Читать книгу Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean - Страница 9
Capítulo 5
ОглавлениеFelicity dio un salto en el aire, lanzó un grito al escucharlo y se giró para mirar hacia el extremo de la habitación que estaba sumido en la oscuridad, donde no parecía haber nada fuera de lugar.
Tras levantar la vela escudriñó las esquinas y la luz llegó al fin hasta un par de brillantes botas negras que se estiraban y cruzaban a la altura del tobillo, así como hasta el refulgente extremo plateado de un bastón que descansaba sobre la punta de uno de los pies.
«Es él».
Ahí. En su dormitorio. Como si fuera completamente normal.
Nada de lo sucedido aquella noche era normal.
El corazón comenzó a latirle con más fuerza que lo había hecho un rato antes, esa misma noche, y retrocedió hacia la puerta.
—Creo que se ha equivocado de casa, señor.
Las botas no se movieron.
—Estoy en la casa correcta.
Ella parpadeó varias veces.
—Entonces no hay duda de que debe de haberse equivocado de habitación.
—También estoy en la habitación correcta.
—Esta es mi alcoba.
—No podía llamar a la puerta en plena noche para pedir una audiencia con usted, ¿verdad? Escandalizaría a los vecinos y, entonces, ¿dónde quedaría su reputación?
Se abstuvo de señalar que los vecinos iban a escandalizarse de todos modos a la mañana siguiente, cuando todo Londres supiera que había mentido.
Aunque él pareció adivinar lo que estaba pensando.
—¿Por qué ha mentido?
Ella hizo caso omiso a la pregunta.
—No hablo con extraños en mi alcoba.
—Pero no somos extraños, querida.
El extremo plateado del bastón golpeó la punta de su bota con un ritmo lento y uniforme.
Ella torció los labios.
—No tengo tiempo para gente de poca importancia.
Aunque él seguía en la oscuridad, casi podía verle sonreír.
—Y esta noche lo ha demostrado, ¿verdad, Felicity Faircloth?
—No soy la única que ha mentido. —Entrecerró los ojos para observar en la oscuridad—. Sabía quién era yo.
—Pero sí es la única cuya mentira es tan grande que podría acabar con esta casa.
Ella frunció el ceño.
—Me ha vencido, señor. ¿Con qué fin? ¿Quiere asustarme?
—No. No deseo asustarla.
La voz del hombre era pesada como la oscuridad en la que estaba envuelto. Grave, calmada y, de alguna manera, tan nítida como un disparo.
El corazón de Felicity retumbaba.
—Creo que eso es precisamente lo que pretende hacer. —El extremo plateado volvió a golpetear y ella dirigió su mirada irritada hacia él—. También creo que debería marcharse antes de que decida que, en vez de asustada, debería estar enfadada.
Una pausa. Más golpeteo.
Y entonces, él se movió: se inclinó hacia el círculo de luz hasta que ella pudo verle las piernas y la chistera negra que reposaba en su muslo. Tenía las manos desnudas, y tres anillos de plata brillaban a la luz de las velas —en el dedo pulgar, índice y anular de la derecha. En sus manos acababan las mangas negras de un abrigo que se ajustaba a la perfección a sus brazos y hombros. El anillo de luz terminaba en una mandíbula afilada recién afeitada. Levantó la vela un poco más, y allí estaba él.
Inhaló bruscamente; y pensar que antes había tenido la ridícula sensación de que el duque de Marwick era apuesto.
Pues ya no.
Porque seguramente no había hombre en la tierra que fuera más apuesto que este. Su aspecto acompañaba por completo al sonido de su voz: como un murmullo grave, líquido. Como la tentación. «Como el pecado».
Un lado de su cara permanecía en la sombra, pero el que podía ver… era glorioso. Un rostro largo y delgado, de ángulos afilados y huecos sombreados, de cejas oscuras y arqueadas y labios llenos, con unos ojos que brillaban repletos de conocimiento, algo que suponía que no compartiría, y una nariz que avergonzaría a la realeza, perfectamente recta, como si hubiera sido esculpida por una hoja afilada y decidida.
Tenía el pelo oscuro y bastante corto, suficiente como para poder apreciar la redonda forma de su cabeza.
