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EL NUEVO PÁRROCO

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La desgraciada noticia del maestro derrumbó todo lo previsto para ese día, nada quise, solo recordar las palabras habladas y los momentos vividos. Fueron muchas las tardes, las noches, las risas, los poemas y los caminos. ¿Quién mejor que un amigo nacido judío, criado entre cristianos y afincado en tierras moras puede explicarte Setenil? Él me mostró con paseos y miradas fascinadas la belleza de cada roca, de cada grieta en el tajo, de sus verdes huertos y azules horizontes, de religiones escépticas y amores de corazón, de amistades verdaderas y sentimientos arraigados. ¿Quién puede explicarte el amor a una tierra mejor que alguien que lo aprendió? El maestro Enrique, el amante de Arica la bruja, manteniendo el silencio como palabra y la atención como respuesta, cuanta gloria le acompañe como paz nos deja, en mi alma prendera siempre la llama de su amistad.

Pospuse la visita a Olvera y quedé esa tarde con don Jaime, el nuevo párroco. Tras dar entierro seglar al maestro y su lobo, y una ceremonia cristiana a los soldados, volví a la villa para tomar algunas decisiones sobre la forma en que enfrentaríamos las restauraciones que se pretendían para Setenil. Quedé con don Jaime en casa para comer algo y conocerlo más profundamente, necesitaba saber qué tipo de hombre dejaba el cardenal Mendoza a cargo de cristianizar la zona. Supuse que sería un lacayo del cardenal, uno más, otro engreído con la palabra de Dios en la boca y no en el corazón, supuse mal.

“Mira que estoy a la puerta y llamo.

Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”.

Apocalipsis 3:20

El buen hacer de la cocinera aderezó la situación, Atina, que así se llamaba, era una mujer de unos cuarenta años que preparaba los higadillos de los pollos de manera que era difícil decir que no, ese día, además, acompañó lo cocinado con un dulce de membrillo y un almodrote. La mesa dispuesta en el interior de la vivienda, no en su patio exterior, para dos comensales, con los cubiertos de plata y los platos de barro que contradecían mucho sobre la mesa, una servilleta para cada uno, pan y una jarra de vino en el centro. Carima, la otra señora que ayudaba en la casa, callada y muy trabajadora, trajo unas uvas pequeñas y blancas, era nieta de musulmanes, su padre en cambio era castellano, afamado escribiente de la villa y amigo de Salomón.

Conversaba Carima en la entrada de la casa con el señor párroco cuando llegó con las uvas del huerto. Rápidamente llamó la señora Atina para sentarnos a la mesa, yo me aseaba un poco y cambiaba de ropa, una túnica árabe de color blanco sirvió para la ocasión. Al bajar saludé a don Jaime y pasamos al comedor ofreciendo asiento a mi huésped. La tarde era agradable cuando comenzamos a charlar de lo sucedido esa mañana, primer día en el pueblo y eso se encontraba, comentaba el cura. Bajo la luz de varios candeleros, y el olor a albahaca de las plantas de las rinconeras, comenzamos a cenar charlando sobre el futuro que se nos presentaba en Setenil.

—Don Jaime, ¿quiere bendecir la mesa?

El cura, bajando la cabeza, pronunció unas palabras que no pude oír para seguidamente continuar con una bendición muy particular.

—Bendícenos señor, y bendice estos alimentos que vamos a tomar, bendice a quienes los han preparado y da pan a quienes no tienen. Igualmente bendice a aquellos que estos días se encuentran sin hogar, alejados de los suyos, sin nada con que alimentarse. Bendice a todos aquellos que por nuestra culpa están sufriendo. Por Jesucristo, nuestro Señor, amén.

—Amén.

—Estimado don Pedro, antes que nada quiero agradecerle la invitación, es un placer que en tiempos de guerra queden buenas personas como usted que prefieran quedarse a remontar un pueblo a volver al combate.

—No es así, don Jaime, yo soy un mandado y como encargo tengo quedarme hasta que vuelva la reina para acompañarla en su viaje de encuentro con el rey.

—Tal vez sea así, pero según me han comentado tiene lazos importantes en este lugar.

—Lazos de muerte, y de amistad, pero sobre todo de personas perdidas.

—Según me han dicho no es muy cercano a la Iglesia, pero es respetuoso con su dogma.

—No soy cercano a ningún dios, mi camino no se encuentra en la adoración de quienes no veo, sí en aquellos que me acompañan y me hacen feliz o me ayudan a serlo.

—Mi Iglesia no cierra puertas a nadie.

—No, no las cierra, pero para entrar tienes que ser afín a su fe.

—¿Si no crees, qué motivo tiene entrar? Debemos adaptarnos a nuestros reyes y a la Santa Madre Iglesia que nos cobija. Yo soy hombre de caminos y no de techos, he convivido con judíos y con moros, le digo que conozco sus creencias y la menos seguida es la nuestra salvo que tengamos un problema, ahí es donde somos fuertes, en pedir soluciones.

