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~III~
ОглавлениеEN el capítulo que precede hemos expuesto con toda claridad las dificultades de nuestra técnica. Ahora bien: habiendo agrupado en él todas las que nos han suscitado los casos más complicados, debemos también hacer constar que en muchos otros no es tan penosa nuestra labor. De todos modos, se habrá preguntado el lector si en lugar de emprender la penosa y larga labor que representa la lucha contra la resistencia, no sería mejor poner más empeño en conseguir la hipnosis o limitar la aplicación del método catártico a aquellos enfermos susceptibles de un profundo sueño hipnótico. A esta última proposición habría que contestar que entonces quedaría para mí muy limitado el número de enfermos, pues mis condiciones de hipnotizador no son nada brillantes. A la primera opondría mi sospecha de que el logro de la hipnosis no ahorra considerablemente la resistencia. Mi experiencia sobre este extremo es singularmente limitada, razón por la cual no puedo convertir tal sospecha en una afirmación; pero sí puedo decir que cuando he llevado a cabo una cura catártica, utilizando la hipnosis en lugar de la concentración, no he comprobado simplificación alguna de mi labor. Hace poco he dado fin a tal tratamiento, en cuyo curso logré la curación de una parálisis histérica de las piernas. La paciente entraba durante el análisis en un estado psíquico muy diferente del de vigilia, y caracterizado desde el punto de vista somático, por el hecho de serle imposible abrir los ojos o levantarse antes que yo le ordenase despertar. Y, sin embargo, en ningún caso he tenido que luchar contra una mayor resistencia. Por mi parte, no di valor alguno a aquellas manifestaciones somáticas, que al final de los diez meses, a través de los cuales se prolongó el tratamiento, resultaban ya casi imperceptibles. El estado en que entraba esta paciente durante nuestra labor no influyó para nada en la facultad de recordar lo inconsciente ni en la peculiarísima relación personal del enfermo con el médico, propia de toda cura catártica. En el historial de Emmy de N. hemos descrito un ejemplo de una cura catártica realizada en un profundo estado de sonambulismo, en el cual apenas si existió alguna resistencia. Pero ha de tenerse en cuenta que esta sujeto no me comunicó nada que le fuera penoso confesar; nada que no hubiera podido decirme, igualmente, en estado de vigilia, en cuanto el trato conmigo le hubiera inspirado alguna confianza y estimación. Además, era éste mi primer ensayo de la terapia catártica y no penetré hasta las causas efectivas de la enfermedad, idénticas seguramente a las que determinaron las recaídas posteriores al tratamiento; pero la única vez que por casualidad la invité a reproducir una reminiscencia en la que intervenía un elemento erótico, mostró una resistencia y una insinceridad equivalentes a las de cualquiera de mis enfermas posteriores, tratadas sin recurrir al estado de sonambulismo. En el historial clínico de esta sujeto he hablado ya de su resistencia durante el estado hipnótico a otras sugestiones y mandatos. El valor de la hipnosis para la simplificación del tratamiento catártico se me ha hecho, sobre todo, dudoso, desde un caso en el que la más absoluta indocilidad terapéutica aparecía al lado de una completa obediencia en todo otro orden de cosas, hallándose la sujeto en un profundo estado de sonambulismo. Otro caso de este género es el de la muchacha que rompió su paraguas contra las losas de la calle, comunicado en el primer tercio del presente trabajo. Por lo demás, confieso que me satisfizo comprobar esta circunstancia, pues era necesaria a mi teoría la existencia de una relación cuantitativa, también en lo psíquico, entre la causa y el efecto.
En la exposición que antecede hemos hecho resaltar en primer término la idea de la resistencia. Hemos mostrado cómo en el curso de la labor terapéutica llegamos a la concepción de que la histeria nace por la represión de una representación intolerable, realizada a impulso de los motivos de la defensa, perdurando la representación como huella mnémica poco intensa y siendo utilizado el afecto que se le ha arrebatado para una inervación somática. Así, pues, la representación adquiriría carácter patógeno, convirtiéndose en causa de síntomas patológicos, a consecuencia, precisamente, de su represión. Aquellas histerias que muestran este mecanismo pueden, pues, calificarse de histerias de defensa. Ahora bien: Breuer y yo hemos hablado repetidas veces de otras dos clases de histeria a las cuales aplicamos los nombres de «histeria hipnoide» e «histeria de retención». La histeria hipnoide fue la primera que surgió en nuestro campo visual. Su mejor ejemplo es el caso de Ana O., investigado por Breuer, el cual ha adscrito a esta histeria un mecanismo esencialmente distinto del de la defensa por medio de la conversión. En ella se haría patógena la representación por el hecho de haber surgido en ocasión de un especial estado psíquico, circunstancia que la hace permanecer, desde un principio, exterior al yo. No ha sido, por tanto, precisa fuerza psíquica alguna que mantenga fuera del yo a la representación, la cual no debería despertar resistencia ninguna al ser introducida en el yo, con ayuda de la actividad del estado de sonambulismo. Así, el historial clínico de Ana O. no registra el menor indicio de resistencia.
Me parece tan importante esta distinción, que ella me decide a mantener la existencia de la histeria hipnoide, a pesar de no haber encontrado en mi práctica médica un solo caso puro de esta clase. Cuantos casos he investigado han resultado ser de histeria de defensa. No quiere esto decir que no haya tropezado nunca con síntomas nacidos evidentemente, en estados aislados de consciencia y que por tal razón habían de quedar excluidos del yo. Esta circunstancia se ha dado también en algunos de los casos por mí examinados; pero siempre que se me ha presentado he podido comprobar que el estado denominado hipnoide debía su aislamiento al hecho de basarse en un grupo psíquico previamente disociado por la defensa. No puedo, en fin, reprimir la sospecha de que la histeria hipnoide y la defensa coinciden en alguna raíz, siendo la defensa el elemento primario. Pero nada puedo afirmar con seguridad sobre este extremo.
Igualmente inseguro es, por el momento mi juicio sobre la «histeria de retención», en el cual tampoco tropezaría la labor terapéutica con resistencia alguna. Una vez se me presentó un caso que me pareció típico de la histeria de retención, haciéndome esperar un éxito terapéutico pronto y sencillo. La labor catártica se desarrolló, en efecto, sin dificultad ninguna, pero también sin el menor resultado positivo. Así, pues, sospecho nuevamente, aunque con todas las reservas impuestas por mi imperfecto conocimiento de la cuestión, que también en el fondo de la histeria de retención hay algo de defensa, que ha dado carácter histérico a todo el proceso. Observaciones ulteriores decidirán si con esta tendencia a la extensión del concepto de la defensa a toda la histeria corremos peligro de caer en error.
He tratado hasta aquí de la técnica y las dificultades del método catártico, y quisiera agregar ahora algunas indicaciones de cómo con esta técnica se lleva a cabo un análisis. Es éste un tema para mí muy interesante; pero claro es que no puedo esperar que despierte igual interés en los que no han realizado ninguno de tales análisis. Nuevamente hablaré de la técnica pero esta vez trataré de aquellas dificultades intrínsecas de las que no puede hacerse responsable al enfermo, dificultades que en parte habrán de ser las mismas en los casos de histeria hipnoide o de retención que en los de histeria de defensa, tomados aquí por modelo. Al iniciar esta última parte de mi exposición lo hago con la esperanza de que las singularidades psíquicas que aquí vamos a revelar puedan tener algún día cierto valor como materia prima para una dinámica de las representaciones.
La primera y más intensa impresión que tal análisis nos causa es, sin duda alguna, la de comprobar que el material psíquico patógeno que aparentemente ha sido olvidado, no hallándose a disposición del yo ni desempeñando papel alguno en la memoria ni en la asociación, se encuentra, sin embargo, dispuesto y en perfecto orden. No se trata sino de suprimir las resistencias que cierran el camino hasta él. Logrado esto, se hace consciente, como cualquier otro complejo de representaciones. Cada una de las representaciones patógenas tiene con las demás y con otras no patógenas, con frecuencia recordadas, enlaces diversos, que se establecieron a su tiempo y que quedaron conservados en la memoria. El material psíquico patógeno parece pertenecer a una inteligencia equivalente a la del yo normal. A veces, esta apariencia de una segunda personalidad llega casi a imponérsenos como una realidad innegable.
No queremos entrar a examinar por el momento si esta impresión responde efectivamente a un hecho real o si lo que hacemos es transferir a la época de la enfermedad la ordenación que nos muestra el material psíquico después de lograda la solución del caso. De todos modos, como mejor podemos describir la experiencia lograda en estos análisis es colocándonos en el punto de vista que, una vez llegados al fin de nuestra labor, adoptamos para revisarla.
La cuestión no es casi nunca tan sencilla como se ha representado para determinados casos; por ejemplo, para el de un síntoma histérico nacido en un único gran trauma. En la inmensa mayoría de los casos no nos encontramos ante un único síntoma, sino ante cierto número de ellos, en parte independientes unos de otros y en parte enlazados entre sí. No esperaremos, pues, hallar un único recuerdo traumático, y como nódulo del mismo una sola representación patógena, sino, por el contrario, series enteras de traumas parciales y concatenaciones de procesos mentales patógenos. La histeria traumática monosintomática representa un organismo elemental, un ser monocelular, comparada con la complicada estructura de las graves neurosis histéricas corrientes.
El material psíquico de estas últimas histerias se nos presenta como un producto de varias dimensiones y, por lo menos de una triple estratificación. Espero poder demostrar en seguida estas afirmaciones. Existe, primero, un nódulo, compuesto por los recuerdos (de sucesos o de procesos mentales) en los que ha culminado el factor traumático o hallado la idea patógena su más puro desarrollo. En derrededor de este nódulo se acumula un distinto material mnémico, con frecuencia extraordinariamente amplio, a través del cual hemos de penetrar en el análisis, siguiendo, como indicamos antes, tres órdenes diferentes. Primeramente se nos impone la existencia de una ordenación cronológica lineal dentro de cada tema. Como ejemplo, citaré la correspondiente al análisis de Ana O., llevado a cabo por Breuer. El tema era aquí el de «quedarse sorda» o «no oír», diferenciado conforme a siete distintas condiciones, cada una de las cuales encabezaba un grupo de diez a cien recuerdos cronológicamente ordenados. Parecía estar revisando un archivo, mantenido en el más minucioso orden. También en el análisis de mi paciente Emmy de N., y, en general, en todo análisis de este orden, aparecen tales «inventarios de recuerdos», que surgen siempre en un orden cronológico tan infaliblemente seguro como la serie de los días de la semana o de los nombres de los meses en el pensamiento del hombre psíquicamente normal y dificultan la labor analítica por su particularidad de invertir en la reproducción el orden de su nacimiento; el suceso más próximo y reciente del inventario emerge primero como «cubierta» del mismo, y el final queda formado por aquella impresión con la cual comenzó realmente la serie.
