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~EPICRISIS~
ОглавлениеSIN una previa y detallada fijación del valor y el significado de la palabra «histeria», no es fácil decidir si un caso patológico puede situarse bajo dicho concepto o incluirse entre las demás neurosis (no puramente neurasténicas). Por otra parte, tampoco en el sector de las neurosis mixtas corrientes se ha llevado aún a cabo una labor ordenadora de diferenciación y delimitación. De este modo, si para diagnosticar la histeria propiamente dicha acostumbramos, hasta ahora, guiarnos por la analogía del caso de que se trate con los casos típicos conocidos de tal enfermedad, es indudable que el de Emmy de N. debe ser diagnosticado de histeria. La frecuencia de los delirios y de las alucinaciones, en medio de una absoluta normalidad de la función anímica; la transformación de su personalidad y de la memoria durante el sonambulismo artificial; la anestesia de la extremidad dolorosa, ciertos datos de la anamnesia, etc., no dejan lugar a dudas sobre la naturaleza histérica de la enfermedad o, por lo menos, de la enferma. Si, a pesar de todo esto, puede ofrecernos alguna duda tal diagnóstico, ello depende de determinado carácter de este caso, que nos da pretexto para desarrollar una observación de orden general. Según ya hemos expuesto en el primer capítulo del presente trabajo, consideramos los síntomas histéricos como efectos y restos de excitaciones que han actuado en calidad de traumas sobre el sistema nervioso. Cuando la excitación primitiva queda derivada por reacción o mediante una elaboración intelectual, no subsisten tales restos. Así, pues, habremos ya de tener en cuenta cantidades, aunque no mensurables, y describiremos el proceso diciendo que una magnitud de excitación afluyente al sistema nervioso queda transformada en síntomas permanentes, en aquella medida, proporcional a su montaje, en la que no ha sido utilizada para la acción exterior. Ahora bien: en la histeria estamos acostumbrados a comprobar que una parte importante de la «magnitud de la excitación» del trauma se transforma en síntomas puramente somáticos. Esta peculiaridad de la histeria es lo que ha constituido durante mucho tiempo un obstáculo para considerarla como una afección psíquica.
Si en gracia a la brevedad denominamos «conversión» a la transformación de la excitación psíquica en síntomas somáticos permanentes, característica de la histeria, podemos decir que el caso de Emmy de N. muestra un escaso montante de conversión; la primitiva excitación psíquica permanece circunscrita en él, casi por completo, al sector psíquico, haciéndole así presentar una gran analogía con los de neurosis no histéricas. Existen casos de histeria en los que la conversión afecta a todo el incremento de excitación, de manera que los síntomas somáticos de la histeria emergen en una consciencia aparentemente normal. Sin embargo, es más corriente la conversión incompleta, de suerte que por lo menos una parte del afecto concomitante al trauma perdura en la consciencia como componente del estado de ánimo.
Los síntomas psíquicos de nuestro caso de histeria con escaso montante de conversión pueden agruparse bajo los conceptos de transformación de estado de ánimo (angustia, depresión, melancolía), fobias y abulias. Estas dos últimas clases de perturbación psíquica, consideradas por los psiquíatras de la escuela francesa como estigmas de la degeneración nerviosa, se muestran en nuestro caso suficientemente determinadas por sucesos traumáticos, constituyendo, en su mayor parte, como luego demostraremos, fobias y abulias traumáticas.
Algunas de las fobias podían contarse, sin embargo, entre las primarias, comunes a todos los hombres y especialmente a los neurópatas. Así, ante todo, la zoofobia (miedo a las serpientes, a los sapos y a todas aquellas sabandijas que reconocen por soberano a Mefistófeles), el miedo a las tormentas, etc. Pero también estas fobias fueron intensificadas por sucesos traumáticos. Así, el miedo a los sapos, por la impresión de la sujeto, siendo niña, el día que su hermano le arrojó un sapo muerto, lo que le produjo un ataque de contracciones histéricas; el miedo a las tormentas, por el sobresalto ya descrito, que dio lugar al vicio de castañetear la lengua, y el miedo a la niebla, por sus paseos en Ruegen. De todos modos, el miedo primario y, por decirlo así, instintivo desempeña, considerado como estigma psíquico, el papel principal en este grupo.
