me. No pen­sa­ba que se des­ani­ma­ría tan fá­cil­men­te.

—Oh, no es­toy en ab­so­lu­to des­ani­ma­da. De he­cho, es­toy agra­de­ci­da de que ya no sea el hom­bre más per­fec­to que haya vis­to nun­ca.

Él se vol­vió y su os­cu­ra mi­ra­da bus­có la de ella.

—¿Agra­de­ci­da?

—En efec­to. Nun­ca he en­ten­di­do del todo qué es lo que se debe ha­cer con hom­bres ex­tre­ma­da­men­te per­fec­tos.

Él le­van­tó una ceja.

—Lo que se hace con ellos.

—Ade­más de lo ob­vio.

Aho­ra in­cli­nó la ca­be­za.

—¿Lo ob­vio?

—Mi­rar­los.

—Ah… —res­pon­dió.

—En cual­quier caso, aho­ra me sien­to mu­cho más có­mo­da.

—¿Por­que ya no soy per­fec­to?

—To­da­vía está muy cer­ca de pa­re­cer­lo, pero ya no es el hom­bre más apues­to que haya co­no­ci­do nun­ca —min­tió.

—Creo que de­be­ría sen­tir­me in­sul­ta­do, pero lo su­pe­raré. Por cu­rio­si­dad, ¿quién ha usur­pa­do mi trono?

«Na­die. Si aca­so, la ci­ca­triz le hace más apues­to».

Pero ese no era el tipo de hom­bre al que po­día de­cir­le aque­llo.

—Téc­ni­ca­men­te, él te­nía el trono an­tes que us­ted. Sim­ple­men­te ha vuel­to a re­cla­mar­lo.

—Agra­de­ce­ría un nom­bre, lady Fe­li­city.

—¿Cómo lo lla­mó an­tes? ¿Mi po­li­lla?

Se que­dó com­ple­ta­men­te quie­to por un mo­men­to, pero no lo su­fi­cien­te como para que una per­so­na nor­mal se die­ra cuen­ta.

Fe­li­city sí se dio cuen­ta.

—Creí que ya se lo es­pe­ra­ba —dijo en tono bur­lón—. Dado que se ha ofre­ci­do a con­se­guir­lo para mí.

—La ofer­ta si­gue en pie, aun­que no en­cuen­tro al du­que apues­to. En ab­so­lu­to.

—No es ne­ce­sa­rio de­ba­tir so­bre ello. Ese hom­bre es em­pí­ri­ca­men­te atrac­ti­vo.

—Mmm… —re­pli­có, apa­ren­te­men­te sin es­tar con­ven­ci­do—. Dí­ga­me por qué min­tió.

—Dí­ga­me us­ted por qué está tan dis­pues­to a ayu­dar­me a arre­glar­lo.

Él le sos­tu­vo la mi­ra­da du­ran­te un buen rato.

—¿Me cree­ría si le digo que soy un buen sa­ma­ri­tano?

—No. ¿Por qué es­ta­ba fue­ra del bai­le de Mar­wick? ¿Qué sig­ni­fi­ca él para us­ted?

Él le­van­tó un hom­bro y des­pués lo dejó caer.

—Dí­ga­me por qué no cree que él es­ta­ría en­can­ta­do de pro­me­ter­se con us­ted.

Ella son­rió.

—En pri­mer lu­gar, por­que no tie­ne ni idea de quién soy.

Un lado de su boca se mo­vió, y ella se pre­gun­tó cómo se­ría ver­lo son­reír por com­ple­to.

Tras de­jar a un lado ese es­tú­pi­do pen­sa­mien­to, con­ti­nuó.

—Y, como dije, los hom­bres ex­tre­ma­da­men­te apues­tos no me sir­ven.

—Eso no es lo que dijo —res­pon­dió él—. Dijo que no es­ta­ba se­gu­ra de qué se de­bía ha­cer con los hom­bres en ex­tre­mo apues­tos.

Ella pen­só por un mo­men­to.

—Am­bos enun­cia­dos son cier­tos.

—¿Por qué cree que Mar­wick no le ser­vi­ría?