A esta agrupación de recuerdos de la misma naturaleza en una multiplicidad linealmente estratificada, análoga a la constituida por un paquete de legajos, le he dado el nombre de formación de un tema. Ahora bien: estos temas muestran una segunda ordenación; se hallan concéntricamente estratificados en derredor del nódulo patógeno. No es difícil precisar qué es lo que constituye esta estratificación y conforme al aumento o la disminución de qué magnitud queda establecida la ordenación. Son estratos de la misma resistencia, creciente en dirección al nódulo, y con ello, zonas de la misma modificación de la consciencia, a las cuales se extienden los demás temas dados. Los estratos periféricos contienen de los diversos temas aquellos recuerdos (o inventarios de recuerdos) que el sujeto evoca con facilidad, habiendo sido siempre conscientes. Luego, cuanto más profundizamos, más difícil se hace al sujeto reconocer los recuerdos emergentes, hasta tropezar, ya cerca del nódulo, con recuerdos que el enfermo niega aun al reproducirlos.
Esta estratificación concéntrica del material psíquico-patógeno es, como más tarde veremos, la que presta al curso de nuestros análisis rasgos característicos. Hemos de mencionar todavía una tercera clase de ordenación, que es la esencial y aquella sobre la cual resulta más difícil hablar en términos generales. Es ésta la ordenación conforme al contenido ideológico, el enlace por medio de los hilos lógicos que llegan hasta el nódulo; enlace al que en cada caso puede corresponder un camino especial, irregular y con múltiples cambios de dirección. Esta ordenación posee un carácter dinámico, en contraposición del morfológico de las otras dos estratificaciones antes mencionadas. En un esquema espacial habrían de representarse estas últimas por líneas rectas o curvas, y, en cambio, la representación del enlace lógico formaría una línea quebrada de complicadísimo trazado, que yendo y viniendo desde la periferia a las capas más profundas y desde éstas a la periferia, fuera, sin embargo, aproximándose cada vez más al nódulo, tocando antes en todas las estaciones. Sería, pues, una línea en zigzag, análoga a la que trazamos sobre el tablero de ajedrez en la solución de los problemas denominados «saltos de caballo». O más exactamente aún: el enlace lógico constituiría un sistema de líneas convergentes y presentaría focos en los que irían a reunirse dos o más hilos, que a partir de ellos continuarían unidos, desembocando en el nódulo varios hilos independientes unos de otros o unidos por caminos laterales. Resulta así el hecho singular de que cada síntoma aparece con gran frecuencia múltiplemente determinado o sobredeterminado.
Esta tentativa de esquematizar la organización del material psíquico-patógeno quedará completada introduciendo en ella una nueva complicación. Puede, en efecto, suceder que el material patógeno presente más de un nódulo; por ejemplo, cuando nos vemos en el caso de analizar un segundo acceso histérico, que poseyendo su etiología propia se halla, sin embargo, enlazado a un primer ataque de histeria aguda dominado años atrás. No es difícil imaginar qué estratos y procesos mentales han de agregarse en estos casos para establecer un enlace entre los dos nódulos patógenos.
A este cuadro de la organización del material patógeno añadiremos aún otra observación. Hemos dicho que este material se comporta como un cuerpo extraño y que la terapia equivaldría a la extracción de un tal cuerpo extraño de los tejidos vivos. Ahora podemos ya ver cuál es el defecto de esta comparación. Un cuerpo extraño no entra en conexión ninguna con las capas de tejidos que lo rodean, aunque los modifica y les impone una inflamación reactiva. En cambio, nuestro grupo psíquico-patógeno no se deja extraer limpiamente del yo. Sus capas exteriores pasan a constituir partes del yo normal, y en realidad, pertenecen a este último tanto como a la organización patógena. El límite entre ambos se sitúa en el análisis convencionalmente, tan pronto en un lugar como en otro, habiendo puntos en los que resulta imposible de precisar. Las capas interiores se separarán del yo cada vez más, sin que se haga visible el límite de lo patógeno. La organización patógena no se conduce, pues, realmente como un cuerpo extraño, sino más bien como un infiltrado. El agente infiltrante sería en esta comparación la resistencia. La terapia no consiste tampoco en extirpar algo -operación que aún no puede realizar la psicoterapia-, sino en fundir la resistencia y abrir así a la circulación el camino hacia un sector que hasta entonces le estaba vedado.
(Me sirvo aquí de una serie de comparaciones incompatibles entre sí y que no presentan sino una limitada analogía con el tema tratado. Pero dándome perfecta cuenta de ello, estoy muy lejos de engañarme sobre su valor. Ahora bien: mi intención es más que la de presentar claramente, desde diversos puntos de vista, una cuestión nueva, nunca expuesta hasta ahora, y por este motivo me habré de permitir la libertad de continuar en páginas posteriores tales comparaciones, a pesar de su reconocida imperfección. )
Si una vez resuelto el caso pudiéramos mostrar el material patógeno en su descubierta organización complicadísima y de varias dimensiones a un tercero, nos plantearía éste, seguramente, la interrogación de cómo un tan amplio producto ha podido hallar cabida en la consciencia de cuya «angostura» se habla tan justificadamente. Este término de la «angostura de la consciencia» adquiere sentido y nueva vida a los ojos del médico que practica tal análisis. Nunca penetra en la consciencia del yo sino un solo recuerdo. El enfermo que se halla ocupado en la elaboración del mismo no ve nada de lo que detrás de él se agolpa y olvida lo que ya ha penetrado con anterioridad. Cuando el vencimiento de este recuerdo patógeno tropieza con dificultades (por ejemplo, cuando el enfermo mantiene su resistencia contra él y quiere reprimirlo y mutilarlo), queda interceptado el paso e interrumpida la labor. Nada nuevo puede emerger mientras dura esta situación, y el recuerdo en vías de penetración permanece ante el enfermo hasta que el mismo lo acoge en el área de su yo. Toda la amplia masa que forma el material patógeno tiene así que ir filtrándose a través de este desfiladero, llegando, por tanto, en fragmentos a la consciencia. De este modo, el terapeuta se ve obligado a reconstituir luego con estos fragmentos la organización sospechada, labor comparable a la de formar un puzzle.
Al comenzar un análisis en el que esperamos hallar tal organización del material patógeno, deberemos tener en cuenta que es totalmente inútil penetrar directamente en el nódulo de la organización patógena. Aunque llegáramos a adivinarla, no sabría el enfermo qué hacer con la explicación que le proporcionásemos, ni produciría en él tal explicación modificación psíquica alguna.
No hay, pues, más remedio que limitarse en un principio a la periferia del producto psíquico-patógeno. Comenzamos, pues, por dejar relatar al enfermo todo lo que sabe y recuerda, orientando su atención y venciendo, por medio del procedimiento de la presión, las ligeras resistencias que puedan presentarse. Siempre que este procedimiento abre un nuevo camino, podemos esperar que el enfermo avance por él algún trecho sin nueva resistencia.
Una vez que hemos laborado en esta forma durante algún tiempo, surge por lo general en el paciente una fuerza colaboradora. Evoca, en efecto, multitud de reminiscencias sin necesidad de interrogatorio por nuestra parte. Esto quiere decir que nos hemos abierto camino hasta una capa interior, dentro de la cual dispone ahora espontáneamente el sujeto de todo el material de igual resistencia. Durante algún tiempo deberemos entonces dejarle evocar sus recuerdos sin influir sobre él. No podrá, ciertamente, descubrir así enlaces importantes, y los elementos que vaya reproduciendo parecerán muchas veces incoherentes, pero nos proporcionarán el material al que más tarde dará coherencia el descubrimiento de la conexión lógica .
Hemos de guardarnos, en general, de dos cosas. Si coartamos al enfermo en la reproducción de las ocurrencias emergentes, puede quedar «enterrado» algo que luego ha de costarnos trabajo extraer a luz. Por otro lado, tampoco hemos de confiar demasiado en su «inteligencia» inconsciente, abandonándole la dirección del análisis. Esquematizando nuestra forma de laborar, podríamos, quizá, decir que tomamos a nuestro cargo la penetración en los estratos interiores, la penetración en dirección radial, y dejamos al enfermo la labor periférica.
La penetración se lleva a cabo venciendo la resistencia en la forma antes indicada. Sin embargo, hemos de realizar aún previamente una labor distinta. Tenemos, en efecto, que hacernos con una parte del hilo lógico, sin cuya guía no podemos abrigar esperanza alguna de penetrar en el interior. No debemos tampoco confiar en que las libres manifestaciones del enfermo, o sea, el material correspondiente a los estratos más superficiales, revelen al analista el lugar del que parte el camino hacia el interior; esto es, cuál es el punto al que vienen a enlazarse los procesos mentales buscados. Por el contrario, queda este extremo cuidadosamente encubierto. La exposición del enfermo parece completa y segura sin conexiones ni apoyos de ningún género. Al principio nos encontramos ante ella como ante un muro que tapa por completo la vista y no deja sospechar lo que al otro lado pueda haber.
Pero cuando consideramos críticamente la exposición que sin gran trabajo ni considerable resistencia hemos obtenido del enfermo, descubrimos siempre en ella lagunas y defectos. En unos puntos aparece visiblemente interrumpido el curso lógico y disimulada la solución de continuidad con un remiendo cualquiera; en otros, tropezamos con un motivo que no hubiera sido tal para un hombre normal. El enfermo no quiere reconocer estas lagunas cuando le llamamos la atención sobre ellas. Pero el médico obrará con acierto buscando detrás de estos puntos débiles el acceso a los estratos más profundos y esperando hallar aquí precisamente los hilos del enlace lógico. Así, pues, decimos al enfermo: «Se equivoca usted; eso no puede tener relación ninguna con lo demás de su relato. Tenemos que tropezar con algo distinto que va a ocurrírsele a usted ahora bajo la presión de mi mano.»
Podemos, en efecto, exigir a los procesos mentales de un histérico, aunque se extienda hasta lo inconsciente, iguales concatenación lógica y motivación suficiente que a los de un hombre normal. La neurosis carece de poder bastante para debilitar estas relaciones. Si las concatenaciones de ideas del neurótico, y especialmente del histérico, nos dan una impresión diferente, y si en estos casos parece imposible explicar, por condiciones únicamente psicológicas, la relación de las intensidades de las diversas representaciones, ello no es sino una apariencia, debida, como ya indicamos, a la existencia de motivos inconscientes ocultos. Así, pues, siempre que tropezamos con una solución de continuidad en la coherencia o una motivación insuficiente, habremos de suponer existentes tales motivos.
Naturalmente, hemos de mantenernos libres, durante esta labor, del prejuicio teórico de que nos las habemos con cerebros anormales de degenerados y desequilibrados, a los que fuese propia, como estigma, la libertad de infringir las leyes psicológicas generales de la asociación de ideas, pudiendo crecer en ellas extraordinariamente y sin motivo de intensidad de una representación cualquiera y permanecer otra inextinguible sin razón psicológica que lo justifique. La experiencia muestra que en la histeria sucede todo lo contrario: una vez descubiertos y tomados en cuenta los motivos -que muchas veces han permanecido inconscientes-, no presenta la asociación de ideas histéricas nada enigmático ni contrario a las reglas.
De este modo, o sea, descubriendo las lagunas de la primera exposición del enfermo, disimuladas a veces por «falsos enlaces», nos apoderamos de una parte del hilo lógico en la periferia, y desde ella nos vamos abriendo luego camino hacia el interior.
