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Capítulo 1 Suzanne

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Hay aniversarios buenos y aniversarios malos. Aquel era uno malo y Suzanne eligió marcar el momento con una pesadilla.

Como siempre, estaba enterrada, con el cuerpo inmóvil, y atrapada bajo un peso tan fuerte como el cemento. Tenía nieve en la boca, en la nariz y en los oídos. La fuerza y la presión la aplastaban. ¿A qué profundidad estaba? ¿Dónde era arriba y dónde abajo? ¿Iría alguien a buscarla?

Intentó gritar, pero no le salió nada, nada…

—Suzanne…

La llamaban. No podía contestar. No podía moverse. No podía respirar. Tenía una opresión fuerte en el pecho.

—¡Suzanne!

La voz le llegó a través del pánico y la oscuridad.

—Estás soñando.

Suzanne sintió un contacto en el hombro y el gesto la sacó de la tumba congelada y la devolvió a la realidad. Se incorporó sentada con la mano en la garganta, luchando por respirar.

—Todo va bien —dijo la voz—. Tranquila, no pasa nada.

—Estaba soñando. Lo de siempre —repuso ella. Y era tan real que esperaba encontrarse rodeada por cristales de hielo, no por ropa de cama arrugada.

—Lo sé —la voz pertenecía a Stewart, quien le frotaba la espalda con gentileza—. Estabas gritando.

Entonces ella se dio cuenta de que estaba pálido y arrugas de ansiedad enmarcaban su boca.

Tenían una rutina para aquello, pero hacía tiempo que no habían tenido que usarla.

—¡Era tan real! Yo estaba allí.

Stewart encendió la luz. Un resplandor suave se extendió por el dormitorio, iluminando los rincones oscuros y apartando las últimas volutas de la pesadilla.

—Estás a salvo. Mira a tu alrededor.

Con la imaginación atrapada todavía bajo el peso de la nieve, Suzanne miró.

No había nieve. No había alud. Estaba en su cálido y cómodo dormitorio de Glensay Lodge, donde bailaban restos de un fuego en la chimenea y la oscuridad de la noche interminable de invierno se asomaba por un hueco en las cortinas. Ella había hecho personalmente aquellas cortinas, con una lujosa tela de cuadros escoceses que había comprado en su primera visita a Escocia. La madre de Stewart le había dicho que era el tartán de su clan, pero lo que le importaba a Suzanne era que las cortinas dejaran fuera el frío en las noches de invierno e hicieran acogedora la estancia. También había hecho ella la colcha de retazos colocada a los pies de la cama.

En la mesa cerca de la ventana había una botella de whisky puro de malta de la destilería de la zona, y al lado, el vaso vacío de Stewart.

Allí estaba el sillón favorito de ella, con los cojines suaves y ahuecados. Su libro, una novela que no le había llamado la atención, yacía abierto al lado de la labor de tejer. El día anterior había llegado un envío nuevo de lana y los colores la habían entusiasmado. Morados y azules intensos descansaban al lado de tonos más suaves de brezo y crema, listos para animar la paleta de blanco y gris que dominaba más allá de las ventanas. La lana le recordaba al brezo silvestre escocés que crecía en el valle a principios y finales del verano. La animaba pensar en eso. Cuando se calmaba el frío, le gustaba caminar por la mañana temprano y ver el brezo con el sol quemando a través de la bruma.

Y allí estaba Stewart, con sus ojos amables y su paciencia infinita. Stewart, que llevaba más de tres décadas a su lado.

Ella estaba en las Highlands escocesas, a decenas de miles de kilómetros del monte Rainier. Y, sin embargo, el sueño la envolvía todavía como una niebla helada, infectando sus pensamientos.

—Hacía más de un año que no soñaba eso —murmuró. Tenía la frente húmeda de sudor y el camisón pegado al cuerpo. Tomó el vaso de agua que le ofreció Stewart.

Tenía la garganta seca y el agua la calmó y la refrescó, pero la mano le temblaba tanto, que derramó una parte en el edredón.

—¿Cómo se pueden seguir teniendo pesadillas después de veinticinco años? —preguntó. Ella quería olvidar, pero su cuerpo no se lo permitía.

