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~4) SEÑORITA ISABEL DE R. ~

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EN el otoño de 1892, un colega y amigo mío me pidió reconociese a una señorita que desde hacía más de dos años venía padeciendo dolores en las piernas y dificultad para andar. A su demanda añadía que, en su opinión, se trataba de un caso de histeria, aunque no presentaba ninguno de los signos habituales de la neurosis. Conocía algo a la familia de la enferma y sabía que los últimos años habían traído para ella más desdichas que felicidades. Primero, había fallecido el padre de la enferma; luego, tuvo su madre que someterse a una grave operación de la vista, y, poco después, una hermana suya, casada, que acababa de tener un hijo, sucumbía a una antigua enfermedad del corazón. En todas estas enfermedades y desgracias había tomado la sujeto parte activísima, no sólo afectivamente, sino prestando a sus familiares la más abnegada asistencia.

Mi primera confrontación con la señorita de R., que tendría por entonces unos veinticuatro años no me hizo penetrar mucho másallá en la comprensión de su caso. Parecía inteligente y psíquicamente normal, y llevaba su enfermedad, que la apartaba del trato social y de los placeres propios de su edad, con extraordinaria conformidad, haciéndome pensar en la belle indifférence de los histéricos. Andaba inclinada hacia adelante, aunque sin precisar apoyo ninguno ni presentar tampoco su paso carácter patológico u otra cualquiera singularidad visible. Sin embargo, se quejaba de grandes dolores al andar y de que, tanto este movimiento como simplemente el permanecer en pie, le producían pronta e intensa fatiga viéndose así obligada a guardar reposo, durante el cual, si bien perduraba el dolor, era bastante mitigado. Este dolor era de naturaleza muy indeterminada, mereciendo más bien el nombre de cansancio doloroso. Como foco de sus dolores indicaba una zona bastante extensa y mal delimitada, situada en la cara anterior del muslo derecho. De esta zona era de donde partía con más frecuencia el dolor y donde se hacía más intenso, advirtiéndose en ella una mayor sensibilidad de la piel y de los músculos a la presión y al pellizco, mientras que los pinchazos con una aguja eran recibidos más bien con indiferencia. Esta hiperalgesia de la piel y de los músculos no se limitaba a la zona indicada, sino que se extendía a toda la superficie de las piernas. Los músculos aparecían quizá más dolorosos que la piel, pero tanto los primeros como la segunda alcanzaban en los muslos su mayor grado de hiperalgesia. Siendo suficientemente elevada la energía motora de las piernas, presentando los reflejos una intensidad media, y no existiendo síntoma ninguno de otro género, no podía diagnosticarse afección alguna orgánica de carácter grave. La sujeto venía padeciendo las molestias referidas desde hacía un par de años, durante los cuales se habían ido desarrollando las mismas poco a poco, siendo muy variable su intensidad.

No era fácil establecer en este caso un diagnóstico determinado; pero, no obstante, decidí adherirme al de mi colega por dos diferentes razones: en primer término, me parecía singular la impresión general de los datos que la sujeto, muy inteligente, sin embargo, me suministraba sobre el carácter de sus dolores. Un enfermo que padece dolores orgánicos los describirá, si no es, además, nervioso, con toda precisión y claridad, detallando si son o no lancinantes, con qué intervalos se presentan, a qué zona de su cuerpo afectan y cuáles son, a su juicio, las influencias que los provocan. El neurasténico que describe sus dolores nos da, en cambio, la impresión de hallarse entregado a una difícil labor intelectual, superior a sus fuerzas. Su rostro se contrae como bajo el dominio de un afecto penoso; su voz se hace aguda, busca trabajosamente las expresiones y rechaza todos los calificativos que el médico le propone para sus dolores, aunque luego se demuestren rigurosamente exactos. Se ve claramente que, en su opinión, es el lenguaje demasiado pobre para dar expresión a sus sensaciones, las cuales son algo único, jamás experimentado por nadie, siendo imposible agotar su descripción. De este modo, el neurasténico no se fatiga jamás de añadir nuevos detalles, y cuando se ve obligado a terminar su relato, lo hace con la impresión de que no ha logrado hacerse comprender del médico. Todo esto proviene deque sus dolores han acaparado por completo su atención. Isabel de R. observaba, en lo que a esto se refiere, la conducta opuesta, y dado que, sin embargo, concedía a sus dolores importancia bastante, habíamos de deducir que su atención se hallaba retenida por algo distinto, de lo cual no eran los dolores sino un fenómeno concomitante; esto es, probablemente por pensamientos y sensaciones con dichos dolores enlazados.

Pero existía un segundo factor mucho más importante para la determinación de los dolores de la sujeto. Cuando estimulamos en un enfermo orgánico o en un neurasténico una zona dolorosa, vemos pintarse una expresión de desagrado o dolor físico en la fisonomía del paciente, el cual se contrae bruscamente, elude el contacto o se defiende contra él. En cambio, cuando se oprimía o se pellizcaba la piel o la musculatura hiperalgésica de las piernas de Isabel de R., mostraba la paciente una singular expresión, más bien de placer que de dolor, gritaba como quien experimenta un voluptuoso cosquilleo, se ruborizaba intensamente, cerraba los ojos y doblaba su torso hacia atrás, todo ello sin exageración, pero suficientemente mareado para hacerse pensar que la enfermedad de la sujeto era una histeria y que el estímulo había tocado una zona histérica. Esta expresión de la paciente no podía corresponder en modo alguno al dolor que, según ella, le producía la presión ejercida sobre los músculos o la piel, sino más probablemente al contenido de los pensamientos que se ocultaban detrás de tales dolores, pensamientos que eran despertados en la enferma por el estímulo de las zonas de su cuerpo en ellos asociados. En casos indiscutibles de histeria habíamos observado ya repetidas veces expresiones análogamente significativas, concomitantes al estímulo de zonas hiperalgésicas. Los demás gestos de la sujeto constituían claramente leves signos de un ataque histérico.