—Su cabeza es perfecta.
Él sonrió.
—Siempre lo he pensado.
Ella dejó caer la vela y lo devolvió a las sombras.
—Quiero decir que tiene una forma perfecta. ¿Cómo consigue cortarse el pelo tan cerca del cuero cabelludo?
Él dudó antes de contestar.
—Lo hace una mujer en la que confío.
Ella arqueó las cejas ante la inesperada respuesta.
—¿Sabe ella que está aquí?
—No, no lo sabe.
—Bueno, ya que ella suele acercar una cuchilla a su cabeza, será mejor que se marche antes de que se lleve un disgusto.
Se oyó un rumor grave, y se le cortó la respiración. ¿Era risa?
—No antes de que me diga por qué mintió.
Felicity sacudió la cabeza.
—Como ya he dicho, señor, no tengo la costumbre de conversar con extraños. Por favor, váyase. Salga del mismo modo que ha entrado. —Hizo una pausa—. Por cierto, ¿cómo ha entrado?
—Tiene un balcón, Julieta.
—También tengo una habitación en el tercer piso, no Romeo.
—Y una robusta celosía.
Percibió una chispa de perezosa diversión en sus palabras.
—Subió por la celosía.
—En efecto, lo hice.
Siempre se había imaginado que alguien trepara por esa celosía. Pero no que fuera un criminal que viniera a… ¿A qué había venido?
—Entonces supongo que el bastón no le sirve de apoyo.
—No es ese tipo de apoyo, no.
—¿Es un arma?
—Todo es un arma si uno sabe usarla.
—Excelente consejo, ya que parece que hay un intruso en mi habitación.
Él chasqueó la lengua.
—Pero uno amistoso.
—Oh, sí… —se burló—, amistoso es la primera palabra que usaría para describirle.
—Si fuera a secuestrarla y llevarla hasta mi guarida, ya lo habría hecho.
—¿Tiene una guarida?
—De hecho, sí que la tengo, pero no tengo intención de llevarla allí. Esta noche no.
lady Felicity mentiría si dijera que la última frase no le sonaba emocionante.
—Ah, eso me permitirá dormir bien en el futuro —afirmó.
Él soltó una risa suave y grave, justo como la luz que iluminaba la habitación.
—Felicity Faircloth, no es usted lo que esperaba.
—Lo dice como si fuera un cumplido.
—Lo es.
—¿Seguirá siéndolo cuando le golpee en toda la cabeza con este candelabro?
—No va a herirme —le contestó él.
A Felicity no le gustó lo bien que parecía entender que lo que acababa de decir no era más que pura bravuconería.
—Parece terriblemente seguro de sí mismo para ser alguien que no me conoce.
—La conozco, Felicity Faircloth. La conocí en el momento en que la vi en el balcón del invernadero clausurado de Marwick. Lo único que no conocía era el color de ese vestido.
Ella se miró el vestido, que ya había visto dos temporadas y tenía el color de sus mejillas.
—Es rosa.
—No es solo rosa —añadió en un tono misterioso lleno de promesas y de algo más que a ella no le gustó—. Es el color del cielo de Devon al amanecer.
Tampoco le gustó la forma en que aquellas palabras parecieron llenarla, como si algún día fuera a ver ese cielo pensando en ese hombre y en ese momento. Como si pudiera dejarle una marca que no sería capaz de borrar.
—Responda a mi pregunta y me marcharé. ¿Por qué mintió?
—No lo recuerdo.
—Sí, sí que lo recuerda. ¿Por qué mintió a ese montón de desgraciados?
La descripción era tan ridícula que casi se rio. Casi. Pero él no parecía encontrarlo divertido.
—No son tan desgraciados.
—Son aristócratas pretenciosos y malcriados con las cabezas tan metidas en el culo del resto que no tienen ni idea de que el mundo avanza rápidamente y pronto otros ocuparán su lugar.
Se le desencajó la mandíbula.
—Pero a usted, Felicity Faircloth —dio dos golpes de bastón en su bota—, nadie le va a arrebatar su lugar, así que se lo preguntaré de nuevo: ¿por qué mintió?