Las demás fobias, más especiales, aparecen también determinadas por sucesos particulares. El miedo a un sobresalto súbito e inesperado es consecuencia de la tremenda impresión recibida al ver morir repentinamente a su marido, fulminado por un ataque al corazón. El miedo a las personas extrañas, y en general a todo el mundo, demuestra ser un residuo de la época en la que se vio perseguida por la familia de su marido y creía descubrir en cada desconocido un agente de sus perseguidores o pensaba que todo el que a ella se aproximaba conocía las infamias que verbalmente o por escrito se difundían sobre ella. El miedo a los manicomios y a sus infortunados huéspedes se relaciona con toda una serie de tristes sucesos acaecidos en su círculo familiar y con los relatos que, siendo niña, escuchó de labios de una estúpida criada. Esta última fobia se apoya, además, por un lado, en el horror instintivo primario del hombre sano al demente y, por otro, en su preocupación, común a todo nervioso, de sucumbir a la locura. El miedo, particularmente especializado, a tener a alguien detrás de ella aparece motivado por varias temerosas impresiones de su infancia y épocas posteriores. Después del suceso del hotel, particularmente penoso para el sujeto por integrar un elemento erótico se acentuó más que nunca su miedo a la entrada subrepticia de una persona extraña en su cuarto. Por último, el miedo a ser enterrada viva, tan frecuente en los neurópatas, encuentra una completa explicación en su creencia de que su marido no estaba muerto cuando sacaron de la casa el cadáver, creencia en la que se manifiesta conmovedoramente la incapacidad de aceptar la brusca interrupción de la vida de la persona amada. Por lo demás, todos estos factores psíquicos sólo pueden explicar, a mi juicio, la elección de las fobias, pero no su duración. Por lo que a esta respecta, hemos de tener en cuenta un factor neurótico, o sea, la circunstancia de que la paciente observaba desde años atrás una completa abstinencia sexual, motivo frecuentísimo de tendencia a la angustia.
Menos aún que las fobias, pueden ser consideradas las abulias de nuestros enfermos como estigmas psíquicos consiguientes a una disminución general de la capacidad funcional. El análisis hipnótico del caso demuestra más bien que las abulias se hallan condicionadas por un doble mecanismo físico, simple en el fondo. La abulia puede ser de dos clases. Puede ser, sencillamente, una consecuencia de la fobia, y así sucede cuando la fobia se enlaza a un acto propio (salir de casa, buscar la sociedad de los demás, etc.) en lugar de a una expectación (que alguien pueda introducirse subrepticiamente en el cuarto, etc.), siendo entonces la angustia enlazada con el resultado del acto la causa de la coerción de la voluntad. Sería equivocado presentar esta clase de abulias al lado de sus fobias correspondientes como síntomas especiales; pero ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que tales fobias pueden existir, cuando no son demasiado intensas, sin conducir a la abulia. La otra clase de abulias se halla basada en la existencia de asociaciones no desenlazadas y saturadas de afecto, que se oponen a la constitución de otras nuevas, sobre todo a las de carácter penoso. La anorexia de nuestra enferma nos ofrece el mejor ejemplo de una tal abulia. Si come tan poco, es porque no halla gusto ninguno en la comida, y esto último depende, a su vez, de que el acto de comer se halla enlazado en ella, desde mucho tiempo atrás, con recuerdos repugnantes, cuyo montante de afecto no ha experimentado disminución alguna. Naturalmente, es imposible comer con repugnancia y placer al mismo tiempo. La repugnancia concomitante a la comida desde muy antiguo no ha disminuido porque la sujeto tenía que reprimirla todas las veces, en lugar de libertarse de ella por medio de la reacción. Cuando niña, el miedo al castigo la forzaba a comer con repugnancia la comida fría, y en años posteriores, el temor a disgustar a sus hermanos le impidió exteriorizar los afectos que la dominaban mientras comía con ellos.
He de referirme aquí a un pequeño trabajo en el que intenté dar una explicación psicológica de las parálisis histéricas, llegando a la conclusión de que la causa de tales parálisis era la inaccesibilidad de un círculo de representaciones -por ejemplo, del correspondiente a una extremidad- a nuevas asociaciones. Esta inaccesibilidad asociativa procedería, a su vez, de que la representación del miembro paralizado se hallaba incluida en el recuerdo del trauma, cargado de afecto no derivado. Con ejemplos tomados de la vida ordinaria mostraba que tal catexis de una representación por afecto no derivado trae siempre consigo cierta medida de inaccesibilidad asociativa, o sea, de incompatibilidad con nuevas catexis.
No me ha sido posible todavía demostrar tales hipótesis en un caso de parálisis motora por medio del análisis hipnótico, pero puedo aducir la anorexia de Emmy de N. como prueba de que el mecanismo descrito es, efectivamente, el de algunas abulias, y las abulias no son sino parálisis psíquicas muy especializadas o -según la expresión francesa- «sistematizadas».
