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Capítulo 3 Hannah

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Embarazada.

Hannah cerró los ojos e intentó controlar el pánico.

Todavía había una posibilidad de que no estuviera embarazada. Llevaba cinco días de retraso, pero eso se podía deber a otras causas. Estrés, por ejemplo. Definitivamente, estaba estresada.

Guardó el teléfono en el bolso, sintiéndose culpable por Beth.

No había olvidado la cena. La había anulado porque sabía que no podría soportar una velada en el caos centrado en las niñas que era el apartamento de su hermana.

¿Era una locura ir ese año a casa por Navidad? El año anterior se había rajado en el último momento alegando que tenía que trabajar. Había desconectado el teléfono y pasado el tiempo en su apartamento, adormeciendo sus sentimientos con varias botellas de vino bueno y un maratón de lectura. Cuando había cerrado el último libro, se habían acabado las fiestas.

Ese año, eso no era una opción.

Temía la unión forzada de la Navidad y la presión que eso conllevaba.

Su familia creía que era una mujer centrada en su vida profesional, sin tiempo para relaciones.

Iba a ser una conversación interesante si resultaba estar embarazada.

Debería hacerse un test. Averiguar si lo estaba o no. Pero entonces lo sabría y, por el momento, prefería aferrarse a la vaga esperanza de que su vida, perfectamente organizada, no se fuera a complicar de pronto.

—¿Va todo bien, Hannah?

Ella abrió los ojos. Adam estaba de pie en el pasillo de primera clase, colocando su bolsa.

—Sí, todo bien —Hannah había guardado ya su pequeña maleta y tenía el portátil al lado del asiento. Vivía con la sensación de que las cosas estaban a punto de torcerse mucho y hacía lo que podía para impedirlo planeando y controlando hasta el último detalle de su vida.

—¿Estás segura? Esa conversación sonaba tensa —él se sentó a su lado. Era alto y larguirucho. Sus largas piernas llenaban el abundante espacio delante de su asiento—. ¿Problemas?

Normalmente, cuando viajaba, Hannah prefería hacerlo consigo misma. Si hubiera existido un cartel de No Molesten para pasajeros, se lo habría colgado.

Ese día, sin embargo, viajaba con Adam. Este era su colega y, en los últimos meses, su amante.

Y tal vez fuera también el padre de su hijo, cosa que seguramente sería un shock tan grande para él como para ella.

—Hablaba con Beth.

Sintió una punzada de culpa. Su hermana tenía razón en que hacía tiempo que no veía a las niñas. Estas eran adorables, pero, con ellas, Hannah se sentía inepta e incompetente. Le resultaba imposible leer cuentos de hadas en los que todos eran felices y comían perdices. No era capaz de perpetuar esa mentira. Santa Claus no existía. El Ratoncito Pérez tampoco. El amor no se podía garantizar.

En una ocasión había intentado explicarle eso a Beth, pero su hermana había pensado que decía tonterías.

«Puede que la vida no siempre acabe de un modo feliz, Hannah, pero prefiero ocultarles eso a mis niñas de momento, si no te importa».

Hannah pensaba que era más sano que las expectativas de la gente tuvieran una base en la realidad. Si no esperabas mucho, no era tan grande la caída cuando al fin te dabas cuenta de que ninguna planificación podía evitar que sucedieran cosas malas.

Unos años antes, después de una tormenta de nieve inesperada, se había visto obligada a pasar la noche en el apartamento de Beth. En mitad de la noche, Ruby se había subido a su cama. Hannah había sentido el cosquilleo de los rizos suaves en la piel y el calor del cuerpecito infantil a través del algodón del pijama cuando la niña se había pegado a ella buscando seguridad. Eso le había recordado tanto la fatídica noche en la que Posy se había subido a su cama, que los recuerdos casi la habían asfixiado.

El hecho de que su hermana no lo entendiera la hacía sentirse todavía más aislada.

