Читать книгу No me digas que no podrás - Sebastián Escudero - Страница 8
INTRODUCCIÓN
ОглавлениеUna de las principales excusas que ponemos para triunfar en la vida es la afirmación “no puedo”. Eso es ridículo; todos los seres humanos tenemos un potencial extraordinario dentro de nosotros. El gran problema es que el enemigo se encarga de mentirnos acerca de nuestro valor. Y la mayoría le cree, por eso son muy pocos los que terminan marcando la historia.
Sin embargo, está comprobado por numerosos estudios que todo ser humano cuenta con cientos de habilidades no explotadas, no reconocidas y no usadas. Una persona promedio posee entre 500 y 700 habilidades y destrezas. ¿Sabías eso? La tragedia es que la gran mayoría de la raza humana ni siquiera explota una de estas.
Nuestra mente puede manejar 15.000 decisiones en un solo segundo, y todas ellas pueden quedar truncada con una sola convicción mental: “no puedo”. Por eso, soy muy consciente de que tengo la grave responsabilidad de ayudar aunque sea a un solo ser humano a identificar sus habilidades y motivarlo a creer que sí, se puede. Mi propósito en esta vida tiene que ver con eso. Mientras escribo estas líneas acabo de recibir hace solo algunas horas un mensaje por Facebook de una de mis alumnas diciéndome: “¡Graaciias proofeeeeee!!! Todo es posible. Ahora gracias a sus canciones, a sus anécdotas y a Dios ¡gané el torneo de taekwondo nacional! ¡Gracias, gracias, gracias! Por haberme dicho que soy una ganadora, ¡gracias! Mi vida cambió.”
Escribí este libro para eso. Si una sola persona en la historia de la humanidad, al leer este libro, se convence de que todo lo puede en Cristo que lo fortalece (Cf. Fil 4, 13) habrán valido la pena las cientos de horas invertidas en este cuarto libro que el Señor me pidió que escribiera.
Es solo una minoría la que alcanza las cimas, ¿sabes porqué? Porque la gran mayoría piensa que es imposible alcanzarla, entonces no pueden encontrar los peldaños que los conduzcan a las alturas. Cuando uno cree que puede hacerlo el “cómo” hacerlo surge; Dios y el universo conspiran providentemente para hacer realidad eso que parece tan imposible. Y podemos así llegar a la cima.
Este es un libro de superación personal a la luz de los principios que establece la Palabra de Dios. No es un libro de control mental ni de autoayuda. No creo en absoluto que la mente tenga esa autosuficiencia. Pero creo que si no dejamos que Dios cambie nuestra manera de pensar, nunca cambiaremos nuestra manera de vivir. La Biblia puede ayudarnos, porque de hecho es el mejor libro de superación de todos los tiempos. Con humildad, intentaré ayudarte a descubrir en ella los testimonios y palabras que te ayuden a creer que sí se puede.
Pero no solo me centraré en la Biblia. Toda la historia, de punta a punta, nos da testimonio de hombres y mujeres de todos los tiempos que demostraron con sus vidas que siempre que pensamos adecuadamente, siempre que luchamos por nuestros sueños, sea cual sea nuestro comienzo, podemos triunfar en la vida. Adornado con películas de Hollywood, con cuentos y con anécdotas personales, mi libro intentará llegar a tu corazón y mantenerte enfocado en esa verdad: sí puedes, sí tienes, sí eres. Y lo más original e importante que tengo para contarte es que soy testigo personal de todo lo que te escribiré.
Testigo del poder de Dios
Cuando conocí al Señor, a los quince años, el primer sueño que puso Dios en mi corazón fue el de ser un predicador. Por las noches soñaba literalmente con estadios llenos de jóvenes escuchándome predicarles mensajes llenos de esperanza. Anhelaba viajar por todos lados hablándole a la gente del amor de Dios, que nos perdona y nos sana, como lo había hecho conmigo. Pero ese deseo estaba muy lejos para mí, por varios motivos que quisiera comentarte.
Por un lado, estaba el hecho de que aún no conocía bien la Biblia; y en ese tiempo yo imaginaba que solo los sacerdotes podían predicar la Palabra de Dios. Por otro lado, no me sentía digno aún. Me parecía hasta un sacrilegio que un pecador como yo, con el tipo de vida que había llevado hasta poco tiempo atrás, se atreviera a predicar la Palabra de Dios. Incluso, había pecados que aún arrastraba de aquella vieja vida.
Pero, sin lugar a dudas, la razón más importante era la siguiente: desde niño sufría una especie de fobia social que me provocaba pánico a la exposición pública. Al punto que la única vez que recuerdo haber hablado en público fue a los 10 años, cuando una maestra me hizo pasar a dar una lección oral, y de los nervios me oriné en los pantalones al frente de todos mis compañeros. Esa experiencia fue realmente lo más traumático de mi infancia. Fue sin duda ese día el que marcó un antes y un después en mi vida. Recuerdo que tuve que dejar el colegio por la vergüenza que ese hecho me había causado. En los siguientes meses tuve tres intentos de suicidio y durante unos meses, quedé casi mudo; sólo cruzaba algunas palabras con mi madre y mi hermano.