El estado psíquico de Emmy de N. puede caracterizarse haciendo resaltar dos extremos: 1º. Perduran en ella, sin haber experimentado derivación alguna, los efectos penosos de diversos sucesos traumáticos; así, la tristeza, el dolor (desde la muerte de su marido), la cólera (desde las persecuciones de que fue objeto por parte de la familia del muerto), la repugnancia (desde las comidas que se vio forzada a ingerir), el miedo (desde los múltiples acontecimientos terroríficos de que fue protagonista o testigo), etc. 2º. Existe en ella una intensa actividad mnémica, que tan pronto espontáneamente como a consecuencia de estímulos del presente (por ejemplo, en el caso de la noticia de haber estallado la revolución de Santo Domingo) atrae a la consciencia actual, trozo por trozo, los traumas, con todos sus efectos concomitantes. Mi terapia se enlazó a la marcha de dicha actividad mnémica e intentó solucionar y derivar, día por día, lo que en cada uno de ellos surgía a la superficie hasta que la provisión asequible de recuerdos patógenos pareció quedar agotada.
A estos dos caracteres psíquicos, propios, a mi juicio, de todos los paroxismos histéricos, podríamos enlazar varias observaciones, que aplazaremos hasta haber dedicado alguna atención al mecanismo de los síntomas somáticos.
No es posible aceptar para todos los síntomas somáticos la misma génesis. Por el contrario, incluso en el caso de Emmy de N., poco instructivo desde este punto de vista, nos muestra que los síntomas somáticos de una histeria surgen de muy diversos modos. A mi juicio, una parte de los dolores de la sujeto se hallaba orgánicamente determinada por aquellos leves trastornos (reumáticos) musculares, a los que ya nos referimos antes; trastornos más dolorosos para los nerviosos que para los normales. En cambio, otra parte de sus dolores era, muy probablemente, un símbolo mnémico de las épocas de excitación en las que hubo de asistir a enfermos de su familia, épocas que tanto lugar habían ocupado en la vida de la paciente. Estos últimos dolores pudieron tener también alguna vez, primitivamente, una justificación orgánica, pero después fueron objeto de una elaboración que los adaptó a los fines de la neurosis. Estas afirmaciones sobre los dolores de Emmy de N. se apoyan en observaciones realizadas en otros casos, que más adelante expondré, pues su propio caso no llegó a proporcionarme aclaración suficiente con respecto a este punto concreto.
Parte de los singulares fenómenos motores de la sujeto eran simplemente una manifestación, nada difícil de reconocer como tal, de sus estados de ánimo. Así, al extender las manos crispando los dedos (manifestación del terror), la contracción del rostro, etc. De todos modos, esta expresión de los estados de ánimo era más viva y menos retenida de lo que la mímica habitual de la sujeto, su educación y su raza hacían esperar. En efecto, fuera de los estados histéricos, la paciente era muy mesurada y sobria en la expresión de sus emociones. Otra parte de sus síntomas motores se hallaba según ella, en conexión directa con sus dolores. Si agitaba incesantemente sus dedos (1888) o se retorcía las manos (1889), era para retenerse de gritar, motivación que recuerda uno de los principios establecidos por Darwin para el esclarecimiento de los movimientos expresivos; esto es, el principio de la «derivación de las excitaciones», por medio del cual explica, por ejemplo, el agitar la cola de los perros. La sustitución de los gritos por otras inervaciones motoras en los casos de estímulos dolorosos es algo que todos conocemos. Aquel que se propone mantener inmóvil la boca y la cabeza durante la intervención del dentista y evita también separar las manos de los brazos del sillón, acaba siempre por mover los pies.
Los movimientos análogos a «tics» observables en la sujeto -el castañetear la lengua, la tartamudez, la repetición del nombre «Emmy» en sus accesos de confusión mental y la fórmula compuesta: «Estése quieto. No hable usted. No me toque»-, muestran una complicada forma de conversión. Dos de estas manifestaciones motoras, la tartamudez y el castañeteo, encuentran su explicación en un mecanismo calificado por mí de «objetivación de la representación contrastante» en un ensayo publicado por la Revista de Hipnotismo (tomo primero, 1893). Este proceso sería, en el caso que nos ocupa, el siguiente: «La histérica, agotada por la fatiga y la preocupación que le ocasiona la enfermedad de su hija, se halla sentada a la cabecera del lecho en el que la misma yace, y comprueba que, ¡por fin!, ha logrado conciliar el sueño. En su vista, formula el firme propósito de evitar todo el ruido que pudiera despertar a la enfermita. Este propósito hace surgir, probablemente, una representación contrastante, el temor de que, a pesar de todo, haría algún ruido que despertase a la pequeña del tan deseado reposo. Tales representaciones contrastantes, opuestas al propósito, se constituyen en nosotros, singularmente, cuando no nos sentimos seguros de la ejecución de un propósito importante.»
