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Capítulo 2 Beth

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La maternidad la estaba matando.

Beth intentaba en vano sacar a sus hijas de su juguetería favorita cuando llegó la llamada. Por un momento se sintió culpable, como si la hubieran pillado haciendo algo que no debía.

Le había prometido a Jason que no compraría más juguetes, pero no se le daba bien negarles nada a las niñas. Su marido subestimaba continuamente la insistencia de las niñas. Nadie podía acabar con la determinación de una persona tan fácilmente como un niño decidido. «Por favor, mamá. Por favor, por favor…».

A ella le resultaba especialmente difícil porque quería a toda costa ser una buena madre y tenía la desagradable sospecha de que no lo era. Había descubierto que había una gran brecha entre la intención y la realidad.

Sacó el teléfono y apartó a Ruby de otro camión de bomberos gigante, ese con luces parpadeantes y una sirena ruidosa, que sin duda lo habría diseñado un hombre joven, soltero y sin hijos.

No reconoció el número, pero contestó de todos modos, reacia a perder lo que podía ser la oportunidad de una conversación con un ser adulto. Desde que tenía hijos, su mundo se había encogido, y tenía la sensación de haberse encogido con él.

Esos días estaba dispuesta a hacer amistad con cualquiera que no quisiera hablar de problemas para comer, dormir o de comportamiento. La semana anterior se había descubierto prolongando una conversación con alguien que quería venderle un seguro del coche, aunque no tenía coche. Al final había colgado el vendedor, lo cual debía de ser todo un hito en la historia de las llamadas de ventas.

—Hola —dijo.

El teléfono estaba pegajoso e intentó no pensar en la procedencia de la sustancia pegada a él. ¿La golosina favorita de Melly? Cuando Beth estaba embarazada, había decidido no dar jamás azúcar a sus vástagos, pero esa, al igual que tantas otras resoluciones, se había evaporado ante el fuego feroz de la realidad.

—¡Quiero el camión de los bomberos, mamá!

Como siempre, a las niñas les daba igual que estuviera hablando por teléfono y seguían hablando con ella. Ni descansos para publicidad, ni para ir al baño y, desde luego, no para llamadas telefónicas.

Sus necesidades eran las últimas de la fila.

Beth siempre había sabido que quería tener hijos. Lo que no sabía antes de ser madre era a cuánto de sí misma tendría que renunciar en el proceso.

Se volvió ligeramente para poder oír a la persona que llamaba.

—¿Beth McBride? —era una voz vigorosa y formal. Una mujer con un objetivo, que tachaba esa llamada de su lista de cosas que hacer.

En otro tiempo, Beth había sido como esa mujer. Había disfrutado del glamour y el brillo de Manhattan. Del ritmo frenético de la ciudad. Había sido como probarse un vestido y descubrir que te sienta perfectamente y que no quieres quitártelo nunca. Quieres comprarte dos por si se estropea uno y altera de algún modo esa imagen perfecta.

Y luego, un día, te despiertas y descubres que el vestido ya no es tuyo. Lo has echado de menos. Has visto a otras personas con él y has querido arrancárselo.

—Beth McBride al habla.

McBride.

Hacía años que nadie la llamaba así. Años que era Bethany Butler.

—Beth, soy Kelly Porter, de KP Recruiting.

Beth habría soltado el teléfono, de no ser por la sustancia pegajosa que lo mantenía soldado a su palma.

Antes de tener hijos, había trabajado en relaciones públicas para distintas empresas de estética. Había empezado por abajo, pero había subido rápidamente, y Kelly le había buscado al menos dos de aquellos trabajos.

—Hola, Kelly. Me alegro de oírte —Beth se alisó el pelo y se puso un poco más recta, aunque no era una videollamada.

Ella era Beth McBride, una persona que recibía llamadas de agencias de contratación.

—Tengo algo que podría interesarte.

A Beth le interesaba cualquier cosa que no gritara, mojara nada ni dejara marcas en el suelo, pero no conseguía entender por qué la llamaba Kelly.