Ella frun­ció el ceño.

—Creo que eso se­ría ob­vio.

—No lo es.

Se re­sis­tió a con­tes­tar, y cru­zó los bra­zos como si qui­sie­ra pro­te­ger­se.

—Esa es una pre­gun­ta gro­se­ra.

—Tam­bién ha sido gro­se­ro por mi par­te tre­par por la ce­lo­sía e in­va­dir su dor­mi­to­rio.

—Así es. —Y en­ton­ces, por al­gún mo­ti­vo que nun­ca lle­ga­ría a com­pren­der, res­pon­dió a su pre­gun­ta, de­jan­do que la frus­tra­ción, la preo­cu­pa­ción y una sen­sa­ción muy real de rui­na in­mi­nen­te se apo­de­ra­ran de ella—. Por­que soy el epí­to­me de lo or­di­na­rio. Por­que no soy her­mo­sa, ni en­tre­te­ni­da, ni una con­ver­sa­do­ra ejem­plar. Y aun­que una vez pen­sé que era im­po­si­ble que aca­ba­ra sien­do una sol­te­ro­na ma­du­ra, aquí es­ta­mos, y na­die me ha que­ri­do de ver­dad. Y no es­pe­ro que las co­sas co­mien­cen a cam­biar aho­ra con un apues­to du­que.

Él per­ma­ne­ció en si­len­cio du­ran­te bas­tan­te tiem­po, y la ver­güen­za que sen­tía la so­fo­ca­ba.

—Por fa­vor, vá­ya­se —aña­dió al fin.

—Con­mi­go sí pa­re­ce ser una con­ver­sa­do­ra ejem­plar.

Ella ig­no­ró el he­cho de que él no se mos­tra­ra en desacuer­do con el res­to de sus des­crip­cio­nes.

—Es us­ted un ex­tra­ño en la os­cu­ri­dad. Todo es más fá­cil a os­cu­ras.

—Nada es más fá­cil a os­cu­ras —la con­tra­di­jo él—, pero eso es irre­le­van­te. Está equi­vo­ca­da, y por eso es­toy aquí.

—¿Para con­ven­cer­me de que soy una bue­na con­ver­sa­do­ra?

Unos dien­tes bri­lla­ron y se puso en pie, lle­nan­do la ha­bi­ta­ción con su al­tu­ra. Los ner­vios de Fe­li­city re­vo­lo­tea­ron en su in­te­rior al con­tem­plar su fi­gu­ra, her­mo­sa­men­te es­bel­ta, de an­chos hom­bros y es­tre­chas ca­de­ras.

—He ve­ni­do a dar­le lo que desea, Fe­li­city Fair­cloth.

La pro­me­sa es­con­di­da en ese su­su­rro re­co­rrió todo su cuer­po. ¿Era mie­do lo que sen­tía? ¿O algo más? Negó con la ca­be­za.

—Pero no pue­de ha­cer­lo. Na­die pue­de.

—Quie­re el fue­go —dijo en voz baja.

Ella vol­vió a ne­gar.

—No, no lo quie­ro.

—Por su­pues­to que sí. Pero no es eso todo lo que desea, ¿ver­dad? —Dio un paso más ha­cia ella, y ella pudo oler­lo, cá­li­do y ahu­ma­do, como si pro­ce­die­ra de al­gún lu­gar prohi­bi­do—. Lo quie­re todo. El mun­do, el hom­bre, el di­ne­ro, el po­der. Y algo más, tam­bién. —Se acer­có to­da­vía más, abru­mán­do­la con su al­tu­ra y su em­bria­ga­do­ra y ten­ta­do­ra ca­li­dez—. Algo más. —Sus pa­la­bras se con­vir­tie­ron en un su­su­rro—. Algo se­cre­to.

Ella dudó y odió que él, ese ex­tra­ño, pa­re­cie­ra co­no­cer­la tan bien.

Odió su de­seo de res­pon­der­le. Odió ha­ber­lo he­cho.

—Más de lo que pue­do te­ner.

