Читать книгу No me digas que no podrás - Sebastián Escudero - Страница 10
2. EL CAMBIO EMPIEZA POR CASA
ОглавлениеMuchas veces vivimos odiando a los demás como consecuencia del odio a nuestra propia persona. Nos rechazamos a nosotros mismos y, como efecto de proyección, terminamos rechazando a los demás. Terminamos siendo nuestros peores enemigos y lo triste es que nos vivimos encontrando en los demás.
Tengo numerosos alumnos en las aulas enemistados con todo el mundo, histéricos, negativos, pesimistas, que parecen llevar un gato furioso adentro suyo. Pero todas estas reacciones son consecuencia de un detonante interior: la manera como se ven a sí mismos. Es fácil descubrir en estos casos que es su autorechazo la raíz de cómo ven a la sociedad y a la vida.
Cuenta una historia que a la entrada de un pueblo estaba sentado sobre una roca un anciano con su bastón, un hombre cuya faz reflejaba el paso de los años. El anciano se pasaba todo el día sentado sobre esa roca, y de repente, un día apareció un joven en un automóvil, frenó ante él y le preguntó:
— Perdone señor, ¿lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
— Toda mi vida — contestó el anciano.
— Verá, es que vengo de otra ciudad y he tenido que trasladarme por motivos de trabajo. Perdone, pero ¿podría decirme cómo es la gente de este pueblo?
— Pues verá usted — dijo el anciano pensativo — no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? — preguntó.
— Ah, pues maravillosa — contestó el joven — Son fantásticos, lo niños juegan por la calle, la gente siempre está alegre, los vecinos se ayudan. Todo allí era felicidad.
— Pues verá — contestó el viejo — puede usted alegrarse, la gente de aquí es exactamente igual.
— Muchas gracias, señor.
El joven arrancó su coche y entró en el pueblo. Al poco rato llegó otro joven en otro automóvil, de nuevo se volvió a parar delante del anciano y le preguntó:
— Perdone, señor, ¿lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
— Toda mi vida — contestó el anciano.
— Verá es que vengo de otra ciudad y me he tenido que trasladar por motivos de trabajo. Perdone, pero ¿podría decirme como es la gente de este pueblo?
— Pues verá usted — dijo el anciano pensativo — no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? — preguntó.
— Ah, pues horrible — contestó el joven — Son terribles, los niños corren por la calle, la gente camina entristecida, los vecinos ni se conocen. Todo allí es amargura.
— Pues verá — contestó el anciano – lamento decirle esto, pero aquí la gente es exactamente igual.
— Muchas gracias, señor.
El joven arrancó su coche y entró en el pueblo.
Otro hombre, que había permanecido callado mirando estas escenas, se enfadó con el anciano y le dijo:
—¿Cómo puedes tener tan poca vergüenza? ¡Te hacen la misma pregunta y a uno le dices una cosa y al otro lo contrario!
—No he dicho ninguna mentira, amigo— le replicó el anciano — Cada uno de nosotros no puede ver más allá de lo que su corazón le permite. Cuando estoy enfadado, tengo miedo o estoy feliz, mis maneras de ver la realidad son completamente distintas. Estoy seguro que el primer muchacho estará feliz compartiendo su bondad con la de nuestra gente, mientras que este otro solo encontrará maldad y violencia entre nuestros paisanos, porque es lo que llena su corazón; solo encontrarás lo que lleves dentro. Y es que en definitiva el mundo no es mejor ni peor, sino que depende de los ojos con que lo miremos.
Constantemente estamos echándole la culpa de nuestro descontento a los demás, así como el segundo joven de esta historia que intentaba alejarse, según él, de las causas de su infelicidad. Casi siempre le echamos la culpa al sistema, a los políticos, a nuestros jefes “explotadores”, a nuestros padres, amigos, profesores, a los que nos cobran las deudas, a los ricos, a la pobreza, a la Iglesia, a la contaminación, al tráfico, etc. Es mucho más fácil culpar a todo lo externo a nosotros, porque es lo que hemos hecho desde que éramos niños y ahora, inconscientemente, forman parte de nuestras acciones diarias.
Optamos por una nueva pareja, por un nuevo partido político, una nueva religión, nos convertimos a una nueva fe, nos mudamos, intentamos cambiar las cosas externas llegando hasta límites insospechados; sin embargo, nada cambia. Es que todo lo que sentimos o percibimos del espacio externo es un reflejo de nuestro mundo interno; nosotros proyectamos nuestro malestar a los demás y lo que recibimos son reacciones, así como cuando se aplica una fuerza a algo, ése algo reacciona con la misma intensidad, pero en dirección contraria.(6)
Tu contrincante más difícil en la vida eres tú mismo. Así que quizás es hora de buscar dentro de nosotros aquello que necesita ser sanado para poder estar en paz con todo lo demás.