Jason y ella habían hablado de que volvería a trabajar en algún momento, cuando las niñas fueran más mayores. Con Ruby ya en preescolar, había llegado el momento de volver a tener esa conversación, pero Beth solía estar demasiado agotada para defender su caso.

Por no hablar de la parte de ella que se sentía culpable por querer dejar a las niñas.

—Te escucho.

—Tengo entendido que has tenido un paréntesis profesional —el tono de Kelly daba a entender que catalogaba eso en el mismo grupo de sucesos desafortunados que el tifus o la fiebre amarilla.

—Llevo un tiempo concentrándome en mi familia, sí —repuso Beth.

Le quitó a Melly un disfraz de princesa de la mano y negó con la cabeza. Melly tenía ya un armario lleno de vestidos de princesa. Jason se pondría como loco si le compraba otro, y más estando tan cerca la Navidad.

—¿Has oído hablar de Glow PR? —preguntó Kelly, ignorando la mención a la familia—. Es un equipo joven y dinámico que empieza a hacerse un nombre. Buscan a alguien de tu perfil.

¿Cuál era exactamente su perfil?

Beth era esposa, madre, cocinera, taxista, limpiadora, líder de juegos y ayudante personal. Podía limpiar salsa de espaguetis de las paredes y recitar todos los libros ilustrados de Ruby sin sacarlos de la estantería.

A su lado, en la pared, había un espejo rodeado de tanta cantidad de rosa y purpurina como para satisfacer a la aspirante a princesa más exigente. Podía parecer un objeto sacado de un cuento de hadas, pero la imagen que le devolvía la mirada a Beth no tenía nada de cuento de hadas.

Tenía el pelo moreno, y sus pocos intentos de tiempo atrás por teñirse de un tono un poco más claro la habían convencido de que algunas personas habían nacido para ser morenas. En ese momento tenía ojeras oscuras, como si la naturaleza estuviera decidida a mostrar lo cansada que estaba.

En otro tiempo había creído que sabía todo lo que había que saber sobre belleza y cómo conseguir una cierta imagen, pero después había aprendido que el mejor producto de belleza no era una crema para la cara ni una sombra de ojos, sino una noche seguida de sueño y, desgraciadamente, eso no se vendía en frascos.

—Mamá —Ruby le tiró del abrigo—. ¿Puedo jugar con tu teléfono?

Ruby siempre quería todo lo que tenía Beth.

Esta negó con la cabeza y señaló el camión de bomberos, con la esperanza de distraer a su hija pequeña.

Ruby quería ser bombera, pero Beth opinaba que estaba más dotaba para trabajar en ventas. Solo tenía cuatro años, pero podía convencer a cualquier persona de lo que fuera en cuestión de minutos.

—¿Beth?

—Estoy aquí —contestó la interpelada.

Sabía que debía decir que en ese momento era madre y ama de casa y que no le interesaba ninguna oferta.

Pero sí le interesaba.

—La empresa está aquí mismo, en la Sexta Avenida, pero tienen una red amplia y presencia en ambas costas.

Presencia en ambas costas.

La imaginación de Beth voló hasta la costa oeste en primera clase. Ese día, una juguetería. Al siguiente, Beverly Hills. Hollywood. Champán. Un mundo de almuerzos largos y reuniones de negocios, donde la gente escuchaba lo que ella decía. De fiestas glamurosas y de la posibilidad de usar el cuarto de baño sin compañía.

—¿Mamá? Quiero el camión de los bomberos.

El cerebro de Beth seguía disfrutando en Beverly Hills.

—Cuéntame más —pidió.

—Crecen deprisa y están listos para ampliar su equipo. Quieren hablar contigo.

—¿Conmigo? —Beth se mordió la lengua. No debería haber dicho eso. Debería proyectar confianza en sí misma, pero la confianza en sí misma había resultado ser un recurso no renovable. Sus hijas le habían quitado la suya con dedos pegajosos.

—Tú tienes experiencia —dijo Kelly—. Contactos con los medios y creatividad.

«Ja», pensó Beth.

—Llevo tiempo fuera del mundillo —siete años para ser exacta.

