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Capítulo 4 Posy

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En un valle remoto de las Highlands escocesas, Posy McBride estaba de pie en el lugar donde había habido una avalancha. La azotaba un viento helado, que congelaba la piel no cubierta y se colaba por los huecos de la ropa. El aire olía fuertemente a invierno y el aliento surgía en forma de nube de vapor.

Esa zona de las Highlands atraía a escaladores de todo el mundo. Era conocida por sus barrancos empinados, sus rutas desafiantes y su tendencia a sufrir avalanchas en los meses de invierno.

La perra, que esperaba a su lado, estaba tensa por la anticipación y la excitación nerviosa.

—¡Busca!

Posy dio la orden y el animal saltó al campo de escombros, corriendo adelante y atrás con el hocico metido en la nieve.

Otros miembros del equipo de rescate habían formado una línea de rastreo y registraban despacio y metódicamente.

—Es una campeona —murmuró Posy.

Para alcanzar a Bonnie, subió por las enormes rocas de nieve. La perra era una mancha dorada en un mar de blanco en el que buscaba un olor humano.

Rory, el entrenador del equipo, se acercó a ella con una radio en la mano.

—Phil se ha caído unas cuantas veces. Su olor estará por toda la nieve. Eso la confundirá.

—Eso no la confundirá. Está entrenada en el olor del aire y en rastrear —repuso Posy sin apartar la vista de Bonnie—. ¿Lo ves? Muestra interés en aquel punto. Es un as.

—Phil habrá dejado olor humano en la superficie.

En aquel momento, Bonnie empezó a ladrar y volvió corriendo por la nieve hasta Posy.

—¡Enséñamelo! —dijo esta. La siguió hasta el lugar que le había llamado la atención.

Rory las siguió más despacio, maldiciendo cuando tropezaba.

—He apostado diez libras con Luke a que la perra no lo encontraría.

—Y por esa falta de fe, vas a tener que pagar —Posy alcanzó a Bonnie, que tiraba de un jersey—. Eres una maravilla. Buena chica, buena chica.

Por suerte, aquello era un ejercicio de entrenamiento, lo que no impidió que alabara mucho a la perra y le diera su juguete favorito como recompensa. Después sonrió al hombre que yacía medio enterrado en la nieve.

—Hola, tú. ¿Cómo te encuentras hoy?

Él le devolvió la sonrisa, aunque ella sabía que debía de estar congelado e incómodo. La nieve se pegaba a su anorak, su mandíbula y sus pestañas.

—No lo sé bien. Puede que necesite reanimación boca a boca.

—No tendrás esa suerte —Posy acarició la piel suave de Bonnie. Trabajar con el perro la estimulaba y admiraba profundamente la destreza del animal. Podía hacer mucho más que un humano—. Eres la mejor perra de búsqueda y rescate que ha paseado jamás por este mundo.

La «víctima» carraspeó.

—Disculpa. Yo sigo en este agujero. ¿No vais a sacarme? ¿Así es como tratáis a las víctimas de una avalancha?

—No seas quejica. Puedes salir tú solo.

—¿Quejica? —él se enderezó e hizo una mueca cuando se coló nieve por el cuello de su anorak—. ¡Menuda cita, Posy McBride! Cuando dijiste que querías mi cuerpo, no fue esto lo que me imaginé.

—¿No?

—No —él se quitó una masa de nieve del cuello—. Dijiste: «Quiero tu cuerpo el sábado». Y a mí me pareció bien. Me gustan las mujeres que saben lo que quieren. Pensé para mí en una cena y después una película. O una velada acogedora en el Glensay Inn, seguida de un paseo romántico. Preparando la escena antes de desnudarnos juntos —salió del hoyo y ella se echó a reír.

—Pareces el abominable hombre de las nieves.

—Tu preocupación me calienta el corazón, lo cual no está mal, porque puede que tenga hipotermia.

Ella sonrió.

—¿Tú crees?

—Es lo que suele ocurrir cuando una persona pasa un par de horas enterrada en la nieve esperando que la encuentre un perro —él se sacudió las capas de nieve de la manga—. Tengo nieve en lugares en los que no sabía que podía llegar la nieve. ¿Hay alguna posibilidad de conseguir un trago que me haga entrar en calor?

—No sé por qué, pero esa frase no suena igual dicha con acento de Nueva York.

—Usaré cualquier acento que quieras siempre que me sirvas un whisky.

—El alcohol y la hipotermia no son una buena combinación —contestó Posy.

Le gustaba charlar con él. Probablemente más de lo que sería aconsejable.

La llegada de Luke a Glensay había calmado el desasosiego que parecía invadirla siempre últimamente. Era como si él hubiera llevado consigo parte del mundo exterior, calmando un poco la sed de aventura de ella.

Bonnie corría alegremente en círculos, moviendo la cola.

—Tienes suerte de que sea una superestrella o habrías estado mucho más tiempo ahí —comentó Posy.