Sin embargo, sólo muy raras veces conseguimos penetrar hasta los estratos más profundos guiados por el mismo hilo lógico. La mayor parte de las veces queda interrumpido en el camino, no proporcionándonos ya el procedimiento de la presión resultado ninguno, o proporcionándonos resultados que rehúyen toda aclaración y continuación. En estos casos aprendemos pronto a no incurrir en error y a descubrir en la fisonomía del enfermo si realmente hemos llegado a agotar el tema, si nos hallamos ante un caso que no precisa de aclaración psíquica, o si se trata de una extraordinaria resistencia que nos impone un alto en nuestra labor. Tratándose de esto último, y cuando no logramos vencer en breve plazo tal resistencia, podemos pensar que hemos perseguido el hilo hasta un estrato por ahora impenetrable. Deberemos, pues, abandonarlo y seguir otro, que podrá igualmente no llevarnos sino hasta el mismo estrato, y una vez que hemos perseguido todos los hilos conducentes a él, hallando así el punto de convergencia, del que no pudimos pasar siguiendo un hilo aislado, podemos disponernos a atacar de nuevo la resistencia.
No es difícil darse cuenta de lo complicada que puede llegar a ser tal labor. Penetramos, venciendo constantes resistencias, en los estratos interiores; adquirimos conocimiento de los temas acumulados en estos estratos y de los hilos que los atraviesan; probamos hasta dónde podemos penetrar con los medios de los que por el momento disponemos y los datos adquiridos; nos procuramos, por medio del procedimiento de la presión, las primeras noticias del contenido de las capas inmediatas abandonamos y recogemos los hilos lógicos, los perseguimos hasta los puntos de convergencia, volvemos constantemente atrás y entramos, persiguiendo los «inventarios de recuerdos», en caminos laterales, que afluyen luego a los directos. Por último, avanzamos así hasta un punto en el que podemos abandonar la labor por capas sucesivas y penetrar por un camino principal directo hasta el nódulo de la organización patógena. Con esto queda ganada la batalla, pero no terminada. Tenemos aún que perseguir los hilos restantes y agotar el material. Mas el enfermo nos auxilia ya enérgicamente, habiendo quedado ya rota, por lo general, su resistencia.
En estos estados avanzados de la labor analítica es conveniente adivinar la conexión buscada y comunicársela al enfermo antes que el mismo análisis la descubra. Si acertamos, apresuraremos el curso del análisis, y si nuestra hipótesis es errónea, nos auxiliará de todos modos, obligando al enfermo a tomar partido y arrancándole energías negativas, que delatarán un mejor conocimiento.
De este modo observamos con asombro que no nos es dado imponer nada al enfermo con respecto a las cosas que aparentemente ignora ni influir sobre los resultados del análisis orientando su expectación. No hemos comprobado jamás que nuestra anticipación modificara o falsease la reproducción de los recuerdos ni la conexión de los sucesos circunstancia que se habría manifestado en alguna contradicción. Cuando algo de lo anticipado surge, efectivamente, luego queda siempre testimoniada su exactitud por múltiples reminiscencias insospechables. Así, pues, no hay temor alguno de que las manifestaciones que hagamos al enfermo puedan perturbar los resultados del análisis.
Otra observación que siempre podemos comprobar se refiere a las reproducciones espontáneas del enfermo. Podemos afirmar que durante el análisis no surge una sola reminiscencia carente de significación. En ningún caso vienen a mezclarse imágenes mnémicas impertinentes, asociadas en una forma cualquiera a las importantes. No debe pues, admitirse una excepción de esta regla para aquellos recuerdos que, siendo nimios en sí, constituyen, sin embargo, elementos intermedios indispensables, pues forman el puente por el que pasa la asociación entre los recuerdos importantes. El tiempo que un recuerdo permanece en el desfiladero de acceso a la consciencia del enfermo es, como ya dijimos, directamente proporcional a su importancia. Una imagen que se resiste a desaparecer es que necesita ser considerada por más tiempo; un pensamiento que permanece fijo es que demanda ser continuado. Pero una vez agotada una reminiscencia o traducida una imagen en palabras, jamás emergen por segunda vez. Cuando esto sucede, habremos de esperar; con toda seguridad, que la segunda vez se enlazarán a la imagen nuevas ideas -o a la ocurrencia nuevas deducciones-; esto es, que no ha tenido efecto un agotamiento completo. En cambio, observamos con gran frecuencia, sin que ello contradiga las afirmaciones que preceden, un retorno de la misma reminiscencia o imagen con intensidades diferentes, emergiendo, primero, como simple indicación, y luego, con toda claridad.
Cuando entre los fines del análisis figura el de suprimir un síntoma susceptible de intensificación o retorno (dolores, vómitos, contracturas, etc.), observamos durante la labor analítica el interesantísimo fenómeno de la intervención de dicho síntoma. Este aparece de nuevo o se intensifica cada vez que entramos en aquella región de la organización patógena que contiene su etiología y acompaña así la labor analítica con oscilaciones características muy instructivas para el médico. La intensidad del síntoma (por ejemplo, de las náuseas) va creciendo conforme vamos penetrando más profundamente en los recuerdos patógenos correspondientes, alcanza su grado máximo inmediatamente antes de dar el enfermo expresión verbal a dichos recuerdos y disminuye luego de repente o desaparece por algún tiempo. Cuando el enfermo dilata mucho la expresión verbal de los recuerdos patógenos, oponiendo una enérgica resistencia, se hace intolerable la tensión de la sensación -en nuestro caso de las náuseas-, y si no logramos forzarle por fin a la reproducción verbal deseada, aparecerán incoerciblemente los vómitos. Recibimos así una impresión plástica de que el «vómito» sustituye a una acción psíquica, como lo afirma la teoría de la conversión.
Esta oscilación de la intensidad del síntoma histérico se repite cada vez que tocamos en la labor analítica una nueva reminiscencia patógena por lo que al mismo respecta. Si, por el contrario, nos vemos obligados a abandonar por algún tiempo el hilo al que dicho síntoma se enlaza, retorna éste a la oscuridad para volver a emerger en un ulterior período del análisis. Estas alternativas duran hasta que el síntoma queda totalmente derivado por el descubrimiento de todo el material patógeno correspondiente.
En un sentido estricto se conduce aquí el síntoma histérico exactamente como la imagen mnémica o la idea reproducida que hacemos emerger con la presión de nuestra mano sobre la frente del sujeto. En ambos casos la derivación es exigida por el mismo retorno obsesivo en la memoria del enfermo. La diferencia está tan sólo en la emergencia aparentemente espontánea de los síntomas histéricos, mientras que, en cambio, recordamos haber provocado las escenas y ocurrencias. Pero la serie ininterrumpida de restos mnémicos no modificados de sucesos y actos mentales saturados de efectos, siempre nos lleva hasta los síntomas histéricos, sus símbolos mnémicos.
El fenómeno de la intervención del síntoma histérico en el análisis trae consigo un inconveniente práctico, con el cual quisiéramos reconciliar al enfermo. Es imposible llevar a cabo el análisis de una sola vez o distribuir las pausas de la labor de manera que coincidan en momentos de reposo en la derivación. Lo más corriente es que las interrupciones impuestas por las circunstancias accesorias del tratamiento recaigan en momentos nada oportunos, precisamente cuando íbamos acercándonos a un desenlace o cuando se iniciaba un nuevo tema. Es éste el mismo inconveniente que presenta la lectura de los folletines, en los cuales tropezamos con el «Se continuará» cuando más interesados estamos. En nuestro caso el tema iniciado, pero no agotado, o el síntoma intensificado y pendiente aún de aclaración, perdurarán en la vida anímica del enfermo, originando mayores perturbaciones que nunca. Pero es éste un mal irremediable. Hay enfermos que, una vez iniciado un tema en el análisis, no pueden ya abandonarlo, lo mantienen presente como una obsesión, incluso durante el intervalo entre dos sesiones del tratamiento, y como no les es posible conseguir por sí solos su derivación, sufren al principio más que antes de ponerse en cura. Pero también estos enfermos acaban por aprender a esperar al médico y a transferir a las horas del tratamiento todo el interés que les inspira la derivación del material patógeno, comenzando así a sentirse más libres en los intervalos.
También el estado general del enfermo durante tal análisis merece especial atención. Al principio pasa por un período en el cual no ejerce sobre él influencia alguna el tratamiento, dominando aún los factores primitivamente eficaces; pero después llega un momento en que el análisis absorbe el interés del enfermo, y desde entonces su estado general va dependiendo cada vez más del estado de la labor. Siempre que conseguimos un nuevo esclarecimiento y damos un paso importante en el análisis, siente el enfermo alivio, algo como un anticipo de la próxima liberación. Inversamente, cada detención del trabajo o cada amenaza de perturbación del mismo acrecienta la carga psíquica que le oprime y eleva su sensación de infortunio y su incapacidad funcional. Felizmente dura poco esta agravación, pues el análisis sigue su curso, sin vanagloriarse de los momentos de bienestar ni preocuparse de los períodos de agravación, satisfaciéndonos en general haber logrado sustituir las oscilaciones espontáneas del estado del enfermo por aquellas otras que provocamos y comprendemos, del mismo modo que nos satisface ver surgir, en lugar de la desaparición espontánea de los síntomas, aquel orden del día que corresponde al estado del análisis.
Por lo general, se hace la labor al principio tanto más oscura y difícil cuanto más hondamente penetramos en el producto psíquico estratificado antes descrito. Pero una vez llegados al nódulo, se hace la luz, y no es ya de temer ninguna agravación en el estado general del enfermo. Sin embargo, no hemos de esperar el premio de nuestros esfuerzos, o sea, la cesación de los síntomas patológicos, hasta haber llevado a cabo el análisis completo de todos los síntomas. Es más: cuando cada uno de éstos se halla enlazado a los restantes por múltiples conexiones, ni siquiera obtenemos resultados positivos parciales que nos animen en nuestra labor. A causa de las múltiples conexiones causales existentes, cada una de las presentaciones patógenas aún no derivadas actúa como motivo de todas las creaciones de la neurosis, y sólo con las últimas palabras del análisis desaparece todo el cuadro patológico, siguiendo una conducta análoga a la de cada una de las reminiscencias aisladamente reproducidas.
Una vez descubierto por la labor analítica e introducido en el yo un recuerdo o un enlace patógeno, sustraídos antes a la consciencia del yo, observamos que la personalidad psíquica así ampliada manifiesta su enriquecimiento en diversas formas. Con especial frecuencia sucede que el enfermo, después de haberle impuesto nosotros, a fuerza de penoso trabajo, cierto conocimiento, alega haber sabido siempre aquello, habiéndonoslo podido comunicar desde un principio. Los más penetrantes reconocen luego que se trata de una ilusión y se acusan de ingratitud. Aparte de esto, la actitud del yo con respecto a la nueva adquisición depende del estrato del análisis del que la misma proceda. Aquello que pertenece a los estratos más exteriores es reconocido sin dificultad, pues continuaba siendo propiedad del yo, y sólo su enlace con los estratos más profundos del material patógeno constituían para aquél una novedad. Lo perteneciente a estos estratos más profundos acaba también siendo reconocido por el enfermo, pero sólo después de largas reflexiones y vacilaciones. Naturalmente, le es más difícil negar las imágenes mnémicas visuales que las huellas mnémicas de simples procesos mentales. Muchas veces dice al principio: «Es posible que haya pensado eso, pero no puedo recordar cuándo», y sólo después de haberse familiarizado con nuestra hipótesis llega a reconocerla como cierta, recordando y demostrando, por medio de múltiples conexiones secundarias, haber tenido, realmente, tales pensamientos. Por mi parte, sigo en el análisis el principio de hacer indispensable la valoración de una reminiscencia emergida de su reconocimiento o repulsa por parte del enfermo. No me cansaré de repetir que estamos forzados a aceptar todo aquello que extraemos a luz con nuestros medios. Si entre ello hubiera algo ilegítimo o inexacto, la coherencia posterior nos enseñaría a separarlo. Dicho sea de paso, apenas si he tenido alguna vez que rechazar una reminiscencia provisionalmente admitida. Todo lo emergido se ha demostrado luego exacto, a pesar de la engañosa apariencia de una contradicción.