Ya fuera por lo sorprendida que estaba ante su análisis o por la manera tan objetiva en que lo había expresado, Felicity le respondió.
—Nadie desea mi lugar. —Él no habló, así que ella llenó el silencio—. Lo que quiero decir es que… mi lugar no existe. No está en ninguna parte. Antes estuvo con ellos, pero entonces… —Su voz se fue apagando. Se encogió de hombros—. Soy invisible. —Y después, sin poder evitarlo, añadió en voz baja—: Quería castigarlos. Y quería que desearan que volviera.
Odiaba la verdad de aquellas palabras. ¿No debería ser lo suficientemente fuerte como para darles la espalda? ¿No debería importarle menos? Odiaba la debilidad que mostraba.
Y lo odiaba a él por obligarla a exponerla.
Esperó a que él respondiera desde la oscuridad mientras recordó con extrañeza aquella vez que había visitado la Real Sociedad Entomológica y había visto una enorme mariposa atrapada en ámbar. Hermosa, delicada y perfectamente conservada, pero congelada en el tiempo por siempre.
Aquel hombre no la capturaría. Ese día no.
—Creo que voy a llamar al servicio para que vengan a sacarlo de aquí. Ha de saber que mi padre es un marqués, y es bastante ilegal entrar en la casa de un aristócrata sin permiso.
—Es bastante ilegal entrar en la casa de cualquiera sin permiso, Felicity Faircloth, pero ¿le gustaría que le dijera que estoy bastante impresionado por el título de su padre y también por el de su hermano?
—¿Por qué debería ser la única que miente esta noche?
Se hizo una pausa.
—Así que lo admite.
—No tengo más remedio. Mañana lo sabrá todo Londres. Felicity, la feliz, con su falso fantoche.
Él no encontró divertida la aliteración.
—Sabe, el título de su padre es ridículo. Y el de su hermano también.
—¿Disculpe? —respondió ella, pues no se le ocurría nada más.
—Bumble y Grout. Por Dios. Cuando la pobreza los atrape al fin, pueden convertirse en boticarios y vender tinturas y tónicos a los desesperados de Lambeth.
Él sabía que eran pobres. ¿Lo sabía todo Londres? ¿Era la última en enterarse? ¿La última a quien se lo había contado incluso la familia que pretendía usarla para remediarlo? Tan solo con pensarlo volvió a sentirse en extremo irritada.
El hombre continuó.
—Y usted, Felicity Faircloth, con ese nombre debería aparecer en un libro de cuentos.
Ella le lanzó una mirada cortante.
—Me interesa taaanto su opinión sobre nuestros nombres…
Él ignoró su burla.
—Una princesa de cuento, encerrada en una torre, desesperada por formar parte del mundo que la atrapó allí… Por ser aceptada por él.
Todo en este hombre era desconcertante y extraño y vagamente exasperante.
—No me gusta usted.
—No, no le gusta la verdad, mi pequeña mentirosa. No le gusta que vea que su absurdo deseo es una falsa amistad con un puñado de aristócratas estirados y perfumados que no pueden verla como realmente es.
Debería de sentir una docena de emociones negativas estando él tan cerca y en la oscuridad. Y sin embargo…
—¿Y qué es lo que soy?
—El doble de buena que esos seis.
Aquella respuesta le hizo sentir un atisbo emoción, y casi se dejó arrastrar por ese hombre, que bien podría estar hecho de magia con champán. En vez de eso, negó con la cabeza y esbozó su mejor expresión de desdén.
—Si yo fuera esa princesa, señor, entonces no estaría usted aquí.
Se desplazó por la pared, lista para tirar de la cuerda de nuevo.
—¿No es esa la parte que a todos les gusta? ¿La parte en la que la princesa es rescatada de la torre?
Ella lo miró por encima del hombro.
—Se supone que es un príncipe el que la rescata, no un… lo que sea usted.
Agarró la cuerda.
Él habló antes de que ella pudiera tirar.
—¿Quién es la polilla?
Ella se volvió hacia él muerta de vergüenza.
—¿Qué?
—Deseaba ser fuego, princesa. ¿Quién es la polilla?