Se había marchado sin desayunar, prefiriendo lidiar con los montones de nieve y la ventisca antes que con los recuerdos. Y había tenido mucho cuidado de no volver a colocarse en esa posición. Hasta ese momento.

Pasó los dedos por el cuello del suéter, aunque no le quedaba apretado.

La Navidad iba a ser dura, pero ni siquiera ella podía encontrar el modo de evitarla por segundo año. La familia McBride siempre se reunía en Navidad. Era la tradición. Se había resignado al hecho de que era algo que iba a tener que soportar, como un ataque malo de gripe. Pero ahora tenía además aquella complicación añadida.

—¿Se ha enfadado porque has anulado la cita? —preguntó Adam.

La observaba con preocupación y ella se apresuró a apartar la vista. Él era observador. Captaba cosas que a otras personas les pasaban desapercibidas. Era uno de los atributos que lo hacían tan bueno en su trabajo. También era parte de la perturbadora atracción que había sentido por él desde el primer día que llegó a la empresa. Hannah no estaba preparada para la química que parecía haber entre ellos. Se le daba tan bien controlar sus sentimientos, que había sido un gran shock descubrir que eran capaces de rebelarse.

—Le ha dolido —contestó.

Él sacó su teléfono del bolsillo y tendió el abrigo a la azafata.

—¿Por qué no le dices la verdad? Dile que te resulta difícil estar cerca de niños.

¡Menuda ironía!

«Si estoy embarazada, tendré que encontrar el modo de soportar a los niños».

Todavía le sorprendía haber hablado con él de su familia, pero Adam era una persona con la que resultaba increíblemente fácil hablar.

No se lo había contado todo, por supuesto, pero sí le había dicho más que a ninguna otra persona en toda su vida.

—Es… complicado —musitó.

Se dio cuenta de que, al otro lado del pasillo, había una pareja con un bebé. No habían despegado todavía y el bebé ya se mostraba inquieto. Hannah esperaba que no se pasara todo el viaje llorando. Oír llorar a un niño le producía dolor de estómago.

—Preséntamela y lo haré yo.

—¿Qué? —Hannah se volvió hacia él, confusa.

—Quiero conocer a tu hermana.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que hace la gente en nuestra posición.

—¿Nuestra posición?

—Estoy enamorado de ti —dijo él con sencillez, como si el amor no fuera lo más terrorífico que le podía pasar a una persona—. ¿O vamos a ignorar eso?

—Vamos a ignorarlo —contestó ella.

Al menos de momento. Controlaba sus sentimientos con la misma firmeza que su agenda. Había aprendido a reprimirlos. Si había una cosa que odiaba en la vida, era el caos emocional.

—Debería ofenderme que trates tan a la ligera mi sentida declaración de amor.

—Estabas borracho, Kirkman.

—No es cierto. Estaba en pleno uso de mis facultades.

—Si no recuerdo mal, habías bebido varios vasos de bourbon.

—Es cierto que necesité algo de apoyo líquido para darme valor —él se encogió de hombros—, pero declararte mi amor era un gran paso para un hombre que lleva tanto tiempo solo como yo.

Hannah no se había permitido creer que él hablara en serio.

Para ella, el amor era una forma emocional de ruleta rusa. Un juego al que ella no jugaba.

Su seguridad sentimental era lo más importante del mundo para ella.

No quería ni pensar cómo se complicaría todo si había además un bebé.

—¿Te preocupa que te vaya a quitar tus bienes? —Adam se inclinó hacia ella—. Firmaremos un acuerdo prematrimonial, pero tengo que advertirte de que, en caso de ruptura irrevocable de nuestro matrimonio, quiero tomar posesión de tus libros. Con tiempo y medicación, probablemente pueda aprender a vivir sin ti, pero no puedo aprender a vivir sin tu biblioteca. ¿Sabes lo excitante que es saber que tienes una primera edición de Grandes esperanzas en tus estanterías?

Hannah casi no podía concentrarse en la conversación.

