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4. SANACIÓN DESDE LA RAÍZ

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Muchas veces luchamos equivocadamente contra nuestras debilidades, tratando de ignorarlas u odiándonos a causa de ellas. Pero no cambiamos nada de esta forma: las debilidades seguirán estando allí hasta que no las enfrentemos, de la misma manera que el gigante Goliat siguió insultando mañana, siesta, tarde y noche al ejército de Israel hasta que no lo enfrentó un pequeño pastorcito con abundancia de confianza en su Dios. Nuestros gigantes no se irán porque los ignoremos o queramos ocultarlos. La tierra que se mete debajo de la alfombra es solo una manera cobarde y perezosa de prolongar la suciedad en la casa. El odio a nuestra persona es una forma cobarde y perezosa de prolongar la mediocridad en nuestra vida.

Lo mejor es aceptarnos así de débiles y dejarnos sanar por nuestro doctor Dios. Él debe ser el primero que nos sane, pues cualquier terapia psicológica o libro de autoayuda debe cimentar sobre la base de su amor en nuestras vidas. De lo contrario solo será un control mental que nos puede terminar haciendo peor aún. Lo primero es dejarnos amar por Dios. Así de simple, pero para nada fácil. Es muy difícil para alguien que está acostumbrado a odiarse aceptar, primero en su mente y luego en su corazón, que Dios lo ama aunque no sea perfecto.

Ahora bien, cuando este amor incondicional de Dios empieza a entrar en nuestros corazones viene a ser como un suero que limpia de a poco nuestra autopercepción. De esta manera, Él nos va capacitando poco a poco para amarnos a nosotros mismos, amar a Dios y amar a los demás con un amor verdadero.

El amor de Dios debe actuar sanando nuestra raíz herida. Muchas reacciones emocionales, ataques permanentes de celos, sentimientos de posesión, angustias, depresiones, pensamientos de muerte y búsqueda permanentes de llamar la atención son el fruto de una planta que tiene su raíz podrida. Hasta que no sanemos la raíz, o la cortemos del todo, los frutos seguirán siendo podridos. Aún más, a veces aunque cortemos su raíz muchas veces, la planta no seguirá creciendo sana si no se revisa esa raíz.

A veces llevamos raíces de amargura dentro de nosotros: por maltratos recibidos, por abandonos, por violaciones, por heridas recibidas en nuestras vidas que nos marcaron para siempre. Es allí donde es importante el rol de los terapeutas que ayudan a la persona a ubicar dónde está la raíz de su actual estado psicológico de perturbación.

Esto, sumado a la oración de sanación interior, en donde podemos sentir el amor de Dios que nos abrazó esa noche de la separación de nuestros padres, que nos declaró inocentes cuando nos estaban violando, que nos decía “te amo” cuando éramos abandonados, que nos acarició mientras nos estaban golpeando, que nos abrazó fuerte cuando nos eran infieles… nos puede sanar o restaurar la raíz podrida que llevamos adentro.

Y a veces las mismas terapias y oraciones de sanación interior pueden fallar y herirnos más aún si no se tiene en cuenta el rol fundamental del amor de Dios en nuestras vidas. Porque dejan al descubierto las heridas sin tener la posibilidad de curarlas, como si un doctor abriera nuestro estómago para realizar una operación pero no contara con los instrumentos necesarios para suturarlo luego. Me refiero al hecho de que no podemos dirigir a una persona en oración interior a su pasado de dolor si esta no se sabe amada lo suficientemente por Dios como para poder perdonar lo que le hicieron. De lo contrario, podríamos lograr el efecto inverso al buscado: remover la herida y aumentar una nueva dosis de odio y rencor en el corazón.

Ahora, cuando tenemos el amor suficiente en nuestros corazones, podemos no solo perdonar, sino vivir con los frutos del Espíritu que se nombran en la carta a los Gálatas: amor, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio (Gál 5, 22-23). ¿Cuántos de estos frutos están ausentes en nuestras vidas por tener la raíz podrida?

En el epílogo de mi libro El Amor que nos devuelve la identidad escribí lo siguiente:

Habrás comprendido que la verdadera paz no se encuentra ni en los placeres ni en las personas, sino en ese Amor que sobrepasa todo entendimiento (Cf. Ef 3, 18-19). Y ese Amor llenará tanto tu vida que te permitirá:

disfrutar sin enviciarte,

abrazar sin depender,

acariciar sin poseer,

entregarte sin miedo a perder,

corregir sin miedo a que te dejen de lado,

alegrar a los demás sin presumir,

mostrar tus debilidades sin miedo a quedarte solo,

soltar en lugar de apresar,

ser famoso sin necesidad de que te aplaudan,

usar tus talentos sin buscar impresionar,

jugar sin competir,

cuidar sin celar,

amar aunque no seas amado (10).