En un principio nos fue imposible hallar los motivos de la desacostumbrada localización de la zona histerógena. El hecho de que la hiperalgesia se presentara principalmente en los músculos nos daba también que pensar. El padecimiento que más frecuentemente produce una sensibilidad difusa y local de los músculos a la presión es la infiltración reumática de los mismos, o sea, el corriente reumatismo muscular crónico, sobre cuya propiedad de fingir afecciones nerviosas hemos hablado ya anteriormente. La consistencia de los músculos dolorosos no contradecía esta hipótesis en el caso de Isabel de R., pues el reconocimiento de las masas musculares reveló la existencia de numerosas fibras endurecidas, que se demostraban, además, especialmente sensibles. Así, pues, era muy verosímil la existencia de una modificación orgánica muscular del carácter indicado, en la cual se apoyaría la neurosis y cuya importancia era extraordinariamente exagerada por esta última dolencia.

Para nuestra terapia tomamos como punto de partida esta hipótesis de la naturaleza mixta de los sufrimientos de la sujeto, y prescribimos masaje y faradización sistemáticos de los músculos dolorosos, sin preocuparnos de los dolores que con ello haríamos surgir. Por mi parte, y con solo el objeto de permanecer en contacto con la enferma, me reservé el tratamiento eléctrico de las piernas. A su pregunta de si debía esforzarse en andar,contestamos afirmativamente.

Conseguimos así una ligera mejoría, y entre tanto fue preparando mi colega el terreno para iniciar el tratamiento psíquico, de manera que cuando, al cabo de un mes, me decidí a proponérselo a la paciente. dándole algunos datos sobre su método y eficacia, encontré rápida comprensión y sólo muy leve resistencia.

Pero la labor que a partir de este momento emprendí resultó una de las más penosas que se me han planteado, y la dificultad de dar cuenta exacta y sintética de ella no desmerece en nada de las que por entonces hube de vencer. Durante mucho tiempo me fue imposible hallar la conexión entre el historial patológico y la enfermedad, la cual tenía que haber sido provocada y determinada, sin embargo, por la serie de sucesos integrados en el mismo.

La primera pregunta que nos dirigimos al emprender un tal tratamiento cartático es la de si el sujeto conoce el origen y el motivo de su enfermedad. En caso afirmativo no es precisa una técnica especial para conseguir de él la reproducción de su historial patológico. El interés que le demostramos, la compresión que le hacemos suponer y las esperanzas de curación que le damos, deciden al enfermo a entregarnos su secreto. En el caso de Isabel de R. me pareció desde un principio que la sujeto sabía las razones de su enfermedad y que de este modo lo que encerraba en su consciencia era un secreto y no un cuerpo extraño.

Así, pues, podía renunciar al principio a la hipnosis, reservándome de todos modos el derecho de recurrir a ella cuando en el curso de la confesión surgieran conexiones para cuyo esclarecimiento no bastase su memoria despierta. De este modo, en este mi primer análisis completo de una histeria, llegué ya a un procedimiento que más tarde hube de elevar a la categoría de método, o sea, al del descubrimiento y supresión, por capas sucesivas, del material psíquico patógeno; procedimiento comparable a la técnica empleada para excavar una antigua ciudad sepultada. Primeramente me hice relatar lo que la enferma conocía, teniendo cuidadosamente en cuenta los puntos en los cuales permanecía enigmática alguna conexión o parecía faltar algún miembro de la concatenación causal, y penetraba después en estratos más profundos del recuerdo recurriendo para el esclarecimiento de dichos puntos a la investigación hipnótica o a otra técnica análoga. Premisa de toda esta labor era, naturalmente, mi esperanza de que había de ser posible descubrir una determinación completamente suficiente. En páginas inmediatas hablaremos de los medios empleados para la investigación de los estratos psíquicos más profundos.

El historial patológico que Isabel de R. me relató era muy extenso y se componía de sucesos dolorosos muy diversos. Durante su relato no se hallaba la paciente en estado hipnótico, sino simplemente tendida en un diván y con los ojos cerrados, pero sin que yo me opusiera a que en el curso de su narración abriese de cuando en cuando los ojos, cambiara de postura se levantase, etc. Cuando una parte de su narración la emocionaba más profundamente, parecía entrar de un modo espontáneo en un estado análogo a la hipnosis, permaneciendo entonces inmóvil sobre el diván con los párpados apretados.

El estrato más superficial de sus recuerdos resultó contener los siguientes: Era la menor de tres hermanas, tiernamente unidas entre sí y a sus padres, y había pasado su juventud en una finca que la familia poseía en Hungría. Su madre padecía desde mucho tiempo atrás una afección a la vista y diversos estados nerviosos. Esta circunstancia hizo que Isabel de R. se enlazase más íntimamente a su padre, hombre de carácter alegre y sereno, el cual solía decir que aquella hija era para él más bien un hijo y un amigo con el que podía sostener un intercambio de ideas. No se le ocultaba, sin embargo, que si bien su hija ganaba así en estímulo intelectual, se alejaba, en cambio, del ideal que nos complace ver realizado en una muchacha. Bromeando la calificaba de «atrevida y discutidora», la prevenía contra su decidida seguridad en sus juicios y contra su inclinación a decirle a todo el mundo las verdades, sin consideración alguna, y le predecía que había de serle difícil encontrar marido. En realidad, se hallaba la muchacha muy poco conforme con su sexo, abrigaba ambiciosos proyectos, quería estudiar una disciplina científica o llegar a dominar el arte musical, y se rebelaba contra la idea de tener que sacrificar en el matrimonio sus inclinaciones y su libertad de juicio. Entre tanto, vivía orgullosa de su padre y de la posición social de su familia y cuidaba celosamente de todo lo que con estas circunstancias se relacionase. Pero el cariñoso desinterés con el que se posponía a su madre o a sus hermanas cuando llegaba la ocasión, compensaba para los padres las otras facetas, más duras, de su carácter.

Al llegar las hermanas a la adolescencia se trasladó la familia a la ciudad, donde Isabel gozó durante algún tiempo de una vida serena y sin preocupaciones. Pero luego vino la desgracia, que destruyó la felicidad de aquel hogar. El padre les había ocultado, o había ignorado hasta entonces, una afección cardíaca que padecía, y una tarde le trajeron a casa desvanecido a consecuencia de un ataque. A partir de este día, y durante año y medio de enfermedad, no se apartó Isabel de la cabecera del lecho paterno, durmiendo en la misma habitación que el enfermo, levantándose de noche para atenderle, asistiéndole con inmenso cariño y esforzándose en aparecer serena y alegre ante él, que, por su parte, llevó su padecimiento con tranquila resignación. En esta época debió de iniciar su propia enfermedad, pues recordaba que en los últimos meses de su padre ya tuvo ella que guardar cama un par de días a causa de dolores en la pierna derecha. Pero la paciente afirmaba que dichos dolores habían pasado pronto y no habían llegado a preocuparle, ni siquiera a atraer su atención. En realidad, fue dos años después de la muerte de su padre cuando comenzó a sentirse enferma y a no poder andar sin experimentar grandes dolores.