Las representaciones procedentes de una mayor profundidad, que constituyen el nódulo de la organización patógena, son las que más trabajo cuesta al enfermo reconocer como recuerdos. Incluso cuando el enfermo se encuentra ya dominado por la coerción lógica y convencido del efecto curativo que acompaña precisamente a la emergencia de tales representaciones y acepta haber pensado tal o cual cosa, suele aún añadir: «De todos modos, no puedo recordar haber pensado así.» En estos casos nos ponemos fácilmente de acuerdo con él manifestándole que se trataba de pensamientos inconscientes. Pero se nos plantea aquí la cuestión de cómo conciliar esta circunstancia con nuestras propias opiniones psicológicas. ¿Deberemos prescindir de esta negativa de reconocimiento por parte del enfermo, negativa que, una vez terminada la labor, carece de motivo, o habremos de suponer que se trata realmente de ideas que no han llegado a existir; esto es, de ideas para las cuales sólo había una posibilidad de existencia, aceptando así que la terapia consistiría en la realización de un acto físico no cumplido? Es imposible decir nada sobre esta cuestión, o sea, sobre el estado del material patógeno antes del análisis, sin una previa aclaración de nuestras opiniones fundamentales sobre la naturaleza de la consciencia. Habremos de reflexionar sobre el hecho de que en tales análisis podemos perseguir un proceso mental desde lo consciente a lo inconsciente (esto es, a lo no reconocido como recuerdo), viéndole atravesar luego de nuevo lo consciente y terminar otra vez en lo inconsciente, sin que este cambio de la «iluminación psíquica» produzca en él modificación alguna ni alteración de su estructura lógica ni de la coherencia de sus elementos. Si este proceso mental se nos presentase en su totalidad de una vez, no podríamos adivinar cuál parte de él era reconocida por el enfermo como un recuerdo y cuál otra no. Veríamos tan sólo penetrar en lo inconsciente los extremos del proceso mental, inversamente a como se ha afirmado de nuestros procesos psíquicos normales.
Voy a tratar, por último, de una circunstancia que en la realización de tal análisis catártico desempeña un papel indeseadamente importante. He indicado ya la posibilidad de un fracaso del procedimiento de la presión, caso en el cual no obtenemos, a pesar de todo nuestro apremio, reminiscencia alguna. Indiqué también que cuando así pasa, puede suceder que estemos investigando realmente un punto sobre el cual nada queda ya por decir al enfermo -circunstancia que reconocemos en su expresión serena- o que hayamos tropezado con una resistencia sólo más tarde dominable; esto es, que nos hallamos ante un nuevo estrato en el que aún no podemos penetrar. Esto último lo reconoceremos en la expresión contraída del enfermo, que testimonia de su intenso esfuerzo mental. Pero es posible aún un tercer caso, que también supone un obstáculo ya no intrínseco, sino tan sólo exterior. Este caso se presenta cuando queda perturbada la relación del enfermo con el médico, y constituye el obstáculo más grave que puede oponerse a nuestra labor. Desgraciadamente, hemos de contar con él en todo análisis algo serio.
He indicado ya qué importante papel corresponde a la persona del médico en la creación de motivos encaminados al vencimiento de la resistencia. En no pocos casos, especialmente tratándose de sujetos femeninos y de la aclaración de procesos mentales eróticos, la colaboración del paciente se convierte en un sacrificio personal, que ha de ser compensado con un subrogado cualquiera de carácter sentimental.
El interés terapéutico y la paciente amabilidad del médico bastan como tal subrogado. Cuando esta relación entre el enfermo y el médico sufre alguna perturbación, desaparecen también las buenas disposiciones del enfermo, y al intentar el médico investigar la idea patógena de turno, se interpone en el enfermo la consciencia de sus diferencias con el médico. Por lo que sé, aparece este obstáculo en tres casos principales:
1º Cuando la enferma se cree descuidada, menospreciada u ofendida por el médico o ha oído algo contrario a éste o al tratamiento. Es éste el caso menos grave. El obstáculo queda fácilmente vencido con algunas explicaciones y aclaraciones mutuas, aunque la susceptibilidad y el rencor de los histéricos pueden manifestarse a veces con insospechada intensidad.
2º Cuando la enferma es presa del temor de quedar ligada con exceso a la persona del médico, perder su independencia con respecto a él o incluso llegar a depender de él sexualmente. Este caso es más grave, por hallarse menos individualmente condicionado. El motivo de este obstáculo se encuentra contenido en la naturaleza de la labor terapéutica. La enferma tiene entonces un nuevo motivo de resistencia, la cual se manifiesta ya, no sólo con ocasión de un determinado recuerdo sino en toda tentativa de tratamiento. Por lo general, se queja la enferma de dolor de cabeza cuando queremos emplear el procedimiento de la presión. Su nuevo motivo de resistencia permanece para ella inconsciente casi siempre, y se exterioriza por medio de un nuevo síntoma histérico. El dolor de cabeza significa su repugnancia a dejarse influir.
3º Cuando la enferma se atemoriza al ver que transfiere a la persona del médico representaciones displacientes emergidas durante el análisis, caso muy frecuente e incluso regular en ciertos análisis. La transferencia al médico se lleva a cabo por medio de una falsa conexión. Expondré aquí un ejemplo de este género: En una de mis pacientes, el origen de cierto síntoma había sido el deseo, abrigado muchos años atrás y relegado en el acto a lo inconsciente, de que un hombre, con el cual sostenía en una ocasión un íntimo diálogo, la abrazase y le diera un beso. Al terminar una de las sesiones de tratamiento, surgió en la paciente este mismo deseo referido a mi propia persona. Horrorizada, pasó la enferma una noche de insomnio, y a la sesión siguiente, aunque no se negó al tratamiento, su estado hizo inútil toda labor. Una vez averiguada la naturaleza del obstáculo y vencido éste, continuamos el análisis, surgiendo entonces el deseo que tanto había asustado a la enferma, como el recuerdo patógeno más próximo y exigido por el enlace lógico. Así, pues, había sucedido lo siguiente: Primeramente, había surgido en la consciencia de la enferma el contenido del deseo, sin el recuerdo de los detalles accesorios que podían situarlo en el pasado, y el deseo así surgido fue enlazado, por la asociación forzosa, dominante en la consciencia, con mi persona, de la cual se ocupaba el pensamiento de la enferma en otro sentido totalmente distinto. Esta falsa conexión despertó el mismo afecto que en su día hizo rechazar a la enferma el deseo ilícito. Una vez conocido este proceso, puede ya el médico atribuir toda referencia a su persona a tal transferencia por falsa conexión. Pero los enfermos sucumben siempre al engaño.
Sólo sabiendo vencer las resistencias emergentes en estos tres casos nos es posible llevar a término un análisis. Conseguimos tal victoria tratando este síntoma, recientemente producido, en la misma forma que los antiguos.
Primeramente se nos plantea la labor de hacer consciente en la enferma el «obstáculo». Con una de mis pacientes, en la que de pronto comenzó a no obtener resultado alguno el procedimiento de la presión, teniendo ya motivos para sospechar la existencia de una idea inconsciente de las indicadas en el caso 2º, procedí la primera vez por sorpresa. Le dije que, indudablemente, había surgido un obstáculo contrario a la continuación del tratamiento, pero que el procedimiento de la presión poseía, al menos, el poder de hacerla ver cuál era dicho obstáculo. A seguidas, puse en práctica tal procedimiento y la enferma exclamó: «¡Qué disparate! Le veo a usted sentado en esta butaca.» Esta frase me bastó para encontrar la explicación deseada.
En otra enferma no solía revelarse así el «obstáculo», respondiendo directamente a la presión de mi mano sobre su frente, pero se me descubría en cuanto lograba situar a la paciente en el momento en que dicho obstáculo había surgido, cosa que jamás nos niega el procedimiento de la presión. Con el hallazgo del obstáculo quedaba salvada la primera dificultad, pero aún subsistía otra más considerable: la de hacer comunicar a la sujeto, cuando aparentemente se trataba de relaciones personales, en qué ocasión la tercera persona coincidía con la del médico.
Al principio no me satisfacía nada este incremento de mi labor psíquica, hasta que comprobé que se trataba de un fenómeno regular y constante, y entonces observé también que tal transferencia no imponía, en realidad, un mayor trabajo. La labor de la paciente era la misma; esto es, la de vencer el afecto displaciente de haber abrigado por un momento un tal deseo, y con respecto al resultado, parecía indiferente que instituyésemos en tema de nuestras tareas analíticas la repulsa psíquica de dicho deseo, en el caso primitivo o en el reciente. Las enfermas aprendían también poco a poco a darse cuenta de que en tales transferencias sobre la persona del médico no se trata sino de una engañosa imaginación, que se desvanece al terminar el análisis. Pero creo que si prescindiéramos de explicarles la naturaleza del «obstáculo», no haríamos sino sustituir un nuevo síntoma histérico, aunque menos grave, a otro espontáneamente desarrollado.
Creo suficientes las indicaciones que preceden sobre la práctica de tales análisis y lo que en ellos descubrimos. Algunas cosas parecen en ellas más complicadas de lo que realmente son, pues muchas de ellas aparecen claras en el curso de una tal labor. No he enumerado las dificultades de la tarea analítica para despertar la impresión de que sólo en muy pocos casos vale la pena de emprender un análisis catártico. Por mi parte, opino todo lo contrario. No puedo detallar aquí las indicaciones precisas del método terapéutico cuya descripción antecede. Para ello habría de entrar en el tema, más amplio e importante, de la terapia de las neurosis en general. Muchas veces he comparado la psicoterapia catártica con una intervención quirúrgica y calificado mis curas de operaciones psicoterápicas persiguiendo sus analogías con la apertura de una cavidad llena de pus, el raspado de un hueso cariado, etc. Tal analogía encuentra su justificación no tanto en la separación de lo enfermo como en el establecimiento de mejores condiciones de curación para el curso del proceso.
Repetidamente he oído expresar a mis enfermos, cuando les prometía ayuda o alivio por medio de la cura catártica, la objeción siguiente: «Usted mismo me ha dicho que mi padecimiento depende probablemente de mi destino y circunstancias personales. ¿Cómo, no pudiendo usted cambiar nada de ello, va a curarme?» A esta objeción he podido contestar: «No dudo que para el Destino sería más fácil que para mí curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar su miseria histérica en un infortunio corriente. Contra este último podrá usted defenderse mejor con un sistema nervioso nuevamente sano.»
R
Studien über Hysterie, en alemán el original.
El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos, por Breuer y Freud.
Escritas por Breuer. No incluidas.