—¿Y quién ha di­cho eso, mi­lady? ¿Quién le ha di­cho que no pue­de te­ner­lo todo?

Ella le miró la mano. El man­go pla­tea­do del bas­tón re­lu­cía en­tre sus lar­gos y fuer­tes de­dos, y el ani­llo de pla­ta de su ín­di­ce le lan­za­ba des­te­llos. Es­tu­dió el pa­trón del me­tal para tra­tar de dis­cer­nir la for­ma que se ocul­ta­ba en el bas­tón. Des­pués de lo que pa­re­ció una eter­ni­dad, ella lo miró.

—¿Tie­ne un nom­bre?

—Dia­blo.

Su co­ra­zón se ace­le­ró al es­cu­char esa pa­la­bra, que pa­re­cía to­tal­men­te ri­dí­cu­la pero sen­ci­lla­men­te per­fec­ta.

—Ese no es su ver­da­de­ro nom­bre.

—Es ex­tra­ño el va­lor que le da­mos a los nom­bres, ¿no cree, Fe­li­city Fair­cloth? Llá­me­me como quie­ra, pero soy el hom­bre que pue­de dár­se­lo todo. Todo lo que desee.

Ella no le cre­yó. Es­ta­ba cla­ro. En ab­so­lu­to.

—¿Por qué yo?

Él ten­dió en­ton­ces su mano ha­cia ella, y ella supo que de­be­ría ha­ber re­tro­ce­di­do. Sa­bía que no de­be­ría ha­ber per­mi­ti­do que la to­ca­se, so­bre todo cuan­do sus de­dos le re­co­rrie­ron la me­ji­lla iz­quier­da de­jan­do un ras­tro de fue­go a su paso, como si es­tu­vie­sen de­jan­do su mar­ca so­bre ella, la mar­ca de su pre­sen­cia.

Pero el ar­dor que pro­vo­ca­ba su tac­to no se pa­re­cía en nada al do­lor. Es­pe­cial­men­te cuan­do res­pon­dió.

—¿Por qué no?

¿Por qué no ella? ¿Por qué no de­be­ría te­ner lo que desea­ba? ¿Por qué no de­be­ría ha­cer un tra­to con este dia­blo que ha­bía apa­re­ci­do de la nada y que pron­to des­apa­re­ce­ría?

—De­seo no ha­ber men­ti­do —dijo.

—No pue­do cam­biar el pa­sa­do. Solo el fu­tu­ro. Pero pue­do cum­plir su pro­me­sa.

—¿Con­ver­tir la paja en oro?

—Ah, así que es­ta­mos en un cuen­to, des­pués de todo.

Ha­cía que todo pa­re­cie­ra tan fá­cil, tan po­si­ble, como si pu­die­ra ha­cer un mi­la­gro en la no­che sin es­fuer­zo al­guno.

Cla­ro que era una lo­cu­ra. No po­día cam­biar lo que ella ha­bía di­cho. La men­ti­ra que ha­bía con­ta­do, la ma­yor de to­das. Las puer­tas se ha­bían ce­rra­do en torno a ella esa no­che, blo­queán­do­le cual­quier ca­mino po­si­ble, cer­ce­nan­do su fu­tu­ro y el fu­tu­ro de su fa­mi­lia. Re­cor­dó la im­po­ten­cia de Art­hur. La de­ses­pe­ra­ción de su ma­dre. La re­sig­na­ción de am­bos. Como ce­rra­du­ras que no se po­dían for­zar.

Y aho­ra, ese hom­bre… blan­día una lla­ve.

—¿Pue­de ha­cer­lo reali­dad?

Él giró la mano, y ella sin­tió su ca­lor con­tra la me­ji­lla y a lo lar­go de su man­dí­bu­la y, du­ran­te un fu­gaz ins­tan­te, Dia­blo se con­vir­tió en el rey de las ha­das, que la te­nía cau­ti­va.

—El com­pro­mi­so es fá­cil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿ver­dad?

¿Cómo lo sa­bía?

Su tac­to pren­dió fue­go por su cue­llo, y sus de­dos le be­sa­ron la cur­va del hom­bro.

