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Introducción

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Tengo el recuerdo de una ocasión, cuando era muy pequeña, en que estaba sentada junto a una ventana un día de lluvia, mirando cómo las gotas chocaban con el cristal. Como todos los niños normales, me pasaba la mayor parte de mi vida corriendo de un lado para otro, pero en aquel momento concreto estaba quieta, y mi mente tuvo tiempo de vagabundear. Recuerdo que me vino a la mente una serie de preguntas:

¿Por qué puedo pensar?

¿Por qué existo?

¿Por qué soy una persona viva, que respira, consciente, que experimenta la vida?

En realidad no recuerdo de dónde salieron esas preguntas. Tampoco recuerdo qué edad tenía exactamente. Sencillamente, estaban ahí. Surgieron de forma espontánea.

Sé que no soy la primera persona que ha tenido este tipo de “momentos”. Cuando nos detenemos el tiempo suficiente, a la superficie de nuestra consciencia aflora todo tipo de cosas. Los gurús de la concienciación llegan a decirnos incluso que sacar a un primer plano este tipo de consciencia es bueno para nuestra salud. Cuanto más en contacto estemos con nuestra vida interior (como el latido de nuestro corazón, nuestra respiración y las emociones subyacentes) y con nuestro entorno exterior (como el canto de los pájaros a cierta distancia, o un portazo en la habitación de al lado), mejor. La atención consciente parece ser un factor crucial para lo que significa ser un ser humano vivo, que respira.

Pero ¿qué es exactamente un ser humano? ¿Y cómo podemos combinar este tipo de momentos como el que describía antes, con algunas de las narrativas procedentes de las ciencias? ¿Somos solo primates avanzados? ¿Somos máquinas? ¿Somos almas confinadas a un cuerpo? ¿O somos quizá una combinación de estas tres cosas? Encontramos muchas respuestas diferentes. Algunas de las voces más potentes que han respondido a esta pregunta proceden del campo de la neurociencia. Responden diciendo: “Eres tu cerebro. Eres tus neuronas. ¿Que por qué puedes pensar? Porque se activan tus neuronas. Punto y final”.

Francis Crick, codescubridor del ADN y que obtuvo el Premio Nobel conjunto de Fisiología o Medicina en 1962, dijo lo siguiente en su libro La búsqueda científica del alma:

“Tú”, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de la identidad personal y del libre albedrío, no sois de hecho más que el comportamiento de una vasta congregación de células nerviosas y de las moléculas asociadas a ellas. Tal como podría haberlo expresado Lewis Carroll: “No eres más que un puñado de neuronas”. Esta hipótesis es tan ajena a las ideas que tiene la mayoría de las personas que viven hoy en día que realmente podemos llamarla revolucionaria.

Cincuenta años más tarde, esta hipótesis no nos parece en absoluto extraña. De hecho, hay muchos que ya ni siquiera la consideran una hipótesis. Según ellos, es la verdad. La única verdad.

¿Tiene razón Crick? ¿De verdad nuestro cerebro explica quiénes somos? La respuesta que le demos a esta pregunta tiene consecuencias muy trascendentales.

Tiene consecuencias para el libre albedrío. Si es nuestro cerebro el que nos conduce, ¿somos realmente libres para tomar decisiones, o simplemente nos impulsan las reacciones químicas presentes en nuestro organismo? Basándonos en esta idea, ¿cómo podemos responsabilizar a alguien de sus actos, sean buenos o malos?

Tiene consecuencias para la robótica. Los robots cada vez suponen un sector más amplio de la fuerza laboral, y ahora se han colado en nuestras casas bajo la forma del Asistente de Google, Alexa y Siri. ¿Seremos capaces algún día de fabricar robots conscientes dotados de una inteligencia plena pero artificial?

Tiene consecuencias para la ética. Si nuestro cerebro nos define, la condición de persona depende de tener un cerebro que funcione correctamente. Pero si esto es verdad, ¿qué estatus debemos conceder a aquellos cuyos cerebros no están plenamente desarrollados, como los bebés prematuros y los recién nacidos? ¿O a aquellas personas cuyos cerebros nunca han funcionado a pleno rendimiento, como los que tienen problemas de aprendizaje? ¿Y qué hay de aquellos individuos cuyos cerebros funcionaron bien en otro tiempo pero que ahora están sumidos en un proceso degenerativo debido a la enfermedad de Alzheimer o a la demencia vascular? De hecho, ninguno de nosotros está exento de esa posibilidad. Una vez sobrepasada la edad de 18 años, incluso una persona sana y en forma empieza a perder células cerebrales a un ritmo alarmante. Con la edad, nuestros cerebros se van deteriorando. ¿Significa esto que nuestra condición como personas también lo hace?

Por último, tiene consecuencias para la religión. Desde que ha salido a la luz el hecho de que el cerebro participa muchísimo en la fe y la experiencia religiosa, ¿puede ya la neurociencia explicar la religión? ¿Es la religión un mero estado mental, limitado a aquellos que gozan de la anatomía correcta?

“¿Soy solo un cerebro?” no es simplemente una pregunta científica. Está vinculada a unas cuestiones de identidad que la ciencia, por sí sola, no puede responder; y para analizar plenamente esta pregunta necesitaremos paradigmas entresacados de la filosofía y de la teología, no solo de la neurociencia.

En esta conversación la mente tiene una importancia especial. ¿Somos algo más que neuronas porque existe lo que llamamos “mente”? No nos limitamos a secretar sustancias químicas cerebrales; también tenemos pensamientos. Y no pensamos con nuestros cerebros, sino con nuestra mente. Pero ¿qué es exactamente la mente, y cómo se relaciona con el cerebro? He aquí el problema. La relación entre la mente y el cerebro es discutible. La ensayista Marilynne Robinson, en su libro Absence of Mind (“Enajenamiento”), interpreta bien esta situación cuando señala que:

Quien controla la definición de mente controla la definición de la propia humanidad.1

La respuesta que le des a la pregunta “¿Soy solo un cerebro?” no va destinada solamente al neurocientífico y al filósofo. Tiene implicaciones que afectan a todas las personas.


1. M. Robinson, Absence of Mind (Yale University Press, 2010), p. 32.

¿Soy solo un cerebro?

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