—¿Tengo que estar agradecido por estar frío y mojado?

—Si esto fuera una avalancha de verdad, estarías de rodillas delante de ella jurándole amor y libertad eternos.

Luke pateó para sacudirse la nieve de las botas.

—Si esto fuera una avalancha de verdad, yo habría llevado un transmisor, una pala y una sonda.

—Eso suponiendo que estuvieras escalando o esquiando con gente que supiera qué hacer con un transmisor, una pala y una sonda.

—¿La gente se ofrece voluntaria para esto más de una vez?

Sí. Tenemos un equipo de voluntarios que se ofrecen a hacer el trabajo sucio en nuestros ejercicios de entrenamiento.

—¿Y siguen con vida?

—La mayoría sí. No siempre hacemos entrenamiento de avalanchas. A veces solo tienes que estar tumbado en un charco en la hierba en la ladera de la montaña.

—Calla o no podré superar la terrible decepción de saber que me he perdido esa experiencia —comentó él.

Tenía el cuerpo fuerte y atlético de un escalador y el aire todoterreno de un hombre que pasaba la vida expuesto a los elementos.

La fuerza de la atracción por él había sido una sorpresa para Posy.

Recelaba de las relaciones. En una comunidad pequeña, como la que ella vivía, uno no podía alejarse cuando terminaba una aventura. Era muy probable que siguiera viendo a esa persona todos los días. Le había ocurrido ya, y no tenía ninguna prisa por repetir la experiencia.

—¿Todo bien por allí? —les gritó Rory.

Posy volvió la cabeza.

—Creo que la víctima tiene hipotermia.

—¿Víctima? —Luke enarcó una ceja—. Nada de «víctima», por favor. Yo no me veo así —se agachó a acariciar a Bonnie—. Tú eres mi chica favorita. Si hubiera estado de verdad enterrado en esa avalancha y me hubieras rescatado, habría tenido que casarme contigo.

—Señor y señora Golden Retriever. Os vaticino muchos años de felicidad —comentó Posy.

Antes de que pudiera esquivarlo, Luke le metió un puñado de nieve por el cuello del anorak.

El hielo le cosquilleó la piel y ella lanzó un gritito.

—Eso es de críos.

—Pero muy placentero. Y ahora tú también tienes frío, lo cual nivela un poco el campo de juego. Deberíamos calentarnos mutuamente. Una ducha caliente. Un fuego de troncos. Una botella de vino tinto…

Sería muy fácil hacerlo porque, técnicamente, vivían bajo el mismo techo.

En el terreno de Glensay Lodge había un granero, que contenía un pajar. Los padres de Posy habían tenido la buena idea de convertirlo en dos propiedades. Posy vivía en el loft, el antiguo pajar, que tenía techos inclinados y vistas de las estrellas. El granero se alquilaba. Estaba a setecientos cincuenta metros de la casa, donde vivían sus padres, y rodeado de bosques de pinos y abedules. Un corto paseo llevaba hasta un lago profundo, alimentado por arroyos y habitado por truchas marrones.

Esa soledad no era para todo el mundo y, en verano, los ocupantes eran mayoritariamente parejas que buscaban una semana romántica en las salvajes Highlands. Era un sitio ideal para montar en bici, observar pájaros, hacer senderismo y nadar en el lago. Pero su mayor atractivo era su proximidad a las grandes montañas. En invierno, el granero a menudo lo reservaban a escaladores.

Las estancias cortas implicaban más trabajo para Posy. Tenía que cambiar la ropa de cama y toallas más a menudo y lavar más. Así que se había alegrado cuando Luke Whittaker lo había alquilado por cuatro meses con opción a ampliar la estancia.

Era escalador y escritor. Necesitaba paz y tranquilidad para terminar un libro y una base que le permitiera escalar. El granero ofrecía la posibilidad de hacer ambas cosas.

De vez en cuando, cuando ella volví a casa tarde de una sesión de entrenamiento, veía las luces de él encendidas todavía, así que sabía que Luke era un ave nocturna.

Sabía también que se le daban bien los animales. En aquel momento, por ejemplo, llevaba a Bonnie al éxtasis acariciándole el estómago.

Luke alzó la vista hacia ella.

—¿Asumo que Bonnie ha pasado la prueba?

—Sí. Ha captado tu olor inmediatamente.

Él se enderezó.

—¿Me estás diciendo que huelo?

—Da gracias a eso. Así es como te ha encontrado. Está entrenada para buscar el olor humano. Si tienes miedo y estás sudando, emites un olor más fuerte.

—Estaba enterrado en la nieve. Te puedo asegurar que de mis poros congelados no ha emanado ni una sola gota de sudor.

—En eso te equivocas. Ella ha captado tu miedo —a Posy le gustaba bromear con él—. Y probablemente podía sentir las vibraciones de tus temblores en la nieve. Pero, en serio, gracias. Has hecho algo bueno y todos te estamos agradecidos.