El vacío que la muerte del padre dejó en aquella familia, compuesta de cuatro mujeres; el aislamiento social en que quedaron al cesar con la desgracia multitud de relaciones prometedoras de serenas alegrías y la agravación del enfermizo estado de la madre, todas estas circunstancias entristecieron el ánimo de nuestra paciente, pero al mismo tiempo despertaron en ella el deseo de que los suyos hallaran pronto una sustitución de la felicidad perdida y la hicieron concentrar en su madre todo sucariño y todos sus cuidados.

Al terminar el año de luto se casó la hermana mayor con un hombre muy inteligente y activo, que ocupaba ya una elevada posición y parecía destinado, por sus grandes dotes intelectuales, a un brillante porvenir, pero que ya en sus primeros contactos con la familia mostró una susceptibilidad patológica y una tenacidad egoísta en la defensa de sus menores caprichos, siendo el primero que en aquel círculo familiar se atrevió a prescindir de las consideraciones de que se rodeaba a la madre. Esto era ya más de lo que Isabel podía resistir y se sintió llamada a combatir con su cuñado siempre que éste le ofrecía ocasión para ello, mientras que las demás hermanas y la madre no daban importancia a los arrebatos de su irritable temperamento. Para la sujeto constituyó un amargo desengaño ver que la reconstrucción de la antigua felicidad de la familia recibía aquel golpe, y no podía perdonar a su hermana casada la neutralidad absoluta que se esforzaba en conservar. De este modo se había fijado en la memoria de Isabel toda una serie de escenas a las que se enlazaban reproches no expresados en parte contra su cuñado. El más grave de ellos era el de haberse trasladado, por conveniencias personales, con su mujer e hijas, a una lejana ciudad de Austria, contribuyendo así a aumentar la soledad de la madre. En esta ocasión vio claramente Isabel su impotencia para procurar a la madre una sustitución de su antigua felicidad familiar y la imposibilidad de realizar el plan que había formado al morir su padre.

El casamiento de la segunda hermana pareció más prometedor para el porvenir de la familia, pues este segundo cuñado, aunque menos dotado intelectualmente que el primero era de espíritu más delicado y semejante al de aquellas mujeres educadas en la observación de todas las consideraciones. Su conducta reconcilió a Isabel con la institución del matrimonio y con la idea del sacrificio a ella enlazado. El nuevo matrimonio permaneció al lado de la madre, y cuando tuvo un hijo, lo hizo Isabel su favorito. Desgraciadamente, el año del nacimiento de este niño trajo consigo una grave perturbación. La enfermedad que la madre padecía en la vista la obligó a permanecer durante varias semanas en una absoluta oscuridad, e Isabel no se separó de ella un solo momento. Por último, se hizo necesaria una delicada intervención quirúrgica, y la agitación que en la familia produjo este acontecimiento coincidió con los preparativos de marcha del primer cuñado. Realizada la operación con éxito felicísimo, las tres familias se reunieron en una estación veraniega, e Isabel, agotada por las preocupaciones de los últimos meses, hubiera debido reponerse en esta temporada de tranquilidad, primera que pasaba la familia sin penas ni temores desde la muerte del padre.

Pero precisamente en este tiempo fue cuando sintió la sujeto por vez primera dolores en las piernas y dificultad para andar. Los dolores, que habían ido inclinándose débilmente, presentaron por vez primera gran intensidad después de un baño caliente que tomó en la casa de baños de la pequeña estación termal donde se hallaba veraneando. Habiendo hecho días antes una excursión algo fatigosa, la familia atribuyó a esta circunstancia los dolores de Isabel, opinando que ésta se había cansado con exceso, primero, yenfriado, después.

A partir de este momento fue Isabel la enferma de la familia. Los médicos le aconsejaron que aprovechara el resto del verano para una cura de aguas en el balneario de Gastein, y se trasladó a él acompañada por su madre. Pero ya en estos días había surgido un nuevo motivo de preocupación. La segunda hermana se hallaba encinta y su estado no era nada satisfactorio: tanto, que Isabel vaciló mucho antes de decidirse a emprender el viaje a Gastein. Cuando apenas llevaban dos semanas en este balneario, fueron reclamadas con urgencia al lado de la enferma que había empeorado de repente.

Fue éste un terrible viaje, en el que a los dolores de Isabel se mezclaron los más tristes temores, desgraciadamente confirmados luego, pues al llegar al punto de destino hallaron que la muerte se les había adelantado. La hermana había sucumbido a una enfermedad del corazón, agravada por el embarazo.

El triste suceso hizo surgir en la familia la idea de que la enfermedad cardíaca constituía una herencia legada por el padre, y recordó a todos que la muerta había padecido de niña un ataque de corea con ligeros trastornos del corazón, llevándolos esto a reprocharse y a reprochar al médico haber consentido el matrimonio, y al infortunado viudo, haber puesto en peligro la salud de la enferma con dos embarazos consecutivos, sin intervalo casi. A partir de esta época no pudo Isabel apartar de su pensamiento la triste impresión de que una vez que, por raro azar reunía un matrimonio todas las condiciones necesarias para ser feliz, hubiera tenido su felicidad un tal fin. Además veía nuevamente destruido todo lo que para su madre había ansiado. El viudo, al que nada lograba consolar, se retrajo de la familia de su mujer, cuyo contacto avivaba su dolor, circunstancia que aprovechó su propia familia, de la cual se había alejado durante su feliz matrimonio, para atraerle de nuevo. De todos modos hubiera sido imposible mantenerla anterior cohesión familiar, pues el viudo no podía continuar viviendo con la madre, a causa de la presencia de Isabel, soltera todavía. Pero sí hubiera podido confiarles su hijo, y al negarse a ello les dio por vez primera ocasión para acusarle de dureza. Por último -y no fue esto lo menos doloroso-, tuvo Isabel oscura noticia de un disgusto entre sus dos cuñados, disgusto cuyos motivos no podía sino sospechar. Parecía que el viudo había planteado exigencias de carácter económico, que el otro cuñado juzgaba inadmisibles e incluso calificaba duramente.