«Tienes que hacerte la prueba», pensó.

—No necesitaremos un acuerdo prematrimonial —dijo.

—Estoy de acuerdo. Un amor como el nuestro durará eternamente. Podríamos decir que tengo grandes esperanzas —Adam le guiñó un ojo, pero ella no sonrió.

El amor era voluble y poco fiable, y definitivamente, no era algo que se pudiera controlar. Si alguien no te quería, no podías obligarle a hacerlo. Prefería construir su vida sobre bases más seguras.

Adam rechazó la oferta de champán de la azafata y pidió bourbon en su lugar. Enarcó las cejas cuando Hannah también lo rechazó.

—¿Desde cuándo rehúsas tú el champán?

«Desde que puedo estar embarazada».

—Necesito tener la mente despejada para la presentación.

—Tú puedes llevar a cabo esta presentación con los ojos cerrados. No entiendo por qué te estresas. ¿Dónde está la mujer que bailaba descalza en la oficina alrededor de una caja de pizza vacía?

Ella se quitó los zapatos de tacón.

—¿Podemos olvidar que pasó eso?

—No. Tengo pruebas fotográficas, por si alguna vez intentas negarlo. Y pienso mostrárselas a tu hermana para probarle lo incomprendida que eres —sacó el teléfono y fue pasando fotos con el pulgar—. Mira. Esta es mi favorita.

Hannah apenas se reconocía. El pelo se había salido del moño que llevaba a trabajar y estaba descalza y riendo. Lo que más destacaba era la expresión de su cara. ¿De verdad había transmitido tanto?

—¡Dame eso! —exclamó. Intentó quitarle el teléfono, pero él lo sujetó fuera de su alcance.

—Jamás olvidaré aquella noche.

—¿Porque me quité los zapatos y bailé?

—Yo lo decía por la pizza. Estaba muy buena. Ha habido otras noches, y otras pizzas, pero aquella fue la mejor. Creo que eran las aceitunas —Adam se inclinó sonriente y la besó—. Me encanta que te rías. ¡Estás siempre tan seria en la oficina!

—Soy una persona seria.

Adam se apartó.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Mi padre.

«¡Eres tan seria, Hannah! Levanta la cabeza del libro cinco minutos y diviértete un poco».

Todavía había días en los que se sentía culpable por coger un libro, incapaz de apartar de sí la sensación de que había algo más valioso en lo que debería emplear su tiempo.

—Tengo noticias para tu padre. Se equivoca.

Adam había ido retirando poco a poco sus defensas, y lo había hecho de un modo tan sutil, que ella ni siquiera se había dado cuenta de que necesitaba defenderse.

Su trabajo a menudo exigía que se quedara hasta tarde, y eso no había tenido nada de especial hasta la primera vez que él había entrado en su despacho con una caja de pizza en la mano.

Hannah había enarcado las cejas.

—Yo no como pizza.

—Hay una primera vez para todo, McBride.

Y habían acabado sentados en el suelo del despacho, comienzo pizza de la caja mucho después de que todos los demás se hubieran ido a casa.

Era la primera vez en su vida que Hannah comía pizza directamente de la caja.

También era la primera vez que se había quitado los zapatos o se había sentado en el suelo del despacho.

No estaba segura de que hubiera sabido relajarse antes de que él llegara a la empresa, pero aquellas sesiones de trabajo tardías se habían convertido enseguida en su parte favorita del día. Estaba deseando tener mucho trabajo para que existiera una excusa para quedarse cuando todos los demás se habían ido.

Trabajaban, compartían comida y hablaban. Allí, en la quietud nocturna de la oficina, envueltos por el resplandor de la ciudad, resultaba fácil decir cosas que ella jamás habría dicho en otras circunstancias.

Una noche, él le había confesado que su tía había insistido en que diera clases de baile de salón porque pensaba que era una habilidad esencial en la vida.

Y él se había empeñado en enseñar a Hannah.