De lo contrario, nos puede pasar como el abuelo aquel que lucía un bigote largo y frondoso. Un día, celebrando una ocasión familiar en la casa de su hijo, después de un abundante almuerzo, se acostó para tomar una siesta. Su nieto preferido, al verlo tendido y roncando, por hacerle una broma, le untó, sin que se despertara, un queso francés fermentado en su bigote. Momentos después, el abuelo dejó de roncar, se reacomodó y olfateó profundamente. Detectó un extraño aroma e hizo un gesto de desagrado. De repente se levantó quejándose. Comenzó a deambular por toda la casa, buscando el origen de ese putrefacto hedor. Cada vez que se acercaba a cada una de las personas que estaban en la casa, repetía para sí mismo:
— Todo y todos apestan en esta casa. Es imposible que no se den cuenta.
Al no soportar más el olor, aseguró en voz alta:
— No me aguanto esta porquería.
Se dirigió hacia la puerta y salió de la casa dando un fuerte portazo.
Siempre buscamos el olor en los demás cuando en realidad primero hay que buscarlo empezando por nosotros mismos. Por algo el señor Jesús nos enseñó a mirar primero la viga que tenemos en nuestro ojo antes de querer limpiar la pelusa que hay en el ojo de nuestro prójimo (Cf. Mt 7, 1-5).
Escribí este libro para motivarte a que cambies el mundo. Pero antes de llegar a esos capítulos finales de motivación, tengo que empezar por decirte que primero tienes que cambiar tu propia vida, tu propia mente. En las criptas de la abadía de Westminster, en Londres, se encuentra el siguiente epitafio en la tumba de un obispo anglicano:
Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Cuando me hice más viejo y sabio, descubrí que el mundo no cambiaría: entonces restringí mis ambiciones, y resolví cambiar a mi país. Pero el país también me parecía inmutable. En el ocaso de la vida, en una última tentativa, quise cambiar a mi familia, pero ellos no se interesaron en absoluto, arguyendo que yo siempre repetía los mismos errores. En mi lecho de muerte, por fin, descubrí que si yo hubiera empezado por corregir mis errores y cambiarme a mí mismo, mi ejemplo podría haber transformado a mi familia. El ejemplo de mi familia tal vez contagiara a la vecindad, y así yo habría sido capaz de mejorar mi barrio, mi ciudad, el país y -¿quién sabe?- cambiar el mundo.
Así sucede con nosotros muchas veces, estamos tan interesados en que otros cambien que se nos olvida a nosotros cambiar. Lo primero que debemos cambiar es nuestro corazón. Cuando lo hacemos, empezamos a buscar soluciones y a ser parte de la solución de los problemas que se presentan diariamente. Permite que Dios cambie tu corazón y verás cómo cambia todo en tu vida, tu manera de ver las cosas, tu trato con los demás. Antes de querer cambiar a los demás, cambiemos nosotros y veremos cómo comienza a cambiar el mundo.
Las mentiras del diablo
Estar peleado con nosotros mismos le pone un freno al correcto desarrollo de nuestras capacidades, nos traba nuestra manera de relacionarnos con los demás, nos debilita la posibilidad de triunfar en la vida.
Obviamente que ya sabrás bien quién es el que está interesado de vernos así y que trabaja permanentemente por enemistarnos con nosotros mismos: el demonio, ¿quién más? Habrás tenido de seguro en tu vida alguien que te vive hablando mal de otra persona: de un amigo, de tu padre, de un profesor, director, presidente, lo que sea. Eso lo que logra es crear dentro tuyo una imagen negativa de esa persona.
Ese efecto es más agresivo cuanto más niños somos, por la sencilla razón de que de niños no tenemos el filtro del discernimiento crítico que poseemos de jóvenes o adultos. Por eso siempre aconsejo a esas madres separadas de sus esposos de mala manera y, que tienen hijos pequeños, que no les hablen a ellos mal de su padre. Porque eso puede producir una herida incurable del niño no solo respecto de su padre, sino del concepto de paternidad. Y esto puede, entre otras cosas, anular su posibilidad de establecer una buena familia el día de mañana; además del odio y rencor almacenado en el corazón, que nos llena de amargura y veneno el alma, porque eso no le hace mal al padre, sino al hijo.