Stewart tomó el vaso, lo dejó en la mesilla y la abrazó.

—Falta poco para Navidad, y esta siempre es una época estresante del año.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de él, reconfortada por su calor humano. Carne y hueso en lugar de nieve y hielo.

Carne viva.

—Me encanta esta época del año porque las chicas vienen a casa —Suzanne abrazó la cintura de él, ansiosa por dejar de temblar—. El año pasado no tuve ni una sola vez la pesadilla.

—Probablemente la haya desencadenado la llamada de Hannah.

—Ha sido una llamada buena. Va a venir a casa por Navidad. Es la mejor de las noticias. No algo que pueda desencadenar una pesadilla —pero sí suficiente para despertar recuerdos y pensamientos.

Suzanne sospechaba que la pobre Hannah tendría también sus propios pensamientos y recuerdos.

Stewart tenía razón. Esa época del año nunca era fácil.

—Va a hacer dos años que Hannah, Beth y Posy no están aquí juntas —comentó Stewart.

—Y estoy muy contenta —repuso ella, con franqueza—. Será todavía más especial porque Hannah no pudo venir el año pasado.

—Lo cual incrementa tus expectativas —Stewart parecía cansado—. No la presiones. Es duro para ella y tú acabas sufriendo.

—No sufriré —contestó Suzanne. Ambos sabían que mentía. Sufría siempre que Hannah se distanciaba de la familia—. Solo quiero que sea feliz, nada más.

—La única persona que puede hacer feliz a Hannah es ella misma.

—Eso no impide que quiera ayudar. Soy su madre —miró a su marido a los ojos—. Soy su madre —repitió.

—Lo sé. Y, si quieres saber mi opinión, tiene mucha suerte de que lo seas.

¿Suerte? Las chicas habían tenido muy poca suerte en sus primeros años de vida. Al principio, a Suzanne le asustaba mucho que los sucesos de su infancia le destrozaran la vida a Hannah, pero después había comprendido que tenía la responsabilidad de no permitir que ocurriera eso.

Había hecho todo lo que había podido para compensar aquello e influenciar el futuro. Solo quería el bien para sus hijas y su carga era tremenda. El peso de esa carga la hundía y en ocasiones casi la aplastaba. Y ella había obligado a Stewart a acarrear también esa carga.

«La culpa del superviviente», pensó.

—Me preocupa no haber hecho lo suficiente. O no haberlo hecho bien.

—Estoy seguro de que todos los padres piensan eso de vez en cuando.

Suzanne sacó las piernas de la cama, aliviada de poder levantarse. Caminar. Respirar. Ver levantarse el sol. Giró los hombros y descubrió que le dolían. Había cumplido cincuenta y ocho años el verano anterior y en ese momento sentía todos y cada uno de esos años. ¿Era un dolor real o un recuerdo?

—La pesadilla ha sido horrible. Estaba de vuelta allí.

Asfixiándose en una tumba de nieve sin aire.

Stewart se levantó a su vez.

—Se pasará —extendió el brazo para tomar su bata—. No te voy a preguntar si quieres hablar de ello, porque nunca quieres.

Y esa vez no era diferente.

Suzanne no podía parar las pesadillas, pero podía impedir que la envolviera la oscuridad cuando estaba despierta. Era su modo de recuperar el control.

—Deberías seguir durmiendo —dijo.

—Ambos sabemos que es imposible volver a dormir después de unas de tus pesadillas —contestó él—. Y, de todos modos, tenemos que estar en pie dentro de una hora —tenía el cabello de punta y ojeras de cansancio—. Esta mañana llega un grupo de veinte al Adventure Centre. Habrá bastante ajetreo. Me vendrá bien empezar temprano.

—¿Tienen experiencia?

—No. Es un grupo escolar en una semana de aventura al aire libre.

A Suzanne la invadió la ansiedad. Su instinto la impulsaba a pedirle que no fuera, pero eso habría sido ceder al miedo. También habría significado pedirle a Stewart que dejara de hacer algo que amaba, y ella no haría eso.

—Ten cuidado.

—Siempre lo tengo —Stewart la besó y se dirigió a la puerta—. ¿Café?