—Todo el mundo debería saber bailar el tango, McBride.

—Yo no bailo, Kirkman.

Pero con él sí había bailado descalza alrededor de las cajas de pizza vacías.

Era ridículo, pero había acabado riéndose tanto, que no podía respirar.

«Y así fue como llegamos a la intimidad», pensó, mirando a Adam tomar un sorbo de su vaso. No con una zancada de gigante, sino paso a paso, con cada movimiento hacia delante tan furtivo como la marea que sube. En un momento dado, estaba de pie sola en tierra seca y al momento siguiente la cubría el agua y se ahogaba.

Alas ligeras de pánico aleteaban en su piel. Si hubiera podido atárselas a la espalda, habría salido volando. Para algunas personas, el miedo era un callejón oscuro de noche, o un perro gruñendo con dientes afilados. Para ella, el miedo era la intimidad.

Quizá él creyera que la quería, pero Hannah sabía que lo que ella podía ofrecer no sería suficiente.

Un golpe y una maldición la sacaron de sus pensamientos y vio que una mujer intentaba guardar su maleta en el compartimento de arriba.

Adam se levantó a ayudarla, y con su estatura, no tuvo ningún problema en colocar la maleta.

Hannah vio que los ojos de la mujer se detenían en el perfil de él y bajaban después a sus hombros. Una débil sonrisa rendía tributo a aquel ejemplar viril, hasta que se volvió y notó la presencia de Hannah. Su sonrisa pasó de interesada a resignada. Hannah la imaginó pensando: «Todos los buenos están pillados».

Adam volvió a sentarse.

—¿Cuándo le vas a hablar a Beth de nosotros? —preguntó—. No es que me importe ser tu sucio secreto, pero sería más fácil si se lo dijeras. Podría ir a cenar contigo. Se me dan muy bien los niños.

Hannah confió en que siguiera pensando igual si resultaba estar embarazada.

Él volvió a estirar las piernas.

—Llevamos seis meses viviendo prácticamente juntos. No puedes esconderme eternamente.

«¿Seis meses?».

—Yo no te escondo.

Antes de Adam, su relación más larga habían sido dos meses. Ocho semanas. Era un periodo de tiempo que le iba bien. Hannah prefería concentrar sus esfuerzos en cosas que se le daban bien. Las relaciones no entraban en esa categoría.

Con Adam había sido diferente.

La conexión había sido tan potente, que no había sabido cómo lidiar con ella. Al principio, su única interacción se daba en el trabajo. No recordaba quién había hecho el primer movimiento.

La primera vez que habían tenido relaciones sexuales había sido en el apartamento de él. No habían llegado hasta el dormitorio. La segunda vez, había sido en el de ella y esa vez habían llegado hasta el suelo de la sala de estar. Ella creía que esas prisas irían desapareciendo, pero algunos días ni siquiera se paraban a hablar. Era como si todo lo que reprimían en público durante la jornada laboral exigiera verse liberado en cuanto estaban en privado. En la última semana habían hecho el amor dos veces en el vestíbulo con las luces todavía encendidas. Una parte de ella se había preguntado por qué el sexo con Adam parecía tan desesperado. Tal vez porque en su mente creía que aquello terminaría pronto.

Hannah sabía que todo terminaba. Y, sin embargo, allí estaban seis meses después.

Se reacomodó en el asiento.

Si estaba embarazada, lo sabría, ¿no? ¿Las mujeres no sentían náuseas y cosas así?

Ella no tenía náuseas.

Cuando los motores del avión gritaban ya, listos para despegar, Adam terminó su bebida.

—Si vas a ir a casa a pasar la Navidad con tu familia, yo debería acompañarte —dijo.

—¿Para causar problemas?

—Para protegerte —esa vez él no sonreía—. Odio verte así. Quiero que vuelva mi Hannah.

«Mi Hannah».

Ella sabía que su familia no reconocería a la Hannah que conocía Adam. Casi no la reconocía ella misma.