Bueno, de la misma manera hay un personaje invisible que te ha estado hablando mal desde niño acerca de ti mismo: el diablo. Y eso ha creado una imagen pobre de ti. No existe persona humana que no esté sometida a estas voces del diablo tratando de destruir nuestra imagen. Gracias a Dios muchas personas cuentan con un estímulo correcto de los padres, de los maestros, de la sociedad, para crecer sin prestarle demasiada atención a estas voces. Pero aun así todos llevamos adentro esa marca que nos hace dudar de nuestras capacidades, que nos hace desconfiar de algún piropo, que nos hace rechazar un cumplido.
Frente a esta situación, el Señor irrumpe con poder en nuestras vidas tratando de romper esas cadenas y de devolvernos la seguridad, la libertad de los hijos de Dios. No para convertirnos en soberbios o vanidosos, sino para equilibrar esa balanza tan despareja de voces en nuestro interior. Es que Dios más que nadie sabe que la única forma de cumplir su gran mandamiento del amor es empezando por uno mismo. Él mismo lo da a entender cuando nos exhorta que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos. Este nosotros mismos se convierte así en el parámetro, en la medida para poder amar a los demás. Por lo cual, si Él no restaura nuestro amor a nosotros mismos es inútil insistir en amar a los demás, porque no se puede dar lo que no se tiene. Ignacio Larrañaga enseña al respecto:
Ayúdate tú primero. Sólo los amados aman. Sólo los libres libertan. Sólo son fuente de paz quienes están en paz consigo mismos.
Los que sufren hacen sufrir.
Los fracasados necesitan ver fracasar a otros.
Los resentidos siembran violencia.
Los que tienen conflictos provocan conflictos a su alrededor.
Los que no se aceptan no pueden aceptar a los demás.
Es tiempo perdido y utopía pura pretender dar a tus semejantes lo que tú no tienes. Debes empezar por ti mismo.
Motivarás a realizarse a tus allegados en la medida que tú estés realizado.
Amarás al prójimo realmente en la medida en que aceptes y ames serenamente tu persona y tu pasado.
Amarás al prójimo como a ti mismo, pero no perderás de vista que la medida eres “tú mismo”.
Para ser útil a otros, lo importante eres “tú mismo”.
Sé feliz tú, y tus hermanos se llenarán de alegría (7).
Y Joyce Meyer lo dice de esta manera:
Todos sabemos que es una agonía trabajar día tras día con una persona con la que no nos llevamos bien, pero por lo menos no tenemos que llevarnos a esa persona a nuestra casa en la noche. En cambio, estamos con nosotros mismos todo el tiempo, día y noche. Nunca tenemos un minuto lejos de nosotros, ni siquiera un segundo. En consecuencia, es de vital importancia que tengamos paz con nosotros mismos.(8)
Estar enemistados con nosotros mismos nos hace aferrarnos de manera tóxica y enfermiza a los demás. Los que no se aman buscan alguien a quien apegarse para sentirse completos. No pueden decidir nada por sí mismos, necesitan el aval, el punto de vista, la opinión de otro. No pueden vivir sin esa persona, “amuleto emocional” que se han buscado para sobrevivir afectivamente. Son profundamente celosos, asfixiantes, inseguros, controladores, manipuladores. Exigen al otro que los haga felices, porque creen que ellos no pueden hacerlo por sí mismos. Buscan en el otro el vacío que no pueden llenar en sus vidas.
Son personas que se han convencido de que no valen nada y de que los demás son superiores. Se viven descalificando y auto-agrediendo por medio del maltrato verbal, de la manera de alimentarse, de la manera de beber, de vestirse, de fumar, etc.
Pero no tenemos que hacer eso cuando sabemos bien quiénes somos. Podemos amarnos y cuidarnos, sin esperar que otro lo haga por nosotros. Podemos estar en paz con nosotros mismos. Y debiéramos hacerlo antes de empezar una relación sentimental, por ejemplo. Somos cien por ciento la persona con la que tenemos que unirnos antes de unirnos a alguien más. De lo contrario seremos codependientes.
El mejor momento para comenzar una relación amorosa es cuando estamos en paz con nosotros mismos y cuando no tenemos necesidad de estar con alguien más. Ese día, el día que nos amamos bien a nosotros y somos felices conviviendo con nuestro ser, ese día estamos capacitados para incorporar a alguien más en nuestro corazón. De lo contrario, meter a alguien en nuestra vida será solo compartir nuestras miserias y soledades, las cuales, sumadas a las del otro, pueden provocar más heridas que estando solos. No podemos respetar al otro si no hemos aprendido a respetarnos a nosotros mismos. No podemos pretender ser respetados por los demás si nosotros no somos capaces de respetarnos.