—A mí me parece que es una perra de rescate muy buena.

—Ir a buscar cosas es su juego favorito, lo cual ayuda. Necesitas un perro que tenga un instinto fuerte de recuperar algo. Y, además, el olfato es su superpoder.

Se abrieron paso por entre los montones de nieve hasta el camino en el que Posy había aparcado su coche. Una capa nueva de polvo blanco suave cubría la superficie de la nieve y el aire frío le adormecía las mejillas a ella.

—¿Habéis rescatado a muchos senderistas y escaladores atrapados en la nieve? —preguntó él.

—Sí, y a veces me llama la policía para que ayudemos a buscar a una persona desaparecida. Hace un par de semanas, Bonnie ayudó a encontrar a un anciano con demencia senil que se había perdido. Su familia estaba desesperada. Al parecer, había conseguido abrir la puerta principal, que estaba cerrada con llave, y se había ido a andar. Les alivió mucho que lo encontráramos.

—Espera —él dejó de andar—. Pensaba que un perro rastreador y uno de rescate eran dos cosas distintas.

—A menudo lo son. Normalmente, los perros, u olfatean el aire y siguen el olor humano, o siguen el rastro de un olor concreto. Es raro que un perro esté entrenado para ambas cosas.

—¿Y ella lo está?

—¿Qué quieres que diga? Es una superestrella.

Siguieron andando.

—¿El hombre al que encontrasteis estaba bien?

—Con mucho frío. Bonnie lo encontró cuando se había refugiado detrás de un seto. Pasó unas cuantas noches en el hospital, pero ahora está bien. Bonnie y yo hemos ido a verlo.

—¿Hay algo que ella no pueda hacer?

—No le gusta ir en helicóptero —Posy hizo una mueca—. Y hemos tenido que hacerlo unas cuantas veces.

Bonnie saltó a la parte de atrás del coche y movió la cola expectante mientras Posy se cambiaba las botas y se quitaba las capas externas de ropa.

Tendió la mano.

—Que tengas un buen día.

Luke miró la mano.

—¿Yo te doy todo mi cuerpo y tú, a cambio, solo me das tu mano? Lo menos que puedes hacer es invitarme a una taza de chocolate caliente en ese café tan acogedor que llevas con tu madre.

—No puedo. Hoy soy empleada, no clienta —ella se sentó al volante—. Pero te llevaré a casa un trozo de tarta de chocolate.

—Pues entonces cena conmigo. Te llevaré al Glensay Inn. Fuego de chimenea, cerveza local, buena comida y compañía fantástica.

«Y todos los cotilleos que puedas soportar».

—He vivido aquí casi toda mi vida, Luke. No tienes que venderme los encantos de mi pueblo. Y esta noche estoy ocupada.

—Tú, Posy McBride, siempre estás ocupada. Cuando no estás rastreando almas perdidas con tu perro o guiando a alguien por una pared de hielo, estás trabajando en el café, cuidando de las ovejas o recogiendo los huevos de tus gallinas. Que, por cierto, son los mejores que he probado en mi vida.

—Aquí todo sabe mejor. Es el aire. Tengo que irme —Posy sabía que su madre estaría hasta arriba de trabajo—. Es nuestra época de más ajetreo y mi madre está sola porque Vicky no se encuentra bien.

Él separó las piernas, con las manos en las caderas.

—Te portas muy bien con tu madre.

A Posy le resultó extraño oír eso.

—Es mi madre. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—¿Siempre habéis estado tan unidas?

El primer recuerdo de Posy era de Suzanne abrazándola para dormirla. Recordaba el calor, la presión de sus brazos, la sensación de comodidad y de seguridad.

—Sí.

—¿Y algún día heredarás tú el café?

—Ese es el plan.

Él la observó pensativo.

—¿Y tú estás de acuerdo con eso? ¿Nunca has sentido la tentación de viajar, de hacer algo diferente?

Para Posy, fue como si él apretara una herida no curada del todo.

¿Podía confesar que sí, que sentía tentaciones? ¿Debía admitir que era algo en lo que pensaba mucho por la noche y descartaba de día cuando trabajaba al lado de su madre, que había estado siempre a su lado en las buenas y en las malas? ¿Cómo explicar la responsabilidad que sentía? Era un ancla que la mantenía atrapada en el mismo lugar. Agradecía esa ancla, pero a veces quería soltarla y lanzarse a navegar. En el mundo había montañas grandes y hermosas esperándola. Un mundo entero de aventura.

Durante el día, sonreía a los clientes, cocinaba y preparaba cafés capuchinos perfectos, pero de noche, en la intimidad de su loft, estudiaba cumbres difíciles, paredes de hielo y roca, planeaba rutas y veía un vídeo tras otro en Internet hasta que tenía la sensación de haber escalado esas montañas personalmente.