Esto, sumado a otros problemas familiares que estaba viviendo, hizo que mi madre tuviera que tomar la decisión de llevarme un tiempo con dos psicólogas que me hacían hacer dibujos durante horas porque no podían sacarme palabra alguna.
Una de las cosas que supe desde ese entonces es que nunca jamás volvería a exponerme públicamente. Se trataba de un monstruo demasiado gigante como para volver a lidiar con él. Sin embargo, mi realidad hoy es que vivo hablándole a las masas y no quedan ni rastros de aquellas dificultades de mi pasado. Déjame contarte cómo empezó todo.
No me digas que no podrás
Tenía 17 años cuando le conté a mi madre que soñaba con ser predicador. Le pregunté qué opinaba. Ella hizo una pausa fatal de varios segundos. Su respuesta era letal, porque podría determinar un destino, y quizás el de miles más. Me miraba como la madre del chico que le pregunta si puede ser tenista faltándole los brazos. Era un sueño demasiado difícil de apoyar. Pero me abrazó y me dijo: “Sí… vas a ser un gran predicador”.
Recuerdo que empecé a entrenarme con ella. Pobre, se quedaba dormida a veces sentada en el sillón escuchándome inventar historias bíblicas. Ella me asentía en todo lo que decía, aunque estuviera diciendo puras barbaridades; parecido a esas mujeres que gritan “amén” a cualquier cosa que dicen los predicadores. Quizás el predicador está diciendo herejías del calibre de: “Satanás está enamorado de ustedes”. Y ellas gritan con pasión: “Amén, amén… ¡Amén!”. Así estaba mi mamá.
Al no conocer en profundidad la Biblia, ella me miraba con asombro y admiración. El tema es que en mi Biblia, la que yo le predicaba a ella, mi propia versión de la Palabra de Dios, Thomas Edison y Leonardo Di Caprio estaban entre los apóstoles. La virgen María tomaba mates con Moisés, mientras Pablo le tiraba una piedra al gigante Goliat y los jinetes del apocalipsis subían al arca de Noé. De todos modos, lo importante es que con ella hablaba fluido… y eso era maravilloso y prometedor.
También solía entrenarme mirándome al espejo y hablándome a mí mismo como si se tratara de una multitud de jóvenes. La otra espectadora que me admiraba mucho era mi perrita Daiana. Ella movía la cola en señal de asentimiento.
Así fue que, una tarde como cualquier otra, salí de casa para ir a misa. Era sábado. Lo que no sabía era que estaba a punto de cambiar para siempre mi destino. Como no pude confesarme antes de empezar la misa, esperé al sacerdote y le pedí que me confesara al terminar la celebración. Él aceptó. Era un sacerdote carismático que dirigía un grupo de oración de jóvenes. Luego de darme la absolución me preguntó:“¿No te gustaría predicarle a unos jóvenes?” Mis ojitos seguramente brillaron de la emoción. Pensé me iba a invitar a formarme, para algún día llegar a ser un predicador como él. “Me encantaría padre” – contesté con entusiasmo. “Bueno, vamos. Es un grupo de jóvenes que están esperando que les predique yo. ¿Te animarías a predicarles tú?” – Me dijo el sacerdote cambiando absolutamente el clima de la conversación. Yo me negué rotundamente. Tuve pánico. “No voy a poder – le respondí – soy muy joven aún. Es que, en mi mente, la única idea que tenía de poder ser un predicador era siendo un hombre mayor y vestido con una sotana.(1) “¿Quién te dijo que tienes que ser cura para predicar? Todos los bautizados pueden y deben predicar el evangelio” – me dijo el sacerdote, ya en un tono de exhortación. Luego empezó a explicarme de algunos personajes bíblicos que siendo jóvenes fueron usados poderosamente por Dios.
Entonces me puso la mano en el hombro y me empezó a conducir hacia el salón donde tendría que predicar. Solo me atreví a hacerle una pregunta más: “¿Y de qué tengo que predicar padre?” “De la santidad – me respondió, como para terminar de acrecentar mi pánico. Yo solo largué una carcajada… supongo que por los nervios. Pero tenía la suficiente confianza como para plantearle mis miedos: “Acabo de confesarme, Padre, y ¿tengo que predicar sobre la santidad?”. Entonces me dio una respuesta sabia, que yo las escuché como si viniera del mismo Dios, que me acompañarán toda la vida: “Si vas a esperar a ser santo para empezar a predicar no vas a empezar nunca”. Sin duda percibió que esas palabras no eliminaban mi miedo. Así que entregándome en mis manos su Biblia me dijo: “Cuando no sepas qué decir, cuéntales tu testimonio. Eso será muy fuerte para ellos”.