—Corinna Ladbrooke ha preguntado específicamente por ti.

—¿Corinna? —el nombre de su antigua jefa removió una maraña de sentimientos en el interior de Beth—. ¿Se ha cambiado de empresa?

—Ella es la que está detrás de Glow. Dime cuándo tienes un hueco y puedo organizarte un encuentro con todos ellos.

¿Corinna la quería a ella? Habían trabajado juntas, pero no había sabido nada de ella desde que se marchara para tener hijos.

A Corinna no le interesaban los niños. Ella no tenía, no quería tenerlos y, si alguna de sus empleadas elegía descarriarse por la esfera de la maternidad, optaba por ignorarla.

Ruby empezó a gimotear y Beth se agachó a tomarla en brazos con una mano, comprobando automáticamente que todavía tenía a Bugsy. Nada podía separar a Ruby de su peluche favorito y Beth tenía cuidado de no perderlo.

¿Se preocuparía menos por las niñas si tuviera un trabajo?

Se inquietaba demasiado y lo sabía. Le aterrorizaba que pudiera pasarles algo malo.

—Kelly, te llamaré cuando eche un vistazo a mi agenda —dijo, consciente de que aquello sonaba más impresionante de lo que era. Su «agenda» incluía llevar a las niñas a clases de ballet, clases de arte y de inmersión en mandarín.

—Hazlo pronto.

El teléfono quedó en silencio y Beth permaneció un momento inmóvil, con la cabeza todavía en el país de las fantasías y el brazo dormido. ¿Por qué parecía que el peso de las niñas aumentaba según el tiempo que las tuviera en brazos? Dejó a Ruby en el suelo.

—Nos vamos a casa.

—¡Camión de bomberos! —el grito de Ruby era más penetrante que ninguna sirena—. Lo has prometido.

Melly seguía mirando disfraces.

—Si no puedo ser una princesa, quiero ser un superhéroe —declaró.

«Yo también quiero ser un superhéroe», pensó Beth.

Una buena madre se negaría y explicaría claramente su decisión. Las niñas saldrían de la tienda disciplinadamente y entendiendo mejor el valor del dinero y el concepto de la gratificación diferida, así como la asociación de comportamiento y recompensa.

Beth no era esa madre. Cedió y compró el camión de bomberos y un disfraz más.

Salió de la tienda cargada con dos niñas felices, un montón de paquetes y la irritante sensación de ser un fracaso como madre.

Ver Manhattan en diciembre era verlo en su mejor época ventosa. El resplandor de las luces en los escaparates y la mordedura del aire de invierno se combinaban para crear una atmósfera que atraía a gente de todo el mundo. Las aceras estaban atestadas y la población de la zona se veía tragada por los visitantes que no podían resistirse a la atracción de la Quinta Avenida en esas fiestas.

Beth adoraba Manhattan. Después de graduarse, había trabajado para una empresa de Relaciones Públicas en Londres. Cuando la habían trasladado a la oficina de Nueva York, había tenido la sensación de que había triunfado, como si el simple hecho de estar en Manhattan confiriera cierto estatus. A su llegada, se había visto dividida entre la euforia y el terror. Caminaba a buen paso por calles con nombres familiares. Quinta Avenida, calle Cuarenta y dos, Broadway, intentando fingir que aquel era su hábitat natural. Por suerte, había vivido y trabajado en Londres antes, porque, si no, el contraste entre el nivel de ruido de Nueva York y el de su casa familiar en las Highlands de Escocia, habría sido demasiado para su mente y para sus tímpanos.

Caminaba todos los días por la Quinta Avenida de camino al trabajo, con la sensación de estar en un plató de cine. La alegría y la ilusión habían compensado de sobra por cualquier añoranza que hubiera podido sentir. ¿Y qué si solo podía permitirse una habitación pequeña, donde podía tocar ambas paredes sin salir de la cama? Estaba en Nueva York, la ciudad más emocionante del mundo.

Un matrimonio y dos niñas después, seguía sintiendo lo mismo.

Su apartamento era más grande y tenían más ingresos, pero, aparte de eso, lo demás no había cambiado mucho.