El neurótico, en cuya consciencia de sí mismo falta muy pocas veces un rasgo de depresión y expectación angustiosa, forma gran cantidad de tales representaciones contrastantes o las percibe con mayor facilidad, dándoles, además, mayor importancia. En el estado de agotamiento de nuestra paciente, la representación contrastante, que en otras circunstancias hubiera sido rechazada, demuestra ser la más fuerte y es la que se objetiva, originando, con espanto de la sujeto, el tan temido ruido. Para la explicación total del proceso, habremos de suponer que el agotamiento de la paciente no es sino parcial, recayendo únicamente, para expresarnos en los términos de Janet y sus discípulos, sobre el yo primario de la sujeto, y no teniendo por consecuencia una igual debilitación de la representación contrastante.
Suponemos, además, que el factor que da al suceso un carácter traumático y fija el ruido producido por la sujeto, en calidad de síntoma somático evocador de toda la escena, es el espanto que le causó comprobar que, contra toda su voluntad, acababa por producirlo. Llego incluso a creer que el carácter mismo de este «tic», consistente en varios sonidos espasmódicamente emitidos y separados por ligeras pausas, revela huella del proceso al que debe su origen. Parece haberse desarrollado una lucha entre el propósito y la representación contrastante -la «voluntad contraria»-, lucha que ha dado al «tic» su carácter peculiar y limitado la representación contrastante a desusados caminos de inervación de los músculos vocales.
Un suceso de análoga naturaleza dejó tras de sí la inhibición espasmódica del habla, la singular tartamudez, con la diferencia de que el recuerdo no eligió aquí, para símbolo del suceso, el resultado de la inervación final, o sea, el grito sino el proceso mismo de inervación, esto es, el intento de una inhibición convulsiva de los órganos vocales.
Ambos síntomas, el castañeteo y la tartamudez, afines por su génesis, entraron, además, en mutua asociación, y su repetición en una ocasión análoga a las de su origen los convirtió en síntomas permanentes. Una vez llegados a esta categoría, encontraron distinto empleo. Nacidos en un intento estado de sobresalto, se unieron desde este punto (conforme al mecanismo de la histeria monosintomática, del que más adelante trataremos) a todos los estados de este género, incluso a aquellos que no podían dar ocasión a la objetivación de una representación contrastante .
Acabaron, pues, por hallarse enlazados a tantos traumas y por tener tan amplia razón de reproducirse en la memoria, que llegaron a interrumpir constantemente el habla, sin estímulo ninguno que a ello los llevase, a manera de un «tic» falto de todo sentido. Pero el análisis hipnótico pudo demostrar que aquel aparente «tic» poseía un preciso significado, y si el método de Breuer no consiguió, en este caso, hacer desaparecer de una vez y por completo ambos síntomas, ello fue debido a que la catarsis sólo recayó sobre los tres traumas principales, sin extenderse a los secundariamente asociados.
La repetición del nombre «Emmy» en los accesos de confusión mental que, según las normas de los ataques histéricos, reproducen los frecuentes estados de perplejidad de la paciente durante el tratamiento al que su hija estuvo sometida, se hallaba enlazada, por medio de un complicado encadenamiento de ideas, al contenido del acceso y correspondía quizá a una fórmula protectora usada por la enferma contra el mismo. Esta exclamación hubiera sido también, probablemente, susceptible, dado un más amplio aprovechamiento de su significación, de convertirse en un «tic», como ya lo había llegado a ser la complicada fórmula protectora: «No me toque usted», etc.; pero la terapia hipnótica detuvo, en ambos casos, el ulterior desarrollo de estos síntomas. La exclamación «¡Emmy!», recientemente surgida cuando me llamó la atención, se hallaba aún limitada a su lugar de origen; esto es, al acceso de confusión mental.