Esta era, pues, la historia de los padecimientos de nuestro sujeto, muchacha ambiciosa y necesitada de cariño. Descontenta de su destino, amargada por el fracaso de todos sus pequeños planes para reconstruir el brillo de su hogar, separada por la muerte, la distancia o la indiferencia de las personas queridas y sin inclinación a buscar un refugio en el amor de un hombre, hacía ya año y medio que vivía alejada de todo trato social y dedicada al cuidado de su madre y de sus propios sufrimientos cuando yo la conocí.

Si olvidamos otros dolores humanos más considerables y nos transferimos a la vida anímica de nuestra juvenil paciente, no podremos menos de compadecerla. Ahora bien: desde el punto devista científico hemos de preguntarnos cuál era el interés médico del historial antes transcrito, cuáles las relaciones del mismo con la dolorosa dificultad de andar de la paciente y qué probabilidades de llegar al esclarecimiento y curación del caso nos ofrecía el conocimiento de los traumas psíquicos referidos.

La confesión de la paciente fue en un principio para el médico un desengaño. Nos encontramos, en efecto, ante un historial integrado por vulgares conmociones anímicas, que no explicaban por qué la sujeto había de haber enfermado de histeria, ni por qué ésta había tomado precisamente la forma de abasia dolorosa. Dejaba, pues, en completa oscuridad, tanto la motivación como la determinación del caso de histeria correspondiente. Podía únicamente admitirse que la enferma había establecido una asociación entre sus dolorosas impresiones anímicas y los dolores físicos que casualmente había sufrido en la misma época, y empleaba a partir de este momento en su vida mnémica la sensación somática como símbolo de la psíquica. Pero de todos modos quedaban en la oscuridad el motivo que la paciente había podido tener para tal sustitución y el momento en que la misma tuvo efecto. Claro es que se trataba de problemas que los médicos no se habían planteado nunca, antes, pues lo habitual era considerar como explicación suficiente la de que la enferma era una histérica por constitución, y podía desarrollar síntomas histéricos bajo la influencia de excitaciones de un orden cualquiera.

Si la confesión de la paciente nos aportaba escasa utilidad para el esclarecimiento del caso, menos aún podía auxiliarnos en su curación. No veíamos qué beneficio podía resultar para la enferma de relatar también a un extraño, que sólo había de consagrarle un mediano interés, la historia de sus penas durante los últimos años, historia bien conocida por todos sus familiares, y en efecto, su confesión no produjo ningún resultado curativo visible. Durante este primer período del tratamiento no dejó la enferma de repetirme con marcada complacencia: «Sigo mal. Tengo los mismos dolores que antes»; acompañando estas palabras con una mirada de burla y recordándome así los juicios de su padre sobre su carácter atrevido y a veces malicioso. Pero había de reconocer que en esta ocasión no eran del todo injustificadas sus burlas.

Si en este punto hubiese abandonado el tratamiento psíquico de la enferma, el caso de Isabel de R. hubiera carecido de toda significación para la teoría de la histeria. Pero lejos de esto, continué mi análisis, animado por la firme convicción de que en capas más profundas de la consciencia habíamos de hallar las circunstancias que habían presidido la motivación y la determinación del síntoma histérico.

Por tanto, decidí plantear directamente a la consciencia ampliada de la enferma la cuestión de cuál era la impresión psíquica a la que se hallaba enlazada la primera aparición de los dolores de las piernas.

Para llevar a cabo este propósito había de sumir a la sujeto en un profundo estado hipnótico. Desgraciadamente, todos mis esfuerzos no consiguieron provocar sino aquel mismo estado de consciencia en el que se hallaba al desarrollar su confesión, y aún hube de darme por satisfecho de que esta vez se abstuviera de recalcarme con expresión de triunfo el mal resultado de mi labor. En tal apuro se me ocurrió recurrir al procedimiento de aplicar mis manos sobre la frente de la sujeto, procedimiento cuya génesis relatamos ya en el historial de miss Lucy, y lo puse en práctica con esta nueva enferma, invitándola a comunicarme sin restricción alguna aquello que surgiera ante su visión interior o cruzara por su memoria en el momento de hacer yo presión sobre su cabeza. Después de una larga pausa silenciosa y frente a mi insistencia confesó la paciente que en dicho momento había rememorado una tarde en la que un joven conocido suyo la había acompañado hasta su casa, desde una reunión donde ambos se encontraban, recordando asimismo el diálogo que sostuvieron durante el trayecto y los sentimientos que la dominaban al llegar a su casa y reintegrarse a su puesto junto al lecho de su padre enfermo.

Esta primera alusión de la sujeto a una persona extraña a su familia me facilitaba el acceso a un nuevo compartimiento de su vida anímica, cuyo contenido fui sacando a luz poco a poco. Tratábase ya de algo más secreto, pues, fuera de una amiga común, nadie conocía de sus labios sus relaciones con el referido joven, hijo de una familia a la que trataban desde muy antiguo por residir en un lugar muy cercano a la finca que habitaron antes de trasladarse a Viena, ni tampoco las esperanzas que en tales relaciones había fundado. Este joven, tempranamente huérfano, había tomado gran afecto al padre de Isabel, erigiéndole en guía y consejero suyo, afecto que después fue extendiéndose a la parte femenina de la familia. Numerosos recuerdos de lecturas comunes, de conversaciones íntimas y de ciertas manifestaciones del joven, que le habían sido luego repetidas, fueron llevándola a la convicción de que la comprendía y la amaba y de que el matrimonio con él no le impondría aquellos sacrificios que de una tal decisión temía. Desgraciadamente, era el joven muy poco mayor que ella y se hallaba aún por aquella época muy lejos de poseer la independencia necesaria para tomar estado, pero Isabel había decidido esperarle.

