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El chofer de Chucho Malverde me dejó al comienzo de la calle Juan Moya, donde estaba mi casa. Bajé caminando por la cuadra, pateando un tarro de café vacío, meditando todo lo que había ocurrido.

Tenía un nuevo caso en mis manos.

Antes de llegar a mi casa, el Negro Molina me detuvo alzando una mano, como los carabineros cuando detienen un auto en la carretera. El Negro era el guardia de la cuadra. A todos los vecinos les caía bien porque era trabajador, empeñoso y alegre. El Negro tenía su oficina en la esquina: una caseta de guardia de seguridad, estrecha, decorada con fotografías de Colo-Colo y de Rafael de España, su cantante preferido. Molina decía que estaba hecho para ese trabajo porque nunca dormía; tenía una enfermedad que solo le permitía dormir dos horas diarias. Trabajaba incluso la noche de Año Nuevo. Después de las doce, de los abrazos y brindis, los vecinos salían a saludar al Negro. Era flaco y atlético. Una vez contó que fue elegido «Míster Chile» en una discoteca de Horcones. El Negro era mi amigo, aunque un amigo interesado, porque su principal preocupación era, además de no quedarse dormido por las noches, Gertrudis Astudillo. No era tonto; ganándome tenía pavimentado el camino hacia la Gertru. Ambos lo sabíamos.

—Momentito —me dijo. —Tienes que hacerme una paleteada, Quique, la última, te lo prometo—. De la camisa extrajo un sobre color verde con el nombre de Gertrudis Astudillo subrayado. —Para la Gertru, de parte mía.

—¿Y por qué no se lo entregas tú? —lo dije solo para molestar.

—No es lo mismo. La Gertru está enojada conmigo porque no la invité al cine el domingo pasado.

—Está enojada porque te vieron en el cine acompañado de la enfermera del Policlínico de Avenida Grecia.

—Cómo se te ocurre, nada que ver —dijo el Negro Molina, pero olía a mentira por todas partes.

Aunque mujeriego, el Negro era una buena persona. No tuve otra opción y me llevé su carta de amor y arrepentimiento.

Cuando recién llegó a trabajar como vigilante, la Gertru se derretía por el Negro Molina. Un 18 de septiembre, los vecinos cerraron la entrada del pasaje, instalaron bancos y mesas de madera y prepararon un asado. No recuerdo si alguien se lo pidió al Negro o si fue por iniciativa suya, pero cantó una canción de Rafael de España a todo pulmón. Tal vez no era lo más adecuado para cantar en un Dieciocho, pero nos sorprendió a todos. Su voz era impresionante y daba gusto escucharlo. Parecía que llevaba un parlante sintonizado en la garganta. Desde ese día, la Gertru tomó una decisión: se autoproclamó mánager artístico del Negro Molina. Intentaron presentarse en alguno de los canales de televisión, en concursos y festivales, pero no tuvieron suerte.

El lunes de la semana anterior, le contaron a la Gertru que habían visto al Negro del brazo de esa enfermera. Fue suficiente. Gertru rompió la fotografía de Molina y dijo con una voz que daba miedo:

—Al Negro lo borré de mi lista.

Quique Hache - El caballo fantasma

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