Cualquiera que sea la génesis de estos síntomas motores -el castañeteo, por objetivación de una representación contrastante; la tartamudez, por simple conversión de la excitación psíquica en un fenómeno motor, y la exclamación «IEmmy!» y la otra fórmula más extensa, como dispositivos protectores, por un acto voluntario de la enferma, en el paroxismo histérico-; cualquiera que sea su génesis, repetimos, poseen el carácter común de hallarse en una visible conexión -primitiva o permanente- con traumas, de los cuales constituyen símbolos en la actividad mnémica.
Otros de los síntomas somáticos de la enferma no eran de naturaleza histérica; por ejemplo, los calambres en la nuca, que hemos de considerar como una jaqueca modificada, debiendo incluirse, por tanto, entre las afecciones orgánicas y no entre las neurosis. Pero a ellos suelen enlazarse casi siempre síntomas histéricos. Así, Emmy de N. los aprovechaba como contenido de sus ataques histéricos, no mostrando, en cambio, los fenómenos típicos de esta clase de accesos.
Para completar la característica del estado psíquico de esta paciente, examinaremos ahora las modificaciones patológicas de la consciencia en ella observables. Del mismo modo que los calambres en la nuca, también las impresiones penosas (cf. el último delirio en el jardín) o las alusiones a cualquiera de sus traumas provocaban en la enferma un estado delirante en el cual -según las escasas observaciones que sobre este extremo puedo realizar- dominaban una disminución de la consciencia y una forzosa asociación, análogas a Ias que comprobamos en el fenómeno onírico, quedando sumamente facilitadas las alucinaciones y las ilusiones, y siendo deducidas conclusiones falsas o hasta insensatas. Este estado, comparable con el de enajenación mental, sustituye verosímilmente al ataque, siendo quizá una psicosis aguda surgida como equivalente del ataque histérico, psicosis que podríamos calificar de «demencia alucinatoria». El hecho de que a veces se revelase un fragmento de los antiguos recuerdos traumáticos, como fundamento del delirio, nos muestra otra analogía de estos estados con el ataque histérico típico. El paso desde el estado normal a este delirio tiene lugar, a veces, de un modo imperceptible. Al principio del tratamiento se extendía el delirio a través de todo el día, haciéndose así difícil decir, con respecto a cada uno de los síntomas, si correspondían únicamente -como los gestos- al estado psíquico, en calidad de síntomas del acceso, o habían llegado a ser, como el castañeteo y la tartamudez, verdaderos síntomas crónicos. Muchas veces, sólo a posteriori se Iograba diferenciar qué pertenecía al delirio y qué al estado normal. Estos dos estados se hallaban separados por la memoria, asombrándose la paciente cuando se la hacía ver lo que el delirio había introducido en una conversación sostenida en estado normal. Mi primera conversación con ella constituyó un singularísimo ejemplo de cómo se mezclaban ambos estados sin tener la menor noticia de otro. Una sola vez me fue dado comprobar, durante este desequilibrio psíquico, un influjo de consciencia normal, que perseguía el presente. Ello fue cuando me dio la respuesta, procedente del delirio, de que era una mujer del siglo pasado.
El análisis de este delirio de Emmy de N. no pudo llevarse a su último término, porque el estado de la paciente mejoró en seguida, hasta tal punto, que los delirios se diferenciaron con toda precisión de la vida normal, limitándose a los accesos de calambres en la nuca. En cambio, logré una amplia experiencia sobre la conducta de la paciente en un tercer estado psíquico; esto es, en el sonambulismo artificial. Mientras que en su propio estado normal ignoraba lo que había experimentado psíquicamente en sus delirios o en el sonambulismo, disponía en este último de los recuerdos correspondientes a dichos tres estados, siendo realmente el sonambulismo su estado más normal. Haciendo abstracción, en primer lugar, de que en el sonambulismo se mostraba menos reservada para conmigo que en sus mejores momentos de la vida corriente, hablándome de sus circunstancias familiares, etc., mientras que fuera de dicho estado que trataba como a un extraño, y prescindiendo también de su completa sugestibilidad como sujeto hipnótico, puedo afirmar que durante el sonambulismo se hallaba en un perfecto estado normal. Era muy interesante observar que este sonambulismo no mostraba, por otra parte, ningún carácter supranormal, entrañando todos los defectos psíquicos que atribuimos al estado normal de consciencia. Los siguientes ejemplos aclararán los caracteres de la memoria de la paciente en eI estado de sonambulismo. En una de nuestras conversaciones me habló de lo bonita que era una planta que adornaba el hall del sanatorio, preguntándome luego: «¿Puede usted decirme cómo se llama? Yo sabía antes su nombre alemán y su nombre latino, pero he olvidado ambos.» La paciente era una excelente botánica, mientras que yo hube de confesar mi ignorancia en estas materias. Pocos minutos después le pregunté en la hipnosis: «¿Sabe usted ahora el nombre de la planta que hay en el hall?». Y, sin pararse a reflexionar un solo instante, me contestó: «Su nombre vulgar es hortensia; el nombre latino lo he olvidado de verdad.» Otra vez, sintiéndose bien y muy animada, me hablaba de una visita a las catacumbas romanas, y al hacerme su descripción le fue imposible hallar los nombres correspondientes a dos lugares de las mismas, sin que luego, en la hipnosis, lograse tampoco recordarlos. Entonces le mandé que no pensase más en ellos, pues al día siguiente, cuando se hallara en el jardín y fueran ya cerca de las seis, surgirían de repente en su memoria.
