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Peñalolén se encuentra en los faldeos de la cordillera. Allí se acaba la ciudad de Santiago de Chile y comienza, de pronto, la montaña. Hay barrios bonitos, algunos elegantes, con árboles en las veredas y jardines. Pero también hay poblaciones con casas pequeñas y estrechas. Las calles no están pavimentadas y las canchas de fútbol no tienen nada de pasto; hay muchas botillerías y las torres eléctricas se levantan en medio de las plazas. Los condominios elegantes y bonitos están muy cerca de las poblaciones pobres, separadas por murallas. Los de las casas bonitas no ven con buenos ojos a los del otro lado de la muralla. Viven juntos, pero separados.

En un extenso terreno había un campamento donde vivían los más pobres, los que no tenían siquiera una casa. Dicen que la gente pobre es más alegre y feliz. Yo no estoy seguro. Escuchan radios bulliciosas y celebran las fiestas y cumpleaños todos juntos, pero la vida en un campamento es dura. El invierno pasado el colegio nos llevó a ayudar a ese campamento. Había temporal y las casas de cartón, con tablas delgadas de cajones de manzana y ventanas de polietileno, no resistían el viento y volaban por la noche. Ese día, los vecinos nos recibieron y nos agradecieron la ayuda. Mientras yo miraba esas viviendas frágiles, un tipo que debía tener cinco años más que yo, unos veinte, se acercó y me dijo con rabia:

—Ahora te puedes ir tranquilo a tu casita donde tienes estufa, comida y tele.

Así conocí al Bombo. Al principio nos caímos mal. Él era pobre y yo tenía más que él. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de que teníamos algo en común: nos gustaba el mejor equipo de fútbol del país, Colo-Colo. Entonces, por arte de magia, todo cambió entre nosotros y el ser albos de corazón nos unió para siempre. Al Bombo lo llamaban así porque tocaba el bombo en el estadio, en medio de la Garra Blanca, la barra oficial del equipo. Un día, en una micro, le robaron el bombo y los barristas del otro equipo le dieron una paliza. Bombo salió en los diarios y fue un héroe durante meses, pero nadie le devolvió su instrumento. El sobrenombre no se lo quitaron. Comenzamos a ir juntos al estadio Monumental a ver al equipo, pero él no tenía el entusiasmo de antes; sin el instrumento se sentía inútil. Así y todo, y aunque él ya no lo hacía, Bombo me enseñó muchas groserías para gritar arriba del tablón del estadio. Cuando una vez le pregunté por qué había cambiado, me respondió: "Parece que crecí". En parte tenía razón. Recién acababa de ser padre y estaba obligado a trabajar para alimentar a su hija que, por supuesto, se llamaba Alba María. Cada vez que el Bombo se acordaba de ella, ponía cara de ñandú. Vivía con su mujer en una de esas casas frágiles del campamento, al frente de la casa de su mamá, atrás de la de su hermano y al lado de la de su padrino. El Bombo trabajaba en distintas ocupaciones temporales. Me había llamado hacía unos días para contarme que estaba feliz porque había sido contratado hasta fines de año en una viña en Quilín, al sur del campamento. El trabajo era relajado y por las tardes se desocupaba temprano. Por eso lo encontré enseguida cuando llegué esa tarde de invierno.

Bombo le dio un beso a Alba María y bajamos juntos, buscando la casa de don Anselmo Cherino.

Quique Hache - El caballo fantasma

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