La grave enfermedad de su padre y su constante permanencia junto a él hicieron que cesaran casi de verse. La noche cuyo recuerdo acudió primero a su memoria constituía el momento en que sus sentimientos con respecto al joven alcanzaron su máxima intensidad. Sin embargo, tampoco aquella tarde hubo explicación alguna entre ellos. Ante las repetidas instancias de toda su familia, e incluso de su mismo padre, había accedido Isabel a abandonar en aquella ocasión su puesto de enfermera para asistir a una reunión en la que esperaba encontrar al joven. Luego quiso retirarse temprano, pero le rogaron que permaneciese algún tiempo, y ella se dejó convencer al prometerle el joven que la acompañaría después hasta su casa. Durante este trayecto sintió con mayor intensidad que nunca su amorosa inclinación; pero al llegar a su casa, radiante de felicidad, encontró peor a su padre, y se dirigió los más duros reproches por haber dedicado tan largo rato a su propio placer. Fue ésta la última vez que abandonó a su padre toda una tarde, y sólo muy raras veces vio ya a su enamorado. Después de la muerte del padre, pareció aquélmantenerse alejado, por respeto al dolor de Isabel. Luego, la vida le condujo por otros caminos, y nuestra heroína hubo de ir acostumbrándose poco a poco a la idea de que el interés que por ella sentía había sido borrado por otros sentimientos. Este fracaso de su primer amor le dolía aún siempre que acudía a su pensamiento.

En estas circunstancia y en la escena antes relatada habíamos, pues, de buscar la motivación de los primeros dolores histéricos. El contraste entre la felicidad que la embargaba al llegar a su casa y el estado en que encontró a su padre dieron origen a un conflicto, o sea, a un caso de incompatibilidad. El resultado de este conflicto fue que la representación erótica quedó expulsada de la asociación, y al afecto concomitante, utilizado para intensificar o renovar un dolor psíquico dado simultáneamente (o con escasa anterioridad). Tratábase, pues, del mecanismo de una conversión encaminada a la defensa.

Surgen aquí numerosas observaciones. He de hacer resaltar el hecho de que no me fue posible demostrar, acudiendo a la memoria de la sujeto, que la conversión tuviera efecto en el momento de regresar a su casa. En consecuencia, busqué otros sucesos análogos acaecidos durante la enfermedad del padre, e hice emerger una serie de escenas entre las cuales sobresalía, por su frecuencia, la de haber andado con los pies desnudos sobre el frío suelo al acudir precipitadamente por la noche a una llamada de su padre. Como la enferma no se quejaba tan sólo de dolores en las piernas, sino también de una desagradable sensación de frío, hube de inclinarme a atribuir a estos sucesos cierta significación. Pero no siéndome tampoco posible descubrir entre ellos una escena que pudiera integrar la conversión, pensaba ya en admitir la existencia de una laguna en el esclarecimiento del caso, cuando reflexioné que los dolores histéricos en las piernas no habían surgido aún en la época en que la sujeto asistía a su padre. Su memoria no atestiguaba con relación a dicha época más que de un único ataque de dolores, que sólo duró pocos días, y del que nadie, ni la misma enferma, hizo gran caso. Mi labor investigadora recayó entonces sobre esta primera aparición de los dolores y consiguió intensificar el recuerdo correspondiente, manifestando la sujeto que por aquellos días fue a visitarlas un lejano pariente, al que no pudo recibir por hallarse en cama circunstancia que se repitió cuando dos años después les hizo el mismo individuo una nueva visita. Pero la busca de un motivo psíquico de tales primeros dolores fracasó por completo cuantas veces la emprendimos. De este modo creí poder admitir que dichos primeros dolores habían aparecido realmente sin causa psíquica ninguna, constituyendo tan sólo una leve afección reumática, y pude aún comprobar que este padecimiento orgánico, modelo de la ulterior imitación histérica, había de situarse en una época anterior al día en que su enamorado la acompañó hasta casa. Por la naturaleza del caso no era imposible que dichos dolores, dado su carácter orgánico, hubieran perdurado con intensidad muy mitigada y sin que la sujeto les prestase atención durante algún tiempo. La oscuridad resultante de indicarnos el análisis la existencia de la conversión de una magnitud de excitación psíquica en dolor psíquico en una época en la que tal dolor noera seguramente advertido ni recordado, plantea un problema que esperamos resolver mediante ulteriores reflexiones y otros distintos ejemplos.

Con el descubrimiento del motivo de la primera conversión comenzó un segundo más fructífero período de tratamiento. Primeramente, me sorprendió la enferma, poco después, con la noticia de que ya sabía por qué los dolores partían siempre de determinada zona del muslo derecho y se hacían sentir en ella con máxima intensidad. Era ésta la zona sobre la cual descansaba el padre, todas las mañanas, sus hinchadas piernas, mientras ella renovaba los vendajes. Aunque tal escena se había repetido más de cien veces, hasta entonces no había caído la paciente en la relación indicada. De este modo, me proporcionó, por fin, la sujeto, el tan deseado esclarecimiento de la génesis de una zona histerógena típica. Pero, además, comenzaron a «intervenir» en nuestros análisis las dolorosas sensaciones de la enferma. Me refiero con esto al siguiente hecho singular: la enferma no sentía generalmente dolor alguno cuando iniciábamos la labor analítica; pero en el momento en que, por medio de una pregunta o ejerciendo presión sobre su frente, despertaba yo en ella un recuerdo, surgía una sensación dolorosa, casi siempre tan intensa, que la sujeto se contraía y llevaba sus manos al lugar correspondiente. Este dolor, así despertado, perduraba mientras la enferma se hallaba dominada por el recuerdo de referencia, alcanzaba su intensidad máxima al disponerse a expresar la parte esencial y decisiva de su confesión y desaparecía en las últimas palabras de la misma. Poco a poco aprendí servirme del dolor en esta forma provocado como de una brújula. Cuando la paciente enmudecía, pero manifestaba seguir sintiendo dolores, podía tener la seguridad de que no me lo había dicho todo, y la instaba a continuar su confesión hasta que el dolor desaparecía. Sólo entonces despertaba un nuevo recuerdo.