Al siguiente día hablamos de un tema sin relación alguna con las catacumbas, cuando de súbito se interrumpió, exclamando: «¡La cripta y el columbarium, doctor!» «iAh! Esas son las palabras que ayer no podía usted encontrar. ¿Cuándo las ha recordado usted?» «Esta tarde, en el jardín, poco antes de subir.» Con estas últimas palabras me indicaba que se había atenido estrictamente al momento marcado, pues solía permanecer en el jardín hasta las seis. Así, pues, tampoco en el sonambulismo disponía de todo su conocimiento, existiendo aún para ella una consciencia actual y otra potencial. Con frecuencia sucedía también que al preguntarle yo, en el sonambulismo, de dónde procedía determinado fenómeno arrugaba el entrecejo y contestaba tímidamente: «No lo sé.» En estos casos acostumbraba yo decirle: «Reflexione usted un poco y en seguida lo sabrá», como así sucedía, en efecto, pues al cabo de algunos instantes de reflexión me proporcionaba casi siempre la respuesta pedida.
Cuando esta inmediata reflexión no tenía resultado, daba a la paciente el plazo de un día para recordar lo buscado, obteniendo siempre la información deseada. La sujeto, que en la vida corriente evitaba con todo escrúpulo faltar a la verdad, no mentía tampoco nunca en la hipnosis: únicamente le sucedía a veces dar informaciones incompletas, silenciando una parte de las mismas, hasta que yo la forzaba a completarlas en una segunda sesión. En general, era la repugnancia que el tema le inspiraba lo que sellaba sus labios en estas ocasiones. No obstante estas restricciones, su conducta en el sonambulismo daba la impresión de un libre desarrollo de su energía mental y de un completo dominio de su acervo de recuerdos.
Su gran sugestibilidad en el sonambulismo se hallaba, sin embargo, muy lejos de constituir una falta patológica de resistencia. En general, mis sugestiones no le producían más impresión que la que era de esperar, dada una semejante penetración en el mecanismo psíquico en toda persona que me hubiese escuchado con gran confianza y completa claridad mental, con la sola diferencia de que esta paciente no podía en su estado normal observar con respecto a mí una disposición favorable. Cuando no me era posible aducirle argumentos convincentes, como sucedió con respecto a la zoofobia, y quería actuar por medio de la sugestión autoritaria, se pintaba siempre una expresión tirante y desconocida en el rostro de la sujeto, y cuando al final le preguntaba: «Vamos a ver: ¿seguirá usted teniendo miedo a ese animal?», su respuesta era: «No… Porque usted me lo manda.» Estas promesas, que sólo se apoyaban en su docilidad a mis mandatos, no dieron nunca el resultado apetecido, análogamente a las instrucciones generales que le prodigué, en lugar de las cuales hubiera podido repetir, con igual resultado, la sugestión: «Ya está usted completamente sana.»
La sujeto, que conservaba tan tenazmente sus síntomas contra toda sugestión, y sólo los abandonaba ante el análisis psíquico o la convicción, se mostraba, en cambio, docilísima cuando la sugestión versaba sobre temas carentes de relación con su enfermedad. En páginas anteriores hemos consignado ya varios ejemplos de tal obediencia posthipnótica. A mi juicio, no existe aquí contradicción alguna. En este terreno había también de vencer, como siempre, la representación más enérgica. Examinando el mecanismo de la «idea fija» patológica, la hallamos basada y apoyada en tantos y tan intensos sucesos, que no puede asombrarnos comprobar su propiedad de oponer victoriosa resistencia a una representación contraria no provista sino de cierta energía. Un cerebro del que fuese posible hacer desaparecer por medio de Ia sugestión consecuencias tan justificadas de intensos procesos psíquicos sería verdaderamente patológico.