—Por favor —la idea de seguir en la cama no seducía nada a Suzanne—. Me ducho y empiezo a planear.

—¿A planear qué?

—Eso solo lo preguntaría un hombre. ¿Tú crees que la Navidad se prepara sola? —ella se ató el cinturón de la bata. Sabía por experiencia que la actividad era el mejor modo de expulsar las sombras de su cabeza—. Faltan solo unas semanas. Quiero hacer todos los preparativos por adelantado para luego pasar el máximo tiempo posible con nuestras nietas. He pensado comprar algunos juegos más por si hace mal tiempo. No quiero que se aburran. ¡Llevan una vida tan ajetreada en Manhattan!

—Si se aburren, pueden ayudar con los animales. Dar de comer a las gallinas con Posy o reunir a las ovejas. Y pueden montar a Socks.

Socks era el poni de Posy. Con dieciocho años cumplidos, disfrutaba de una semijubilación bien ganada en los campos que rodeaban la casa.

—Beth se pone nerviosa cuando montan a caballo.

Stewart movió la cabeza.

—Hay muchas cosas que ponen nerviosa a Beth. Los dos sabemos que es sobreprotectora. Los niños no se rompen tan fácilmente.

—Como si tú no fueras el padre más sobreprotector del mundo. Especialmente con ella.

Él sonrió con timidez.

—Posy era fuerte como una pelota. Rebotaba. Beth era una cosita delicada.

—Siempre ha sido una niña de papá. Y, si ahora es una madre sobreprotectora, los dos sabemos por qué.

—No he dicho que no lo entienda, pero tienes que dejar que los chicos se diviertan. Que exploren. Que cometan errores. Que vivan.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —Suzanne sabía que ella también era sobreprotectora—. Hablaré con Beth. Intentaré persuadirla de que las chicas monten. Y, si hace mal tiempo, pueden ayudar en la cocina. Haremos repostería.

—Se me ocurre una idea —Stewart tomó su vaso de whisky vacío de la noche anterior—. En vez de planearlo todo y volverte loca de estrés, ¿por qué este año no te relajas? Deja de esforzarte tanto.

Suzanne lo miró con desmayo.

—¿Tú crees que la comida aparece por arte de magia? ¿Crees que Santa Claus reparte los regalos ya envueltos? —preguntó.

Pero el comentario era tan típico de él, que le dio risa. Para alguien de fuera, seguramente resultarían ridículamente tradicionales, pero su vida era exactamente como quería que fuera.

—Debes saber que la clave de la relajación es la planificación. Quiero que sea especial.

El hecho de que fuera el único momento del año en el que estaban las tres chicas juntas incrementaba la presión para que todo resultara perfecto. Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y apoyó la frente en el cristal frío. Desde la ventana de su dormitorio, podía ver hasta el valle. La nieve, luminosa, reflejaba el brillo apagado de la luna y lanzaba parpadeos de luz por la superficie inmóvil del lago. El lago estaba rodeado de árboles nevados y, más allá de este, se alzaban las montañas, dominándolo todo con su belleza letal.

Aun sabiendo el peligro que acechaba en esas cumbres nevadas, se sentía atraída por ellas. Nunca podía vivir en lugares que no tuvieran montañas, pero ya no escalaba en invierno. Stewart y ella hacían algo de senderismo en invierno, y marchas más ambiciosas en primavera y verano, cuando hacía más calor y se retiraba la nieve.

—¿Fue egoísta por nuestra parte mudarnos aquí? ¿Tendríamos que haber vivido en una ciudad? —preguntó ella.

—No. Y tienes que dejar de pensar así —repuso él con cierta dureza—. Es por el sueño. Tú sabes que es la pesadilla.

Suzanne lo sabía. Adoraba vivir allí, en aquella tierra de niebla y montañas, de lagos y leyendas.

—Me preocupa Hannah —se volvió—. Cómo le pueda afectar estar aquí.

—A mí me preocupa más cómo te afecte a ti que esté aquí. O puede que me atormenten los fantasmas de las Navidades pasadas —Stewart dejó el vaso vacío en la mesa y se frotó la frente con los dedos—. Tienes que dejarla en paz. No puedes arreglarlo todo, aunque sé que nunca dejarás de intentarlo —la luz suavizaba los ángulos duros de su rostro y le hacía parecer más joven.