La mejoría, tanto psíquica como somática, acusada por la paciente durante este período de «derivación por reacción» fue tan considerable, que, según hube de decirle, y no completamente en broma, cada una de nuestras sesiones hacía desaparecer una cantidad de motivos de dolor, y cuando los hubiéramos recorrido todos, quedaría totalmente curada. Pronto llegó, en efecto, a pasar libre de dolores la mayor parte del tiempo y se dejó decidir a andar mucho y a hacer cesar el aislamiento en el que hasta entonces vivía. En el curso ulterior de análisis hube de guiarme tan pronto por las alternativas espontáneas de su estado como de mi propio juicio, cuando suponía insuficientemente agotado aún un fragmento de su historial. Esta labor me procuró algunas interesantes observaciones, cuyas enseñanzas me fueron más tarde confirmadas por otros casos.

En primer lugar, comprobé que todas las alternativas del estado de la sujeto se demostraban provocadas asociativamente por un suceso del mismo día. Una vez había oído hablar de una enfermedad que le había recordado la de su padre; otra, había recibido la visita del hijo de su difunta hermana, y el parecido del niño con su madre había despertado en ella el dolor de su pérdida; otra, por fin, había recibido de su hermana casada una carta que transparentaba la influencia del cuñado, tan escaso enconsideraciones para con el resto de la familia, y despertaba un nuevo dolor, que hacía precisa la comunicación de una escena de familia aún no relatada en el análisis.

Dado que nunca comunicaba dos veces el mismo motivo de dolor, no parecía injustificada nuestra esperanza de agotarlos y con este fin no puse obstáculo ninguno a que la sujeto realizase actos apropiados para despertar nuevos recuerdos aún no llegados a la superficie. Así, le permití visitar la tumba de su hermana y asistir a una reunión a la que también iba a ir su antiguo enamorado.

En el curso de este período se me fue revelando la génesis de una histeria que podía calificarse de monosintomática. Hallé, en efecto, que durante la hipnosis se presentaba el dolor en la pierna derecha cuando se trataba de recuerdos de la asistencia prestada al padre en su enfermedad, de sus relaciones con el joven o de otra cualquier circunstancia perteneciente al primer período de la época patógena, y en la izquierda, en cuanto surgía un recuerdo referente a la hermana muerta, a los cuñados o, en general, a una impresión correspondiente a la segunda mitad de la historia de sus padecimientos. Sorprendido por esta constante particularidad de la localización de los dolores, le hice objeto de una detenida investigación y pude observar que cada nuevo motivo psíquico de sensaciones dolorosas se había ido a enlazar con un lugar distinto de la zona dolorosa de la pierna. El lugar primitivamente doloroso del muslo derecho se refería a la asistencia prestada al padre, y a partir de él había ido creciendo, por oposición y a consecuencia de nuevos traumas, el área atacada por el dolor. Así, pues, no podía hablarse, en rigor, de un único síntoma somático enlazado con múltiples complejos mnémicos de orden psíquico, sino de una multiplicidad de síntomas análogos, que, superficialmente considerados, parecían fundidos en uno solo. A lo que no llegué fue a delimitar la zona dolorosa correspondiente a cada uno de los motivos psíquicos, pues la atención de la paciente aparecía apartada de tales relaciones.

En cambio, dediqué especial interés a la forma en que todo el complejo de síntomas de la abasia podía haberse edificado sobre estas zonas dolorosas, y para el esclarecimiento de este extremo interrogué a la paciente, por separado, sobre los dolores que sentía al andar, estando sentada o hallándose acostada, preguntas a las que contestó en parte espontáneamente y, en parte, bajo la presión de mis manos sobre su cabeza. Esta investigación nos proporcionó un doble resultado. En primer lugar, reunió la enferma en grupos diferentes todas las escenas enlazadas con impresiones dolorosas, según se había hallado, durante las mismas, en pie, sentada o acostada. Así, cuando trajeron a su padre a casa, bajo los efectos del primer ataque cardíaco, se hallaba Isabel en pie junto a una puerta, donde permaneció, como clavada en el suelo, al darse cuenta de la desgracia. A este primer «susto hallándose en pie» enlazó luego otros recuerdos, que se extendían hasta el momento en que se encontró en pie ante el lecho de su hermana muerta. Toda esta cadena de reminiscencias tendía a justificar el enlace de los dolores con la posición indicada y podía constituir también una prueba de la asociación entre ambos elementos, pero no debía olvidarse que en todas estas circunstancias había de existir aún otro factor que había dirigido la atención de la sujeto -y por consecuencia, la conversión-, precisamente al hecho de hallarse en pie (o sentada o echada). Esta orientación particular de la atención no puede explicarse sino por el hecho de que el andar o el estar en pie, sentado o acostado, son actos y situaciones enlazados a funciones y estados de aquellas partes del cuerpo a las cuales correspondían, en este caso, las zonas dolorosas, o sea, de las piernas. Así, pues, la relación entre la astasia-abasia y el primer caso de conversión resultaba fácilmente comprensible en este historial patológico.

Entre las escenas que hicieron dolorosa la deambulación resaltaba la de un largo paseo que la sujeto había dado con varias otras personas durante su estancia en la pequeña estación veraniega ya mencionada, escena cuyos detalles fue recordando con gran vacilación y dejando gran parte sin aclarar. Su estado de ánimo era aquel día particularmente sentimental, y cuando la invitaron a pasear, se agregó muy gustosa a quienes la invitaban, personas todas de su amistad y agrado. Hacía un día hermosísimo, pero no demasiado caluroso. La madre permaneció en casa; la hermana mayor había partido ya para su residencia habitual, y la menor se sentía algo enferma; pero su marido, que al principio se resistía a salir, por no dejarla sola, acabó por acompañar a Isabel. Esta escena parecía hallarse en íntima relación con la primera aparición de los dolores, pues la sujeto recordaba que regresó muy fatigada y con fuertes dolores. Lo que no podía precisar era si ya antes de emprender el paseo sentía algún dolor, aunque, según le advertí yo, lo más probable era que, en caso afirmativo, no se hubiese decidido a darse tan larga caminata. A mi pregunta sobre cuál podía ser, a su juicio, la causa que había provocado los dolores en aquella ocasión, obtuve la respuesta, no del todo transparente, de que el contraste entre su aislamiento y la felicidad conyugal de su segunda hermana, evidenciada constantemente ante sus ojos por la conducta de su cuñado, le había sido extraordinariamente doloroso.

