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Capítulo 3

El Papá de Mariana

Mariana perdió a su padre cuando tenía diecisiete años, aunque referirse a este evento como una pérdida al principio a ella le costó mucho trabajo.

No fue sino el tiempo quien se encargó de poner algunas cosas en su lugar y por lógica consecuente, de desacomodar algunas otras.

Sí, para los demás era una pérdida, una gran pérdida y así lo manifestaba ella a manera de convenio social. Mariana sabía muy bien cómo tratar con estas convenciones sociales; ahora, siendo psicóloga se dedica a la elaboración de perfiles a través de ellas.

Su padre había elegido para ella un futuro de provisión, pero dependencia, con todo y que el Ingeniero Salgado era un hombre culto nunca abandonó la idea costumbrista de que la mujer estaba mejor en su casa: él pensaba con bastante celo que era asunto del hombre salir y hacerse cargo de la probidad, además de no tener que rendir cuentas a nadie -menos a la mujercita- del ¿qué? o ¿cómo?

Poco antes del deceso del patriarca de la familia Salgado las riñas familiares eran el pan y la sal de todos los días, incluidos los fines de semana en el que las salidas a los restaurantes y demás eventos de la vida social se pospusieron hasta nuevo aviso, para evitar los sinsabores públicos.

Mariana desafió a su padre y todo lo que él representaba desde el momento en que le reprochó llevar una doble vida y andar de “ojo alegre”, no le fue difícil reprocharle asistida de toda razón que el Ingeniero tenía al menos un par de hijos fuera de su matrimonio.

Esa niñita que le acompañaba a todos lados, a tomar helado y buscar libros antiguos era ahora una señorita caprichosa, consentida y contestataria que buscaba respuestas, que hacía sentir incómodos a sus padres; que se sentía menospreciada por no haber sido varón:

-Ya te dije lo que debes de hacer Marianita, ¿por qué había de repetirlo?

+ ¡Ya mamá! ¡Te dije que no quería ir! ¡No me gustan esas reuniones y me aburro escuchando siempre lo mismo!

-Hija, es importante para tu papá, ¡Para la familia! ¡Debemos ser justamente eso, una familia y apoyar a tu padre! No te quiero ahí con tu carota, no hagas desatinar a tu papá que bastantes presiones tiene ya en su...

+…Trabajo, sí, ¡ya sé! ¡La misma cantaleta de siempre! ¡Me desespera mamá! ¿Por qué no me lo pide a mí? ¿Por qué te usa de mandadera?

-Más respeto Mariana, ¡No soy mandadera de nadie ¡y si no te lo pide a ti es porque sabe que lo rechazarás, que le dirás que no y que luego te le aventarás encima con tus tonterías!…

+ ¿Cuáles tonterías mamá? Solamente quiero saber ¿por qué tanto misterio? ¿Qué esconde?

-No esconde nada, es mi esposo y lo es desde antes de que nacieras, creo conocerlo mejor que tú y ¡no esconde nada! –Al decir esto sabía que mentía… se mentía a sí misma-

+Sí… antes de que yo naciera era mejor, ¿verdad?

-Ahí vas otra vez con lo mismo, ¡qué fastidio Mariana!

No, no había salida o conclusión definitiva en estos arranques de interrogatorio con la calidad de la Gestapo, el ambiente ríspido que ocasionaba el encontrarse con la antes mocosa agradable y ahora adolescente intratable había orillado al Ing. Salgado a ensimismarse aún más y prácticamente vivir en la biblioteca de la casa, lugar donde deliberadamente no había un televisor, ni una radio que llamaran la atención de la jovencita, quién prefería tirarse de panza en la sala a hojear revistas y hablar por teléfono con las amigas del colegio.

Aquellas tardes de ensueño en donde el Inge y su bella hijita Mariana corrían por el jardín sujetando un rehilete, se sentaban en la fuente a comer helado o se tiraban de espalda a ver el cielo y buscarle forma a las nubes habían quedado atrás para darle una forma de rencor en el corazón de la Sra. Julia Viuda de Salgado, por la irreparable pérdida de su esposo el Inge, y señalar como única responsable a Marianita y sus estúpidos caprichos: estudiar Psicología... ja! como si fuera necesario que estudiara más allá del bachillerato, si bien que se pudo haber casado con cualquier buen mozo que se le apersonó y llenarla de nietos –pensó alguna vez la viuda- pero esas ganas de valerse por sí misma y hacer las cosas a su modo eran más propias de un hombre, un varón. Ese que nunca llegó.

El Ing. Mario Salgado murió de un infarto fulminante mientras estaba en la biblioteca de su casa, su refugio; su santuario.

Se encontraba revisando, por decirlo así, un libro que por accidente recibió Jacobo Aguilar en su librería. No formaba parte de ningún pedido, venía dentro de una caja junto con otros libros que sí habían sido solicitados a una editorial del Distrito Federal, pero este tomo en particular venía embalado con mucho cuidado, envuelto en hojas de periódico y tela, atado con manta.

Se trataba de un volumen en español de finales del año 1800, pesaba un poco más de dos kilos y se encontraba en perfectas condiciones. Jacobo ya le había leído en su totalidad y elaboró una estupenda reseña que se compartió en la más reciente tenida cerrada, celebrada en la Logia de la que ambos formaban parte.

Pero algo no lograba terminar de entender, algo que definitivamente “no cuadraba” ¿cómo es que había aparecido ese libro dentro de la caja?, eso le provocaba una extraña sensación de inquietud, de desazón.

Siendo un hombre de ciencia, o al menos así era como le gustaba verse a sí mismo, Jacobo sintió un alivio cuando el Ing. Salgado le pidió el libro prestado para llevárselo a su casa. No dudó en acceder, de hecho, estaba a punto de pedirle que se lo llevara; pero tampoco quería perderlo. Era una especie de capricho: lo quería propio, pero no deseaba tenerlo cerca, así que la petición le vino bien.

El Ing. Salgado no se obsesionó con la lectura de este libro que incluía algunas obras de Wagner, ya las había leído en otros tomos. Lo que sí le llamó mucho la atención fue el cuidado que se tuvo en la traducción.

Minotauro

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