—Este es mi hogar. Mi familia y mi trabajo están aquí. Adiós, Luke, y gracias por lo de hoy —«gracias por provocarme pensamientos que no quería tener»—. Rick te llevará de vuelta a Glensay Lodge —puso el motor en marcha—. ¿No tienes que escribir?

—Sí, pero, generalmente, necesito no tener las manos congeladas para eso.

—Esta mañana he dejado troncos nuevos en el granero antes de salir para el entrenamiento. ¿Puedo suponer que sabes encender fuego?

No lo preguntaba en serio. Luke Whittaker había escrito un libro sobre supervivencia en la naturaleza y, aunque ella no hubiera tenido ese libro en su estantería, habría adivinado que era el tipo de hombre que podía sobrevivir en las condiciones más difíciles, el tipo de hombre que podía sacar chispas frotando dos palos antes de que ella tuviera tiempo de decir «fuego».

—Puedes venir tú a encenderme la chimenea.

—Es el intento de ligar más patético que he oído nunca. Espero que se te dé mejor hacer fuego que conquistar mujeres, o acabarás congelado —respondió ella.

Pisó el acelerador y lo último que vio antes de alejarse fue la sonrisa en el rostro de él.

Los días de invierno en las Highlands eran a menudo grises y plomizos, pero ese día había un cielo azul perfecto. El paisaje estaba cubierto de blanco, liso e inalterado, como el glaseado de un pastel de Navidad. La superficie reflejaba el sol y brillaba como un millón de cristales.

¿Por qué iba a querer dejar aquel hermoso lugar, lleno de personas que la querían y se preocupaban por ella? Estar allí no era un sacrificio, era su elección. Tenía cuatro años cuando Suzanne y Stewart habían empaquetado sus vidas y se habían trasladado desde su casa, en el estado de Washington, hasta Escocia para estar cerca de la familia de Stewart.

A diferencia de sus hermanas, Posy no recordaba otra casa.

Pasó delante de la iglesia parroquial y saludó con la mano a Celia Monroe, que salía de una cita con el doctor.

En un impulso, frenó de golpe delante de la pequeña biblioteca y tomó el bolso, que estaba en el asiento de atrás.

Había una tarea que llevaba semanas posponiendo.

—Me van a reñir como a una niña de seis años —confesó. Y Bonnie, comprensiva, movió la cola.

Posy entró en la biblioteca. Esta había estado muchas veces amenazada de cierre, pero la gente del lugar la había defendido con la misma fiereza con la que un clan defendería sus tierras.

La mujer que estaba detrás del mostrador chasqueó la lengua con desaprobación.

—No sé cómo tienes valor para venir aquí, Posy McBride. Te has retrasado más de un mes en la devolución de los libros.

Posy se inclinó por encima del mostrador y le dio un beso.

—Estaba atrapada en la montaña salvando vidas, señora Dannon.

—¡Ah! No digas tonterías. Hacías lo mismo con los deberes. Siempre tarde y siempre con una excusa —Eugenia Dannon había sido profesora de Lengua y Literatura en el colegio, donde se desesperaba con Posy, quien se pasaba el día mirando las montañas por la ventana.

—Seguro que le debo un montón de dinero en multas.

La mujer agitó una mano en el aire.

—Si te multara cada vez que te retrasas con los libros, estarías en la ruina.

—La quiero, señora Dannon, y sé que en el fondo usted me quiere a mí.

—¡Sí!, tonta que soy. Ahora corre a ayudar a tu madre, pequeña.

Posy sonrió. Para la bibliotecaria era «pequeña» aunque tuviera casi treinta años.

—La próxima vez que venga al café, le daré un trozo extra de brownie —dijo. Estaba a mitad de camino de la puerta cuando le detuvo la voz de la señora Dannon.

—¿Has leído alguno de los libros?

—Todos. De principio a fin —contestó Posy. Salió deprisa de la biblioteca.

No había leído los libros y la señora Dannon lo sabía. Posy estaba dispuesta a apostar a que la mitad de la gente del pueblo que usaba la biblioteca no leía los libros. Pero sacar libros implicaba que Eugenia Dannon conservara su trabajo y, desde la muerte de su esposo dos años atrás, necesitaba tanto el dinero como la compañía que ofrecía la biblioteca. Todos en el pueblo habían desarrollado de pronto el hábito de la lectura.

Si algún funcionario veía las estadísticas, seguramente se sorprendería de lo mucho que leían los habitantes de Glensay.

Posy sabía de cierto que Ted Morton utilizaba las obras completas de Shakespeare para evitar que se cerrara de golpe la puerta de su cocina los días ventosos.

Sonriendo todavía, entró en la pequeña tienda al lado de la biblioteca. Glensay tenía una tienda para todo que vendía las cosas fundamentales.

—Hola, Posy —la chica que estaba detrás del mostrador le sonrió—. Tu inquilino estuvo aquí ayer. Compró un paquete de cuchillas y desodorante.