Cabe aquí una acotación, particularmente destinada a los lectores de habla castellana, respecto del interés inicialmente despertado por el psicoanálisis. La «Comunicación preliminar» de Breuer y Freud fue publicada en la revista Neurologisches Zentralblatt, en sus entregas del 1 y del 15 de enero de 1893. Pues bien: la Gaceta Médica de Granada publicaba la traducción castellana en febrero y marzo del mismo año (vol. XI, núms. 232 y 233, págs. 105-111 y 129-135), con el título Mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos. Este hecho, cuyo conocimiento debo a una comunicación personal de James Strachey, me ha intrigado siempre. ¿Quién pudo interesarse en Granada por un trabajo que, si bien en la perspectiva histórica debe considerarse como hito inicial del psicoanálisis pasó casi inadvertido en su lugar de origen y en la esfera de influencia científica a la cual esta destinado? [T.]
Las dos aportaciones exclusivas de Josef Breuer -la Historia clínica de Anna O. y Consideraciones teóricas- fueron omitidas en todas las ediciones de Estudios sobre la histeria posteriores a 1922.
Conferencia en el Wiener Medizinischer Club el 11 de enero de 1893. [Wien. Med. Presse, 34 (4), 121-6 y (5), 165-7.]
Caso de Anna O. de Breuer.
Ver caso de Frau Emmy von N., más adelante.
Ver el caso de Frau Cäcilie M. (Cecilia M.), en estas Obras Completas. (Nota del E.)
Delboeuf y Binet han reconocido la posibilidad de una tal terapia. Delboeuf, Le magnétisme animal, París, 1889: «On s’expliquerait dès lors comment le magnétiseur aide à la guérison. Il remet le sujet dans l’état où le mal c’est manifesté et combat par la parole le même mal, mais renaissant.» Binet, Les altérations de la personnalité, 1892, pág. 242: «…peut-être verra-t-on qu’en reportant le malade par un artifice mental au moment même où le symptome a apparu pour la première fois, on rend ce malade plus docile à une suggestion curative.» En el interesante libro de P. Janet L’automatisme psychologique, París, 1889, se describe la curación de una muchacha histérica por un procedimiento análogo al nuestro.
Primer uso del término «analizar», según Strachey. (Nota del E.)
No podemos separar en esta comunicación provisional, lo que de su contenido es absolutamente nuevo y lo que reproduce de otros autores, que, como Strumpel y Moebius, han sostenido opiniones análogas a las nuestras sobre la histeria. Donde mayor aproximación a nuestros juicios teóricos y terapéuticos hemos hallado ha sido en unas observaciones de Benedikt, de las que ya trataremos en otro lugar.
Título en alemán: Beiträge zu den «Studien über Hysterie».
En el original, los cinco subsiguientes párrafos numerados son sólo apuntes condensados al extremo. Se traducen aquí literalmente, pero su significación más completa podrá colegirse con ayuda de las versiones, mucho más explícitas, contenidas en los otros dos borradores. Las palabras del segundo párrafo encerradas entre corchetes se encuentran tachadas en el manuscrito. (Nota de Strachey, 1950.)
Estas designaciones clínicas de Charcot se hallan en francés en el original. (N. del T.)
En esta sentencia no se conoce ni la palabra omitida entre corchetes ni su ordenamiento exacto. James Strachey le ha dado el siguiente sentido: «De idéntica manera, en el caso del soñar y de la vigilia -modelo de dos estados psíquicos distintos- no tendemos a establecer asociaciones entre ellos, sino sólo dentro de ellos.» (N. del T.)
Estas palabras entre corchetes han sido incluidas por los recopiladores de la edición alemana. (N. del T.)
No se incluye el caso de Breuer «Fräulein Anna O.».
Este sonido se componía de varios tiempos. Colegas míos aficionados a la caza, que tuvieron ocasión de oírlo, compararon sus últimas modulaciones con el canto del gallo silvestre.
Las palabras de la enferma constituían, en efecto, una fórmula protectora, cuya explicación hallamos después. Ulteriormente he vuelto a observar tales fórmulas protectoras en una melancólica, que intentaba dominar por este medio los pensamientos que la atormentaban (malos deseos con respecto a su marido y a su madre, blasfemias. etc.).
Tratábase de un delirio histérico que alternaba con el estado normal de consciencia, análogamente a como un «tic» se introduce en un movimiento sin perturbarlo ni fundirse con él.
Al despertar de la hipnosis miraba un instante en torno suyo, como desorientada; fijaba luego sus ojos en mí, pareciendo entonces recobrarse; se ponía los lentes, que se había quitado antes de caer en el sueño hipnótico, y se mostraba después animada y completamente dueña de sí. Aunque en el curso del tratamiento, que el primer año duró siete semanas, y ocho el segundo, hablamos de toda clase de cuestiones, y aunque durante todo este tiempo celebramos dos sesiones diarias de hipnotismo, nunca me dirigió pregunta ni observación alguna sobre la hipnosis, pareciendo ignorar en lo posible, durante el estado de vigilia, el hecho de que yo la hipnotizaba.
La súbita interpolación de un delirio en el estado de vigilia era en esta enferma un fenómeno frecuente. Solía lamentarse de que en la conversación daba a veces respuestas desacordes e ininteligibles para sus interlocutores. En mi primera visita, habiéndole preguntado cuántos años tenía, me contestó con toda seriedad: «Soy una mujer del siglo pasado», y semanas después me explicó que en su delirio pensaba por entonces en una preciosa cómoda antigua que había adquirido recientemente. A esta cómoda se refería la fijación cronológica expresada por la sujeto cuando, al preguntarle su edad, le di ocasión para hacer alguna manifestación referente a épocas.
En estado de vigilia, la había interrogado ya sobre el estado del «tic». Su respuesta fue: «No sé. Hace mucho tiempo que lo tengo.»
Un simbolismo especial debió de hallarse enlazado aquí, sin duda, a la imagen del sapo; pero, desgraciadamente, no me ocupé de investigarlo.
Intervalo que se cumplió exactamente.
La respuesta «no lo sé» podía ser exacta, pero también podía significar que le era desagradable hablar de tales temas. Ulteriormente, he observado en otros enfermos que también en la hipnosis les era tanto más difícil recordar algo cuanto mayor esfuerzo habían realizado para expulsar de su consciencia el suceso correspondiente.
Como se ve, el «tic» de chascar la lengua y el tartamudeo espasmódico de la paciente son dos síntomas que se retraen a motivos análogos y entrañan un mecanismo parecido.
Ulteriormente se demostró que todas estás sugestiones de carácter «instructivo» fallaban por completo en esta paciente.
En esta ocasión extremé demasiado mi energía. Año y medio después, hallándose ya la paciente en un relativo buen estado de salud, se me quejó de que no le era posible recordar sino muy borrosamente ciertos acontecimientos muy importantes de su vida. Veía en ello una prueba de que iba perdiendo la memoria, y yo me guardé muy bien de darle la explicación real de aquella particular amnesia. El éxito total de Ia terapia en este punto concreto dependió también; indudablemente, de haber dejado que la enferma me relatase este recuerdo con todo detalle (mucho más ampliamente de lo que aparece en las notas), mientras que, en general, me contestaba con una simple mención de los sucesos.
Hasta el día siguiente no llegué a una clara comprensión de esta escena. La áspera naturaleza de la enferma, que, tanto en la hipnosis como en la vigilia, se rebelaba contra toda coerción, la había llevado a encolerizarse contra el hecho de haber dado yo por terminado su relato antes de tiempo, interrumpiéndola con mi sugestión final. Esto prueba -y muchas otras observaciones ulteriores lo confirman- que la paciente vigilaba críticamente mi labor en su consciencia hipnótica. Probablemente me quería hacer el reproche de que perturbaba aquel día su relato, como en días anteriores había perturbado su narración de los horrores de los manicomios; pero no se atrevió a manifestarlo directamente, sino que reanudó el tema interrumpido ocultando los motivos que la hacían volver sobre él. Al día siguiente, una observación crítica de la enferma me hizo darme cuenta del error cometido al interrumpirla.
Desgraciadamente, no me ocupé, en este caso, de investigar la significación de la zoopsia, distinguiendo lo que la zoofobia tenía de horror primario, tal y como la presentan muchos neurópatas, desde la infancia, y lo que en ella había de simbolismo.
La imagen mnémica visual del gigantesco lagarto no adquirió seguramente una tal categoría sino por coincidencia temporal con un intenso afecto que embargaba a la sujeto durante la referida representación teatral. Pero como ya he confesado antes, en la terapia de esta enferma me contenté, frecuentemente, con manifestaciones muy superficiales. Este punto concreto recuerda, por otro lado, la macropsia histérica. La paciente era astigmática y muy miope, y sus alucinaciones podían ser provocadas muchas veces por la imprecisión de sus percepciones visuales.
Por entonces me inclinaba a aceptar, para todos los síntomas de una histeria, un origen psíquico. Hoy adscribiría un carácter neurótico a la tendencia a la angustia de esta paciente, que vivía en una total abstinencia sexual (neurosis de angustia).
El proceso había sido, pues, el siguiente: Al despertar por la mañana se encontró angustiada, y para explicarse su estado de ánimo, echó mano de la primera representación temerosa que halló en su imaginación. La tarde anterior había tenido con la institutriz de sus hijas una conversación, en la que se trató del ascensor de la pensión donde se hospedaban. Cuidadosa siempre del bien de sus hijas, preguntó si la mayor, que a causa de una enfermedad de los ovarios y de dolores en la pierna derecha no podía andar mucho, utilizaba también el ascensor para bajar del piso. Una confusión de recuerdos le permitió entonces enlazar la angustia, de la cual tenía perfecta consciencia, a la idea del ascensor. Su consciencia no le ofrecía al principio el verdadero motivo de su angustia, el cual no surgió sino más tarde, pero sin la menor vacilación, cuando en la hipnosis la interrogué sobre él. Es éste el mismo proceso estudiado por Bernheim y otros hombres de ciencia posteriores en sujetos que después de la hipnosis llevaban a cabo actos cuya ejecución les había sido encomendada durante ella. Así, Bernheim sugirió una vez a un enfermo que después de despertar del sueño hipnótico se llevase a la boca los dedos pulgares de ambas manos. El enfermo ejecutó este acto en el momento prescrito, y lo explicó diciendo que el día anterior, en el curso de un ataque epileptiforme, se había mordido la lengua, doliéndole ahora la herida. Una muchacha a la que se había sugerido una tentativa de asesinato en la persona de un empleado judicial y totalmente extraño a ella, la llevó a cabo, y al ser detenida e interrogada sobre los móviles de su acto criminal, inventó la historia de que había sido ofendida por aquel individuo e intentado vengarse de él. El sujeto parece sentir una necesidad de enlazar por medio de un nexo casual aquellos fenómenos psíquicos de que tiene consciencia con otros elementos conscientes; y en aquellos casos en los que la verdadera causa se sustrae a la percepción de la consciencia, intenta establecer una distinta conexión, a la que luego presta completa fe, no obstante ser falsa. Naturalmente, una disociación preexistente del contenido de la consciencia favorece mucho tales «falsas conexiones».