Al estudiar el estado de sonambulismo de Emmy de N. surgieron en mí importantes dudas sobre la exactitud del principio de Bernheim: «Tout est dans la sugestion», y de la deducción de Delboeuf, su ingenioso amigo: «Comme qu’il n’y a pas d’hypnotisme.» Todavía hoy me es imposible comprender que mi dedo extendido ante los ojos del paciente y el mandato «¡Duerma usted!» hayan podido crear por sí solos aquel especial estado anímico, en el cual la memoria de los enfermos abarca todas sus experiencias psíquicas. Todo lo más, podía haber provocado dicho estado, pero nunca haberlo creado por medio de mi sugestión, dado que los caracteres que presentaba, comunes en general a los estados de este orden, me sorprendieron extraordinariamente.
El historial clínico de esta enferma antes transcrito muestra con suficiente claridad en qué forma desarrollaba yo mi acción terapéutica durante el sonambulismo. Combatía, en primer lugar, como es uso de la psicoterapia hipnótica, las representaciones patológicas dadas por medio de razonamientos, mandatos e introducción de representaciones contrarias de todo género; pero no me limitaba a ello, sino que investigaba la génesis de cada uno de los síntomas para poder combatir también las premisas sobre las cuales habían sido construidas las ideas patológicas. Durante estos análisis sucedía regularmente que la enferma rompía a hablar, dando muestras de violenta excitación, sobre temas cuyo afecto no había hallado hasta entonces exutorio distinto de la expresión de las emociones. No me es posible indicar cuánta parte del resultado terapéutico siempre obtenido correspondía a esta supresión por sugestión in statu nascendi y cuánta a la supresión del afecto por medio de la reacción, pues dejé actuar conjuntamente ambos factores. Así, pues, no podemos aducir este caso como prueba de la eficacia terapéutica del método catártico. Sin embargo, hemos de manifestar que sólo conseguimos hacer desaparecer duraderamente aquellos síntomas con respecto a los cuales llevamos a cabo el análisis psicológico.
El resultado terapéutico fue, en general, muy considerable, pero poco duradero, pues dejó intacta la capacidad de la paciente para volver a enfermar bajo la acción de nuevos traumas. Aquel que quiera emprender la curación definitiva de una tal histeria habrá de penetrar en la conexión de los fenómenos entre sí más de lo que yo intenté. Emmy de N. entrañaba, desde luego una tara neurótica hereditaria, pues sin una tal disposición es imposible, probablemente, enfermar de histeria. Ahora bien: tampoco tal disposición basta por sí sola para engendrar la histeria; son igualmente necesarios otros factores que, además, han de ser adecuados. Así, pues, con la disposición habrá de concurrir determinada etiología. Dijimos antes que en el caso de Emmy de N. aparecían subsistentes los efectos de numerosos sucesos traumáticos, y que una viva actividad mnémica hacía emerger tan pronto uno como otro de dichos traumas en la superficie psíquica. Ahora creemos poder ya indicar el motivo de la conservación de dichos efectos en este caso, conservación relacionada, ciertamente, con la disposición hereditaria de la enferma. Poseía ésta, en primer lugar, una naturaleza harto violenta, capaz de grandes apasionamientos, y sus sensaciones eran muy intensas. Pero, además, desde la muerte de su marido vivía en un total aislamiento espiritual, y las persecuciones de que había sido objeto la habían tornado desconfiada y celosa de que nadie llegara a adquirir influencia sobre sus actos. Siendo muchos y muy espinosos sus deberes como madre de familia, desarrollaba la labor psíquica por los mismos exigida sin el auxilio de un solo consejero, amigo ni pariente, viendo, además, dificultada su tarea por su concienzuda escrupulosidad, por su tendencia a preocuparse y atormentarse, y en ocasiones por su natural indecisión femenina. La retención de grandes magnitudes de excitación es, por tanto, indiscutible en este caso, y se apoya tanto en las circunstancias particulares de la vida de la sujeto como en su natural disposición. Así, era tan grande su repugnancia a comunicar a los demás sus asuntos propios, que cuando me invitó a pasar unos días con ella, en 1891, observé con asombro que ninguna de las personas que la visitaban casi a diario sabía nada de su enfermedad ni de que yo la hubiese asistido en ella.