Sonreí con lo expuesto, llevaba razón en parte, la mayoría del cristianismo recurre a la fe y los rezos en momentos de angustia y desesperación.

—Parece que los tiempos cambian y ahora estará casi que obligado ir a misa.

—No somos en la Iglesia de llamar a quien no quiere asistir, eso lo he visto en otras religiones pero no en la cristiana.

—Dígaselo a la Santa Inquisición.

—Es una rama de un árbol gigante.

—Hablemos de Setenil, padre, dejemos estas disquisiciones para el cardenal y los suyos.

El cura se levantó de la silla con lentitud, con la sotana sin botones y con los cuellos de la camisa por fuera como era la costumbre ahora. Un cinturón de cuero con hebilla grande rodeaba su menudo cuerpo dando un semblante de carácter fuerte a su imagen. Era, o había sido, un cura de caminos como decía, de los que recorren muchas distancias impartiendo la palabra de Dios, unos botines negros y desgastados asomaban por debajo de la sotana y un rosario colgaba de su cuello corroborando aquella intuición. Volvió a sentarse y retomó la palabra, como quien consulta con alguien para volver al sitio tras el acuerdo alcanzado.

—He comenzado mal, don Pedro, no le conozco y no soy quién para juzgarle, le ruego acepte mis disculpas y comencemos de nuevo la conversación si lo deseáis. Como le he dicho, sus referencias no pueden ser mejores, pero el hecho de no comulgar con la palabra de Dios Nuestro Señor, me hizo dudar de usted.

—Bonum vinum laetificat cor hominis —le dije ofreciéndole la copa de vino-, el buen vino alegra el corazón del hombre. No debéis disculparos, las formas preceden a los hechos, y vos no parecéis de los que pierdan las formas, no soy dado a debates teológicos, culpo a los hombres y mujeres de lo bueno y malo que nos suceda, pero creo en quien tiene fe y esperanza, las dos son buenas armas para seguir adelante.

—Creer, esa es nuestra fuerza, y ahora cuénteme qué ideas tiene para llevar a cabo la cristianización del lugar, la reforma de las normas que aquí son tan distintas a las que conocemos habitualmente en nuestros pueblos de Castilla.

—Mi idea es estar aquí unos meses como tenente para luego volver acompañando a la reina doña Isabel hasta que acabe la contienda. Tengo un plan que le expongo si lo desea, si quiere participar comprenderá que es muy positivo para ambos.

—A todo esto debo reconocer que los higadillos están muy ricos, nunca los había probado, será mejor llevarse bien con usted si quiero volver a probarlos —dijo el cura rompiendo en conversación amistosa.

Reí ante la ocurrencia del cura, este igualmente sonrió, pero moderadamente, con un atisbo de desconfianza propia para quien se encuentra en casa ajena. Continuamos con la cena, dentro de un marco más ameno, contó don Jaime que venía recién llegado a estas tierras desde la zona de Guadalajara, recomendado por el señor cardenal al que profesaba un gran afecto. Me dijo mismamente que era un gran señor, que no entendía ni llegaba a comprender de nuestra poca estima entre ambos. Razón no le faltaba, como ya he dicho, con el tiempo conocí mejor al cardenal y comprobé de su valía dentro del Reino, un gran apoyo para los reyes, por los que luchó trabajando enormemente.

—No sé cómo debemos oficiar el tema de la religión, en ese aspecto seré lo más benevolente posible, usted se encargará de esa parcela. Yo no me inmiscuiré en nada salvo que alguien se queje, he visto casos donde la Iglesia ha destruido familias por locuras incomprensibles, por imaginarias situaciones que nunca sucedieron, con un solo fin, hacer prevalecer la palabra del Señor a cualquier precio. No aceptaré esa forma de enseñanza mientras esté al mando del sitio, no permitiré que Setenil vuelva a sufrir de nuevo por nuestra causa, respetaremos las creencias de la gente en su intimidad, al menos mientras nos sea posible. Luego debemos ser firmes en el cumplimiento de las leyes que se establezcan desde el punto de vista eclesiástico, no me refiero a que sigan con su religión a escondidas, eso está prohibido, lo único que pido es que se les conceda un plazo y un modelo suave de cambio. —Bebí un poco de vino y respiré profundo para continuar—: Espero que si esta situación sabemos llevarla no entraremos en conflicto con nadie. Desde la tenencia respaldaremos todas sus acciones mientras se limiten al espacio que le he marcado como camino a seguir, sus formas o maneras de llevar a cabo esta idea del repoblamiento y cristianizar el lugar no me importan, respete a los habitantes y sus maneras serán respetadas. No contará con la protección del ejército si equivoca el sentido de las normas. Le pongo en aviso que no podrá huir y ordenaré que lo persigan, lo encuentren y que lo cuelguen. Tenga en cuenta, además de todo esto, que no contamos con mucho tiempo, la reina volverá pronto y celebraremos una misa en su honor en la nueva iglesia.