Sujetó con fuerza la mano de Ruby y llamó a Jason para contarle lo de Kelly, pero su ayudante le dijo que estaba en una reunión.

Beth recordó entonces que él tenía una presentación muy importante ese día y una semana ajetreada por delante. ¿Podría sacar tiempo para quedarse con las niñas si ella iba a ver a Corinna y el equipo?

—Mamá —Ruby se colgaba de su mano y la presión hacía que a Beth le doliera el hombro—. Estoy cansada.

«Yo también», pensó Beth.

—Si andas más deprisa, llegaremos pronto a casa. Sujeta a Bugsy con fuerza. No queremos que se caiga aquí. Y no te acerques mucho al bordillo —dijo.

Veía accidentes por todas partes. Y no ayudaba que Ruby fuera una niña aventurera y temeraria, que carecía al parecer del instinto de autopreservación y no era nada cautelosa. Melly andaba prácticamente pegada a su costado, pero Ruby quería explorar el mundo desde todos los ángulos.

Resultaba agotador.

Beth quería trabajar para Glow PR. Quería caminar por la Quinta Avenida sin tener que estar alerta ante un posible desastre. No era la primera madre que quería trabajar y tener una familia. Tenía que haber un modo de conseguirlo.

La madre de Jason vivía cerca, y Beth confiaba en que, si encontraba un empleo, Alison estuviera dispuesta a ayudar con las niñas. Melly y Ruby la adoraban. Beth también la adoraba. Alison era la negación personificada de todos los tópicos relativos a las suegras. En lugar de estar molesta con Beth por ser la mujer que se había llevado a su único hijo, la había recibido como si fuera la hija que nunca había tenido.

Beth estaba segura de que Alison estaría encantada de ayudar, lo cual dejaba solo el pequeño problema de conseguir el empleo.

¿Tenía lo que hacía falta para impresionar a Corinna después de siete años fuera de juego?

Se sentía muy mal preparada para volver al mundo laboral. No estaba segura de ser capaz de participar en una conversación entre adultos normales, y mucho menos si eran personas deslumbrantes con ideas creativas.

Quizá debería llamar a su hermana. Hannah entendería la tentación de una carrera. Trabajaba como consultora de gestión y daba la impresión de que se pasaba la vida viajando por el mundo para arreglar empresas que no eran capaces de arreglarse solas.

Tenían una cita al día siguiente y Beth quería llamarla de todos modos para confirmarla.

Hannah contestó con su tono serio y práctico de voz.

—¿Es algo urgente, Beth? Estoy embarcando. Te llamaré cuando aterrice, si tengo tiempo antes de la reunión.

Nada de «¿Cómo estás, Beth? Me alegro de oírte. ¿Cómo están Ruby y Melly?». No.

Beth siempre había querido estar más unida a su hermana y no sabía quién tenía la culpa de que no fuera así. Y la situación había empeorado últimamente. Las cenas habituales se habían vuelto menos habituales. ¿Era culpa suya porque casi solo hablaba con las niñas? ¿Su propia hermana la encontraba aburrida?

—No te preocupes —Beth apretó más la mano de Ruby, que caminaba retorciéndose. Era como intentar darle la mano a un pez, pero no se atrevía a soltarla por si acababa debajo de las ruedas de un coche—. Hablaremos mañana durante la cena. No es urgente.

—Pensaba llamarte sobre eso. Nada de champán, gracias. Estoy trabajando. Agua con gas, por favor —Hannah apartó el teléfono para hablar con la azafata y Beth intentó reprimir una punzada de envidia.

Quería estar en posición de rechazar champán.

«No, gracias, tengo que mantener la cabeza despejada para la reunión, donde diré algo importante que la gente quiere oír».

—¿La vas a anular otra vez? —preguntó.

—Tengo un trabajo, Beth.

—Lo sé —contestó esta.

