Читать книгу La máquina soviética - Sebastián Robles - Страница 10
Оглавление6. “SER ABSOLUTAMENTE MODERNO”
Durante los años posteriores a la fallida revolución de 1905, la pregunta aparecía en las mentes de todos: ¿y si Lenin estaba equivocado? ¿Qué fuerzas eran necesarias para que la revolución se produjera? No todo cambiaba. Había países, regiones, continentes enteros hundidos para siempre en el atraso y la decadencia. Quizás el imperio ruso, con su imposible y vasta población agraria, fuera parte de ellos.
Luego de probar suerte durante unos años en Tiflis y Bakú, Koba se mudó a Petrogrado, cuyos círculos revolucionarios orbitaban más cerca de Lenin que los de su tierra natal. Cambiaba de domicilio todas las semanas, porque la policía lo tenía marcado como un agitador peligroso a pesar de que sus acciones no iban más allá de algunos asaltos menores y la distribución de material escrito en los sindicatos de la región. Entonces, después de mucho tiempo, tuvo al fin un golpe de suerte.
Georgia era ajena a Lenin debido a que, en su territorio, la facción partidaria más numerosa era menchevique. Pero durante uno de los frecuentes congresos, los bolcheviques se impusieron en las votaciones. Esta radicalización estaba motivada por el empeoramiento de los salarios y las condiciones laborales de los trabajadores del petróleo y el carbón. A partir de ese momento, Lenin empezó a interesarse en el distrito. En su búsqueda de interlocutores, alguien le dijo que un tal Koba contaba con buena información y contactos. En Petrogrado había por lo menos cuatro revolucionarios de origen georgiano que se hacían llamar de esa manera, en honor al personaje literario creado por el escritor Alexander Kazbegi. Iosif Dzhugazvili, antes conocido como Soso, se las arregló para transformarse en el informante de Lenin. Al poco tiempo, iba y venía de Tiflis como delegado del partido.
En la correspondencia que mantenían, Lenin le transmitía su determinación. “ ́Hay que ser absolutamente moderno ́, dijo Rimbaud y se dedicó al comercio de esclavos”, escribía en las horas de ocio en Ginebra. Koba absorbía sus palabras como si cada una de ellas escondiera una clave. Luego de ponerlo al tanto de los movimientos del partido, se explayaba sobre sus actividades cotidianas y sus frecuentes viajes por el territorio. En una oportunidad, le contó sobre una visita a Borjomi, una pequeña ciudad al oeste de Tiflis a la que había ido para establecer contacto con los sindicatos locales. Antes de llegar, se cruzó con una carpa de circo al costado del camino.
“Estaba confeccionada en una tela vieja y sucia que le daba aspecto de abandonada, pero los caballos y carruajes apostados a su alrededor me dieron la pauta de que había gente adentro. Hacía horas que cabalgaba solo entre las montañas, así que me pareció una buena oportunidad para desensillar y descansar un rato. Até mi caballo junto a los otros. Como nadie se acercó a recibirme, entré en la carpa, desde donde se escuchaban voces y murmullos de personas.
“Adentro había una serie de gradas dispuestas alrededor de lo que parecía una arena de circo. Nadie me registró, o a nadie le importó mi presencia. En el centro, sobre una tarima, se alzaba una guillotina alumbrada por dos antorchas clavadas al suelo. De un lado, una canasta cuyo contenido no alcanzaba a ver. Del otro, un hombre de barba, vestido con una túnica blanca, arengaba al público. Me senté junto a una mujer a la que le faltaba un brazo. Después de unos minutos, a medida que mis ojos se acostumbraban a la semipenumbra, reconocí mutilaciones similares en casi todo el público: hombres, mujeres e incluso niños sin uno o los dos brazos y piernas. Uno de ellos, anciano de pelo blanco, era un torso sin extremidades, unido a una cabeza, que miraba hipnotizado desde las gradas. De a ratos gritaba y la baba le caía por la comisura de los labios.
“El hombre que concentraba la atención de todos se hacía llamar Alí. Algunos le decían ́padre ́. Su entonación georgiana denotaba ecos turcos y a veces se le entremezclaban palabras en ese idioma. Al principio lo identifiqué como uno de los tantos nómades que frecuentan las regiones de frontera, a uno y otro lado del imperio: comerciantes, bandoleros, prestamistas. Pero Alí era diferente. Era difícil saber desde cuánto tiempo atrás estaba instalada su carpa en el lugar, pero todo hacía pensar que su llegada no era reciente. Tenía una mirada degenerada, de un magnetismo perturbador. Cuando él hablaba, no existía manera de no prestarle atención.
“–¿Quién sigue? –preguntaba en voz alta.
“Una mujer del público caminó hasta él. Su brazo izquierdo estaba mutilado a la altura del codo. Alí la recibió como a una vieja conocida.
“–Iulia –dijo–, otra vez acá.
“Ella sonrió con desgano.
“–¿Cuál es tu ofrenda de hoy? –preguntó él.
“Sin decir nada, la mujer se recostó sobre el camastro de madera e introdujo su cabeza adentro de la guillotina. Un murmullo recorrió el público. Los ojos de Alí brillaban.
“–Iulia decidió dar el último salto –dijo y le acarició la cabeza, que reposaba en silencio sobre un almohadón, boca arriba–. No lo hace sólo por ella, sino también por nosotros.
“La mujer se negó a hablar. Alí le agradeció su desprendimiento y luego, sin más ceremonia, soltó la soga que mantenía la cuchilla en alto. Un corte limpio desprendió la cabeza del tronco. Cayó en la canasta como una sandía recién cosechada, mientras el cuerpo sacudía las piernas.
“Nunca escuché un silencio tan desolador. Mientras dos hombres retiraban el cuerpo degollado, Alí sostenía de los pelos a la cabeza de Iulia y la mostraba al público. Tenía la boca abierta en una mueca desencajada. De la garganta brotaban hilos de sangre, como si se estuviera vaciando.
“–Ella se ganó su lugar –decía, ebrio de sí mismo–. ¿Quién es el próximo?
“Un anciano ofrendó su mano, que fue cercenada por la guillotina. No recuerdo mucho más, excepto que me retiré con la certeza de que el imperio está enfermo, pero el pueblo está maduro. Sólo necesita alguien que lo sepa conducir a la revolución”.