—Cuén­te­me el res­to, Fe­li­city Fair­cloth. ¿Qué más desea la prin­ce­sa de la to­rre? Que el mun­do esté a sus pies, que su fa­mi­lia sea rica de nue­vo, y…

Las pa­la­bras se fue­ron apa­gan­do y lle­na­ron la ha­bi­ta­ción has­ta que la res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de Fe­li­city.

—Quie­ro que él sea la po­li­lla. —Él le­van­tó la mano de su piel, y ella sin­tió una agu­da pér­di­da—. De­seo ser el fue­go.

Dia­blo asin­tió, sus la­bios se cur­va­ron como el pe­ca­do, sus ojos in­co­lo­ros se os­cu­re­cie­ron en­tre las som­bras y ella se pre­gun­tó si se sen­ti­ría me­nos cau­ti­va si pu­die­ra ver su co­lor.

—Desea que se sien­ta atraí­do por us­ted.

Un re­cuer­do le so­bre­vino, un ma­ri­do de­ses­pe­ra­do por su mu­jer. Un hom­bre de­ses­pe­ra­do por su amor. Una pa­sión que no se po­día ne­gar, todo por una mu­jer que po­seía todo el po­der.

—Sí.

—Ten­ga cui­da­do con la ten­ta­ción, mi­lady. Es una pa­la­bra pe­li­gro­sa.

—Hace que sue­ne como si ya la hu­bie­ra ex­pe­ri­men­ta­do.

—Eso es por­que lo he he­cho.

—¿Su bar­be­ra? —¿Se­ría esa mu­jer su es­po­sa? ¿Su aman­te? ¿Su amor? ¿Por qué le im­por­ta­ba a Fe­li­city?

—La pa­sión que­ma en am­bos sen­ti­dos.

—No tie­ne por qué —dijo, sin­tién­do­se de re­pen­te pro­fun­da y ex­tra­ña­men­te có­mo­da con ese hom­bre al que no co­no­cía—. Es­pe­ro po­der lle­gar a amar a mi es­po­so, pero no ten­go por qué es­tar con­su­mi­da por él.

—Quie­re ser us­ted quien lo con­su­ma.

Que­ría que ser desea­da. Más allá de la ra­zón. Desea­ba que se mu­rie­ran por ella.

—Quie­re que vue­le has­ta su lla­ma.

«Im­po­si­ble».

—Cuan­do las es­tre­llas te ig­no­ran —re­pu­so ella—, te pre­gun­tas si al­gu­na vez se­rás ca­paz de bri­llar. —In­me­dia­ta­men­te aver­gon­za­da por las pa­la­bras, Fe­li­city se dio la vuel­ta y rom­pió el he­chi­zo. Se acla­ró la gar­gan­ta—. No im­por­ta. No pue­de cam­biar el pa­sa­do. No pue­de bo­rrar mi men­ti­ra y con­ver­tir­la en ver­dad. No pue­de ha­cer que me desee. No po­dría ni aun­que fue­ra el dia­blo. Es im­po­si­ble.

—Po­bre Fe­li­city Fair­cloth, tan preo­cu­pa­da por lo im­po­si­ble.

—Era una men­ti­ra —pro­cla­mó—. Ni si­quie­ra he co­no­ci­do al du­que.

—Y aquí tie­ne la ver­dad… El du­que de Mar­wick no ig­no­ra­rá su re­cla­mo.

Im­po­si­ble. Y aun así, una pe­que­ña par­te de ella es­pe­ra­ba que fue­ra ver­dad. De ser­lo, po­dría ser ca­paz de sal­var­los a to­dos.

—¿Cómo?

Él son­rió.

—La ma­gia de Dia­blo.

Ella le­van­tó una ceja.

—Si pue­de con­se­guir­lo, se­ñor, se ha­brá ga­na­do su es­tú­pi­do nom­bre.

—La ma­yo­ría de la gen­te opi­na que mi nom­bre es in­quie­tan­te.

—Yo no soy la ma­yo­ría de la gen­te.

—Eso es cier­to, es Fe­li­city Fair­cloth.