Y no necesitaba que se lo recordaran. Y ella estaba en casa, cuidando de sus niñas y con un complejo cada vez mayor, alimentado por los triunfos de su hermana. Intentó no pensar en el cordero que se marinaba en el frigorífico ni en el postre extravagante que había planeado. Hannah comía en los mejores restaurantes. ¿Le iban a impresionar los intentos de su hermana por hacer una tarta Pavlova? Las claras de huevo batidas difícilmente cambiarían el mundo, ¿verdad? ¿Y tan desesperada estaba ella que necesitaba esa aprobación?

—¿Adónde te vas ahora? —preguntó.

—A San Francisco. Ha sido un viaje de última hora. Te iba a poner un mensaje en cuanto terminara el email que estoy escribiendo.

Con Hannah, siempre había muchas cosas de última hora.

—¿Cuándo volverás?

—El viernes por la noche, y el domingo por la noche me voy a Frankfurt. ¿Podemos aplazarlo?

—Esto era un aplazamiento —respondió Beth—. Mejor dicho, es un aplazamiento de un aplazamiento de un aplazamiento.

Un susurro de papeles sugería que Hannah hacía algo más al mismo tiempo que hablaba con ella.

—Fijaremos otra fecha. Sabes que me encantaría verte —dijo su hermana.

Beth no lo sabía.

Sí sabía que era ella la que ponía todo el esfuerzo en la relación. A menudo se preguntaba si Hannah se molestaría en ponerse en contacto si ella dejaba de intentarlo. Pero nunca lo dejaría, aunque su hermana la volvía loca y hería sus sentimientos. Beth sabía lo valioso que era tener familia y pensaba aferrarse a la suya aunque eso implicara dejar la marca de sus uñas en la carne de Hannah.

—¿Te he ofendido de algún modo? —preguntó—. Siempre tienes alguna excusa para no vernos.

Hubo una pausa.

—Tengo una reunión, Beth. No te lo tomes como algo personal.

Beth tenía la horrible impresión de que era muy personal.

Hannah, como Corinna, no quería tener hijos. Pero era algo más que eso. Beth empezaba a pensar que a su hermana no le gustaban Ruby y Melly, y ese pensamiento era como una puñalada en el corazón.

—No estoy exagerando. Tú te has apartado —dijo.

Corinna era su jefa y no tenía ninguna obligación de que le gustaran sus hijas, pero Hannah era tía de las niñas.

—Las dos estamos ocupadas. Es difícil encontrar un momento.

—Vivimos en la misma ciudad y no nos vemos nunca. No tengo ni idea de lo que pasa en tu vida. ¿Eres feliz? ¿Sales con alguien? —dijo Beth.

Sabía que su madre le preguntaría, así que consideraba su deber estar al tanto de ese tipo de información. Además, era una romántica. Y también estaba el hecho de que, si Hannah tuviera pareja, tal vez se verían más. Podrían salir a cenar los cuatro juntos.

Pero, al parecer, eso no iba a ocurrir.

—Vivo en Manhattan. Está atestado. Veo a mucha gente.

Beth renunció a intentar sacarle información.

—Ruby y Melly te echan de menos —dijo—. Eres la única familia mía que vive cerca. Les encanta que vengas a casa —decidió probar su teoría—. Pásate el fin de semana.

—¿Quieres decir por tu apartamento?

Beth estaba segura de no haber imaginado el tono de pánico en la voz de su hermana.

—Sí —dijo—. Vente a almorzar. O a cenar. Quédate todo el día y una noche.

Hubo una pausa corta.

—Tengo que trabajar todo el fin de semana. Será mejor que tú y yo cenemos juntas un día fuera.

Un restaurante. En la ciudad. Una velada sin niños.

Beth alzó a Ruby con un brazo. Se sentía protectora de pronto.

Aquellas eran sus hijas. Su vida. Eran lo más importante que había en su mundo. ¿A su hermana no deberían importarle aunque solo fuera por eso?

La ironía era que, como Hannah las veía tan poco, las niñas la veían como a una figura llena de glamour.

La última vez que había estado en su apartamento, Ruby había intentado subirse a sus rodillas para abrazarla y Hannah se había quedado petrificada. Beth medio esperaba que le gritara a la niña que se apartara. Al final, había sido ella la que había retirado a la sorprendida Ruby y la había distraído, pero el incidente la había dejado herida y molesta. Había permanecido en un estado de tensión hasta la marcha de su hermana.