—Bien —Posy tomó pasta de dientes y jabón y los dejó en el mostrador. A menudo se preguntaba si Amy y su madre llevaban una lista de lo que compraba la gente y la usaban para trazar perfiles de ellos—. A lo mejor me quiere ayudar a esquilar las ovejas.

—¿De verdad?

—No, claro que no. Es broma —Posy había ido al colegio con Amy y esta tampoco había pillado sus bromas entonces. Obviamente, el sentido del humor no era lo suyo—. No me hagas caso.

—Personalmente, me gustan los hombres con barba de varios días —Amy marcó las compras de Posy en la caja—. Es sexi. Tienes suerte de que viva contigo.

—No vive conmigo, Amy. Está en una parte distinta del edificio. Son propiedades separadas. Hay un piso y una puerta entre nosotros —a Posy le parecía importante aclarar eso, teniendo en cuenta la tendencia de Amy a sacar conclusiones interesantes y después difundirlas a los cuatro vientos.

—Aun así… Podría ser romántico.

Podría ser, pero, si lo era, Amy no se enteraría.

Posy guardó la pasta de dientes y el jabón en los bolsillos, mientras intentaba pensar un modo de mantener en privado su vida privada.

—Gracias, Amy. Que tengas un buen día.

Se detuvo en la puerta a leer el tablón de anuncios. Ofrecía una instantánea fascinante de la vida del pueblo. Mascotas perdidas y encontradas, un tractor que se vendía, las actas de dos reuniones y una petición para que se uniera más gente al coro. A Posy le gustaba cantar. Y quizá habría intentado entrar en el coro, si la gente no le hubiera dicho que su voz sonaba como la de un gato torturado. Su familia la alentaba a buscar otros modos de expresar su alegría, así que esos días cantaba en el baño y le cantaba a la perra, quien a menudo aullaba con ella, las dos en perfecta armonía.

Posy vio que se acercaba un minibús y corrió de regreso a su coche.

Los miembros más ancianos de la comunidad que no podían ir a la tienda por otros medios, usaban el servicio del minibús. Posy intentaba esquivar su llegada siempre que podía porque saludarlos a todos requería medio día.

Cinco minutos después, entraba como una tromba en el Café Craft, un lugar agradable y caliente. Se quitó el anorak de camino a la barra, donde su madre charlaba con dos mujeres del pueblo. En los altavoces sonaban villancicos con poco volumen y las luces navideñas que su padre y ella habían colocado alrededor de las ventanas brillaban como estrellas minúsculas. Los ladrillos vistos de las paredes estaban parcialmente cubiertos por cuadros de artistas de la zona. Posy los rotaba regularmente. Ese mes había elegido unos con temas invernales.

Además de cuadros, vendían cerámica hecha en la zona, prendas tejidas exclusivamente, miel de brezo del pueblo y una variedad de artesanía seleccionada por su madre, que tenía buen ojo para saber lo que se vendería bien.

—Siento llegar tarde.

—No importa —repuso su madre. Tenía las mejillas sonrojadas por el calor de la cocina y aparentaba al menos diez años menos de los cincuenta y ocho que tenía—. ¿Cómo os ha ido?

—De maravilla. Bonnie se ha portado como una campeona —dijo Posy.

Estaba a punto de entrar en detalles, pero se contuvo. Sabía que su madre no quería detalles. Había un acuerdo no escrito en su familia de no mencionar nada relacionado con nieve y avalanchas.

Posy sabía por su padre que su madre había tenido otra de sus pesadillas unas noches atrás.

Le habría gustado poder ayudar a eliminar esas pesadillas, pero no sabía cómo. No entendía cómo alguien podía seguir teniendo pesadillas veinticinco años después de un suceso, por muy terrible que hubiera sido.

Entró en la pequeña oficina y frunció el ceño al ver el creciente montón de papeles que cubría el escritorio, también pequeño. En opinión de Posy, dedicar tiempo a papeleos era desperdiciar la vida. Alguien tenía que revisar aquello, o podían perderse algo importante, pero no iba a ser ella.

Se quitó las capas exteriores hasta que llegó a la camiseta azul con el logotipo de Café Craft. A continuación cambió los pantalones impermeables por vaqueros y se puso deportivas.

Si iba a estar de pie todo el día, no tenía la menor intención de llevar tacón.

Se puso un delantal por la cabeza, lo ató a la cintura y salió al calor con olor a canela del café.

Su madre tenía una habilidad casi mágica para crear una atmósfera acogedora dondequiera que iba. En el Café Craft, una se sentía arropada y protegida, no solo del viento helado de las Highlands, sino también de los vientos de la vida. La realidad se veía obligada a esperar en la puerta hasta que quisieran dejarla entrar.

—Déjame terminar este pedido y me cuentas lo de Bonnie. Dos capuchinos y un brownie de chocolate para compartir —Suzanne giró hacia la máquina con expresión decidida y Posy la apartó.

