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7. LA PLUMA

Stalin y Trotski se cruzaron por primera vez en el congreso del partido en Inglaterra en 1908, al que también asistió Lenin. Una Londres turbia y fantasmal recibió a una multitud de dirigentes rusos. Algunos –como Lenin– estaban exiliados en diversos países de Europa, mientras que otros habían viajado desde los confines del imperio zarista. Trotski llegó una noche con su mujer y sus dos hijos, tomó un taxi que los llevó desde la estación de tren hasta el departamento donde estaban hospedados Lenin y su esposa, la Krupskaya, y les pidió que pagaran el importe del trayecto, porque no tenía un centavo. Lenin, que no lo conocía personalmente, demoró unos minutos en identificarlo como el autor de algunos panfletos que había leído con admiración.

–Llegó la Pluma –dijo cuando Trotski le recitó algunos párrafos que Lenin le había elogiado por correspondencia.

A Stalin no lo recibió nadie. El viaje desde Bakú, donde había estado nuevamente preso tras agitar una manifestación de obreros del petróleo, fue largo y agotador. Había asistido al congreso anterior en calidad de asistente sin poder de voto. En Georgia predominaban los mencheviques, y Stalin representaba tan sólo a una intensa minoría. En esta ocasión, expulsado del partido, apenas se representaba a sí mismo. Se hospedó en un hotel del East End, cerca de donde unos pocos años atrás habían tenido lugar los crímenes de Jack el Destripador. Lo primero que hizo, al día siguiente, fue intentar establecer algún contacto con Lenin, que lo rechazó diplomáticamente:

–Está descansando –le dijo la Krupskaya sin dejarlo cruzar la puerta de entrada–. Dice que lo espera en la convención.

Mientras Trotski y su familia se alojaban en una habitación que Lenin les había acondicionado en su propio departamento, Stalin vagaba por Londres sin un rumbo fijo. Entró a una función del circo Barnum, donde los fenómenos como la mujer barbuda o un enano de dos cabezas lo impresionaron menos que el efecto narcótico que el espectáculo ofrecía a la clase obrera. Recorrió fábricas con la intención de conocer de cerca su actividad sindical, pero no podía hacerse entender y en un acto reflejo, huyó antes de que su presencia despertara la curiosidad de algún agente de Scotland Yard. Se metía en los bares y en una carta a su amigo de la infancia Peter Kapanadze contó que no le gustaba la cerveza, porque le parecía floja y sin cuerpo. “Igual que los ingleses, por otra parte”.

El congreso se realizó en un taller textil propiedad de Leonid Krasin, que saludó a Stalin brevemente.

–Koba. Qué alegría verte por acá –dijo y su cara desmintió sus propias palabras.

El primero en hablar fue Trotski, cuyo discurso era muy esperado por los asistentes. Su fama de orador era, ya en aquel entonces, legendaria. Subió al atril con los pelos revueltos y habló durante más de una hora ante un público que lo escuchaba con atención. Disertó acerca de los avances de la organización en el partido, que le parecían insatisfactorios, e hizo una pintura de la situación de la clase obrera en Rusia. Al igual que Lenin, consideraba que no podía esperarse que el proletariado tomase en sus propias manos la acción directa. El discurso finalizó con una encendida llamada a la dirigencia: la revolución de 1905 había señalado el camino. El soviet de San Petersburgo, del cual él era representante, se encontraba a la vanguardia de la clase obrera. Era necesario incrementar las acciones de propaganda, llevar la palabra a todas partes. Fundar más diarios, escribir, agitar, despertar a la bestia.

En el auditorio había bolcheviques y mencheviques de todas las facciones, pero el aplauso fue unánime.

–Sabe hablar –le comentó a Stalin a Iremashvili, un dirigente georgiano al que se había encontrado unos momentos atrás.

–Más que eso –retrucó Iremashvili–. Sabe conducir.

–No exageremos.

En sus diarios, Iremashvili señala que Stalin se veía irritado. Cuando llegó el turno de su discurso, unas horas más tarde, ya no quedaba casi nadie para escucharlo. Leyó unas páginas acerca de la importancia de las identidades nacionales en la organización del proletariado, un tema que consideraba su especialidad. Los asistentes cabeceaban y se iban. Stalin finalizó de manera abrupta, improvisando unas palabras sobre la unidad de los trabajadores de todas las nacionalidades que contradecían el eje de su propio discurso. Iremashvili, que conocía el amor propio de Koba, lo escuchó hasta el final.

A la noche mencheviques y bolcheviques celebraron el congreso en el pub Crown and Anchor, que quedaba a unos metros del taller textil. Ahí, Stalin pudo intercambiar unas palabras con Lenin, que se lamentó del fracaso del asalto al banco de Tíflis. Luego le presentó a Trotski. Se saludaron con cortesía. Ya en el exilio mexicano, muchos años más tarde, Trotski escribiría que no recordaba haber visto a Stalin en aquel congreso. Con mejor memoria, Iremashvili relató la conversación que él mantuvo con Stalin cuando lo acompañó de vuelta a su hotel:

–Le gusta escucharse a sí mismo –dijo–. Conozco a esa clase de personas. Es lo único que saben hacer.

La máquina soviética

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