El caso de «falsa conexión» arriba citado merece ser detenidamente considerado, por ser, desde diversos puntos de vista, típico y ejemplar. Lo es en primer lugar por lo que respecta a la conducta de la paciente, la cual me dio aún, repetidamente, en el curso del tratamiento, ocasión de deshacer, por medio de la sugestión hipnótica, tales falsas conexiones y destruir sus efectos. Relataré aquí detalladamente un caso de este género, que arroja viva luz sobre el hecho psicológico correspondiente. Había propuesto a mi paciente sustituir el baño templado habitual por un baño de asiento frío, prometiéndose que le sentaría mejor. La enferma obedecía sin la menor resistencia todas las prescripciones facultativas, pero las seguía con manifiesta desconfianza, pues como ya indicamos, ningún tratamiento médico le había proporcionado gran alivio. Mi proposición del baño frío no fue tan autoritaria que le impidiera expresarme su desconfianza: «Siempre que he tomado un baño frío he estado luego melancólica durante todo el día. Pero si usted quiere, probaré otra vez, no vaya usted a decir que no hago lo que me dice.» Ante estas objeciones, renuncié aparentemente a mi propuesta, pero en la hipnosis siguiente le sugerí que me hablase, como si ahora fuese idea suya, de los baños fríos, diciéndome que había reflexionado y quería probar, etcétera. Así sucedió, en efecto, al día siguiente, en el cual la enferma me expuso todos los argumentos que en favor del baño frío había yo antes aducido, cediendo yo a sus deseos sin mostrar entusiasmo ninguno. Pero al día siguiente al baño la encontré, en efecto, profundamente malhumorada. «¿Por qué está usted hoy así?» «Ya lo sabía yo. Siempre que tomo un baño frío me pasa lo mismo.» « Pues usted misma me pidió permiso para tomarlo. Ahora ya sabemos que le sienta mal y volveremos a los baños templados.» En la hipnosis le pregunto luego: «¿Ha sido verdaderamente el baño frío lo que le ha puesto a usted de tan mal humor?» «Nada de eso. El baño frío no tiene nada que ver con mi estado de ánimo. Lo que pasa es que he leído esta mañana en el periódico que en Santo Domingo ha estallado una revolución, y como siempre que en dicha isla hay disturbios corren peligro los blancos, temo por un hermano mío allí residente que ya nos ha producido grandes preocupaciones.» Con esto quedó definitivamente zanjado entre nosotros el asunto, y la enferma siguió tomando el baño frío durante varias semanas, sin volver a atribuirle efectos desagradables.
Se me concederá sin dificultad que este ejemplo es también típico por lo que respecta a la conducta de muchos neurópatas ante la terapia prescrita por el médico. Cualquiera que sea la causa que un día determinado haga surgir cierto síntoma, el enfermo se inclina siempre a derivar dicho síntoma de la última prescripción o influencia médica. De las dos condiciones necesarias para el establecimiento de tales falsas conexiones, una de ellas, la desconfianza, nos parece existir siempre, y la otra, la disociación de la consciencia, es sustituida por el hecho de que la mayoría de los neurópatas no tiene, en parte, conocimiento de la verdadera causa (o por lo menos de la causa ocasional) de su padecimiento, y en parte rehuye intencionadamente dicho conocimiento por serle desagradable recordar lo que de culpa personal haya en su dolencia.
Pudiera opinarse que las condiciones psíquicas señaladas en los neurópatas, distintas de los histéricos -la ignorancia o el desconocimiento voluntario-, habían de ser más favorables para el establecimiento de una falsa conexión que la existencia previa de una disociación de la consciencia, la cual sustrae, sin embargo, a la consciencia material propio para la relación causal. Pero esta disociación sólo raras veces es completa. Casi siempre llegan hasta la consciencia ordinaria fragmentos del complejo subconsciente de representaciones, y precisamente estos fragmentos son los que dan ocasión a tales perturbaciones. Por lo corriente, es la sensación general enlazada al complejo -angustia, tristeza, etc.- la que se hace sentir conscientemente, como en el ejemplo relatado, y el sujeto se ve llevado por una especie de «coerción asociativa» a enlazarla con un complejo de representaciones dado en su consciencia.
Otras observaciones realizadas por mí no hace mucho en distinto sector me han probado el poderío de una tal «coerción asociativa». Durante varias semanas hube de abandonar mi lecho habitual y acostarme en otro más duro, en el cual soñé quizá más o con mayor vivacidad que de costumbre, o por lo menos me fue imposible dormir con Ia profundidad normal. Resultó, así, que en el cuarto de hora siguiente al despertar tenía presentes todos los sueños de la noche y los ponía por escrito para intentar su interpretación, consiguiendo, entre otras cosas, referir los sueños de esta temporada, en su totalidad, a dos factores: 1º. A la necesidad de elaborar aquellas representaciones de las cuales sólo fugitivamente me había ocupado durante el día sin agotarlas. 2º. A la imposición de enlazar entre sí los elementos dados en el mismo estado de consciencia. Lo insensato y contradictorio de los sueños dependía de la libre actividad del último de estos dos factores.
En otra paciente, Cecilia M., de la cual llegué a adquirir un conocimiento más profundo que de ninguna otra de las aquí mencionadas, he podido comprobar que el estado de ánimo correspondiente a un suceso y el contenido del mismo pueden entrar regularmente en una distinta relación con la consciencia primaria. Esta enferma me ha proporcionado las pruebas más numerosas y convincentes de la existencia del mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos que aquí postulamos; pero, desgraciadamente, nos es imposible comunicar, por motivos particulares, su historial clínico. Cecilia M. se hallaba últimamente en un singular estado histérico que seguramente no constituye un caso único, aunque no tengo noticia de que haya sido observado nunca, estado que podríamos calificar de «psicosis histérica de extinción». La paciente había sufrido numerosos traumas psíquicos y padecido, durante muchos años, una histeria crónica con muy diversas manifestaciones. Los motivos de todos estos estados le eran desconocidos; su memoria, espléndida en general, mostraba singulares lagunas, y ella misma se lamentaba de que su vida se le aparecía como fragmentada. Un día surgió de repente en ella una antigua reminiscencia, con toda la plasticidad y toda la intensidad de una sensación nueva, y a partir de este momento vivió de nuevo, durante cerca de tres años, todos los traumas de su vida -entre ellos, algunos que creía olvidados desde mucho tiempo atrás, y otros jamás recordados-, padeciendo terriblemente a través de este período, en el que volvieron a presentársele todos los síntomas que había sufrido en tiempos anteriores. Esta «extinción de antiguas deudas» comprendía un período de treinta y tres años y permitió descubrir la determinación, a veces muy complicada, de todos sus estados. Sólo se lograba procurarle algún alivio dándole ocasión de desahogar verbalmente, en la hipnosis, con las correspondientes manifestaciones afectivas y somáticas, la reminiscencia que precisamente la atormentaba, y cuando yo no podía hallarme presente en tales momentos y tenía que hablar delante de una persona ante la cual se avergonzaba de dar libre curso a sus emociones, sucedió algunas veces que relataba a tal persona la reminiscencia con toda tranquilidad y reservaba para la siguiente sesión de hipnosis el llanto y las manifestaciones que hubieran debido acompañar su relato. Después de una tal limpieza en la hipnosis, se sentía, durante algunas horas, bien y dueña de sí. Pero al cabo de algún tiempo surgía la reminiscencia siguiente, que enviaba delante de ella, a manera de avanzada, el estado de ánimo correspondiente. La enferma se sentía irritable, angustiada o desesperada, sin sospechar jamás que aquel estado de ánimo no pertenecía al presente, sino a algo que iba a surgir en ella en momentos posteriores. En el intervalo establecía regularmente una falsa conexión, que defendía con gran tenacidad hasta la hipnosis. Así, me recibió un día con la pregunta: «¿No cree usted que soy una infame? ¿No es una señal de infamia el haberle dicho a usted ayer aquello?» Lo que el día anterior me había dicho no podía justificar en modo alguno tal juicio, y así lo comprendió la paciente misma después de corta discusión; pero la hipnosis siguiente hizo surgir una reminiscencia relativa a un suceso que doce años atrás le había hecho dirigirse violentos reproches, a los que tampoco reconoce ahora gran justificación.
Reflexiones posteriores me han llevado a suponer que «tales calambres en la nuca», según los denominaba la enferma, debían de ser estados orgánicamente condicionados, análogos a la jaqueca. En la práctica observamos muchos otros estados de este género, no descritos aún, y cuya singular coincidencia con el clásico ataque de hemicránea nos inclina a ampliar el concepto de esta última. Sabido es que muchas mujeres neurópatas suelen enlazar con el ataque de hemicránea ataques histéricos (contracciones y delirios). Siempre que la señora Emmy de N. sufría de dolores en la nuca, tenía al mismo tiempo un ataque de delirio.
Por lo que respecta a los dolores en los brazos y en las piernas, opino que se trataba de uno de aquellos casos, no muy interesantes, pero sí frecuentes, de determinación por coincidencia casual. La enferma los padecía durante una época de excitación en que se hallaba asistiendo a un enfermo, y como la fatiga se los hiciese sentir más intensamente que nunca, tales dolores, al principio sólo casualmente asociados a aquellos sucesos, fueron repetidos luego en su recuerdo, como símbolo somático del complejo de asociación. Más adelante expondré varios otros ejemplos de este proceso. Probablemente, tales dolores fueron, en un principio, reumáticos, o sea, para dar un sentido preciso a esta palabra, tan impropiamente empleada con frecuencia, pertenecientes a aquel género de dolores que residen sobre todo en los músculos, permiten observar en éstos una intensa sensibilidad a la presión y una modificación de su consistencia, se manifiestan con máxima intensidad después de un largo reposo o inmovilidad de la extremidad correspondiente -por la mañana-, mejoran mediante la repetida ejecución del movimiento doloroso y pueden hacerse desaparecer por medio del masaje. Estos dolores miógenos, muy frecuentes en todos los individuos, adquieren gran importancia en los neurópatas. Son considerados por ellos, con el apoyo de los médicos que no tienen la costumbre de examinar el músculo ejerciendo presión sobre él, como dolores nerviosos, y proporcionan el material de un número indeterminado de neuralgias histéricas, etc. Sobre la relación de este padecimiento con la disposición a la gota, sólo diré aquí breves palabras. La madre y dos hermanas de mi enferma habían padecido mucho de gota (o de reumatismo agudo). Parte de los dolores de que ella se quejaba debían de poseer también este carácter, pero no puedo asegurarlo, pues por entonces no tenía yo práctica ninguna en el diagnóstico de los estados musculares.
Comido por las ratas, según la leyenda. (Nota de Strachey.)
No era éste un buen método. Hubiera debido profundizar más.
La referencia de la tartamudez y de castañeteo a los dos traumas iniciales no los hizo desaparecer por completo, aunque sí disminuyó notablemente su frecuencia. La misma enferma dio la explicación de este resultado incompleto del tratamiento. Se había acostumbrado a tartamudear y castañetear la lengua cada vez que se asustaba, y, de este modo, tales síntomas acabaron por no depender exclusivamente de los traumas iniciales, sino de una larga cadena de recuerdos con ellos asociados, recuerdos que yo no me ocupé de borrar. Era éste un caso muy frecuente que aminora la elegancia e integridad del rendimiento terapéutico del método catártico.
Observé aquí por vez primera algo que luego he tenido múltiples ocasiones de comprobar; esto es, que en la solución hipnótica de un delirio histérico reciente invierte el enfermo el orden cronológico de los acontecimientos, narrando primero las impresiones y asociaciones más recientes y de menos importancia, y no llegando sino al final a la impresión primaria, probablemente la de mayor importancia causal.
