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Capítulo 5 Beth

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Cuando Jason llegó a casa, Beth había acostado a las niñas y estaba recogiendo los juguetes del baño. Ese era su momento favorito del día, cuando casi había dejado atrás el caos y tenía ante sí la posibilidad de una velada tranquila. A veces se servía una copa de vino y se permitía leer unas cuantas páginas de una revista antes de empezar con la cena.

Esa noche estaba demasiado nerviosa para pensar en leer, pero sabía que tenía que esperar al menos a que Jason se quitara el abrigo antes de contarle sus noticias. Cuando recogía unas toallitas húmedas, lo oyó hablar por teléfono.

—Lo hemos bordado. Les han encantado las ideas. Por la mañana hablaré con Steve para que envíe las cifras. La oficina de Londres está cerrada ahora, pero llamaré mañana a primera hora. Estaré en el despacho a las seis.

Beth apagó la luz. Las seis implicaba poner el despertador a las cinco, lo que significaba que, si las niñas se despertaban por la noche, cosa que Ruby hacía con frecuencia frustrante, luego la volvería a despertar su marido antes de amanecer.

Intentando no pensar en su hermana volando en primera clase con una copa de champán, tiró las toallitas a la basura y fue a la sala de estar, donde Jason terminaba su llamada.

Una luz suave bañaba la estancia con un brillo cálido. Beth incluso había recogido todos los juguetes, tiaras y tutús que llenaban la habitación unas horas antes. Las revistas de moda que le gustaban estaban apiladas ordenadamente sobre la mesa. Un jarrón con lirios añadía un toque de elegancia, mancillado solo ligeramente por los dos ladrillos de Lego que asomaban por debajo del sofá.

Beth adoraba las flores. Le encantaba su fragilidad, su feminidad. Le gustaba que transformaban una estancia y levantaban el ánimo. Las asociaba con felicidad y también con Jason.

Al principio de su relación, él le regalaba flores todas las semanas. Después de nacer las niñas, andaban más escasos de dinero y eso había empezado a ocurrir con menos frecuencia, y, en consecuencia, las ocasiones en las que llegaba a casa con un ramo de flores se habían vuelto más especiales.

En ese breve periodo del día, el apartamento parecía una zona sin niños, un espacio solo para adultos, donde estos podían conversar sobre temas de actualidad, viajes y experiencias en restaurantes de Manhattan en lugar de debatir si el próximo juego iba a ser sobre bailarinas de ballet o bomberos. Un apartamento ordenado le daba a Beth la sensación de estar en control, aunque sabía que no era así. En lo relativo al desorden de los niños, había muchos días en los que tenía la sensación de estar achicando agua en un barco que se hundía.

Jason dejó el teléfono y le sonrió. Su rostro cambió de serio a sexi.

Ese día llevaba un traje a medida con una camisa negra abierta en el cuello. Ella notó de pasada que necesitaba un corte de pelo.

Solían bromear juntos con que, como director creativo de la agencia, su apreciación del diseño tenía que empezar por él mismo. «Este es un negocio creativo, cariño, y antes de vender una marca, tengo que venderme a mí».

Se habían conocido cuando Jason trabajaba en la campaña de una de las marcas de belleza para las que trabajaba también ella.

La estrella de él había seguido subiendo, mientras que la de ella había caído a tierra con tal contundencia, que seguía todavía esquivando los fragmentos rotos.

Por un momento, vio al hombre de negocios en lugar de al marido.

Pensó que así era como lo veía la gente en el trabajo. No lo veían tumbado con los periódicos del domingo y el pelo enmarañado. Veían al dinámico director creativo de una agencia multimedia de Manhattan.

Jason trabajaba bien. Gustaba a sus jefes y pronto tendría otro ascenso, con un buen aumento de sueldo.

Beth habría renunciado gustosa al dinero extra a cambio de tenerlo más tiempo en casa. No solo porque le gustaría que hicieran más vida familiar, también porque, en algún momento del camino, había perdido la sensación de que eran un equipo, pero estaba a punto de arreglar eso.

Había pensado toda la tarde cuál sería el mejor modo de llevar aquella conversación, pero al final había decidido ser directa.