Las mejillas le ardían. No había dicho nada sobre polillas. ¿Cómo sabía él lo que ella había querido decir con exactitud?
—No debería escuchar a escondidas.
—Tampoco debería estar sentado en su habitación a oscuras, querida, pero aquí estoy.
Ella entrecerró los ojos.
—He de asumir que no es el tipo de hombre que suele acatar las reglas.
—¿Me ha visto cumplir alguna durante el extenso periodo de tiempo que ha pasado desde que nos hemos conocido?
Volvió a sentirse irritada.
—¿Quién es usted? ¿Por qué acechaba Marwick House como si fuera un perverso… acechador?
Él permaneció impertérrito.
—Un acechador que acecha, ¿es eso lo que soy?
Aquel hombre, al igual que todo Londres, parecía saber más que ella. Entendía el campo de batalla y era diestro en la guerra. Cosa que ella odiaba.
Le lanzó su mirada más fulminante.
No tuvo ningún efecto.
—Se lo repetiré una vez más, querida. Si usted es la llama, ¿quién es la polilla?
—Seguro que usted no, señor.
—Es una lástima.
A ella tampoco le gustó la insolencia en sus palabras.
—Pues yo estoy muy contenta con mi decisión.
Él rio por lo bajo, aquella risa que a ella le provocaba cosas extrañas.
—¿Le digo lo que pienso?
—Desearía que no lo hiciera —le replicó ella.
—Creo que su polilla es muy difícil de atraer. —Ella frunció los labios pero no habló—. Y sé que puedo atraerla para usted. —Recobró el aliento conforme él continuaba—. Sí, esa polilla que, según ha presumido ante la mitad de Londres, ya ha chamuscado.
Felicity se sintió agradecida por la oscuridad que reinaba en la habitación y que evitaba que él pudiera ver lo roja que se le había puesto la cara. O su espanto. O su emoción. ¿Acaso ese hombre, que de alguna manera había logrado colarse en su dormitorio en mitad de la noche, le estaba sugiriendo en serio que no había arruinado ni su vida ni las oportunidades de subsistencia de su familia?
Sintió una esperanza tan salvaje que la asustó.
—¿Podría conseguírmelo?
Entonces se rio. Su risa era grave, oscura y exenta de humor, y le provocó un desagradable escalofrío.
—Como a un gatito su platillo.
Ella frunció el ceño.
—No debería burlarse.
—Cuando esté de broma, querida, lo sabrá. —Se inclinó de nuevo hacia atrás, estiró las piernas y volvió a golpearse la bota con el bastón infernal—. El duque de Marwick podría ser suyo, Felicity Faircloth. Y sin que Londres se enterara nunca de la mentira que ha contado.
Comenzó a hiperventilar.
—Eso es imposible.
Y aun así, sin saber cómo, se creía lo que le estaba diciendo.
—¿Hay algo que sea realmente imposible?
Ella lanzó una risa forzada.
—¿Aparte de que un cotizado duque me elija a mí en vez de a cualquier otra mujer de Gran Bretaña?
Tap. Tap.
—Incluso eso es posible, Felicity Faircloth, la mayor, sosa, testaruda y abandonada. Esta es la parte del cuento en la que la princesa consigue todo lo que siempre ha deseado.
Pero aquello no era un libro de cuentos. Y ese hombre no podía darle lo que ella deseaba.
—Esa parte suele comenzar con algún tipo de hada. Y usted no tiene aspecto de nada mágico.
Volvió a escucharse su risa grave.
—Ahí debo darle la razón. Pero hay otras criaturas que, sin ser hadas, se dedican a una profesión similar.
Su corazón volvió a latir con fuerza, odiaba que continuara invadiéndola aquella salvaje esperanza de que ese extraño en la oscuridad pudiera cumplir su imposible promesa.
Era una locura, pero fue avanzando hacia él hasta volver a iluminarlo, y más cerca, hasta llegar al final de sus piernas increíblemente largas, al final de su bastón increíblemente largo y, entonces, alzó la vela para revelar su rostro increíblemente apuesto una vez más.