Jason le había recordado que Hannah era así y no cambiaría nunca.

—De acuerdo. Cenaremos algún día. Trabajas demasiado —dijo Beth.

—Empiezas a hablar como Suzanne.

—Quieres decir mamá —Beth soltó los dedo de Ruby de su pendiente—. ¿Por qué nunca la llamas «mamá»?

—Prefiero «Suzanne» —respondió Hannah con voz más fría—. Siento anular la cita, pero tendremos tiempo de sobra de charlar en Navidad.

—¿Navidad? —Beth se quedó tan sorprendida, que casi soltó a Ruby—. ¿Vas a ir a casa por Navidad?

—Si por «casa» te refieres a Escocia, sí —Hannah volvió a hablar con la azafata—: Tomaré el salmón ahumado y la ternera.

En otro momento, Beth se habría preguntado por qué se molestaba en pedir salmón y ternera si las dos sabían que tomaría dos bocados y dejaría el resto, pero ese día estaba demasiado sorprendida por la revelación de que su hermana iría a casa en Navidad.

—El año pasado no fuiste.

—Tenía muchas cosas pendientes —Hannah hizo una pausa—. Y ya sabes cómo es la Navidad en nuestra casa. Solo estamos todos juntos esos días y la casa es una olla a presión llena de expectativas. Suzanne se preocupa por pequeñeces y necesita que todo esté perfecto y, si no ocurre así, Posy siempre me echa la culpa a mí.

Era tan poco habitual que dijera lo que pensaba, que eso pilló desprevenida a Beth. Antes de que se le ocurriera una respuesta apropiada, su hermana ya había cambiado de tema.

—¿A las niñas les apetece algo en particular por Navidad? —preguntó.

«Las niñas. Las chicas». Hannah siempre las juntaba y, al hacerlo, de algún modo las deshumanizaba.

Beth sabía que su hermana delegaría la compra de regalos en su ayudante. Elegiría algo caro, con lo que las niñas olvidarían jugar después de una semana y ella, su madre, se quedaría con la sensación de que su hermana intentaba compensar con eso lo que no les daba por otro lado.

Pensó en el camión de bomberos que le golpeaba la pierna al andar y se dijo que ella no era quién para criticar a nadie por comprar regalos caros.

—No les compres nada que chille ni que emita sirenas en plena noche. Y gasta la misma cantidad en las dos.

Llevaba un cálculo mental y se vigilaba continuamente para no mostrar preferencias, para no regañar a una más que a la otra ni demostrar más interés por una que por la otra.

Sus hijas nunca tendrían la sensación de que sus padres tenían una favorita.

—Soy la última persona a la que necesitas decirle eso —comentó Hannah.

Por un breve momento, Beth y ella conectaron. Un único hilo invisible del pasado las unía.

Beth quería agarrar ese hilo y tirar de su hermana hacia sí, pero el estrépito de los cláxones y el ruido general de la calle hacían que aquel fuera un lugar poco apropiado para una conversación personal profunda. Y estaban también los oídos de las niñas, que no se perdían nada.

—Hannah, quizá podríamos…

—¿Qué les gusta ahora? —preguntó Hannah., cortando la conexión y retirándose al lugar seguro en el que nadie podía alcanzarla.

Beth sintió la pérdida como un pinchazo.

—Melly quiere ser bailarina de ballet o princesa y Ruby quiere ser bombera.

—¿Princesa?

Beth captó la crítica en el tono de su hermana.

—Le compro juguetes neutrales y le digo que puede ser ingeniera y trabajar en la NASA, pero de momento prefiere vivir en un castillo con un príncipe, a ser posible, vestida como el Hada de Azúcar.

«Espera a tener hijos y entonces sabrás de lo que hablo», pensó. Pero no lo dijo.

Por mucho que su madre anhelara que Hannah se enamorara y se asentara, cualquiera que fuera un poco realista podía ver que eso no iba a pasar.

Tres flores de invierno

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