—No necesito que vengas conmigo, pero eres muy amable ofreciéndote —dijo.

Podía imaginar la reacción de Suzanne si aparecía con él. Reservaría la iglesia y compraría un sombrero antes de que ella tuviera tiempo de deshacer el equipaje.

La luz de los cinturones se apagó encima de sus cabezas y Adam se recostó en su asiento.

—Si la Navidad te estresa, ¿por qué vas?

—No quiero decepcionar a Suzanne —y la sensación de que lo hacía, de que no daba lo suficiente le traía recuerdos incómodos.

—¿Suzanne? ¿No la llamas «mamá»?

—No es mi madre. Mi madre murió —contestó ella.

Vio la sorpresa en los ojos de él y se preguntó qué la había impulsado a contar eso en aquel entorno crudo e impersonal. Ella nunca hablaba de sus verdaderos padres, pero había algo en Adam que desarmaba la parte de ella que solía mantener bien atada.

—No lo sabía —musitó él—. Lo siento mucho.

—Fue hace mucho tiempo. Yo tenía ocho años.

—¡Maldita sea, Hannah! Es una edad difícil para perder a tu madre. ¿Por qué no me lo has contado antes? —Adam tendió la mano, con la palma hacia arriba, y ella dudó un momento y luego puso la suya encima. Él se la estrechó con un gesto protector y ella sintió las sogas de la intimidad apretándose a su alrededor.

«Te quiero, Hannah».

—No es algo que surja en la conversación general. Perdimos a nuestro padre y a nuestra madre, Murieron en el mismo accidente.

—¿Automóvil?

—Avalancha de nieve. Los dos eran escaladores.

Él enarcó una ceja.

—¿O sea que no has sido siempre una chica de ciudad?

Hannah tenía la sensación de que había sido siempre una chica de ciudad.

—¿Y quién es Suzanne? —preguntó él con tono neutro, como si reconociera la necesidad de ella de no sentirse abrumada por la compasión.

—Suzanne y Stewart nos adoptaron. Suzanne es estadounidense y Stewart es escocés. Después del… accidente… nos mudamos a Escocia para estar cerca de la familia de Stewart —a Hannah le latía con fuerza el corazón—. ¿Podemos trabajar ya?

Él vaciló.

—Claro —tomó su portátil y lo abrió—. A menos que quieras terminar la partida de ajedrez que tenemos a medias.

—Te comí el caballo.

—Lo recuerdo —la sonrisa de él era casi infantil—. Todavía puedo comerte el rey. Dame la oportunidad de intentarlo. Tú ganaste las dos últimas partidas y mi autoestima ha sufrido un duro golpe.

A Hannah siempre le había parecido que la autoestima de él era indestructible.

—Creo que deberíamos terminar la propuesta —dijo.

—Tienes miedo de perder —él se inclinó y la besó en la boca—. He visto tu presentación. Es brillante. Vamos a conseguir ese negocio.

Ella se relajó un poco y observó la hoja de cálculo que había en la pantalla de él.

—Tienes que cambiar eso —puso el dedo en una de las cifras—. ¿No viste mi email?

—¿El que enviaste a las tres de la mañana? Sí, lo he visto esta mañana de camino al aeropuerto, pero no todos somos tan rápidos como tú —él cambió el número—. Tienes un gran cerebro, McBride. Pero ¿por qué no estabas durmiendo?

—Me gusta trabajar —contestó ella.

Más concretamente, le gustaban los números. Adoraba los datos y los códigos informáticos. Los números eran fiables y se comportaban como ella quería. Los números no se agarraban al corazón y apretaban hasta que dejaba de fluir la sangre.

—Quería terminar este proyecto.

—¿Y no pudiste hacerlo en las dieciocho horas que trabajas al día?

—Tenía cosas en la cabeza —declaró ella.

Y no solo el retraso en la menstruación. También los dos mensajes de voz que llevaban un mes en el buzón de su teléfono.