Esta vez, sin embargo, pudo verlo entero, y su perfecto lado izquierdo no coincidía con el derecho, donde había una terrible cicatriz, blanca y fruncida, que empezaba en la sien y terminaba en la mandíbula.
Cuando ella inhaló con brusquedad, él apartó la cara de la luz.
—Una lástima. Esperaba con ansias el sermón que parecía estar a punto de darme. No pensaba que se desanimaría tan fácilmente.
—Oh, no estoy en absoluto desanimada. De hecho, estoy agradecida de que ya no sea el hombre más perfecto que haya visto nunca.
Él se volvió y su oscura mirada buscó la de ella.
—¿Agradecida?
—En efecto. Nunca he entendido del todo qué es lo que se debe hacer con hombres extremadamente perfectos.
Él levantó una ceja.
—Lo que se hace con ellos.
—Además de lo obvio.
Ahora inclinó la cabeza.
—¿Lo obvio?
—Mirarlos.
—Ah… —respondió.
—En cualquier caso, ahora me siento mucho más cómoda.
—¿Porque ya no soy perfecto?
—Todavía está muy cerca de parecerlo, pero ya no es el hombre más apuesto que haya conocido nunca —mintió.
—Creo que debería sentirme insultado, pero lo superaré. Por curiosidad, ¿quién ha usurpado mi trono?
«Nadie. Si acaso, la cicatriz le hace más apuesto».
Pero ese no era el tipo de hombre al que podía decirle aquello.
—Técnicamente, él tenía el trono antes que usted. Simplemente ha vuelto a reclamarlo.
—Agradecería un nombre, lady Felicity.
—¿Cómo lo llamó antes? ¿Mi polilla?
Se quedó completamente quieto por un momento, pero no lo suficiente como para que una persona normal se diera cuenta.
Felicity sí se dio cuenta.
—Creí que ya se lo esperaba —dijo en tono burlón—. Dado que se ha ofrecido a conseguirlo para mí.
—La oferta sigue en pie, aunque no encuentro al duque apuesto. En absoluto.
—No es necesario debatir sobre ello. Ese hombre es empíricamente atractivo.
—Mmm… —replicó, aparentemente sin estar convencido—. Dígame por qué mintió.
—Dígame usted por qué está tan dispuesto a ayudarme a arreglarlo.
Él le sostuvo la mirada durante un buen rato.
—¿Me creería si le digo que soy un buen samaritano?
—No. ¿Por qué estaba fuera del baile de Marwick? ¿Qué significa él para usted?
Él levantó un hombro y después lo dejó caer.
—Dígame por qué no cree que él estaría encantado de prometerse con usted.
Ella sonrió.
—En primer lugar, porque no tiene ni idea de quién soy.
Un lado de su boca se movió, y ella se preguntó cómo sería verlo sonreír por completo.
Tras dejar a un lado ese estúpido pensamiento, continuó.
—Y, como dije, los hombres extremadamente apuestos no me sirven.
—Eso no es lo que dijo —respondió él—. Dijo que no estaba segura de qué se debía hacer con los hombres en extremo apuestos.
Ella pensó por un momento.
—Ambos enunciados son ciertos.
—¿Por qué cree que Marwick no le serviría?
Ella frunció el ceño.
—Creo que eso sería obvio.
—No lo es.
Se resistió a contestar, y cruzó los brazos como si quisiera protegerse.
—Esa es una pregunta grosera.
—También ha sido grosero por mi parte trepar por la celosía e invadir su dormitorio.
—Así es. —Y entonces, por algún motivo que nunca llegaría a comprender, respondió a su pregunta, dejando que la frustración, la preocupación y una sensación muy real de ruina inminente se apoderaran de ella—. Porque soy el epítome de lo ordinario. Porque no soy hermosa, ni entretenida, ni una conversadora ejemplar. Y aunque una vez pensé que era imposible que acabara siendo una solterona madura, aquí estamos, y nadie me ha querido de verdad. Y no espero que las cosas comiencen a cambiar ahora con un apuesto duque.
Él permaneció en silencio durante bastante tiempo, y la vergüenza que sentía la sofocaba.
—Por favor, váyase —añadió al fin.
—Conmigo sí parece ser una conversadora ejemplar.