—Ya lo hago yo.

—¿Puedes encargarte luego del papeleo, si esto está tranquilo?

Posy buscó excusas desesperadamente.

—A ti se te da mejor que a mí.

—Por eso, precisamente, creo que debes hacerlo —contestó Suzanne—. Este sitio será tuyo algún día y tienes que saber todo lo que hay que saber sobre él.

«¡Ah! ¡Qué alegría!». Ante ella se extendía una vida entera de papeleos.

—Hay tiempo de sobra para eso. Falta mucho para que te jubiles —«por favor, no te jubiles»—. Esta mañana he llevado un trozo de tu pastel de frutas al equipo. Casi me han mordido la mano para hacerse con él. Cualquiera diría que esos tipos no comen nunca.

Posy apartó de su mente el pensamiento de llevar algún día el café y se concentró en moler el café y cronometrar el agua. El aroma a café recién hecho impregnó la atmósfera y tuvo que reprimir el impulso de tomarse ella la primera taza. Después de estar en el frío y la nieve, no había nada en el mundo como un buen café.

Calentó la leche y creó un dibujo de una hoja en la superficie del café para satisfacer su instinto artístico.

—Siéntate, Jean —dijo—. Yo os lo llevo a la mesa.

El local empezaba a llenarse. Había un reconfortante rumor de conversaciones, una sensación de camaradería e integración. En verano, el café estaba siempre lleno de turistas deseosos de empaparse al máximo de la «experiencia escocesa». Eran una comunidad que apoyaba a todos sus miembros durante los duros meses de invierno. Todos se conocían y se cuidaban unos a otros.

Glensay era el último pueblo del valle y, como tal, a veces se quedaba bloqueado durante el invierno. Durante décadas, el Glensay Inn había sido el único lugar donde salir a comer y a los padres de Stewart se les había ocurrido la idea de abrir un café. Suzanne, que se había hecho cargo del negocio después de ellos, había ampliado el espacio y añadido la artesanía. Además de un lugar para vender lo que tejían sus amigas y ella, era también un sitio donde los habitantes del pueblo podían encontrarse en los días fríos de invierno.

Suzanne había creado un lugar sobre el que algunos escribían cuando llegaban a casa. En consecuencia, tenían visitantes de todo el mundo. Pero el corazón del Café Craft eran los habitantes de allí.

Tres tardes por semana, Suzanne abría para distintos grupos, como un modo de combatir las noches oscuras. El lunes iba el grupo de lectura, el miércoles se reunía el club de arte y el viernes le tocaba el turno al club de hacer punto.

Posy se preguntaba cómo iba a mantener todo eso cuando se hiciera cargo ella. A pesar de sus frecuentes viajes a la biblioteca, no tenía tiempo de leer, lo único que había pintado en su vida era el gallinero y no sabía tejer.

Estaba cualificada para dirigir un club de aire libre, pero no tendría mucho sentido que se reunieran en un lugar cerrado.

Miró a su madre y se fijó por primera vez en su jersey azul. La lana tenía un toque plateado que brillaba bajo la luz.

—¡Qué bonito! —exclamó—. ¿Es nuevo?

—Lo terminé anoche. Seguramente debería llevar una camiseta del café, pero he pensado que, como soy la jefa, puedo ponerme lo que quiera.

—Te queda bien.

—Estoy tejiendo algunos más para venderlos aquí. Ayer me trajeron otra caja de lana. Estoy deseando empezar, pero antes tengo que terminar los calcetines navideños. Si alguna vez quieres que te enseñe…

—No, gracias. Me dan miedo las agujas. Y eso incluye también las de tejer.

Estaban ocupadas todas las mesas menos dos y Posy sabía que, cuando cerraran a las cinco, las piernas le dolerían más que cuando escalaba en hielo.

Puso las tazas en una bandeja, añadió una porción de brownie empalagoso, con tanto chocolate y tan delicioso que seguramente deberían venderlo con una advertencia para la salud. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no comérselo ella antes de llegar a la mesa.

—Aquí tienen, señoras.

Jean tomó uno de los cafés.

—¿Esta mañana has ido a entrenar con el equipo?

—Sí. Ha venido gente de un equipo de rescate de montaña de Canadá a entrenarnos sobre avalanchas —Posy se puso la bandeja vacía debajo del brazo—. A la comunidad le alegrará saber que no hemos quedado mal.

—Me han dicho que tu inquilino se ha ofrecido voluntario a hacer de cuerpo.

—Sí. Y a Bonnie no le ha costado nada encontrarlo —repuso Posy.

No se molestó en preguntarle quién se lo había dicho. Jean estaba casada con el jefe del equipo de rescate, pero, aunque no hubiera sido así, de todos modos se habría corrido la voz. Esa era la razón por la que Posy se mostraba reacia a salir con alguien del pueblo. Lo había hecho una vez y había sido un desastre. Callum y ella ya se hablaban de nuevo, pero durante años no habían hecho otra cosa que mirarse de hito en hito cada vez que se encontraban, lo cual en un pueblo del tamaño de Glensay, ocurría a menudo.