Nosotros, los que creemos en Dios, en este sentido, contamos con una verdad envidiada por muchos psicólogos que no son creyentes. Nosotros sabemos que desde toda la eternidad somos amados por Dios, lo que nos lleva a la certeza de que en los peores momentos de nuestras vidas el Señor siempre estuvo a nuestro lado amándonos. No nos hace falta consolar a una persona que fue abandonada por sus padres desde niño diciéndole que se enfoque en el amor que tiene ahora en sus hijos, sino que podemos decirle con toda seguridad que nunca fue abandonado del todo, porque su Padre Dios jamás le soltó la mano. Y el solo hecho de saber esto ya es bálsamo de sanidad para el corazón que siempre se creyó “no amado”, “no aceptado”, “no querido”. Mentiras del diablo; somos exactamente lo opuesto: “siempre amados”, “siempre aceptados”, “siempre queridos”.

Los primeros versículos que leí en mi vida de la Biblia, cuando tenía 15 años, y que me hicieron llorar tanto, fueron estos: ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos, tus muros están siempre ante mí (Is 49, 15-16).

Qué preciosa imagen. Tengo un mensaje que suelo darle a mis alumnos, titulado “El tatuaje de Dios”, donde les hablo justamente de que Dios nos ama tanto que nos tiene tatuados en la palma de su mano, de la mano con la que se alza a un bebé y se le sostiene la cabeza. En esa mano lleva nuestro nombre para mirarnos una y otra vez como la madre enamorada de su criatura.

Saber que somos así de amados, aceptar ese amor y reconciliarnos con nosotros mismos nos permite estar sanos emocionalmente; y ese es el motivo por el cual escribí este libro. Una persona que no tiene sana sus emociones dependerá de otros para ser feliz; buscará la aceptación y el reconocimiento de los demás a través de sus logros, de su dinero, de sus talentos, de su inteligencia. Sin embargo, ya somos aceptados, ya somos amados tal y cual como somos, independientemente de todas esas otras cosas.

Obvio que no es para que nos volvamos unos soberbios o unos egocéntricos. San Pablo nos previene de esto en la carta a los Romanos: no se estimen más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable, según la medida de la fe que Dios repartió a cada uno (Rom 12, 3).

Esto es importante para que no nos pasemos de la raya pensando algo indebido de nosotros, sino lo justo y verdadero: que somos sus hijos, que por eso mismo somos amados incondicionalmente y que somos muy buenos (Gn 1, 31), porque somos su creación. Si logramos vernos así, equilibradamente, ni fracasados ni vanidosos, podremos empezar a hacer algo para lo que fuimos creados por Dios: gozar de nosotros mismos.

Depende del alimento

Un viejo jefe de una tribu estaba teniendo una charla con sus nietos acerca de la vida. Él les decía:

— Una gran pelea está ocurriendo dentro de mí… es entre dos lobos. Uno de los lobos es la maldad, el temor, la ira, la envidia, el dolor, el rencor, la avaricia, la arrogancia, la culpa, el resentimiento, la inferioridad, la mentira, el orgullo, la egolatría, la competencia y la superioridad. El otro es la bondad, la alegría, la paz, el amor, la esperanza, la serenidad, la humildad, la dulzura, la generosidad, la benevolencia, la amistad, la empatía, la verdad, la compasión y la fe. Esta misma pelea está ocurriendo dentro de ustedes y dentro de todos los seres de la tierra.

Los niños pensaron por unos instantes y uno de ellos preguntó a su abuelo:

— ¿Y cuál de los lobos crees que ganará?

El viejo jefe respondió simplemente…

— El que más alimente.

Albergamos a dos lobos compitiendo en nuestro interior: uno nos grita que no valemos nada, que no vamos a llegar a ningún lado, que no podremos. El otro nos alienta permanentemente a seguir luchando por nuestros sueños, a no mirar atrás, a creer que somos una maravillosa creación de Dios. Ganará el que más alimentemos.

Es mi oración que puedas alimentar al lobo correcto en tu interior. Y que sin dejar de reconocer tus falencias y vicios, puedas acentuar cada vez más tus virtudes, tus fortalezas, tus áreas fuertes, tus bellezas… que de seguro son muchas más de las que cada tanto sueles ver en el otro lobo. Abrázate. Ríete. Diviértete con quién eres. En otras palabras, reconcíliate contigo mismo.

4. Cf. Mathews, Andrew. Being Happy. Media Master Publishers-Selector, México D.F., 1991. Cap. 1: Patrones.

5. WARREN, Rick. Una vida con propósito. Editorial VIDA, Lake Forest, E.E.U.U., 2003.

6. Cf. ISHA, ¿Por qué caminar si puedes volar? Aguilar, Montevideo, 2009.

7. Citar fuente de Larrañaga.

8. MEYER, Joyce. Cómo tener éxito en aceptarte a ti mismo. Ed. Unilit. 2000. Pág. 15. Esta frase genial de Meyer la he colocado en mis tres libros anteriores. Tal ha sido el impacto que tuvo en mi propia persona.

9. ESCUDERO, Sebastián. Alma mía, Mysterion Records. Todos los derechos reservados. 2011.

10. ESCUDERO, Sebastián. El Amor que nos devuelve la identidad, Editorial Claretiana, Buenos Aires, 2015.

No me digas que no podrás

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