Ella ignoró el hecho de que él no se mostrara en desacuerdo con el resto de sus descripciones.
—Es usted un extraño en la oscuridad. Todo es más fácil a oscuras.
—Nada es más fácil a oscuras —la contradijo él—, pero eso es irrelevante. Está equivocada, y por eso estoy aquí.
—¿Para convencerme de que soy una buena conversadora?
Unos dientes brillaron y se puso en pie, llenando la habitación con su altura. Los nervios de Felicity revolotearon en su interior al contemplar su figura, hermosamente esbelta, de anchos hombros y estrechas caderas.
—He venido a darle lo que desea, Felicity Faircloth.
La promesa escondida en ese susurro recorrió todo su cuerpo. ¿Era miedo lo que sentía? ¿O algo más? Negó con la cabeza.
—Pero no puede hacerlo. Nadie puede.
—Quiere el fuego —dijo en voz baja.
Ella volvió a negar.
—No, no lo quiero.
—Por supuesto que sí. Pero no es eso todo lo que desea, ¿verdad? —Dio un paso más hacia ella, y ella pudo olerlo, cálido y ahumado, como si procediera de algún lugar prohibido—. Lo quiere todo. El mundo, el hombre, el dinero, el poder. Y algo más, también. —Se acercó todavía más, abrumándola con su altura y su embriagadora y tentadora calidez—. Algo más. —Sus palabras se convirtieron en un susurro—. Algo secreto.
Ella dudó y odió que él, ese extraño, pareciera conocerla tan bien.
Odió su deseo de responderle. Odió haberlo hecho.
—Más de lo que puedo tener.
—¿Y quién ha dicho eso, milady? ¿Quién le ha dicho que no puede tenerlo todo?
Ella le miró la mano. El mango plateado del bastón relucía entre sus largos y fuertes dedos, y el anillo de plata de su índice le lanzaba destellos. Estudió el patrón del metal para tratar de discernir la forma que se ocultaba en el bastón. Después de lo que pareció una eternidad, ella lo miró.
—¿Tiene un nombre?
—Diablo.
Su corazón se aceleró al escuchar esa palabra, que parecía totalmente ridícula pero sencillamente perfecta.
—Ese no es su verdadero nombre.
—Es extraño el valor que le damos a los nombres, ¿no cree, Felicity Faircloth? Llámeme como quiera, pero soy el hombre que puede dárselo todo. Todo lo que desee.
Ella no le creyó. Estaba claro. En absoluto.
—¿Por qué yo?
Él tendió entonces su mano hacia ella, y ella supo que debería haber retrocedido. Sabía que no debería haber permitido que la tocase, sobre todo cuando sus dedos le recorrieron la mejilla izquierda dejando un rastro de fuego a su paso, como si estuviesen dejando su marca sobre ella, la marca de su presencia.
Pero el ardor que provocaba su tacto no se parecía en nada al dolor. Especialmente cuando respondió.
—¿Por qué no?
¿Por qué no ella? ¿Por qué no debería tener lo que deseaba? ¿Por qué no debería hacer un trato con este diablo que había aparecido de la nada y que pronto desaparecería?
—Deseo no haber mentido —dijo.
—No puedo cambiar el pasado. Solo el futuro. Pero puedo cumplir su promesa.
—¿Convertir la paja en oro?
—Ah, así que estamos en un cuento, después de todo.
Hacía que todo pareciera tan fácil, tan posible, como si pudiera hacer un milagro en la noche sin esfuerzo alguno.
Claro que era una locura. No podía cambiar lo que ella había dicho. La mentira que había contado, la mayor de todas. Las puertas se habían cerrado en torno a ella esa noche, bloqueándole cualquier camino posible, cercenando su futuro y el futuro de su familia. Recordó la impotencia de Arthur. La desesperación de su madre. La resignación de ambos. Como cerraduras que no se podían forzar.
Y ahora, ese hombre… blandía una llave.
—¿Puede hacerlo realidad?
Él giró la mano, y ella sintió su calor contra la mejilla y a lo largo de su mandíbula y, durante un fugaz instante, Diablo se convirtió en el rey de las hadas, que la tenía cautiva.