Jason la atrajo hacia sí y la besó.

—¿Qué tal el día?

Beth le rodeó el cuello con los brazos. Le gustaba que él le sacara solo diez centímetros. Encajaban perfectamente el uno con el otro.

—Hannah ha cancelado la cena de mañana. Un viaje de negocios.

—¿Eso significa que no tengo que venir corriendo a casa del trabajo para una cena temprana? —él le soltó la mano y se quitó la chaqueta—. ¿Qué te pasa? ¿Te ha molestado? Es Hannah, ¿recuerdas? No es ninguna sorpresa que cancele, ¿verdad?

No era una sorpresa, pero eso no significaba que Beth no se llevara una decepción.

Se disponía a decírselo así, pero se lo impidió un coro de gritos infantiles, seguidos del ruido sordo de pies descalzos cuando las niñas salieron de su dormitorio.

—Papá, papá…

Estaban tan contentas, que era difícil enfadarse, aunque Beth sabía que tendría que volver a calmarlas y eso implicaba al menos una hora más hasta que pudiera tener la conversación que tanto deseaba.

—¡Hola! —Jason alzó a Ruby en sus brazos y giró con ella hasta que la niña gritó de contento—. ¿Cómo está mi niña?

—Mamá me ha comprado un camión de bomberos.

—¿Ah, sí? ¿Otro más? Pues supongo que ya tienes una flota completa —Jason miró a Beth, que se ruborizó.

Ruby lo abrazó con fuerza.

—Quiero ser bombera.

—Serás una bombera fantástica. Ningún fuego se atreverá a arder cerca de ti.

—¿Puedes jugar conmigo? ¿Puedo salvarte de un edificio en llamas?

—Ahora no, porque es hora de dormir. Quizá mañana —contestó su padre.

Melly se apretó contra su pierna, más reservada que su hermana. Jason dejó a Ruby en el suelo y alzó a su hija mayor.

—¿Cómo está mi otra chica?

Melly apoyó la cabeza en su hombro.

—Ruby siempre me dice lo que tengo que hacer.

Jason se echó a reír.

—Tiene grandes cualidades de liderazgo, ¿verdad, Ruby? Y tú también.

—A mí no me gusta gritar.

—El liderazgo no tiene nada que ver con gritar, cariño —él le acarició el pelo—. Un día tendrás un trabajo muy importante y todo el mundo te escuchará. No hará falta que grites.

A Beth le gustaba mucho que él jamás favorecía a una niña más que a otra. Le gustaba cómo trataba a las niñas, aunque sabía que él lo tenía más fácil. Comparando la crianza de las niñas con una comida, se podía decir que Jason iba directo al postre, saltándose todos los demás platos, incluidas las verduras. Se saltaba las pataletas, las peleas por no comer y las discusiones interminables. También desconocía el tipo de soledad que se producía por estar solo en casa con niños pequeños. Aunque ella no estaba sola, claro que no. Con dos niñas, casi nunca lo estaba. Pero eso no le impedía sentirse sola. Había descubierto que era un concepto imposible de explicar a la gente que no se encontraba en la misma situación.

—Si quieres acostarlas, yo terminaré la cena —dijo.

—Papá. ¿Nos lees un cuento?

—Sí —Jason captó la mirada de Beth—. ¿Por qué me miras así? ¿Qué he hecho?

—Ya les he leído dos cuentos antes y las he acostado. Necesitan dormir —contestó su esposa.

Además, había estado todo el día con ellas y estaba lista para sentarse con una copa de vino. Se sentía idiotizada, lo cual probablemente tenía sentido porque su cerebro últimamente hacía poco ejercicio.

Jason frunció el ceño.

—Un cuento no hará daño, ¿no crees? No las he visto en todo el día.

Tres pares de ojos la miraron esperanzados. Ella sabía que debía decir que no.

—Necesitan una rutina, Jason.

—Lo sé, pero solo por esta vez —él se adelantó a besarla, lo que básicamente significaba que ella ya no tenía nada más que decir, y luego extendió los brazos a las niñas y las llevó de vuelta a la cama.