Su trabajo lo mantenía en forma y había días en los que casi no aparentaba cincuenta años, y mucho menos sesenta. La única pista de su edad eran los mechones plateados en su pelo, los mismos que habría mostrado el cabello de ella, de no haber optado por algo de ayuda artificial.

Se habían enamorado trabajando juntos como guías de montaña, cuando la vida les parecía una gran aventura. Entonces solo les importaba la siguiente escalada. La siguiente cima. Habían estado juntos desde entonces y, en su mayor parte, su vida seguía un ritmo cómodo. Ritmo que se alteraba en esa época del año.

Suzanne pensó que el pasado no desaparecía nunca. Se desdibujaba y a veces era poco más que una sombra, pero siempre estaba allí.

—Haré que la hospedería resulte lo más acogedora posible. ¡Hannah trabaja tanto!

—Tú también. Tu vida no son solo tus hijas, Suzanne. Diriges un negocio y este es uno de los períodos más ajetreados del año en el café.

La ansiedad de ella cambió de dirección.

—Y ahora me has recordado que todavía tengo que tejer cuarenta calcetines para recaudar fondos para el equipo de rescate de montaña. Gracias por estresarme.

Stewart sonrió y tomó su ropa de la silla donde la había dejado la noche anterior.

—Eso me gustaría verlo. A los chicos llevando esos calcetines. Les haré una foto y la colgaré en la página del equipo en Facebook.

Suzanne hizo una mueca.

—No son para que se los pongan, idiota. Son para llenarlos de regalos. Los venderemos a buen precio. Y antes de que te burles, te recordaré que, con los beneficios de los calcetines del año pasado, el equipo compró un transmisor-receptor para avalanchas y pagó parte de esa camilla tan chula que usáis ahora.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué…?

—Me gusta gastarte bromas. Me gusta cómo te pones cuando te enfadas. Haces mohínes con la boca y frunces el ceño y… ¡Ay! —Stewart se agachó cuando ella le arrojó una almohada—. ¿Tú has hecho eso? ¿Cuántos años crees que tienes?

—Los bastantes para haber desarrollado una puntería perfecta.

Él arrojó de nuevo la almohada sobre la cama, volvió a dejar su ropa en el respaldo de la silla y empujó a Suzanne hacia la cama.

Ella cayó con un respingo.

—¡Stewart!

—¿Qué?

—Tenemos cosas que hacer.

—Eso es cierto —él bajó la cabeza y lo último que vio ella antes de que la besara, fueron sus ojos azules riendo cerca de los de ella.

Cuando salieron por segunda vez de la cama, los primeros dedos de luz débil asomaban entre las cortinas.

—Y ahora llego tarde —Stewart se dirigió al baño—. Es culpa tuya.

—¿Y por qué es culpa mía? —preguntó ella.

Pero él estaba ya en la ducha, tarareando desafinadamente debajo del agua.

Suzanne siguió un momento tumbada, con la mente confusa, satisfecha, olvidada ya la pesadilla.

Sabía que tenía que empezar la tarea de los calcetines.

Tejer era un modo perfecto de relajarse, aunque ella había tardado años en descubrirlo.

No había empezado a hacerlo hasta bien entrada ya la treintena.

Al principio había sido un modo de mostrar su amor por las chicas. Las vestía y las abrigaba. Cuando tomaba las agujas y el ovillo, no tejía solo un jersey, unía con la lana su familia fracturada y dañada, tomando hilos separados y convirtiéndolos en algo completo.

Stewart salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla.

—¿Quieres que elija un árbol de Navidad de camino a casa?

—Posy dijo que lo haría ella. Podemos esperar unos días más. No quiero que se caigan las agujas antes de Navidad. ¿Cuántos árboles ponemos este año? He pensado uno en la sala de estar, uno en la entrada, uno en el cuarto de la tele y quizá uno en la habitación de Hannah.

—¿Y no quieres poner uno en el armario de los zapatos? ¿O en el baño de abajo?

Ella lo observó.

—Puedo tirarte otra almohada, si quieres —dijo.

