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Capítulo 1

Un Policía

Roberto Velarde es un policía de cepa, de cantera; se podría decir que lo fue prácticamente desde el momento de ser concebido.

Mirar hacia atrás en su historial familiar es el equivalente a desempolvar placas, nombramientos y fotos de tipos rigurosamente uniformados por aquí y por allá.

Él lo tuvo siempre claro, tan claro que en sus años de mocedad renunció a los placeres mundanos para dedicarse de lleno a la academia en el Distrito Federal.

En sus entrañas permanecía el ardiente deseo de ser detective, de resolver los peores crímenes; de vivir encumbrado. Ser algo así como la versión mexicana de Dick Tracy -el de las historietas de los domingos-

Pero la política, la grilla interna de las corporaciones y los intereses ajenos se encargaron de apagar en él poco a poco la llama de la justicia hasta extinguirla casi en su totalidad; en más de una ocasión Velarde presenció la compra-venta de la justicia, las corruptelas; el precio con el que se tasa la legalidad.

Si había decidido seguir siendo policía era más por un gesto romántico que por otra cosa, tal vez también por vocación. Muy en su interior aún se alojaba esa necesidad imperante de arreglar, de componer, de marcar una diferencia; de distinguirse.

Cuando Roberto Velarde era aún muy joven, a la edad de 19 años, fue invitado por el mismo Dr. Alfonso Quiroz Cuarón, -amigo cercano de su padre y a fin de cuentas paisano- a que se incorporara como interno al equipo de trabajo que investigó, reunió e integró los expedientes que resultarían en la captura de los criminales que resultaron ser los personajes de la época, entre ellos uno que pondría al Distrito Federal en el foco de la prensa sensacionalista de ese momento y en serios artículos periodísticos que le dieron la vuelta al mundo, pues se trataba nada más ni nada menos, que de Gregorio Cárdenas Hernández, alias “el Goyo Cárdenas”.

Estos fueron momentos decisivos en su formación, en su hambre de investigador; el mundo de la psicología criminal a la que tuvo acceso día a día gracias a la tutela de Quiroz Cuarón terminó por perfilar en él a un estupendo agente de la policía judicial federal (habilidades y conocimientos que de igual forma le permitieron aventarse sus liebres como encubierto de la Policía Secreta cuando hubo ocasión para ello).

Pero eso fue hace mucho tiempo, esa voz interior y el deseo de trascender ya se habían opacado casi en su totalidad.

Al día de hoy han pasado ya casi cuarenta años desde entonces y Velarde, con el grado de Capitán se desempeña como detective en el área de homicidios de la Ciudad de Chihuahua capital. No hay mucho trabajo que digamos, al menos no comparado con el de décadas anteriores; ahora el grupo delictivo que lidera un afamado narcotraficante de Guadalajara y prófugo de la justicia tiene, al parecer, muy ocupadas a las distintas autoridades en otros rubros, ya sea para bien o para mal; Velarde y su experiencia ya no son tomados en cuenta, igualmente para bien o para mal. Si tan solo ellos supieran que este tipo tiene más tablas en espionaje que cualquier militar en activo y que en su momento fue el discípulo favorito de Marcelino García Barragán; pero la gente olvida pronto y ninguno de sus compañeros de trabajo lo relacionan con “esos veteranazos”, al menos así los recuerda y refiere él -para sí mismo- sobre todo cuando escucha de los novatos las barbaridades y tonterías en las que incurren al hacer sus investigaciones e integrar sus expedientes.

Velarde compensa la jornada con horas extras haciendo tareas de oficina, para sorpresa de muchos es realmente bueno para capturar archivos y hacer diversas tareas en la IBM PC 5150; la gran habilidad de mecanógrafo que tuvo desde joven la ha conservado hasta su edad adulta. Ahora en lugar de utilizar aquellas hojas de papel carbón respalda la información en discos flexibles de 5” ¼ y cuando hay necesidad de integrar un expediente el ruido de la impresora de punto matriz no cesa; además estiba cajas, cose expedientes y rescata papelería de las feroces ratas.

Ahí, en el archivo muerto es en donde se da tiempo para husmear y ponerse al tanto de todo, prácticamente vive ahí y por mucho que los nuevos agentes guarden celosamente -y bajo llave- sus expedientes, terminarán en una caja apilándose en la muralla que protege a Velarde de cualquier sitio. Ahí, en donde las máquinas de escribir Remington estarían “temporalmente” antes de ser desechadas o donadas a otra oficina y llevan ya seis años una arriba de la otra; ahí en donde el olor de humedad añeja y el polvo acumulado forman una capa tan densa como la nata, es ahí mismo donde los recuerdos fugaces de un ayer dinámico acorralan a un policía que ve con recelo e incredulidad el tener que retirarse, algún día cada vez más próximo.

¿Qué haría después? Se preguntaba con frecuencia. ¿Se convertiría en un Detective Privado, de esos que únicamente contratan para exhibir a maridos infieles?

Ya no habría un combate real al crimen, ni la oportunidad de resolver algún caso que le pusiera en los periódicos, que lo llenara de fama.

Nada es como en las películas; nada.

Minotauro

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