Las consecuencias que preceden no agotan el tema de la etiología de este caso de histeria. Pienso ahora que debió de existir algún factor más, que habría provocado la explosión de la enfermedad en un momento dado, puesto que las circunstancias etiológicamente eficaces venían existiendo desde mucho tiempo antes sin haber tenido tal consecuencia. Me parece asimismo singular que en todas las confesiones íntimas que la paciente hubo de hacerme faltara por completo el elemento sexual, más propio, sin embargo, que ningún otro para dar ocasión a traumas. Como las excitaciones de este género no podían haberse desvanecido así sin dejar residuo ninguno, he de suponer que los relatos que oí de labios de la sujeto constituían una editio ad usum delphini de la historia de su vida. La paciente era, en actos y palabras, de una absoluta castidad, sin fingimiento alguno al parecer, pero también sin gazmoñería. Pero si pienso en la reserva con que me relató en la hipnosis la pequeña aventura de la camarera del hotel, llego a sospechar que la sujeto, mujer de intensas sensaciones, no había logrado vencer sus necesidades sexuales sin duros combates, agotándose psíquicamente en su tentativa de represión del instinto sexual, el más poderoso de todos. Una vez me confesó que no se había vuelto a casar, porque, dada su gran fortuna, no creía en el desinterés de sus pretendientes, aparte de que se hubiera reprochado perjudicar los intereses de sus dos hijas con un nuevo matrimonio.
Antes de dar por terminado el historial clínico de Emmy de N. añadiré una nueva observación. El doctor Breuer y yo, que conocimos y tratamos a la sujeto durante mucho tiempo, sonreíamos siempre que se nos ocurría comparar su personalidad con la descripción de la psiquis histérica, integrada desde tiempos muy pretéritos en los libros sobre la materia y defendida por los médicos. Si el caso de Cecilia M. nos había demostrado la compatibilidad de la histeria más grave con amplias y originalísimas dotes intelectuales -hecho que se nos muestra, además, evidente en las biografías de las mujeres famosas en la Historia o la literatura-, el de Emmy de N. nos proporcionó un ejemplo de que la histeria no excluye un intachable desarrollo del carácter y una plena consciencia en el gobierno y orientación de la propia vida. Nuestra paciente era una mujer de extraordinaria valía, en la que Breuer y yo hubimos de admirar una gran rectitud moral con respecto a la concepción de sus deberes, una inteligencia y una energía nada vulgares en su sexo, una extensa cultura y un elevado amor a la verdad, unido todo ello a una sincera modestia interior y a un distinguido trato señorial. Aplicar a una mujer así el calificativo de «degenerada» supondría deformar hasta lo irreconocible la significación de tal palabra. Habremos pues, de diferenciar con todo cuidado entre sí los conceptos «disposición» y «degeneración», si no queremos vernos obligados a reconocer que la Humanidad debe gran parte de sus conquistas a los esfuerzos de individuos «degenerados».
Confieso también que me es imposible hallar en el historial de esta paciente el menor rasgo de «disminución funcional psíquica», de la que P. Janet hace depender la génesis de la histeria. La disposición histérica consistiría, según este autor, en una angostura anormal del campo de la consciencia (resultante de la degeneración hereditaria), que da ocasión a la negligencia de series enteras de percepciones y, ulteriormente, a Ia disposición del yo y a la organización de personalidades secundarias. De este modo, lo que queda del yo, después de la sustracción de los grupos psíquicos histéricamente organizados, habría de poseer una menor capacidad funcional que el yo normal, y en realidad, según Janet, este yo de los histéricos presenta estigmas psíquicos, se halla condenado al monoideísmo y es incapaz de las más corrientes voliciones de la vida. A mi juicio, ha elevado aquí Janet, erróneamente, estados resultantes de la modificación histérica de la consciencia a la categoría de condiciones primarias de la histeria.
Este tema merece ser objeto de una más amplia discusión, que desarrollaremos en otro lugar. Por lo pronto, haremos constar que en Emmy de N. no pudimos observar el menor indicio de una disminución de la capacidad funcional. Durante el período de mayor gravedad conservó capacidad suficiente para atender a su participación en la dirección de una gran empresa industrial, no perder de vista ni un solo instante la educación de sus hijas y continuar su correspondencia con personas de cultivado espíritu; esto es, para cumplir todos sus deberes, hasta el punto de que nadie sospechaba su enfermedad. Podría preverse que todo esto constituía un considerable surmenage psíquico, insostenible a la larga, que había de llevar al agotamiento y a la misère psychologique secundaria. Realmente, en la época en que la vi por vez primera comenzaban ya a hacerse sentir tales perturbaciones de su capacidad funcional; pero, de todos modos, la histeria venía subsistiendo con carácter grave desde muchos años antes de la aparición de estos síntomas de agotamiento.