Pero él la había distraído de su pesadilla. Suzanne sabía que esa había sido su intención y lo amaba por ello.

—Solo digo que quizá debas dejar alguno en el bosque —Stewart arrojó la tolla húmeda sobre la silla, pero, cuando captó la mirada de ella, la recuperó y la llevó al cuarto de baño—. Todos los años te matas convirtiendo este sitio en un cruce entre un país de las maravillas invernal y el taller de Santa Claus —empezó a vestirse rápidamente, poniéndose todas las capas necesarias para su trabajo—. Tienes grandes expectativas, Suzanne. No es fácil cumplirlas.

—Es verdad que las cosas pueden ser un poco estresantes cuando las chicas están juntas…

—Son mujeres, no chicas. Y «un poco estresantes» es decir muy poco.

—Quizá este año sea diferente —Suzanne quitó las sábanas de la cama—. Beth y Jason son felices. Estoy deseando tener a mis nietas aquí. Colgaré calcetines encima de la chimenea y prepararé bandejas de dulces. Y Hannah no tendrá que hacer nada, porque pienso tenerlo todo hecho cuando llegue para poder pasar tiempo con ella. Quiero que me ponga al día de lo que hace —sujetó las sábanas contra su pecho—. ¡Ojalá encontrara a alguien especial para…!

—¿Para qué? ¿Para comérselo con patatas? —Stewart movió la cabeza—. Te suplico que no le digas eso a ella. Las relaciones de Hannah son asunto suyo. Y no me parece que tenga mucho interés.

—No digas eso —repuso ella.

Se negaba a creer que pudiera ser verdad. Hannah necesitaba una relación íntima. Una familia propia. Un círculo protector. Todo el mundo necesitaba eso.

Era algo que ella, Suzanne, siempre había deseado. Con seis años había soñado ya con eso. Había pasado sus primeros años con una madre demasiado borracha para ser consciente de su existencia. Más tarde, cuando los órganos internos de su madre habían dejado de luchar contra el maltrato constante que sufrían, Suzanne había entrado en una casa de acogida. Todas las historias que escribía en el colegio tenían que ver con ella formando parte de una familia cariñosa. En sus sueños tenía padres y hermanos. Cuando cumplió los diez años, se había resignado ya a que eso nunca iba a ocurrir.

Al final había acabado en una residencia y allí había conocido a. Esta se había convertido en la hermana que Suzanne tanto había anhelado y había volcado en esa amistad todo el amor que le sobraba. Estaban tan unidas, que la gente asumía que eran familia.

El amor de Cheryl había llenado todas las grietas y huecos en el alma de Suzanne, como pegamento que juntara fragmentos rotos. Dejó de sentirse sola y perdida. Ya no quería que la adoptaran porque tendría que irse de la residencia y eso implicaba dejar a Cheryl.

Compartían habitación, compartían ropa y compartían risas. Compartían también esperanzas y sueños.

El recuerdo era tan vívido y la necesidad de oír la risa contagiosa de Cheryl tan fuerte, que Suzanne estuvo a punto de alcanzar el teléfono.

Hacía veinticinco años que no hablaban y, sin embargo, el impulso de llamarla no había desaparecido.

La parte de ella que echaba de menos a su amiga no se había curado nunca.

La voz de Stewart la arrastró de vuelta al presente.

—¿Suzanne? ¿En qué piensas?

Él creía que Cheryl era una mala influencia.

Lo irónico de eso era que Suzanne no habría conocido a Stewart de no ser por Cheryl. No habría sido guía de montaña de no ser por Cheryl.

—Estaba pensando en Hannah —contestó.

—Si le hablas de su vida amorosa, te garantizo que subirá al primer avión que salga de aquí y no tendremos una Navidad feliz.

—No le diré ni una palabra. Le pediré a Beth que me ponga al día. Me alegro de que vivan las dos en Nueva York. A Hannah le viene bien tener a su hermana cerca. Y Beth está casada y feliz y le encanta ser madre. Puede que eso inspire a Hannah.

Pronto volverían a estar juntas las tres hermanas y Suzanne sabía que ese año la Navidad sería perfecta.

Estaba segura.

Tres flores de invierno

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