Y allí estábamos los dos parados frente a ese bendito salón lleno de jóvenes carismáticos. Qué desafío el mío, esos jóvenes no eran de una asociación intelectual de la Iglesia, eran jóvenes esperando un mensaje poderoso para ir a buscar a los muertos y resucitarlos.
Cuando comprendí que el momento de mi presentación era inminente no tuve mejor idea que recurrir a la lástima. Quizás así se conmovía el curita y entendía que no podía yo predicar; no al menos ese día. Entonces le recordé mi testimonio, mis enormes crisis de la infancia que me incapacitaban para poder dar este mensaje. Pero, como si no le hubiera contado nada, el sacerdote me hizo pasar, e ignorando completamente mi planteamiento, me presentó a los jóvenes anunciándoles que yo sería el encargado del mensaje de hoy.
Tremendo momento histórico de mi vida. Era un punto sin retorno, un momento decisivo para mi destino. Si volvía a fracasar quizás nunca más me pararía delante de dos o más personas a predicarles. Había que hacerlo. Así que empecé a hablar. Me invadieron los nervios y comencé a decir literalmente cualquier cosa. Hacía bibliomancia: abría la Biblia al azar y en el personaje que me salía hablaba acerca de su santidad. Debo haber canonizado hasta a Caín y a Judas. Pero de “algo” tenía que hablar.
El sacerdote me miraba con cara de arrepentimiento. Los jóvenes se reían disimuladamente; y otros se miraban con asombro por la capacidad que tenía para inventar cualquier cosa. Entonces recordé las palabras del sacerdote: “Cuando no sepas qué decir cuéntales tu testimonio”. Así que les pedí perdón por estar así de nervioso y empecé a narrarles de mi conversión. Sé con claridad que en ese momento exacto recibí el don de la Palabra. Algo sucedió en el ambiente. Mi lengua se soltó. Empecé a hablar fluido (2). Era la primera vez en mi vida que sentía su unción en mi ministerio. Los jóvenes quedaron impactados, varios de ellos no paraban de llorar, entre ellos el mismo sacerdote en primera fila.
Cuando terminé de predicar, el sacerdote me invitó a acompañarlo dar charlas a jóvenes de su congregación el siguiente fin de semana; sería un viaje al norte del país que incluía jornadas de evangelización en tres provincias.
Llegué a casa y le dije a mi mamá que tenía dos cosas para contarle: la primera, que acababa de dar el primer mensaje de mi vida, y me había ido perfecto. La segunda, si me daba permiso para viajar el sábado siguiente a predicar a Catamarca, Tucumán y Salta.
Así empezó mi ministerio, hace más de 15 años. Sin darme cuenta, mi agenda estaba llena de viajes alrededor de mi país y luego, del mundo, para hablarle a la gente acerca de su Amor. He visto a miles y miles de personas ser tocadas por Dios a través del tesoro que llevo en mi frágil vasija de barro. Y cuando alguien me pregunta cómo puede hacer para ser un predicador, como lo soy yo, solo les respondo que tiene que estar preparado, en el lugar exacto y a la hora indicada en que el Señor quiera levantarlos para dar un testimonio.
Y a todos los jóvenes que me dicen que quieren triunfar en el deporte, en la política, en la música, en el baile, en lo que sea, pero que tienen miedo, que se sienten demasiado jóvenes, demasiado sucios, inexpertos, con sueños que superan sus posibilidades reales, con incapacidades físicas, con una marca negativa en sus infancias…les respondo con una sonrisa lo que siempre me dice Dios a mí: “No me digas que no podrás”. Así se titula una canción que hicimos con el Espíritu Santo y que resume lo que entendí que me había dicho el Señor en aquellos primeros tiempos de mi ministerio:
NO ME DIGAS QUE NO PODRÁS
No me digas que no podrás
que eres muy joven para hablar
que estás impuro para empezar
a predicar la santidad
No me digas que no lo harás
que empezarás a tartamudear
que es muy difícil la ruta
y que no vas a llegar
No me digas que no podrás
Porque mi gracia te sostendrá
Debes sacar de tus labios
Las palabras “imposible de lograr”
Y no me digas que no lo harás
Porque mi brazo te ayudará
Debes sacar de tu mente el concepto
“Imposible de alcanzar”
No te debes acobardar
con las mentiras de satanás
ni se te ocurra mirar atrás
no dejes de soñar.(3)
1. Dicho sea de paso, en esa época me encontraba haciendo un discernimiento para entrar a una congregación religiosa y allí prepararme para ser sacerdote. Sentía el llamado a evangelizar y creía que la única manera posible era siendo sacerdote.
2. Así ha sido hasta el día de la fecha. Jamás volví a tener problemas de tartamudez en público, ni fobia social, ni pánico escénico, ni nada de eso. Ahora soy un predicador verborrágico que he llegado a predicar durante ocho horas seguidas en una ocasión; solo descansando para almorzar media hora. Es que cuando Dios hace los milagros, los hace bien.
3. Sebastián Escudero, Soy tu guardián, Levitas producciones. 2006.