No le gus­ta­ba la ca­li­dez que se ex­ten­dió a tra­vés de ella al es­cu­char esas pa­la­bras, así que las ig­no­ró.

—¿Y lo ha­ría por­que tie­ne un co­ra­zón bon­da­do­so? Per­dó­ne­me si no me lo creo, Dia­blo.

Él in­cli­nó la ca­be­za.

—Por su­pues­to que no. No hay nada bueno en mi co­ra­zón. Cuan­do esté he­cho y lo haya con­se­gui­do, tan­to su co­ra­zón como su men­te, ven­dré a co­brar mi deu­da.

—Su­pon­go que esta es la par­te en la que me dice que su deu­da será mi pri­mo­gé­ni­to.

Él se rio. Su risa so­na­ba con­te­ni­da y se­cre­ta, como si hu­bie­ra di­cho algo más di­ver­ti­do de lo que ella pen­sa­ba, an­tes de con­ti­nuar.

—¿Qué ha­ría yo con un bebé llo­rón?

Sus la­bios se cur­va­ron al es­cu­char­lo.

—No ten­go nada que dar­le.

La miró du­ran­te un lar­go mo­men­to.

—Se ven­de mal, Fe­li­city Fair­cloth.

—A mi fa­mi­lia ya no le que­da di­ne­ro —afir­mó—. Us­ted mis­mo lo ha di­cho.

—Si lo tu­vie­ra no es­ta­ría en este aprie­to, ¿ver­dad?

Ella frun­ció el ceño ante su ob­je­ti­va eva­lua­ción de los he­chos, ante la im­po­ten­cia que le pro­vo­ca­ron aque­llas las pa­la­bras.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Que el con­de de Grout y el mar­qués de Bum­ble han per­di­do una for­tu­na? Que­ri­da, todo Lon­dres lo sabe. In­clu­so aque­llos que no es­ta­mos in­vi­ta­dos a los bai­les de Mar­wick.

Ella hizo una mue­ca.

—No lo sa­bía.

—Has­ta que no han ne­ce­si­ta­do que lo su­pie­ra.

—Ni si­quie­ra en­ton­ces —re­fun­fu­ñó—. No lo he sa­bi­do has­ta que no he po­di­do ha­cer nada para so­lu­cio­nar­lo.

Él gol­peó el sue­lo dos ve­ces con su bas­tón.

—Es­toy aquí, ¿no es así?

Ella lo miro con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—Por un pre­cio.

—Todo tie­ne un pre­cio, ca­ri­ño.

—Y su­pon­go que ya sabe el suyo.

—De he­cho, sí, lo sé.

—¿Cuál es?

Son­rió con pi­car­día.

—Si se lo con­ta­ra se per­de­ría la di­ver­sión.

Sin­tió un hor­mi­gueo, cá­li­do y ex­ci­tan­te, que se ex­ten­día ha­cia sus hom­bros y a lo lar­go de su co­lum­na ver­te­bral. Tam­bién era ate­rra­dor y es­pe­ran­za­dor. ¿Qué pre­cio te­nía la se­gu­ri­dad de su fa­mi­lia? ¿Qué pre­cio te­nía su repu­tación de rara pero no de men­ti­ro­sa?

¿Y qué pre­cio te­nía un es­po­so que no co­no­cía su pa­sa­do?

¿Por qué no ha­cer un tra­to con ese dia­blo?

La res­pues­ta la atra­ve­só en un su­su­rro, la pro­me­sa de algo pe­li­gro­so. Pero, a pe­sar de ello, to­da­vía sen­tía aque­lla pro­fun­da ten­ta­ción. Aun­que pri­me­ro de­bía ase­gu­rar­se.

—Si acep­to…

Esa son­ri­sa de nue­vo, como si fue­ra un gato de­lan­te de un ca­na­rio.

Si acep­to… —re­pi­tió frun­cien­do el ceño—, ¿él no ne­ga­rá el com­pro­mi­so?

Dia­blo in­cli­nó la ca­be­za.

—Na­die se en­te­ra­rá nun­ca de su men­ti­ra, Fe­li­city.

