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4. PRIMER MATRIMONIO

La eficacia de un revolucionario se medía, entre otras cosas, por la cantidad de sus seguidores. Koba no tenía ninguno. Había hecho algunos méritos, pero sólo en Tíflis circulaban por lo menos cien agitadores con una actividad más intensa y relevante que la suya. Uno de ellos era Lev Borisovich Rosenfeld, más conocido por el sobrenombre de Kamenev (“piedra”), casado con Olga Bronstein, la hermana de Trotski. Kamenev era autor de varios libros de teoría marxista gracias a los cuales se había ganado la estima de Lenin, a quien Koba admiraba más que a nadie en el mundo. Con ¿Qué hacer? y especialmente con la “Carta a un camarada sobre nuestras tareas de organización”, donde realizaba un retrato pormenorizado del revolucionario profesional, Lenin se había transformado ya no en una obsesión, sino en un modelo a seguir para los miles de revolucionarios que habitaban el Imperio Ruso. Koba sólo había mantenido con él una breve correspondencia durante su estadía en Siberia. Quería transformarse en el Lenin del Cáucaso y es probable que también soñara con desplazarlo. Por eso tardó varios meses en reponerse de la irritación que le provocó que Kamenev viajara al extranjero para asistir en persona a Lenin.

Hundido en la soledad del odio, se reencontró por las calles de la capital georgiana con Yekaterina Svanidze, la hermana de un antiguo compañero del seminario a la que había conocido dos años atrás. En aquella oportunidad no se habían prestado atención. Esta vez no pudieron separarse. Yekaterina, a quien su familia apodaba “Kato”, le recordaba a su madre. Igual que ella, era una cristiana devota que no se interesaba por la política ni se sentía interpelada por las inquietudes intelectuales de Koba. Sólo la preocupaba su bienestar físico y espiritual.

El matrimonio se concretó en Gori en 1904. La ceremonia religiosa no fue el único aspecto en el que Koba abandonó, por un momento, sus convicciones revolucionarias. La igualdad entre el hombre y la mujer, que para él debía ser un principio del nuevo Estado, no era practicada puertas adentro del departamento en Tiflis donde establecieron su hogar. Ambos habían aprendido el amor a la manera legendaria y quizás brutal de la antigua Georgia. Kato era una esposa fiel que se ocupaba de las actividades domésticas. Koba, por su parte, pasaba muchos días fuera de la casa, ocupado de sus actividades clandestinas sobre las cuales hablaba poco y nada.

–Las cortinas están manchadas –le dijo Kato una vez.

–¿Qué? –murmuró con la pipa entre los dientes.

–Las cortinas –insistió y se cruzó de brazos.

–Creo que ya es hora de comprar unas nuevas –dijo al final.

–¿Estás seguro de que podemos permitírnoslo? –preguntó ella.

Koba redactaba un panfleto donde llamaba a una huelga general en una fábrica cercana.

Había vuelto a casa la noche anterior después de un viaje de dos semanas a Bakú, donde formó parte de una serie de manifestaciones que no se molestó en explicarle. Kato no se lo reprochó, pero se sentía con derecho de alguna demanda.

Él estuvo a punto de pedirle que lo dejara en paz. Luego cerró los ojos, los volvió a abrir y comprobó con la mano que todavía tenía en el bolsillo los cinco rublos que había traído desde Bakú.

Esa tarde visitaron la tienda Badagi en el centro de Tiflis. Eligieron las cortinas más baratas que encontraron, pero no les importó porque eran nuevas. A la salida Koba invitó a su mujer a tomar el té.

Por la calle pasaba un carro tirado por cuatro caballos. Adentro viajaba una familia de aristócratas.

–Tenemos tanto derecho como ellos –respondió él–, o como cualquiera.

Mientras tomaban el té, conversaron como no lo habían hecho en mucho tiempo. Kato le confesó a su marido la angustia que le provocaban sus actividades y sus viajes permanentes.

–A veces no puedo dormir a la noche. Pienso que no vas a volver nunca, que te va a pasar algo. Yo sé que estás hecho para cosas importantes, pero ¡por el amor de Dios! Me gustaría que pasaras más tiempo en casa.

Koba la tomó de la mano. No quería mentirle, pero tampoco podía prometerle nada.

–Vamos a estar bien –dijo.

Es probable que esa noche hayan concebido a Yakov, que nació nueve meses más tarde. Durante ese período, y hasta un tiempo después del parto, Koba redujo sus viajes al mínimo indispensable. Aunque su papel en los círculos revolucionarios había sido siempre reservado, asumió menos riesgos que antes y pasaba más horas en la casa. Incluso evaluó la posibilidad de emplearse en alguna fábrica. Kato y Yakov lo contenían y evitaban que el ímpetu revolucionario se lo llevara, tal vez, a ninguna parte. Ella se sentía segura en sus inmediaciones y él dormía profundo y sin sobresaltos. Kamenev, Lenin e incluso la revolución quedaban demasiado lejos como para preocuparse. El mundo exterior, con sus desagradables turbulencias, volvió desde adentro, en forma de fiebre, cuando nadie lo esperaba.

El primer día Kato no se levantó de la cama. Tenía tos y transpiraba. Pensaron que era gripe, pero al día siguiente fue peor. Tardaron en llamar a un médico porque no tenían plata para pagarle. Cuando llegó, el diagnóstico fue contundente:

–Tifus –le dijo a Koba por lo bajo.

No hubo despedidas. La agonía duró una semana.

Esta noche casi no hablaron. Yakov lloraba en su cuna. Koba lo atendía y volvía junto a la cama de su mujer. “Así termina esta historia”, parecían decirse con la mirada. “Uno de los dos se muere. Es simple. Así es la vida para gente como nosotros”.

Koba ordenó una ceremonia religiosa para el velorio, al que asistió acompañado por su hijo y la familia de Kato. Una foto del momento lo muestra con las manos en los bolsillos, apesadumbrado. Apenas contenía las lágrimas. Tras el funeral le entregó a Yakov a la familia Svanidze. Les dijo que no podía hacerse cargo de él. Tampoco volvió al departamento que compartía con su esposa. Quedó abandonado hasta que los propietarios tiraron abajo la puerta. Para entonces, él ya estaba lejos de ahí.

–Sólo ella ablandaba mi corazón de piedra –le dijo a Iosef Iremashvili, un amigo de aquel entonces–. Con ella murieron mis últimos sentimientos por la humanidad. Me siento vacío por dentro.

No era la primera vez que decía esto último, pero fue la definitiva. En adelante ya no hubo necesidad de repetirlo.

La máquina soviética

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