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5. LA RESISTENCIA DEL MUNDO

Ese día el cielo parecía diferente. Era un cielo limpio, con un sol ominoso, donde no se encontraban puntos de referencia.

El trayecto de Tiflis a Bakú llevaba cuatro o cinco días según cuáles fueran el medio de transporte y las condiciones climáticas. Luego de haber sido interrogado por la Ojrana, Koba robó un caballo que encontró atado en la entrada de un bar y salió de la ciudad al trote. Llevaba un abrigo y un bolso con 40.000 rublos envueltos adentro de una manta, la parte que le correspondía por el robo al banco de la ciudad. De todas las cosas que dejaba detrás, la única que lamentaba era un panfleto a medio terminar sobre la necesidad de que los sindicatos se unieran en contra del enemigo en común. Sabía algunas partes de memoria y las recitaba mientras el caballo avanzaba al trote por la geografía montañosa y árida de Azerbaiyán.

Todavía no tenía treinta años, pero ya no se sentía joven. En su juventud, cinco o seis años atrás, escuchó la historia de un peregrino que había tenido una epifanía. Se le presentó un ángel y le preguntó cuál era su mayor deseo. El peregrino dijo: “quiero que el reino del cielo se haga en la Tierra”. El ángel le contestó “así será” y el peregrino murió. En el lugar donde se descompuso su cadáver creció una zelkova de raíces profundas y ramas gruesas y fuertes, que Koba creía identificar en un árbol que solía cruzarse al costado del camino, a unas diez horas de distancia de Tíflis. Como la altura del árbol era relativamente baja, los campesinos acosados por el hambre y la desesperación usaban una de sus ramas para colgarse de ella. Era común ver los cuerpos a la distancia, a veces uno solo, otras veces dos o incluso tres, mecidos por el viento suave del Cáucaso. Algunos viajeros los bajaban y los enterraban. Koba los observaba de lejos. Pero esa vez no vio ninguno. Sólo la silueta de la zelkova con sus ramas solitarias, sin ningún tipo de follaje, de donde colgaba una soga de ahorcado como un presagio.

Siguió de largo. Años más tarde le contaría a Henri Barbusse que por mucho que intentaba pensar en otra cosa, su mente volvía a la anécdota del peregrino. En su intento por descifrarla recordó al Timeo, que había estudiado en el seminario, donde Platón explicaba el origen del mundo.

–Presten atención a esto –decía el viejo profesor Avenarius en clase–. El Demiurgo no crea el mundo según su antojo, sino que replica en él las formas elementales de la racionalidad divina. Pero el mundo ofrece resistencia, porque está hecho de materia. La perfección sólo existe en la eternidad inmaterial. Nosotros vemos sombras, somos sólo un reflejo.

Koba rechazaba al platonismo por su impronta metafísica y paralizante y odiaba al profesor Avenarius desde que tenía uso de la razón, pero la frase volvía una y otra vez a su cabeza: “El mundo ofrece resistencia”.

En el horizonte apareció una casa de madera y adobe, ubicada a unos metros de distancia del sendero. Se dirigió hacia ella con la esperanza de encontrar refugio para pasar la noche. Estaba habitada por dos campesinos ancianos. El hombre era ciego. La mujer llevaba adelante las tareas de la pequeña granja. Tenía el cabello gris pero, a diferencia de su marido, era robusta y parecía fuerte. Le recordaba a su madre, especialmente cuando acondicionó para él un colchón de paja y mantas en el establo, cerca de un cerdo y dos caballos escuálidos. Luego le ofreció compartir la cena con ellos. Koba le alcanzó un par de billetes.

–Para los gastos –dijo.

–Voy a construir el Estado nuevo –dijo.

–¿Cómo es eso? –preguntó la mujer.

Les habló acerca el panfleto que estaba escribiendo.

La anciana asintió.

–La verdad se impone, a la larga siempre se impone.

La mujer amagó con rechazarlos, pero al final los aceptó. Mientras comían una sopa insípida hecha con papas y un poco de carne, el anciano le preguntó por qué se dirigía a Bakú. Koba tenía tres o cuatro historias diferentes para ese tipo de ocasiones, pero optó por otra alternativa.

–Gracias al marxismo, la ciencia y la razón están de su lado, del lado del proletariado, contra la explotación capitalista. Es una cuestión de tiempo para que despierten y descubran que sólo ven sombras en una caverna.

Koba la observó con sorpresa. –Usted debería leer a Lenin –dijo. Ella se rió.

–Si supiera –contestó–. Mi marido me leía la Biblia, hace muchos años. Pero ahora él está ciego y a mí ya no me entra nada nuevo, ningún aprendizaje, sólo espero que Dios me permita sobrevivirlo a él para que no tenga que quedarse solo en casa. ¡Esas son las verdaderas sombras!

Animado por unas copas de vodka, Koba contó que, en Bakú, durante un viaje anterior, había acondicionado una bodega en la casa de los padres de un obrero de la refinería de petróleo. Debajo de un barril de vino había un pozo de alrededor de cinco metros de profundidad. Si uno descendía con la ayuda de una cuerda, se encontraba al fondo con una galería de paredes de arcilla que se prolongaba por un tramo de diez metros, al cabo de los cuales había un sótano que se iluminaba mediante una precaria instalación eléctrica. Hasta ahí, con mucho cuidado, habían trasladado una imprenta de tipos móviles. En ese lugar pensaba refugiarse Koba en los días siguientes. Aprovecharía el escondite para redactar su panfleto, que ya tenía casi completo en la cabeza. Y luego había que salir a repartirlo por las fábricas, como los apóstoles que transmitían una buena nueva. Así era como las ideas se llevaban a la realidad.

–¿Qué va a pasar con nosotros en el... Estado nuevo? –preguntó el hombre.

–Ustedes serán dueños de la tierra que trabajan –contestó Koba sin dudarlo.

–Qué bien –dijo el viejo como podría haber dicho cualquier otra cosa–. Espero que así nos salvemos del hambre.

Terminaron de comer en silencio. La anciana retiró los platos. Koba agradeció la comida y se retiró a descansar en el establo. Cuando salió al campo vio o creyó ver a la zelkova con la soga que colgaba de una rama, iluminado por la luz de la luna.

Todavía quedaba un largo camino por delante.

La máquina soviética

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