—El compromiso es fácil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿verdad?
¿Cómo lo sabía?
Su tacto prendió fuego por su cuello, y sus dedos le besaron la curva del hombro.
—Cuénteme el resto, Felicity Faircloth. ¿Qué más desea la princesa de la torre? Que el mundo esté a sus pies, que su familia sea rica de nuevo, y…
Las palabras se fueron apagando y llenaron la habitación hasta que la respuesta brotó de lo más profundo de Felicity.
—Quiero que él sea la polilla. —Él levantó la mano de su piel, y ella sintió una aguda pérdida—. Deseo ser el fuego.
Diablo asintió, sus labios se curvaron como el pecado, sus ojos incoloros se oscurecieron entre las sombras y ella se preguntó si se sentiría menos cautiva si pudiera ver su color.
—Desea que se sienta atraído por usted.
Un recuerdo le sobrevino, un marido desesperado por su mujer. Un hombre desesperado por su amor. Una pasión que no se podía negar, todo por una mujer que poseía todo el poder.
—Sí.
—Tenga cuidado con la tentación, milady. Es una palabra peligrosa.
—Hace que suene como si ya la hubiera experimentado.
—Eso es porque lo he hecho.
—¿Su barbera? —¿Sería esa mujer su esposa? ¿Su amante? ¿Su amor? ¿Por qué le importaba a Felicity?
—La pasión quema en ambos sentidos.
—No tiene por qué —dijo, sintiéndose de repente profunda y extrañamente cómoda con ese hombre al que no conocía—. Espero poder llegar a amar a mi esposo, pero no tengo por qué estar consumida por él.
—Quiere ser usted quien lo consuma.
Quería que ser deseada. Más allá de la razón. Deseaba que se murieran por ella.
—Quiere que vuele hasta su llama.
«Imposible».
—Cuando las estrellas te ignoran —repuso ella—, te preguntas si alguna vez serás capaz de brillar. —Inmediatamente avergonzada por las palabras, Felicity se dio la vuelta y rompió el hechizo. Se aclaró la garganta—. No importa. No puede cambiar el pasado. No puede borrar mi mentira y convertirla en verdad. No puede hacer que me desee. No podría ni aunque fuera el diablo. Es imposible.
—Pobre Felicity Faircloth, tan preocupada por lo imposible.
—Era una mentira —proclamó—. Ni siquiera he conocido al duque.
—Y aquí tiene la verdad… El duque de Marwick no ignorará su reclamo.
Imposible. Y aun así, una pequeña parte de ella esperaba que fuera verdad. De serlo, podría ser capaz de salvarlos a todos.
—¿Cómo?
Él sonrió.
—La magia de Diablo.
Ella levantó una ceja.
—Si puede conseguirlo, señor, se habrá ganado su estúpido nombre.
—La mayoría de la gente opina que mi nombre es inquietante.
—Yo no soy la mayoría de la gente.
—Eso es cierto, es Felicity Faircloth.
No le gustaba la calidez que se extendió a través de ella al escuchar esas palabras, así que las ignoró.
—¿Y lo haría porque tiene un corazón bondadoso? Perdóneme si no me lo creo, Diablo.
Él inclinó la cabeza.
—Por supuesto que no. No hay nada bueno en mi corazón. Cuando esté hecho y lo haya conseguido, tanto su corazón como su mente, vendré a cobrar mi deuda.
—Supongo que esta es la parte en la que me dice que su deuda será mi primogénito.
Él se rio. Su risa sonaba contenida y secreta, como si hubiera dicho algo más divertido de lo que ella pensaba, antes de continuar.
—¿Qué haría yo con un bebé llorón?
Sus labios se curvaron al escucharlo.
—No tengo nada que darle.
La miró durante un largo momento.
—Se vende mal, Felicity Faircloth.
—A mi familia ya no le queda dinero —afirmó—. Usted mismo lo ha dicho.
—Si lo tuviera no estaría en este aprieto, ¿verdad?
Ella frunció el ceño ante su objetiva evaluación de los hechos, ante la impotencia que le provocaron aquellas las palabras.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que el conde de Grout y el marqués de Bumble han perdido una fortuna? Querida, todo Londres lo sabe. Incluso aquellos que no estamos invitados a los bailes de Marwick.