—A mí tampoco me habría costado mucho encontrarlo. Hay gente a la que dejaría encantada debajo de la nieve, pero ese hombre no es uno de ellos. A él lo sacaría solo con mis manos —Moira soltó una risita y Posy sonrió mientras recogía los platos de una mesa libre próxima.

—Moira Dodds, esa es la risa más perversa que he oído jamás. Debería darte vergüenza.

Moira tomó una cucharadita de brownie.

—¿Este año vendrán todas tus hijas por Navidad, Suzanne?

—Así es —Suzanne escribió una etiqueta para la tarta San Clemente que había hecho esa mañana—. Es genial que Hannah pueda venir.

Sí, Posy pensó que era fantástico que su hermana hubiera encontrado tiempo en su ajetreada vida para recordar que tenía una familia.

Se dio cuenta de que apretaba los dientes e hizo un esfuerzo consciente por relajar la mandíbula. Si apretaba los dientes cada vez que pensaba en su hermana, tendría que masticar la comida de Navidad con las encías.

Jean le sonrió.

—Seguro que estás deseando ver a tu hermana mayor.

Posy le devolvió la sonrisa, aunque le costó algo de esfuerzo.

Sabía que, al final, lo que desearía sería llevar a su hermana al aeropuerto antes de tiempo.

Beth llegaría llena de regalos y buena voluntad. Estaría dispuesta a ayudar a todos y con todo.

Hannah les llevaría una tormenta emocional.

En la mente de Posy, se agolpaban recuerdos de Navidades anteriores.

Un año, Hannah casi no había salido de su habitación excepto para comer la comida de Navidad que otros habían preparado. Y en otra ocasión había pasado casi todo el tiempo en el café, no ayudando, como hacía Beth, sino aprovechando el WiFi gratuito, que era más fiable allí que en la hospedería.

Posy no comprendía bien qué era lo que hacía su hermana. Las conversaciones que le había oído parecían estar en otro idioma. Ella no sabía nada de estrategia, de economía ni de planes de cinco años, pero, obviamente, su hermana sí, y la gente estaba dispuesta a pagarle muy bien por su experiencia.

Posy la encontraba un poco amedrentadora, pero la raíz del problema era que su hermana hería sus sentimientos. Ella era espontáneamente cariñosa y Hannah se mostraba distante.

Jean y Moira volvieron a su café y su charla y Posy se dirigió a la pequeña cocina y empezó a preparar cosas para el almuerzo con Duncan, el chef.

—Hoy tocan nabos con curry y verduras de invierno —Duncan señaló la tabla y ella asintió.

—Entendido.

Todos los días ofrecían dos sopas distintas en el café, y las cambiaban a diario para que los clientes habituales no acabaran comiendo siempre lo mismo.

A Posy le gustaba cortar verduras. Para soltar agresividad, no había nada como atacar algo con un cuchillo afilado.

«Maldición, Hannah», pensó, cuando cortaba una cebolla indefensa. Ese año no iba a permitir que le hiciera daño la actitud de su hermana. No se mostraría nada susceptible.

Los nabos sufrieron el mismo destino que la cebolla, y lo mismo pasó con las patatas.

Duncan la miró.

—Prométeme que, si alguna vez te enfadas conmigo, me lo dirás antes de agarrar el cuchillo —dijo.

—Tienes mi palabra —repuso ella. Había sido canguro de él cuando era adolescente y verlo trabajar en la cocina siempre la hacía sentirse mayor.

La vida se le iba entre los dedos. A ese paso, a los noventa años seguiría allí, tomando el minibús hasta la tienda.

Echó las verduras en la cazuela con un suspiro.

Prefería escalar una pared de roca a cocinar, pero su trabajo como guía de montaña era esporádico, y trabajar en el café suponía un ingreso fijo, además de ayudar a su madre. Era un negocio familiar y la familia lo era todo para Posy. Era una manta cálida en un día frío, una red de seguridad en caso de caída, una fuente de apoyos a la hora de intentar algo difícil.

Suzanne entró en la cocina cuando las verduras y las especias empezaban a hervir.

—He escrito los especiales de hoy en la pizarra —removió las sopas—. Deberías haber traído a Luke al café para ofrecerle un tazón de sopa caliente. ¡Pobre hombre!

—No tiene nada de pobre —Posy empezó a lavar tomates—. Tiene una buena chimenea, un congelador bien provisto y es capaz de calentarse un tazón de sopa si le apetece —y aparte de eso, sus sentimientos por él eran complicados.

Sin embargo, la presencia de Luke allí era temporal, así que, si ocurría algo entre ellos, al menos no tendría que preocuparse de tropezarse con él el resto de su vida.