En el dormitorio se oyó la voz de Ruby.

—Papá, ¿puedo dormir con mi camión de bomberos nuevo?

Beth entró en la cocina e inspeccionó la cazuela que tenía al horno. Removió, añadió sal e inhaló el olor a canela y especias que salía del plato de invierno. Era una de las recetas de su madre y le recordaba a su casa.

Adoraba esa época del año. Los días previos a las Navidades le resultaban casi tan seductores como las fiestas en sí. Le encantaba mirar los escaparates brillantemente iluminados, patinar sobre hielo en Central Park e ir a ver encender las luces en el árbol de Navidad del Rockefeller Center. El año anterior habían llevado a las niñas a ver El cascanueces, interpretado por el Ballet de la Ciudad de Nueva York. Por una vez, Ruby había dejado de retorcerse en el asiento, hipnotizada por los giros de los bailarines en el escenario. Melly se había mostrado encantada, inmersa en el mundo de las Hadas de Azúcar y los copos de nieve brillantes, con todas sus fantasías de princesa haciéndose realidad al son de la música romántica de Tchaikovsky.

Hasta Jason, que antes había declarado que prefería estar desnudo en Times Square a ir al ballet, había acabado por confesar que había sido una velada mágica. Lo que quería decir, claro, era que había sido mágico ver las caras de sus hijas.

—Me encantan estos momentos —había dicho, cuando caminaban por las calles nevadas hasta un pequeño bistró con ventanas brumosas y guirnaldas de luces, bañado en una atmósfera tan navideña que Ruby había preguntado si Santa Claus llegaría pronto.

Beth adoraba también esos momentos, pero la diferencia era que Jason «solo» tenía esos momentos.

Tenía la versión animada, limpia y de fantasía de la crianza de las niñas.

Ella tenía la realidad.

¿Hacía mal en querer más?

Cuando volvió Jason, ella había puesto la mesa y calentado los platos.

—Crecen muy deprisa —él se había duchado y cambiado de ropa. Con vaqueros y un suéter negro, parecía más joven. Menos el creativo ambicioso y más el hombre con el que ella se había casado—. Huele muy bien. ¿Qué vamos a cenar?

—Cordero. Lo iba a preparar mañana para Hannah, pero como no va a venir… —Beth se encogió de hombros y tomó uno de los platos.

—Hannah se lo pierde y yo lo gano —dijo él.

Beth sirvió arroz en el plato, añadió una porción generosa de la cazuela y se lo pasó. No quería pensar en Hannah.

—¿Qué tal tu día? —preguntó—. ¿Cómo ha ido la presentación? —reprimió sus noticias, aguardando el momento oportuno.

—Muy bien —él espero a que ella terminara de servirse y tomó el tenedor—. Hoy me ha llamado Sam a su despacho.

Sam era su jefe.

—¿Y qué quería?

—Conrad Bennett se marcha.

—¿Se marcha? —Beth jugueteaba con su tenedor. No porque no le interesara hablar del trabajo de él, sino porque solo podía pensar en la llamada de teléfono que había tenido ese día—. Pero es el director jefe de creativos. ¿Por qué se marcha?

—Va a montar su propia agencia, y ya sabes lo que significa eso.

—¿Te va a llevar con él?

—No. Mejor que eso —Jason alzó su copa de vino a modo de brindis—. Me han ofrecido su puesto.

Beth soltó un gritito.

—¿Te han ascendido?

Ignoró la vocecita que gritaba en su interior que esa conversación tenía que versar sobre la carrera de ella, no la de Jason.

—En el último año, he conseguido más clientes que ningún otro miembro de la agencia.

Beth se preguntó qué implicaría ese ascenso para ella y se sintió culpable por ser egoísta.

—Director jefe de creativos. Estoy orgullosa de ti —dijo.

Y lo estaba. ¿Tenía algo de malo que también sintiera un poco de envidia?

Los ojos de él brillaban de excitación.

—Sí. Es el mejor regalo de Navidad que podía esperar. Y hablando de regalos de Navidad, dime qué quieres y será tuyo. ¿Un vestido? ¿Un abrigo? ¿Botas sexis? Piénsalo y escríbele una carta a Santa Claus.