—¿Y me que­rrá?

—Como al aire que res­pi­ra —le res­pon­dió, y sus pa­la­bras so­na­ron a una ma­ra­vi­llo­sa pro­me­sa.

No era po­si­ble. Ese hom­bre no era el dia­blo. E in­clu­so aun­que lo fue­ra, ni si­quie­ra Dios po­dría bo­rrar los acon­te­ci­mien­tos de esa no­che y ha­cer que el du­que de Mar­wick se ca­sa­ra con ella.

Pero ¿y si pu­die­ra?

Los tra­tos te­nían do­ble filo, y este hom­bre pa­re­cía más ex­ci­tan­te que la ma­yo­ría.

Qui­zás si no con­se­guía la pa­sión im­po­si­ble que él le pro­me­tía, po­dría ob­te­ner algo dis­tin­to. Se en­fren­tó a su mi­ra­da.

—¿Y si no pue­de ha­cer­lo? ¿Me de­be­rá us­ted un fa­vor?

Él se que­dó en si­len­cio an­tes de con­tes­tar.

—¿Está se­gu­ra de que desea que Dia­blo le deba un fa­vor?

—Me pa­re­ce que se­ría un fa­vor mu­cho más útil que el de al­guien que sea bueno todo el tiem­po —se­ña­ló.

La ceja que que­da­ba so­bre su ci­ca­triz se ele­vó di­ver­ti­da.

—Me pa­re­ce jus­to. Si fra­ca­so, pue­de re­cla­mar­me un fa­vor.

Ella asin­tió y ex­ten­dió la mano para es­tre­char la de él, algo de lo que se arre­pin­tió en el mo­men­to en que su enor­me mano tomó la de ella. Era cá­li­da y gran­de, con la pal­ma ás­pe­ra, como si rea­li­za­ra tra­ba­jos de los que no so­lían ocu­par­se los ca­ba­lle­ros.

Era de­li­cio­sa, y ella la sol­tó de in­me­dia­to.

—No de­be­ría ha­ber acep­ta­do —ma­ni­fes­tó él.

—¿Por qué no?

—Por­que los tra­tos en la os­cu­ri­dad no con­du­cen a nada bueno. —Se me­tió la mano en el bol­si­llo y sacó una tar­je­ta de vi­si­ta—. La veré den­tro de dos no­ches, a me­nos que me ne­ce­si­te an­tes. —Dejó caer la tar­je­ta en la me­si­ta jun­to a la si­lla que Fe­li­city pen­só que él nun­ca aban­do­na­ría—. Cie­rre esa puer­ta con lla­ve cuan­do sal­ga. No que­rrá que en­tre nin­gún be­lla­co mien­tras duer­me.

—Las ce­rra­du­ras no han im­pe­di­do que en­tre el pri­mer be­lla­co esta no­che.

Él son­rió de lado.

—No es la úni­ca que sabe for­zar ce­rra­du­ras en Lon­dres, que­ri­da.

Ella se son­ro­jó cuan­do él in­cli­nó el som­bre­ro y sa­lió a tra­vés de las puer­tas del bal­cón an­tes de que ella pu­die­ra ne­gar que for­za­ra ce­rra­du­ras, y su bas­tón pla­tea­do bri­lló bajo la luz de la luna.

Para cuan­do ella lle­gó al bor­de del bal­cón, él ya ha­bía des­apa­re­ci­do, am­pa­ra­do por la no­che.

Vol­vió a en­trar y ce­rró la puer­ta con lla­ve para des­pués fi­jar la mi­ra­da en la tar­je­ta de vi­si­ta.

La le­van­tó y es­tu­dió la ela­bo­ra­da in­sig­nia que con­te­nía:


En la par­te tra­se­ra ha­bía una di­rec­ción —una ca­lle de la que nun­ca ha­bía oído ha­blar— y, de­ba­jo de ella, con la mis­ma ca­li­gra­fía mas­cu­li­na, ha­bía es­cri­ta la si­guien­te fra­se:

«Dia­blo le da la bien­ve­ni­da».

Lady Felicity y el canalla

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