Así, pues, su asombro del día anterior por no haber tenido «calambres en la nuca» hacía mucho tiempo era una anticipación de dicho próximo estado, que ya se preparaba y era advertido por lo inconsciente. Esta forma singular de la anticipación era, en la otra enferma a que antes nos referimos -Cecilia M.-, algo habitual y corriente. Siempre que, sintiéndose bien, me decía: «Hace ya muchas noches que no me da miedo de las brujas», o «Estoy contentísima de que no me hayan vuelto a doler los ojos», podía estar seguro de que a la noche siguiente no podría la enfermera apartarse de su lado, para tranquilizar en lo posible su horrible miedo a las brujas, o de que el próximo estado comenzaría con el temido dolor. Se transparentaba, pues, aquello que ya estaba preparado en lo inconsciente, y la consciencia «oficial» (según la calificación de Charcot), exenta de toda sospecha, elaboraba la representación surgida como una rápida ocurrencia, convirtiéndola en una expresión de contento, inmediatamente contradicha por la realidad. Esta enferma, persona de gran inteligencia, a la que debo gran ayuda en la comprensión de los síntomas histéricos, me llamó por sí misma la atención sobre el hecho de que tales casos podían dar motivo a las conocidas supersticiones que pretenden no debe uno nunca vanagloriarse de su felicidad ni tampoco hablar de lo que teme. En realidad, sólo sabemos encarecer nuestra felicidad cuando ya nos acecha el infortunio, y expresamos la sospecha en forma de vanagloria, porque en este caso emerge el contenido de la reminiscencia antes que la sensación correspondiente, o sea porque en la consciencia existe un contraste satisfactorio.
Archives de Neurologie, núm. 77, 1893.
El lector experimentará, quizá, la impresión de que concedo excesiva importancia a los detalles de los síntomas y me pierdo en una innecesaria labor de interpretación. Pero he visto muy bien que la determinación de los síntomas histéricos llega realmente a sus más sutiles matices y que nunca se peca por exceso atribuyendo a los mismos un sentido. Un ejemplo justificará por completo mi conducta en este sentido. Hace meses asistía yo a una muchacha de dieciocho años, en cuya complicada neurosis correspondía a la histeria buena parte. Lo primero que supe de ella fue que sufría accesos de desesperación de dos distintos géneros. En los primeros sentía tirantez y picazón extraordinarias en la parte inferior de la cara, desde las mejillas hasta la boca. En los segundos estiraba convulsivamente los dedos de los pies y los agitaba sin descanso. Al principio no me sentía inclinado a adscribir significación alguna a estos detalles, en los cuales hubieran visto otros observadores anteriores a mí una prueba de la excitación de centros corticales en el ataque histérico. Ignoramos, ciertamente, dónde se hallan los centros de tales parestesias, pero sabemos que estas últimas inician la epilepsia parcial y constituyen la epilepsia sensorial de Charcot. La agitación de los dedos de los pies quedó por fin explicada del modo siguiente: Cuando mi confianza con la enferma se hizo mayor, le pregunté un día cuáles eran los pensamientos que surgían en ella durante sus accesos invitándola a que me los comunicase sin reparos, pues seguramente podía darme una explicación de aquellos fenómenos. La enferma se ruborizó intensamente y, sin necesidad de recurrir a la hipnosis, me dio las explicaciones que siguen, cuya realidad me fue confirmada por la institutriz que venía acompañándola. La muchacha había padecido, a partir de la presentación de los menstruos y durante varios años, accesos de cephalea adolescentium, que le impedían toda ocupación prolongada, retrasando así su educación intelectual. Libertada, por fin, de este obstáculo, la muchacha, ambiciosa y algo ingenua, decidió trabajar con intensidad para alcanzar a sus hermanas y antiguas compañeras. Con este propósito realizó excesivos esfuerzos, que acabaron en violentas crisis de desesperación al darse cuenta de que había confiado demasiado en sus fuerzas. Naturalmente, también se comparaba, en lo físico, con otras muchachas, sintiéndose desgraciada cuando se descubría alguna inferioridad corporal. Atormentada por su marcado prognatismo, tuvo la singular idea de corregirlo ejercitándose todos los días largos ratos en estirar el labio superior hasta cubrir por completo los dientes que sobresalían. La inutilidad de este pueril esfuerzo le produjo un acceso de desesperación y, a partir de este momento, la tirantez y la picazón de las mejillas pasaron a constituir el contenido de una de las dos clases de ataques que padecía. No menos transparente era la determinación de los otros ataques en los que aparecía el síntoma motor, consistente en la expresión y agitación de los dedos de los pies. Los familiares de la sujeto me habían dicho que el primero de estos ataques se desarrolló a la vuelta de una excursión por la montaña, y lo achacaban, naturalmente, a un exceso de fatiga. Pero la muchacha me relató lo siguiente: Entre las hermanas era costumbre antigua burlarse unas de otras por el excesivo tamaño de sus pies. Nuestra paciente, a quien atormentaba este defecto de estética, intentaba siempre usar el calzado más pequeño posible, pero su padre se oponía a ello, anteponiendo la higiene a la estética. Contrariada la muchacha por esta imposición paterna, pensaba constantemente en ella y adquirió la costumbre de estar moviendo siempre los dedos de los pies dentro del calzado, como se hace cuando se quiere comprobar si el mismo está grande, o demostrar a alguien que aún podría usarse uno más chico, etc. Durante la excursión, que no le produjo fatiga ninguna, surgió la broma habitual entre las hermanas sobre el tamaño de sus pies, y una de ellas le dijo: «iHoy sí que te has puesto unas botas que te están grandes!» La muchacha probó a mover los dedos dentro de ellas, pues también tenía la idea de que podía llevar un calzado mucho menor, y, a partir de este momento, no cesó en todo el día de pensar en su desgraciado defecto. Luego, al volver a casa, sufrió un ataque, en el que por primera vez extendió y agitó convulsivamente los dedos de los pies, como símbolo mnémico de toda la serie de pensamientos desagradables que habían ocupado su imaginación.
Hemos de observar que se trataba de ataques y no de síntomas duraderos. Añadiremos, además, que, después de esta confesión, cesaron los ataques de la primera clase, continuando, en cambio, los de la segunda, o sea aquéllos en los que la paciente agitaba sus pies. No debió, pues, de ser completa su confesión sobre este punto. Mucho después he sabido que la ingenua muchacha se preocupaba tanto de su estética porque quería agradar a un joven primo suyo.
De esta interesante antítesis entre la más amplia obediencia hipnótica en todo lo que se refiere a los síntomas patológicos y la tenaz persistencia de estos últimos, debida a su más profunda cimentación y a su inaccesibilidad al análisis, hemos hallado ulteriormente, en otro caso, un interesantísimo ejemplo. Habiendo sometido a tratamiento a una muchacha muy viva e inteligente, que desde hacía año y medio padecía trastornos de la deambulación, llevábamos cinco meses sin obtener resultado positivo ninguno. La paciente presentaba analgesia y zonas dolorosas en las piernas, temblor rápido de las manos y andaba encorvada, con pasos pequeños y torpes, vacilando, como si padeciese alguna lesión del cerebro, y cayendo al suelo con frecuencia. Su estado de ánimo era singularmente sereno y alegre. Una de nuestras autoridades médicas de entonces se había dejado inducir a error por este complejo de síntoma, y había diagnosticado una esclerosis múltiple; pero otro facultativo se pronunció por la histeria, en favor de la cual abogaba, al principio de la enfermedad, la complejidad del cuadro patológico (dolores, desvanecimientos, amaurosis), y dirigió la paciente a mi consulta. Sin resultado alguno, no obstante ser la enferma un excelente sujeto hipnótico, intenté mejorar su estado por medio de sugestión, el tratamiento local de las piernas durante la hipnosis, etc. Un día, al verla entrar vacilantemente en mi gabinete de consulta, del brazo de su padre y apoyándose en un paraguas, cuya punta aparecía ya muy gastada, tuve un acceso de impaciencia, y, una vez hipnotizada, la interpelé impetuosamente: «Esto no puede seguir así. Mañana por la mañana se le romperá el paraguas y tendrá usted que andar hasta su casa sin su auxilio, del cual prescindirá ya siempre en adelante.» No sé cómo pudo ocurrírseme la tontería de dirigir tal sugestión a un paraguas, y en seguida me avergoncé de ella, sin sospechar que la misma paciente se encargaría de salvarme en la opinión de su padre, colega mío de Facultad, el cual me dijo al siguiente día: «¿Sabe usted lo que ha hecho mi hija esta mañana? Íbamos dando un paseo, y de pronto se ha puesto a cantar alegremente, llevando el compás con el paraguas sobre las losas, con tanta fuerza, que ha terminado por romperlo.» La enferma no tenía, naturalmente, la menor sospecha de que en aquella forma había procurado, con gran ingenio, un completo éxito a una sugestión desatinada. Cuando comprobé que el tratamiento hipnótico, con sus mandatos, enseñanzas y sugestiones, no aliviaba en modo alguno a la paciente, recurrí al análisis psíquico y la invité a comunicarme los estados de ánimo que habían precedido a la aparición de la enfermedad. Me relató entonces (en la hipnosis, pero sin excitación alguna) que, poco antes de enfermar ella, había muerto un joven pariente suyo, al que se hallaba prometida. Pero como esta comunicación no modificó en nada su estado, al llegar la sesión de hipnosis siguiente le expresé mi convicción de que la muerte de su primo no tenía relación alguna con su enfermedad, debiendo haber sucedido alguna otra cosa que no me había comunicado. Ante estas palabras mías, inició la enferma una distinta confesión, pero se interrumpió en seguida, y su padre, que se hallaba sentado a sus espaldas, comenzó a sollozar amargamente. Como es natural, no quise continuar profundizando en la psiquis de la enferma, a la cual no he vuelto a ver desde aquel día.