Ella hizo una mueca.
—No lo sabía.
—Hasta que no han necesitado que lo supiera.
—Ni siquiera entonces —refunfuñó—. No lo he sabido hasta que no he podido hacer nada para solucionarlo.
Él golpeó el suelo dos veces con su bastón.
—Estoy aquí, ¿no es así?
Ella lo miro con los ojos entrecerrados.
—Por un precio.
—Todo tiene un precio, cariño.
—Y supongo que ya sabe el suyo.
—De hecho, sí, lo sé.
—¿Cuál es?
Sonrió con picardía.
—Si se lo contara se perdería la diversión.
Sintió un hormigueo, cálido y excitante, que se extendía hacia sus hombros y a lo largo de su columna vertebral. También era aterrador y esperanzador. ¿Qué precio tenía la seguridad de su familia? ¿Qué precio tenía su reputación de rara pero no de mentirosa?
¿Y qué precio tenía un esposo que no conocía su pasado?
¿Por qué no hacer un trato con ese diablo?
La respuesta la atravesó en un susurro, la promesa de algo peligroso. Pero, a pesar de ello, todavía sentía aquella profunda tentación. Aunque primero debía asegurarse.
—Si acepto…
Esa sonrisa de nuevo, como si fuera un gato delante de un canario.
—Si acepto… —repitió frunciendo el ceño—, ¿él no negará el compromiso?
Diablo inclinó la cabeza.
—Nadie se enterará nunca de su mentira, Felicity.
—¿Y me querrá?
—Como al aire que respira —le respondió, y sus palabras sonaron a una maravillosa promesa.
No era posible. Ese hombre no era el diablo. E incluso aunque lo fuera, ni siquiera Dios podría borrar los acontecimientos de esa noche y hacer que el duque de Marwick se casara con ella.
Pero ¿y si pudiera?
Los tratos tenían doble filo, y este hombre parecía más excitante que la mayoría.
Quizás si no conseguía la pasión imposible que él le prometía, podría obtener algo distinto. Se enfrentó a su mirada.
—¿Y si no puede hacerlo? ¿Me deberá usted un favor?
Él se quedó en silencio antes de contestar.
—¿Está segura de que desea que Diablo le deba un favor?
—Me parece que sería un favor mucho más útil que el de alguien que sea bueno todo el tiempo —señaló.
La ceja que quedaba sobre su cicatriz se elevó divertida.
—Me parece justo. Si fracaso, puede reclamarme un favor.
Ella asintió y extendió la mano para estrechar la de él, algo de lo que se arrepintió en el momento en que su enorme mano tomó la de ella. Era cálida y grande, con la palma áspera, como si realizara trabajos de los que no solían ocuparse los caballeros.
Era deliciosa, y ella la soltó de inmediato.
—No debería haber aceptado —manifestó él.
—¿Por qué no?
—Porque los tratos en la oscuridad no conducen a nada bueno. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita—. La veré dentro de dos noches, a menos que me necesite antes. —Dejó caer la tarjeta en la mesita junto a la silla que Felicity pensó que él nunca abandonaría—. Cierre esa puerta con llave cuando salga. No querrá que entre ningún bellaco mientras duerme.
—Las cerraduras no han impedido que entre el primer bellaco esta noche.
Él sonrió de lado.
—No es la única que sabe forzar cerraduras en Londres, querida.
Ella se sonrojó cuando él inclinó el sombrero y salió a través de las puertas del balcón antes de que ella pudiera negar que forzara cerraduras, y su bastón plateado brilló bajo la luz de la luna.
Para cuando ella llegó al borde del balcón, él ya había desaparecido, amparado por la noche.
Volvió a entrar y cerró la puerta con llave para después fijar la mirada en la tarjeta de visita.
La levantó y estudió la elaborada insignia que contenía:
En la parte trasera había una dirección —una calle de la que nunca había oído hablar— y, debajo de ella, con la misma caligrafía masculina, había escrita la siguiente frase:
«Diablo le da la bienvenida».