Otra escena muy próxima a la anterior desempeñó un papel importante en la conexión de los dolores con la posición sedente. Era algunos días después de la primera. La hermana y el cuñado habían abandonado ya el balneario. Isabel, excitada y plena de vagos deseos, se levantó muy de mañana; subió, como otras veces lo había hecho en compañía de los ausentes, a una colina desde la cual se divisaba un espléndido panorama, y se sentó en un banco de piedra dispuesto en la cima, abstrayéndose en sus pensamientos. Se referían éstos de nuevo a su aislamiento y al destino de su familia, y en esta ocasión se confesó, por vez primera, su ardiente deseo de llegar a ser tan feliz como su hermana lo era. De esta meditación matinal regresó con fuertes dolores, y en la tarde de aquel día fue cuando tomó el baño después del cual aparecieron definitiva y permanentemente los dolores.

Los dolores que la sujeto sufría al andar o estando sentada se aliviaban, al principio, cuando se acostaba. Sólo cuándo al recibir la noticia de haber enfermado la hermana hubo de salirpor la tarde de Gastein y pasó la noche tumbada en los asientos del vagón, atormentada simultáneamente por los más oscuros temores y por intensos dolores físicos, fue cuando se estableció el enlace del dolor con la posición yacente, hasta el punto de que durante algún tiempo sentía más dolores estando acostada que sentada o andando.

De este modo había crecido primeramente, por oposición, el área dolorosa, ocupando cada nuevo trauma de eficacia patógena una nueva región de las piernas, y en segundo lugar, cada una de las escenas impresionantes había dejado tras de sí una huella, estableciendo una «carga» permanente y cada vez mayor de las diversas funciones de las piernas, o sea, una conexión de estas funciones con las sensaciones dolorosas. Mas, a parte de esto, era innegable que en el desarrollo de la astasia-abasia había intervenido aún un tercer mecanismo. Observando que la enferma cerraba el relato de toda una serie de sucesos con el lamento de haber sentido dolorosamente durante ella «lo sola que estaba» (stehen significa en alemán tanto «estar» como «estar en pie»), y que no se cansaba de repetir, al comunicar otra serie, referente a sus fracasadas tentativas de reconstruir la antigua felicidad familiar, que lo más doloroso para ella había sido el sentimiento de su «impotencia» y la sensación de que «no lograba avanzar un solo paso» en sus propósitos, no podíamos menos de conceder a sus reflexiones una intervención en el desarrollo de la abasia y suponer que había buscado directamente una expresión simbólica de sus pensamientos dolorosos, hallándola en la intensificación de sus padecimientos. Ya en nuestra «comunicación preliminar» hemos afirmado que un tal simbolismo puede dar origen a síntomas somáticos de la histeria, y en la epicrisis de este caso expondremos algunos ejemplos que así lo demuestran, sin dejar lugar ninguno a dudas. En el caso de Isabel de R. no aparecía en primer término el mecanismo psíquico del simbolismo; pero aunque no podía decirse que hubiera creado la abasia, sí habíamos de afirmar que dicha perturbación preexistente había experimentado por tal camino una importantísima intensificación. De este modo, en el estado en que yo la encontré, no constituía tan sólo dicha abasia una parálisis asociativa psíquica de las funciones, sino también una parálisis funcional simbólica.

Antes de continuar la historia de mi paciente quiero decir aún algunas palabras sobre su conducta durante este segundo período de tratamiento. En todo este análisis me serví del procedimiento de evocar en la enferma imágenes y ocurrencias, imponiendo mis manos sobre su frente; o sea, de un método imposible de utilizar si no se cuenta con la completa colaboración y la atención voluntaria del sujeto. La paciente se condujo a maravilla en este sentido durante algunos períodos, en los cuales resultaba sorprendente la prontitud con que surgían, cronológicamente ordenadas, las escenas correspondientes a un tema determinado. Parecía como si leyese en un libro de estampas cuyas páginas fueran pasando ante sus ojos. Otras veces parecían existir obstáculos cuya naturaleza no sospechaba yo siquiera por entonces. Al ejercer presión sobre su frente, afirmaba en estos casos que no se le ocurriría nada, sin que la repetición de la maniobra produjese mejores resultados. Las primeras veces quetropecé con esta dificultad me dejé llevar por ella a interrumpir mi labor, pensando que el día era desfavorable. Pero ciertas observaciones me hicieron variar de conducta. Primeramente comprobé que tales fracasos del método no tenían efecto sino cuando había encontrado a Isabel alegre y exenta de dolores, nunca cuando se hallaba en un mal día, y en segundo lugar, que muchas veces, cuando declaraba no ver ni recordar nada, lo hacía después de una larga pausa, durante la cual su expresión meditativa me revelaba que en su interior se estaba desarrollando un proceso psíquico. Así, pues, me decidí a admitir que el método no fallaba nunca, y que Isabel evocaba siempre, bajo la presión de mis manos, un recuerdo o una imagen, pero que en no todas las ocasiones se hallaba dispuesta a comunicármelos, tratando, por el contrario, de reprimir nuevamente lo evocado. Esta conducta negativa podía atribuirse a dos motivos; esto es, a que la sujeto ejercía sobre la ocurrencia una crítica indebida, encontrándola carente de toda significación e importancia o sin relación alguna con la pregunta correspondiente, o a que se trataba de algo que le era desagradable comunicar. De este modo, procedí como si me hallara totalmente convencido de la seguridad de mi técnica, y cuando la paciente afirmaba que nada se le ocurriría, le aseguraba que ello no era posible. La ocurrencia no podía haber faltado; ahora bien: o ella no había concentrado suficientemente su atención, y entonces tendríamos que repetir el experimento, o había juzgado que la ocurrencia no tenía relación con el tema tratado. En este último caso debía tener en cuenta que estaba obligada a conservar una absoluta objetividad y a comunicarme todo aquello que surgiera en su imaginación, tuviese o no relación, a su juicio, con el tema planteado. Además, yo sabía perfectamente que se le había ocurrido algo, pero que me lo ocultaba, debiendo tener presente que mientras que ocultase algo no se vería nunca libre de sus dolores. Por este medio conseguí que el método no fallase realmente nunca, viendo así confirmada mi hipótesis y extrayendo de este análisis una absoluta confianza en mi técnica. Muchas veces sucedía que no habiéndome comunicado la paciente ocurrencia ninguna hasta después de imponer por tercera vez mis manos sobre su frente, añadía: «Esto mismo se lo hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo usted?» «Porque creía que no tenía nada que ver con lo que me preguntaba», «Porque me figuré que podía callarlo, pero luego ha vuelto a ocurrírseme las otras dos veces.» Durante esta penosa labor comencé a atribuir a la resistencia que la enferma mostraba en la reproducción de sus recuerdos una más profunda significación y anotar cuidadosamente todas las ocasiones en las que dicha resistencia se presentaba.