«Quiero volver a trabajar», pensó ella.

Había contado con que Jason adaptara su agenda y pudiera salir de trabajar antes un par de días a la semana. Había contado con que estuviera allí con las niñas. Pero parecía que él había planeado su futuro y olvidado el de ella.

—Para mí ha sido una sorpresa, aunque buena, evidentemente —él hundió el tenedor en el arroz—, y me ha hecho pensar en ti. En nosotros, en nuestro futuro.

La vaga sensación de resentimiento de Beth desapareció, reemplazada por algo mucho más cálido.

—Yo también he pensado en nosotros —dijo. Tomó un sorbo de vino—. Hay algo que tengo que decirte y quiero que me escuches antes de hablar. Lo hablamos hace tiempo, pero no últimamente —Beth sentía nervios aleteando en el estómago. No sabía cómo iba a reaccionar él.

—Alto ahí —Jason extendió el brazo y le tomó una mano—. Sé lo que vas a decir.

—¿Lo sabes?

—Sí. No me pareció que valiera la pena mencionarlo antes porque las niñas eran pequeñas y daban mucho trabajo, pero ahora son más mayores y tú tienes más tiempo.

A ella no se le había ocurrido que fuera a ser tan fácil.

—¿Tú también has pensado en ello? —preguntó.

—Es el momento perfecto para nuestra familia —él volvió a su comida—. Por cierto, esto está delicioso. Eres una gran cocinera. La verdad es que eres fantástica en casi todo.

Beth lo miró. ¿Se daba cuenta de lo que entrañaría eso?

—Si lo hacemos, yo tendría mucha más presión —dijo—. He pensado que tu madre podría ayudarnos. Y tú tendrías que contribuir más. ¿No te importa?

—Somos un equipo, Beth. Y por supuesto que mi madre ayudará. No podrías impedírselo aunque quisieras. Estará tan encantada como yo —él se sirvió más arroz—. Nunca hay un momento perfecto para estas cosas, pero este es tan bueno como cualquier otro. Vamos a hacerlo.

Ella sintió una oleada de euforia.

Tendría que haber hablado con él antes. Tendría que haberle dicho que se sentía sola y que temía estar perdiendo lentamente la habilidad y la autoestima. La conmovía que él se hubiera dado cuenta de que necesitaba algo más.

—¿Cómo encajará esto en tu ascenso? —preguntó.

—Sam sabe lo que hay. Soy padre. A veces tengo que estar con mi familia. Puedo hacer malabares entre el trabajo y el hogar. Llevo años haciéndolo. Es una de las razones por las que no me iría de esta empresa. Tiene en cuenta eso.

¿«Hacer malabares» era la expresión correcta? Beth sabía que, si ella trabajaba también, tendrían que hacer más malabarismo que un artista de circo.

—Será un gran cambio para nuestra familia, pero sé que podemos hacer que funcione. Estoy ilusionada.

—Yo también. Te quiero, preciosa.

—Yo también te quiero —los ojos de ella se llenaron de lágrimas. ¡Qué suerte tenía de estar casada con él!—. ¿Crees que las niñas lo aceptarán bien? Me siento culpable —estaba desesperada por oír que no era una mala madre—. Me preocupa que piensen que no son bastante para mí.

—A las niñas les vendrá genial. Tendrán que compartirte un poco más —él tomó la copa de vino y se encogió de hombros—. Importa la calidad, no la cantidad, ¿no?

Beth se movió en su asiento.

¿Las niñas tenían calidad?

Había días en los que le parecía que lo máximo que conseguía era que no se descontrolara todo, pero en ese momento estaba demasiado eufórica para embarcarse en una sesión de autoflagelación maternal.

Jason se levantó y recogió los platos. Ella lo siguió a la cocina y tomó el postre.

¿Sería demasiado tarde para llamar a Kelly esa noche?

—Tengo que organizar una hora para ir a verlos. ¿Hay un día de esta semana en el que puedas trabajar desde casa?

Él amontonó los platos en la encimera, al lado del lavavajillas.

—¿Ir a ver a quién?