Como ejemplo de la técnica arriba descrita de investigación en estado no sonámbulo, o sea de consciencia no ampliada, expondremos aquí un caso cuyo análisis hemos llevado a cabo muy recientemente. Tratábase de una mujer de treinta y ocho años, afecta de neurosis de angustia (agorafobia, accesos de miedo a la muerte, etc.). Como la mayoría de los enfermos de este género, se resistía a confesar que había adquirido su dolencia en su vida conyugal y tendía a transferir los comienzos de la misma a su temprana juventud. Así, me refirió que a los diecisiete años tuvo el primer ataque de vértigo con angustia y sensación de parálisis, yendo por la calle de su pequeña ciudad natal, y que estos ataques se habían venido repitiendo periódicamente, hasta ser sustituidos, hacía algunos años, por su dolencia actual. A mi juicio, tales primeros ataques de vértigo eran de naturaleza histérica, y decidí llevar a cabo su análisis. Al principio, sólo supo decirme que el primer acceso la sorprendió fuera de su casa, de la que había salido para hacer unas compras. «¿Qué iba usted a comprar? «Varias cosas que necesitaba, creo, para asistir a un baile al que estaba invitada.» «¿Cuándo debía celebrarse ese baile?» «Me parece que dos días después.» «Entonces debió de suceder días antes algo que la excitó e impresionó a usted.» «No sé; de esto hace ya veintiún años.» «No importa. Voy a colocar mi mano sobre su frente, y al retirarla pensará o verá usted algo y me lo dirá, sea lo que sea. Qué, ¿no se le ha ocurrido a usted nada?» «Sí, he pensado algo; pero no tiene relación ninguna con nuestro tema.» «Dígalo, de todos modos.» «He pensado en una amiga mía que murió muy joven. Pero su muerte acaeció cuando yo tenía dieciocho años, o sea un año después.» «Ya veremos luego eso. ¿Qué puede usted decirme con respecto a esa amiga?» «Su muerte me conmovió mucho, pues nos profesábamos gran amistad. Semanas antes había muerto otra muchacha, y estas dos muertes inesperadas produjeron mucha impresión en la ciudad. Ahora recuerdo que, en efecto, tenía yo por entonces diecisiete años, y no dieciocho, como dije antes.» «¿Ve usted cómo puede confiar en la exactitud de lo que se le ocurre cuando coloco la mano sobre su frente? Ahora recuerde usted qué es lo que pensaba cuando le dio el ataque en la calle.» «No pensaba nada. De repente sentí el vértigo, y nada más.» «No es posible. No hay ningún estado de ese género que no vaya acompañado de una idea. Voy a poner de nuevo mi mano sobre su frente, y el pensamiento que entonces ocupaba su imaginación volverá a surgir en ella. Bien: ¿qué ha pensado usted?» «Se me ha ocurrido: Ahora me toca a mí.» «¿Y qué significa eso?» «·Se conoce que al darme el ataque pensaba: Ahora voy a ser yo la que se muera.» Esta era, pues, la idea que buscábamos. «Al darle el ataque pensaba usted en su amiga. Entonces, ¿es que su muerte le causó gran impresión?» «Ya lo creo. Recuerdo ahora que cuando me dieron la triste noticia pensé que era terrible tener que ir a un baile estando ella muerta; pero tenía tanta ilusión por ir al baile y me entusiasmaba tanto haber sido invitada, que me propuse no pensar más en el desgraciado acontecimiento.» (Obsérvese aquí la expulsión voluntaria del suceso de la consciencia, represión que da al recuerdo de la amiga un carácter patógeno.)
El ataque quedó así aclarado hasta cierto punto; pero siéndome preciso hallar todavía un factor ocasional que hubiera provocado el recuerdo en el momento preciso, tuve la feliz idea de orientar la continuación del análisis en el sentido que sigue: «¿Recuerda usted con precisión por qué calle pasaba cuando sintió el vértigo?» «Sí; por la calle principal. Aún veo ante mí sus viejas casas.» «¿Y dónde había vivido su amiga?»
«Precisamente en esta calle. Acababa de pasar por delante de su casa cuando, dos más allá, me dio el ataque.» «Entonces lo sucedido fue que al pasar por delante de la casa en la que su amiga había vivido recordó usted su muerte, y el contraste de que antes me habló entre esta desgracia y sus alegres proyectos, contraste en el que no quería usted pensar, volvió a sobrecogerla.» Sospechando que quizá existiese aún algún otro factor que hubiese despertado o robustecido en la muchacha, hasta entonces normal, la disposición histérica, y que tal factor podía ser muy bien la periódica indisposición femenina, no quise darme todavía por satisfecho y continué mi interrogatorio: «¿Recuerda usted por qué días tuvo usted en aquel mes el período?» «¿También tengo que saber eso? No puedo decirle sino que por aquella época no se me presentaba el período más que muy raras veces y con gran irregularidad. El año que cumplí los diecisiete sólo se me presentó una vez.» «Entonces vamos a ir recorriendo las fechas hasta encontrar la verdadera.» Así lo hicimos, decidiéndose la paciente por un mes determinado y vacilando entre dos días inmediatos a uno de fiesta fija. «¿Coincide acaso alguno de esos días con el fijado para el baile?» «El baile se celebró precisamente el día de fiesta. Y ahora recuerdo que me hizo impresión la circunstancia de que mi único período de aquel año coincidiese con la fecha del baile, el primero a que me invitaban.» Con estos datos pudimos ya reconstruir fácilmente lo sucedido y penetrar en el mecanismo del ataque histérico de referencia. La obtención de este resultado fue, ciertamente, harto trabajosa, habiendo sido necesaria una total confianza en mi técnica y varias felices iniciativas en la orientación del análisis para despertar en una paciente incrédula y tratada en estado de vigilia los detalles expuestos de un suceso olvidado y acaecido veintiún años antes.
Es ésta la mejor descripción que puede hacerse de aquel estado en el que sabemos e ignoramos simultáneamente algo, estado sólo comprensible para aquellos que han pasado por él. Personalmente poseo un singularísimo recuerdo de este género, que conservo con extraordinaria claridad. Cuando me esfuerzo en recordar lo que entonces pasó en mí, no logro, sin embargo, grandes resultados. Sé que en dicha ocasión vi algo que no se adaptaba en absoluto a lo que yo esperaba, y aquella percepción, que debía haberme movido a desistir de determinado propósito, no me hizo modificarlo en modo alguno. No tuve consciencia alguna de la contradicción existente, ni tampoco advertí el efecto contrapuesto del que, indudablemente, dependía que dicha percepción no tuviese efecto psíquico alguno. Así, pues, padecí en tales momentos aquella ceguera que tanto nos asombra comprobar en las madres con respecto a sus hijas, en los maridos con respecto a sus mujeres y en los soberanos con respecto a sus favoritos.
Quiero exponer aquí el caso que me reveló por primera vez esta relación causal. Tenía en tratamiento, a consecuencia de una complicada neurosis, a una señora joven, la cual se resistía a reconocer, como es habitual en estas enfermas, que el origen de su dolencia radicaba en su vida conyugal, objetando que ya de soltera padecía ataques de angustia y desvanecimientos, no obstante lo cual mantuve yo mi punto de vista. Cuando ya teníamos más confianza, me dijo, de repente, un día: «Va usted a saber ahora cuál es el origen de los ataques de angustia que de soltera me daban. Por entonces dormía yo en una habitación inmediata a la alcoba de mi padres, los cuales dejaban la puerta abierta y una lamparilla encendida sobre la mesa. De este modo vi algunas noches que mi padre se pasaba a la cama de madre, y escuché luego ruidos que me excitaron mucho. Desde entonces comenzaron a darme los ataques.»
Hipocondríaco o enfermo de neurosis de angustia.
No me es posible negar, pero tampoco demostrar, que los dolores de la sujeto, localizados principalmente en los muslos, fueran de naturaleza neurasténica.
Para mi mayor sorpresa he podido comprobar en una ocasión que esta «derivación por reacción» a posteriori puede conducir también -después de impresiones distintas de las surgidas en la asistencia a un enfermo- al contenido de una enigmática neurosis. Tratábase de una bella muchacha de diecinueve años, Matilde H., enferma primero de una parálisis incompleta de las piernas y a la que sometí luego al método analítico por presentar una modificación de carácter, apareciendo deprimida hasta haber perdido todo deseo de vivir, violenta y agresiva para con su madre e irritable en extremo. El cuadro sintomático de esta paciente excluía toda posibilidad de diagnosticar una melancolía común. Hallándola muy accesible al sonambuslismo, aproveché esta circunstancia para imponerle mandatos y sugestiones que oía sumida en profundo sueño hipnótico y acompañaba con abundantes lágrimas, pero que no mejoraban en nada su estado. Un día comenzó a hablar con gran vivacidad en la hipnosis y me comunicó que la causa de su depresión era el rompimiento de su proyectado matrimonio, rompimiento acaecido varios meses atrás. El trato con su prometido le había ido revelando poco a poco circunstancias que, tanto su madre como ella, consideraban harto desfavorables, pero que, por otra parte, eran tan grandes las ventajas materiales de la proyectada unión matrimonial que se les hacía difícil decidirse a renunciar a ella. De este modo anduvieron vacilando durante mucho tiempo, y la joven cayó en un completo estado de indecisión y apatía, hasta que la madre tomó sobre sí el pronunciar el «no» definitivo. Poco después sufrió la sujeto como si despertase de un sueño y comenzó a darle vueltas en su pensamiento a la decisión materna, pensando de continuo el pro y el contra, sin que hubiese llegado todavía a una solución. Vivía, pues, aún en aquella época, de dudas, y su estado de ánimo y sus pensamiento eran los que en ella debieron ser. Su irritabilidad contra la madre se hallaba fundada también en las circunstancias de entonces, y junto a esta actividad mental su vida actual le parecía ficticia y como soñada. Después de esta sesión no volví a conseguir hacer hablar a la paciente sobre tales extremos, y cada vez que lo intentaba durante la hipnosis rompía a llorar, sin contestar palabra, hasta que un día, aproximadamente al año justo del comienzo de sus relaciones, desapareció por completo la depresión, circunstancia que se me atribuyó como un gran éxito de la terapia hipnótica.
He observado otro caso en el que una contractura de los maseteros hacía imposible a una cantante el ejercicio de su arte. La sujeto se había visto impulsada a dedicarse a la escena por penosos sucesos de orden familiar. Una vez ensayaba en Roma, hallándose muy excitada, experimentó de repente la sensación de no poder cerrar la boca al terminar de emitir una nota, y cayó desvanecida al suelo. El médico a quien mandaron llamar la cerró violentamente la boca; pero a partir de este momento quedó imposibilitada la sujeto de separar las mandíbulas arriba del ancho de un dedo, y tuvo que renunciar a la profesión recientemente elegida. Cuando, varios años después, acudió a mi consulta habían desaparecido, sin duda largo tiempo ;ha, las causas de aquella excitación, pues un breve masaje durante una ligera hipnosis bastó para devolver a sus mandíbulas su juego natural. Ulteriormente ha vuelto la sujeto a dedicarse al canto.
En estados de profunda modificación psíquica surge también una orientación del lenguaje hacia la expresión también una orientación del lenguaje hacia la expresión artificial en imágenes sensoriales y sensaciones. Cecilia M. pasó por un período en el que cada uno de sus pensamientos se transformaba en una alucinación, cuya solución precisaba, con frecuencia, de gran sutileza. Un día se me quejó de que la perseguía una alucinación, en la cual veía a sus dos médicos -Breuer y yo- colgados de sendos árboles del jardín. Esta alucinación desapareció una vez descubierto en el análisis su origen. El día anterior había rechazado Breuer su pretensión de que le recetara determinado medicamento. La sujeto puso luego en mí sus esperanzas de conseguir tal deseo, pero yo me mostré también contrario a él, y entonces, encolerizada con nosotros, pensó: «Son tal para cual. El uno es el pendant del otro.»
E. Hecker: Zentralblatt für Nervenheilkunde, diciembre de 1893.
Primera aparición del concepto «censura» publicado, según Strachey. (Nota del E.)
«Las neuropsicosis de defensa», en estas Obras Completas. (Nota del E.)
Parece referirse al caso de Rosalía H., ver en estas Obras Completas. (Nota del E.)
Primera aparición del concepto psicoanalítico de «transferencia». (Nota del E.)
Los «Estudios sobre la histeria», escritos en colaboración por los doctores José Breuer y S. Freud, aparecieron por vez primera en 1895, publicada por Deuticke, Leipzig-Viena.
Siguiendo la pauta que nos traza la edición alemana de las obras completas del profesor Freud, no recogemos en esta edición castellana sino la parte que de dichos «Estudios» corresponde privativamente a Freud, excepción hecha de los capítulos A, B y C, que corresponden a ambos colaboradores.