Posy cortó hierbas y tomates mientras su madre ayudaba a Duncan con las empanadas de apio y jamón.

Suzanne extendió la masa de la empanada.

—Luke y tú parece que os lleváis bien.

Posy echó hierbas en la ensalada de tomate. Sabía que su madre estaba indagando y lo único que tenía en común con Hannah era que no estaba dispuesta a comentar su vida amorosa con su madre.

—Nos paga un buen dinero por alquilar el granero. Por supuesto, procuro estar en buenos términos con él.

Y sí, él le gustaba.

Esa mañana, por ejemplo. ¿Cuántos hombres se ofrecerían voluntarios para yacer enterrados en la nieve esperando con paciencia a que los encontrara un perro? Y adoraba las montañas, cosa que, en opinión de ella, le añadía mucho interés.

En ese momento estaba escribiendo un libro sobre las grandes escaladas de Norteamérica.

Posy nunca había escalado en Norteamérica.

Una vez, cuando hacía la limpieza semanal y cambiaba las sábanas en el granero, Luke había vuelto antes de lo previsto y ella le había pedido que le hablara del monte Rainier.

—¿Por qué quieres que te hable de esa montaña?

Ella no estaba preparada para decírselo.

—¿Sale en tu libro?

—¿El Rainier? Sí —él abrió su ordenador y tocó un par de teclas.

En la pantalla, apareció la imagen de una montaña con nieve en la cumbre.

Por supuesto, Posy había visto antes esa foto, o una parecida, pero, de algún modo, el hecho de que procediera de la colección de fotos de él la volvía más real.

Se acercó más y estudió las laderas cubiertas de hielo. Tenía muchas preguntas, pero sabía que él no podría responder ninguna de ellas.

—¿Tú lo has escalado? —preguntó, con una voz que le sonó distinta a la suya.

—Muchas veces.

—Y es un volcán. Aunque inactivo.

—Nosotros lo llamamos episódicamente activo.

Posy lo miró sorprendida.

—Cuando me gradué, trabajé para el Servicio Geológico de los Estados Unidos —explicó él—. Vivía justo en las afueras de Seattle. Veía el Rainier desde la ventana de mi dormitorio.

Ella estuvo a punto de contárselo en ese momento, pero algo la detuvo. No quería arriesgarse a que él sacara el tema con Suzanne.

—¿Qué ruta has escalado tú?

—Las he escalado todas, en distintas épocas del año. En el verano hay prados con flores silvestres. En invierno la nieve te llega hasta la cintura. ¿Nunca has escalado en Estados Unidos?

—No. Solo en Escocia y en Los Alpes.

—Deberías venir a Estados Unidos.

«Algún día», pensó ella. Aunque no estaba segura de estar preparada para el monte Rainier. Quizá no lo estaría nunca. A su madre la alteraría mucho que fuera allí.

Recordó aquella conversación mientras preparaba cuencos grandes de ensalada.

—Hannah me escribió un email anoche —anunció Suzanne—. Me envió una lista de las comidas que no toma en estos momentos.

Posy se concentró en la ensalada. Si alzaba los ojos al cielo, había una posibilidad de que se le quedaran clavados allí.

—Claro. Pues reenvíamelo para que adapte mi lista. ¿Qué pidió la última vez? ¿Huevos de codorniz? Encontré una charcutería en Edimburgo que los enviaba por mensajero —y gastó de paso la mitad del presupuesto navideño en eso—. Si se me hubiera ocurrido, habría explorado la posibilidad de criar codornices.

—Leí en alguna parte que se estresan con facilidad.

—Y eso antes de conocer a Hannah —Posy vio la mirada de su madre y se apresuró a cambiar de tema—. Hablando de amigas con plumas, Martha ha dejado de poner huevos.

—Es diciembre —Suzanne recortó la masa con un cuchillo—. No hay bastante luz.

—Estoy usando luz artificial. No creo que sea eso —quizá Martha sabía que Hannah llegaría pronto. Quizá no veía el punto de poner huevos enteros cuando Hannah solo comía la clara—. Tengo que llamar a Gareth. Con la casa llena de gente, necesitaremos huevos. Huevos normales —añadió. «Huevos normales para personas normales».

Su madre se limpió las manos.

—Me gustaría que Hannah y tú estuvierais más unidas.

—A mí también —contestó Posy. Eso no era mentira—. Pero ella vive muy lejos.

Y eso, por supuesto, solo era parte del problema.

Si su hermana hubiera sido un ordenador, Posy le habría pasado un programa antivirus, porque había veces en las que estaba convencida de que a su hermana la había atacado un programa maligno.

Posy se consideraba una mujer fuerte y no le gustaba nada saber que podían herir sus sentimientos.

Por suerte, no tendría que lidiar con Hannah sola. Beth, Jason y las niñas también estarían allí.

Posy y Beth seguían estando unidas.

En la vida de Beth no había dramas.

Tres flores de invierno

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