—Al equipo —Beth llevó el postre a la mesa.

En lugar de la tarta calórica que había planeado hacer para Hannah, había asado ciruelas con ron y azúcar marrón. Normalmente tenía cuidado con los postres, pero había conseguido convencerse de que aquello era fruta.

—¿Quieres ver a alguien antes de quedarte embarazada? —Jason volvió a sentarse—. ¿Eso es normal?

Beth lo miró fijamente.

—¿Qué?

Jason sirvió ciruelas en los cuencos blancos que les había regalado su madre la Navidad anterior.

—Supongo que no viene mal que te revise un médico. Pareces bastante cansada. Quizá tengas algo de anemia. Pero, si vas a ver a alguien, quiero acompañarte. Quiero estar a tu lado —empujó uno de los cuencos hacia ella—. ¿No vas a comer tú? ¿O has dejado ya el alcohol?

Beth tenía la sensación de que se hubiera precipitado al vacío. Su estómago caía en picado y le daba vueltas la cabeza.

—¿Embarazada? ¿De qué estás hablando tú?

Jason se quedó inmóvil, con la cuchara suspendida en el aire.

—De tener otro hijo. ¿De qué hablabas tú?

—De trabajar —repuso ella.

Tenía la garganta seca. La situación podría haber sido cómica, pero nunca había tenido menos ganas de reír. ¿Otro bebé? Solo de pensarlo sentía pánico.

Hubo un silencio largo y pesado.

—¿Trabajar? —preguntó él.

Beth se sentó en el borde de la silla.

—Sí. De eso quería hablarte. De hecho, pensaba que estábamos hablando de eso.

La cuchara cayó sobre el plato con las ciruelas y salpicó ron y zumo. Ninguno de los dos se dio cuenta.

—Creía que estábamos hablando de aumentar la familia. De tener más hijos.

—Jason, lo último que quiero en la vida son más niños. ¿Cómo has podido pensar que sería una buena idea? —Beth estaba casi hiperventilando, y Jason parecía tan atónito como se sentía ella, aunque seguramente por distintas razones.

—Pero adoramos a las niñas —dijo. Parecía desconcertado.

—Pues claro que sí. No digo que no quiera a las niñas. Digo que no puedo con más.

—No te subestimes. Tú eres increíble. Mira esto —él señaló la mesa y la cocina—. Has estado todo el día con ellas y has conseguido también preparar esto. Eres una superestrella.

—Déjame cambiar la frase, Jason. No quiero tener más bebés. Quiero volver a trabajar. Quiero tener algo más en la vida que el trajín doméstico.

Él la miró con expresión dolida.

—No sabía que las niñas y yo entrábamos en la categoría de «trajín doméstico».

Beth no sabía cómo se había estropeado aquella conversación tan deprisa.

Era como ver deshacerse un carrete de hilo, sabiendo que no se podía hacer nada por pararlo.

—Es duro estar en casa con las niñas todo el tiempo, Jason.

—Sé que trabajas mucho —él tenía la mandíbula apretada. Rígida. Como hacía siempre que tenían conversaciones difíciles—. Los dos trabajamos duro.

—Esto no es una competición. No se trata de ver quién trabaja más. La diferencia es que tú haces lo que te gusta mientras que yo estoy perdiendo todas las facultades que tenía.

Él se levantó con tanta brusquedad, que la silla cayó al suelo.

Beth se incorporó al instante.

—Vas a despertar a las niñas y llevará siglos volver a calmarlas.

—Y eso sería muy malo, ¿verdad? —dijo él—. ¿Porque ya te has cansado bastante de ellas por hoy?

La injusticia de sus palabras molestó a Beth. Sabía que no conseguía explicar bien lo que sentía, pero también sabía que él no la escuchaba. Pensaba en sus sentimientos, no en los de ella.

—Quiero a las niñas y lo sabes —dijo.

—Hablamos de tener tres niños. Quizá incluso cuatro —replicó él.

—Eso fue antes de que tuviéramos ninguno. Entonces no sabía cuánta parte de mí se tragarían.

—¿Se tragarían? Hablas como si fueran monstruos.