Había tenido llamadas parecidas a lo largo de los años, sobre todo en esa época, cuando se acercaba la fecha del accidente. En esa ocasión no reconocía el nombre. Había aprendido a no contestar, pero el mensaje seguía presente como un peso de plomo en la boca del estómago, recordándole cosas en las que no quería pensar.

Había estado a punto de preguntarle a Beth si a ella también la llamaban, pero entonces habría tenido que hablar de ello y no quería hacerlo.

Eso era algo que Suzanne y ella tenían en común. Las dos preferían ignorar el pasado.

Adam guardó el archivo en el que estaban trabajando.

—¿Suzanne y Stewart eran parientes? —preguntó.

—Amigos de mis padres. Nos adoptaron a las tres —repuso Hannah. Lo cual intensificaba su culpa por no ser la persona que ellos querían que fuera.

—Y por eso sientes que tienes que estar allí en Navidad. Porque estás en deuda con ellos —dijo él.

Era una declaración de hechos, no una pregunta, y ella no se lo discutió.

Estaba en deuda con ellos y sabía que nunca podría pagarles.

—Eso es parte del tema.

—Llévame contigo.

—Mi familia vive en Escocia, en las Highlands. No te imagino con un WiFi que falla mucho y una cobertura de teléfono que va y viene —ella miró los zapatos brillantes de piel de él—. Lo odiarías.

—No lo odiaría. Para empezar, soy amante del whisky puro de malta. ¿Tu familia vive cerca de una destilería?

Hannah suspiró.

—La verdad es que sí, pero…

—Pues ahí lo tienes. Ya me has convencido. Además, me encantan los paisajes hermosos. Unos cuantos paseos románticos por un valle brumoso serían un modo perfecto de relajarse.

—¿Un valle brumoso? Has visto Bravehart demasiadas veces. En esta época del año, el valle está normalmente enterrado bajo treinta centímetros de nieve y, si hay bruma, te perderás y morirás de hipotermia.

Adam se estremeció de un modo exagerado.

—Sabía que había una razón para que hubiera elegido vivir en Manhattan. Pero, en serio, piénsalo. Si voy contigo, podremos preparar la presentación. Lo creas o no, puedo vivir sin Internet. No tener Internet puede ser el mejor regalo navideño de todos.

Una cosa era hablarle a Adam de su familia y otra muy distinta presentársela.

Se abrirían botellas de champán.

Hannah se vería envuelta por una marea incontrolable de expectativas.

—Tú vas a ir al Caribe y, créeme, eso es mil veces mejor que Navidad en las Highlands escocesas. Es probable que nos quedemos encerrados por la nieve —ella se ponía enferma solo de pensarlo. Atrapados. Incapaces de respirar. Enterrados.

Oyó la voz de Suzanne, espesa por las lágrimas.

«Han muerto, Hannah. Están muertos».

Quizá debería haberse inventado un viaje de negocios a algún lugar recóndito del globo y haberse escaqueado un año más. Si iba a ver a un cliente en Sídney, podía pasarse en un avión casi todas las fiestas.

El año anterior se había acobardado en el último momento y sabía que Posy no se había creído su pobre excusa.

«¿Quién demonios decide reformar su empresa en Nochebuena, Hannah? Hasta Santa Claus pospone su evaluación institucional hasta Año Nuevo».

En otro tiempo, Posy la había adorado y la seguía como una sombra. Se metía en su cama y se negaba a que la sacaran. Le tomaba la mano, se sentaba en su regazo y se pegaba a ella como una lapa, toda suavidad y vulnerabilidad.

Hannah sintió que la opresión en su pecho aumentaba al pensar en eso.

Decir que se habían distanciado sería decir muy poco, y sabía que había sido por su culpa.

La relación con su hermana pequeña era una prueba más que apoyaba su creencia de que sería una madre terrible.

¿Y qué iba a hacer si estaba embarazada?

Tres flores de invierno

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