El padre Jaime musitaba todo lo que acababa de oír, cocinaba en su mente si era una buena idea aceptar aquello o si por el contrario le quedaba alguna opción de réplica. Mientras analizaba lo dicho en esa comida, continuaba degustando unas uvas con un vaso de vino dulce, se levantó, se sentó y volvió a levantarse para dirigirse a la puerta que daba al patio, mirando distraído a través de ella aspiró aire y fijó su mira por unos santiamenes en la oscura sombra, quedando inmóvil. Tras ese momento de reflexión, giró y se acercó hasta la mesa, estudiando mi cara mientras pensaba, tendió su mano para que la estrechara llegando a un acuerdo. Le ofrecí la mía igualmente, sin reconcomio.

—Así sea, don Pedro.

—Así pues, don Jaime.

“El hierro se pule con el hierro, y el hombre se pule en el trato con su prójimo”.

Proverbios 27:17

El último día en el Real de San Sebastián recogí distintas ordenanzas allí dejadas por los reyes y mantuve reunión con los que quedarían con nosotros en la peña como guardia de socorro. Me despedí de muchos a los que más tarde me volvería a encontrar en el camino a Granada, atrás quedaba el asedio y la toma, con muchos árboles talados y mucha escasez de víveres que dejaba el grueso del ejército. En el campamento apenas si quedaba rastro de todo lo que allí se congregó días atrás, un ciento de soldados vagueaban por él sin ánimo de trabajo y sin ganas de partir. Los noveles de la tropa siempre eran los últimos en partir y se prestaban voluntarios para acompañar a los que se quedaban hasta última hora, aprovechaban ese camino para liberar lo mantenido y hacer tratos con las mujeres que vendían su cuerpo y quedaban extenuadas tras el trabajo realizado. Ellos aprovechaban ese trayecto para cambiar por desahogo llevarlas durante el camino en carros, y ellas accedían encantadas pues los jóvenes eran más atractivos que los babosos veteranos, mucho más alegres y mejores amantes.

Los peones se encargaban de la limpieza del campamento, recogiendo los últimos enseres y demás precisos del ejército, los soldados vigilaban el lugar bajo la supervisión de algún mando joven, en este caso don Alonso de Cárdenas. Todo comenzaba a desvanecerse, la vorágine primordial del cerco a Setenil desaparecía. La tarde amenazaba con irse, la hora de vísperas pasó y pronto acabaría otra jornada.

Tras dejar mi montura en la Torre Albarrana, me dirigí caminando hacia la casa de Salomón, donde malparió la reina, pendiente arriba, con la triste imagen de casas quemadas y derrumbadas por la acción penetrante de las bombardas y morteros. A un lado y a otro se observaba la devastación realizada por el fuego de artillería, aunque, al menos, el aire ya venteaba sano tras el putrefacto olor de esos cadáveres ya desaparecidos que días atrás se encontraban esparcidos por toda la plazoleta de la villa, por todas sus calles, colgados de azoteas o en las ventanas. Imágenes que recordaban la feroz atrocidad con la que se acometió el lugar y con la que sus vecinos lo defendieron, una lucha de sangre. Recordé entonces mi llegada, un tiempo diferente, tiempo donde la felicidad de un pueblo se sostenía con una convivencia en paz entre gentes de distintas creencias, de diferentes culturas, cada uno de padre y madre distintos pero hermanados por un bien común, o al menos eso parecía.

—¿Qué será de todo ahora? —me pregunté.

Imaginariamente intentaba buscar una respuesta dentro de mí, como queriendo solventar de pronto todo lo que en días habíamos destruido, aunque, por supuesto, esa era la nueva meta a cumplimentar. La panadería seguiría su habitual curso con una nueva hornada a cargo de nuevos inquilinos, ya don Jaime pasaría para purificar el horno, cuánta facundia éramos capaces de vender en nombre de Dios. Algunas familias se establecerían en el sitio, personas llegadas desde todo el Reino, pensaba en cómo ubicar a toda esa gente, los hombres seguirían el curso de la contienda y ellas, sus señoras, acompañadas de sus familias, se instalarían en Setenil. Quedarán las tierras a la espera de nuevos dueños que llegarán al finalizar la contienda, antes de su vuelta se comenzarán las obras para recuperar el lugar, todos ofreceremos colaboración dentro de las posibilidades de cada cual. El regreso de unos hombres que, ofreciendo su vida a cambio, requerían con anhelo lo que en otro tiempo perteneció a sus antepasados.

La guerra todo lo puede, lo que ayer era mío hoy es tuyo y mañana volverá a ser mío, así es y así será, a cambio, miles de vidas inocentes morirán como consecuencia de esa gloria buscada por el ser humano. Ya en la puerta de la casa pude observar cómo se quemaba todo lo que en su interior contenía la mezquita, sin ningún tipo de cuartel, a saco.

“Acaso tiemble abajo, poco o mucho,

más por mucho que el viento allá se esconda,

no sé cómo, aquí arriba nunca tiembla”.

La divina comedia

Setenil 1484

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