—¡No! —¿cómo podía hacérselo entender? Aunque cambiara las frases, él no parecía oírla. O quizá no quería oírla. No quería que su mundo cambiara—. Me encanta estar con ellas, pero he estado con ellas todos los días de los últimos siete años y ahora estoy lista para algo más. No puedo ser solo un apéndice de todos los demás de esta familia.

Jason levantó la silla y volvió a sentarse.

—Dijiste que era eso lo que querías.

—Cuando me quedé embarazada la primera vez sí —Beth pensó en los primeros pasos de Melly y en la primera vez que Ruby le había sonreído—. No me lo habría perdido por nada en el mundo. Sé que tengo suerte de haber podido quedarme en casa los primeros años, pero las cosas cambian.

—La familia siempre ha sido tu prioridad —él se frotó la frente con los dedos—. ¡Eras tan pequeña cuando perdiste a tus padres!

—No quiero hablar de eso.

—Lo sé. Nadie de tu familia habla de ello, pero es relevante, Beth.

—Lo que ocurrió hace veinticinco años no tiene ninguna relevancia en mi vida actual —contestó ella.

Intentó no pensar en el mensaje que había borrado en su teléfono. ¿Habría tenido Hannah la misma llamada? Podría habérselo preguntado, pero no era capaz de abordar ese tema con su hermana. Ni Hannah si Suzanne querían hablar del accidente y eso era algo que ella entendía.

Había echado un vistazo a los recortes de noticias de la época y había sido como si viviera el trauma por primera vez.

Había una noticia especialmente perturbadora, de Suzanne acosada por la prensa.

Había alterado tanto a Beth, que no había sido capaz de volver a leerla.

Sin duda, Hannah tenía recuerdos propios de entonces, pero, a la hora de arrancar cosas del pasado que no le gustaban, era como un cirujano con bisturí. Cortaba y suturaba la herida.

Beth la enterraba y soportaba algún dolor ocasional, pero ella había sido más joven que Hannah.

—Soy aburrida, Jason. Soy una persona aburrida. La última vez que vi a mi hermana y hablaba de volar aquí, allá y a todas partes, ¿qué contribuí yo a la conversación?

—Espera… ¿Esto es por Hannah? ¿Puedo saber qué te ha dicho?

—Nada —Beth volvió a sentarse—. Esto no tiene nada que ver con Hannah.

—Si te ha hecho sentirte inferior…

—No me ha hecho sentirme inferior. Eso lo hago perfectamente yo sola.

—¿Quieres la vida de Hannah? —en la mejilla de él se movió un músculo—. ¿Quieres su vida libre de niños y de compromisos? Una vida, por cierto, que tú has dicho que te parece fría y solitaria.

—No quiero su vida —contestó Beth.

Aunque era cierto que había cosas de la vida de su hermana que le gustaban. Los viajes en primera clase y la interacción con los adultos, el respeto de sus colegas y el hecho de poder ir y venir sin tener que pensar en canguros.

Pero no envidiaba el aislamiento de la vida de Hannah.

Su hermana se había encerrado en sí misma. No quería contactos íntimos.

No siempre había sido así, claro.

En otro tiempo, las tres hermanas habían estado muy unidas. Tanto, que su madre no se molestaba en invitar amigas a jugar porque las tres se bastaban de sobra.

Hacía tantos años de eso, que Beth casi no podía recordar aquellos días. Alguna que otra vez, su mente se trasladaba allí y, junto con los pensamientos, llegaban recuerdos de risas y cariño, de juegos, de peleas sin consecuencias y reconciliaciones. De infancia.

Sintió una punzada de culpa por haberse mostrado cortante con su hermana ese día.

En cuanto volviera de su viaje, la llamaría y enmendaría eso. Compraría un regalo a su madre de parte de las dos. Quedarían en un restaurante, o donde Hannah quisiera. Beth no quería perder la pequeña conexión que tenía con ella. La familia contaba.

Pero ese no era momento de preocuparse por su hermana. Tenía preocupaciones propias.

—Yo soy hijo único —dijo Jason—. Y nunca he querido eso para nuestras hijas.

—Por eso tuvimos a Ruby —contestó ella.

