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PREFACIO

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El anciano de 100 años está a punto de entrar a la habitación a contarle a su esposa que hoy es el día que Dios les había prometido hace 25 años atrás. Parado al frente de esa puerta, las dudas entran galopando a su corazón. No hay precedentes de semejante milagro. No es humanamente posible. ¿No será un invento de la mente, una ilusión humana después de tantos años esperando el hijo? De pronto, una suave voz le susurra en su interior: “Abraham… no me digas que no podrás”.

El anciano de 76 años está llorando emocionado en la sala de las Lágrimas del Vaticano. Miles de personas afuera están esperando que aparezca el nuevo pastor universal que guíe a toda la Iglesia. Millones y millones están observando en sus televisores que se abra la ventana mayor. De pronto un pensamiento viene a su mente como un aluvión: ¿es posible que un argentino sea el nuevo Papa? ¿Crees que estás capacitado para semejante misión? Pero otra voz interrumpe en su corazón: Jorge… no me digas que no podrás”.

El joven judío acaricia los barrotes de ese oscuro calabozo en Egipto. Un suspiro acompaña un sueño que se le cruza por la mente: ser una persona de gran influencia para el mundo entero. Pero otro pensamiento corta ese suspiro como un rayo: “Nunca saldrás de este lugar”. Estaba destinado a convivir con las ratas hasta la muerte. De repente, una voz mansa le impide quebrarse por dentro: “José… no me digas que no podrás”.

El anciano está contemplando un nuevo atardecer, tan similar al de los últimos 27 años en esa cárcel de Sudáfrica; ya no quedan motivos para tener una esperanza de liberación, ya no queda tiempo para marcar la historia, demasiado anciano para soñar. Pero otra voz luchando en su interior le devuelve la paz: “Nelson… no me digas que no podrás”.

La muchacha de 15 años está todavía temblando luego de hablar con un Arcángel. La misión que se le acaba de encomendar es demasiado sublime, demasiado trascendental. Algo le quiere causar angustia en su corazón. Algo le dice que es imposible para un ser humano. Pero otra voz le susurra dándole la paz de que todo está en el plan perfecto de Dios: “María… no me digas que no podrás”.

Una monja jovencita está llorando mientras viaja en ese tren contemplando los cientos de rostros en su pobreza, en su miseria radical, clamando ayuda. Ella eleva una plegaria: “Señor, déjame ser la pluma que escriba la historia de Calcuta”. De golpe, el temor se apodera de su corazón: “No vas a poder hacer nada por ellos. Lo que intentes será inútil. Limítate a orar por ellos”. Pero en lo profundo de su ser, en un rincón de aquel tren, una voz le dice: “Teresa… no me digas que no podrás”.

El adolescente está retrocediendo frente a la violenta agitación de la espada de un gigante. El destino de toda una nación depende de esa pelea. Mientras procura recoger del piso alguna piedra, una voz le grita con vehemencia: “¡Jamás lo podrías vencer! Eres solo un niño frente al mayor guerrero de los filisteos. Esto no es un juego. Vuelve a tu casa.” Pero en su interior puede aún oír otra voz diciéndole: “David… no me digas que no podrás”.

Un niño está sentado en la oficina del director de su escuela. Están a punto de despedirlo del colegio porque es demasiado distraído y porque parece un enfermo mental. El niño no le presta demasiada atención, su mente está en algún lugar de las galaxias diseñando la teoría de la relatividad. Quiere marcar la historia cuando sea grande. De pronto escucha al director decirle a su padre: “Su hijo es un autista… nunca llegará a nada”. Pero algo dentro de él le dice con cariño: “Albert… no me digas que no podrás”.

El joven de 33 años está llorando lágrimas de sangre en el Huerto de Getsemaní. La antigua serpiente se le aparece para mentirle que no podrá. Es demasiado para una sola persona hacerse cargo de la culpa de toda la humanidad. No se puede. No podrá resistir tanto dolor. En medio de su angustia, el joven pide ayuda al Único que puede salvarlo. No sabe si va a poder resistir esa pasión dolorosa. Pero la voz de su Padre le dice con cariño: “Jesús, mi Hijo amado…. no me digas que no podrás”.

Una persona extraordinaria está empezando a leer este libro. Como corresponde, empezó por el prólogo. Después de leer solo unos párrafos, algo le inquieta en su corazón. Es el entusiasmo de saber que sí se puede cambiar la historia, de que quizás su misión es también demasiado grande en esta vida. Pero el enemigo de su alma le está queriendo convencer que jamás lo logrará. Una persona así no tiene destino, no podrá llegar demasiado lejos. Dios la mira a los ojos… pronuncia su nombre… la abraza con fuerza un rato largo. Y luego vuelve a mirarle para decirle las seis palabras con las que comenzará el resto de su vida: “No me digas que no podrás”.

Sebastián Escudero

sebaescudero3@hotmail.com

No me digas que no podrás

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