Siempre había sabido lo desesperadamente que Jason deseaba hijos. En cuanto Melly había empezado a dormir toda la noche seguida, había sacado el tema de tener otro bebé. Estaba decidido a que Melly tuviera alguien con quien jugar y con quien contar más tarde en la vida.

Beth, que había tenido altibajos con Hannah, no estaba segura de que los hermanos fueran una garantía de apoyo y amistad, pero tampoco quería tener una hija única, así que había intentado olvidar el trauma de su primer parto. Después de todo, los primeros eran los peores, ¿no? Y, cuando Melly tenía tres años, se había vuelto a quedar embarazada.

Ruby había nacido con ocho semanas de adelanto. Y el drama y la ansiedad subsiguientes habían convencido a Beth de que dos eran suficientes. Dado que Jason no había vuelto a sacar el tema de tener más, había asumido que pensaba como ella.

No se le daba bien tener niños y eso no era algo que se pudiera perfeccionar con la práctica. La mera idea de volver a pasar por eso la llenaba de angustia.

—Siento cómo desaparece mi autoestima, Jason. Si no vuelvo a trabajar pronto, ya no podré hacerlo nunca.

Tal vez fuera ya demasiado tarde. Se preguntó si sería muy difícil volver a colocarse en modo trabajo. ¿Podría proyectar una confianza que no sentía? ¿Y si no le ofrecían el puesto? ¿Era lo bastante fuerte emocionalmente para soportar el rechazo?

—Quiero esto y es un buen momento para hacerlo —dijo—. Melly está en primero ya y Ruby va a preescolar tres mañanas a la semana.

—Pero tú las llevas y las recoges. Vais a actividades. ¿Quién hará eso?

Habían llegado a la parte de los «malabares».

—He pensado que tú podrías salir pronto un par de días a la semana y que Alison puede ayudarnos.

—Estoy seguro de que mi madre ayudará, pero yo tengo un empleo. No tiene sentido económico que renuncie a él para que tú puedas volver a trabajar.

—No te pido que lo dejes. Quizá sí que sea un poco más flexible. Esto no es una cuestión económica, se trata de mi cordura. Estoy perdida, Jason. Ya no sé quién soy. Y me siento sola.

—Siempre te quejas de que no tienes ni cinco minutos para ti misma. De que no puedes ni ir al baño sin que Melly llame a la puerta o Ruby haga una trastada. Tienes a las chicas. ¿Cómo es posible que te sientas sola?

Ella sintió una oleada de desesperación, seguida de otra emoción que no reconoció.

—Quiero verlos, Jason. Quiero saber más del trabajo.

—¿A quién quieres ver? No me has dicho nada.

Beth respiró hondo.

—Corinna ha montado una compañía propia.

—¿Corinna? —preguntó él, incrédulo—. ¿Esa es la misma Corinna que te amargaba la vida cuando trabajabas para ella?

—No me amargaba la vida.

—¿No? Estabas enferma de estrés. Despidió a tres empleados en los seis meses previos a tu marcha.

—Era una época de mucho trabajo. Estábamos todos muy presionados.

—Y Corinna era la fuente de esa presión. Te llamaba a las tres de la mañana y te gritaba. No había ni un solo momento del día en el que respetara tu intimidad. Si buscas una hermandad y mujeres que se apoyen unas a otras, no la vas a encontrar en una compañía en la que esté ella. No te va a tratar distinto porque tengas hijas, Beth.

—Yo no querría que lo hiciera.

Jason la observó un momento.

—Muy bien. Ve a hablar con ellos. Habla con Corinna. Avísame cuándo irás y me ocuparé de las niñas.

Beth se relajó un poco.

—¿Lo harás de verdad?

—Sí. Cuando recuerdes cómo es Corinna, seguramente decidirás que prefieres estar en casa con las niñas.

Jason pensaba que no iba a conseguir el trabajo.

Hasta su marido creía que ya no tenía nada que ofrecer.

¿Qué indicaba eso de él?

¿Y qué decía de ella?

Decía que tenía que conseguir ese empleo a toda costa, aunque solo fuera para probar que podía.

Tres flores de invierno

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