En este punto comenzó el tercer período de nuestro tratamiento. La enferma se sentía mejor, más aliviada psíquicamente y más capaz de rendimiento, pero los dolores reaparecían de cuando en cuando con toda su antigua intensidad. Este imperfecto resultado terapéutico correspondía a la imperfección del análisis. No habíamos logrado aún averiguar, en efecto, en qué momento y forma habían nacido los dolores. Durante la reproducción de diversas escenas en el segundo período del tratamiento, y ante la observación de la resistencia opuesta enciertas ocasiones por la enferma, había surgido en mí determinada sospecha, pero quizá no me hubiese atrevido a orientar en su sentido la marcha ulterior del análisis si una circunstancia puramente casual no me hubiera decidido a ello. Estando un día en plena sesión de tratamiento con la paciente, se oyeron pasos en la habitación contigua y una voz de agradable timbre que parecía preguntar algo; levantóse en el acto Isabel, rogándome que pusiésemos fin a nuestra labor, pues oía a su cuñado que venía a buscarla. Simultáneamente advertí en su expresión que sus dolores, hasta aquel momento dormidos, volvían de súbito a atormentarla. Esta escena acrecentó mis sospechas y me impulsó a no demorar por más tiempo la explicación que suponía decisiva.

Con este propósito interrogué a Isabel sobre las circunstancias y las causas de la primera aparición de sus dolores. Como respuesta, se orientaron sus pensamientos hacia su estancia en el balneario, del que partió luego para Gastein, y surgieron de nuevo algunas escenas de las que ya antes habíamos tratado, aunque no con tanta minuciosidad. Así, volvió a describirme su estado de ánimo en aquella época, su agotamiento después de la delicada operación quirúrgica practicada a su madre y sus dudas sobre la posibilidad de llegar a ser feliz y a realizar algo útil en la vida permaneciendo soltera y sin apoyo ninguno. Hasta estos momentos se había creído suficientemente fuerte para poder prescindir del auxilio de un hombre, pero de repente se sintió dominada por la consciencia de su femenina debilidad y por un anhelo de cariño en el que, según sus propias palabras, comenzó a fundirse su rígida naturaleza. En tal estado de ánimo, el feliz matrimonio de su segunda hermana hizo en Isabel profunda impresión al ver la ternura con que el marido cuidaba de su mujer, cómo una rápida mirada les bastaba para entenderse y cuán grande era su recíproca confianza. Resultaba, desde luego, sensible que el segundo embarazo hubiera seguido con tan poco intervalo al primero, y la hermana sabía que a ello se debía su enfermedad, pero la aceptaba gustosa por venir de su marido. Cuando Isabel invitó a su cuñado a acompañarla al paseo con el cual hubieron de relacionarse tan íntimamente sus dolores, no quería aquél acceder al principio a ello, prefiriendo quedarse acompañando a su mujer; pero ésta le hizo cambiar de propósito para complacer a su hermana. Isabel paseó pues, durante toda la tarde con su cuñado, y tan de acuerdo se sintió con él en los diversos temas de su diálogo que experimentó con mayor intensidad que nunca el deseo de hallar para sí un hombre que se le pareciese. Días después fue cuando subió a la colina que había constituido el paseo favorito del feliz matrimonio, y sentada en un banco de piedra se perdió en el ensueño de haber hallado una felicidad conyugal semejante a la de su hermana y ser amada por un hombre tan grato a su corazón como su cuñado. Al levantarse sintió dolores en las piernas, que desaparecieron a poco; pero aquella misma tarde, después del baño, surgieron de nuevo, y ya definitivamente. Habiendo tratado de investigar qué pensamientos ocuparon su imaginación mientras se bañaba, no pude obtener sino que la proximidad de la casa de baños al departamento ocupado por sus hermanas durante su estancia en el balneario le había llevado a recordarlas.

El problema se iba resolviendo claramente ante mis ojos. La enferma, sumida en gratos y al par dolorosos recuerdos, continuaba la reproducción de sus reminiscencias, sin parecer darse cuenta de la conclusión que las mismas iban imponiendo. Sucesivamente fueron emergiendo de nuevo los días pasados en Gastein, las preocupaciones que fueron despertando las cartas de su hermana, la noticia de que su enfermedad llegaba a inspirar serios temores, la angustiosa espera hasta la salida del tren, el viaje, la temerosa incertidumbre y la noche de insomnio, momentos todos acompañados de un acrecentamiento de sus dolores. Preguntada si durante el viaje había imaginado la triste posibilidad que luego halló confirmada, me respondió que se había esforzado en eludir tal idea, pero que su madre temió desde un principio lo peor. A continuación rememoró su llegada a Viena, la impresión que les causó la actitud de los parientes que acudieron a recibirlas, el corto viaje desde Viena a la pequeña localidad donde se hallaba por entonces el matrimonio, la llegada ya atardecido, la rápida y angustiada marcha a través del jardín hasta la puerta de la casa y la tétrica oscuridad que en ella reinaba. Llegadas por fin, a la habitación de la hermana y ante su lecho comprobaron la triste realidad, y en este momento, que imponía a Isabel la terrible certidumbre de que su hermana había muerto sin tener el consuelo de su compañía ni recibir sus últimos cuidados; en este mismo momento cruzó por su imaginación, como un rayo a través de la tempestuosa oscuridad, un pensamiento de distinta naturaleza: «Ahora ya está él libre y puede hacerme su mujer.»

Todo quedaba así aclarado y ricamente recompensada la penosa tarea del analista. Ante mis ojos tomaban ahora cuerpo con toda precisión las ideas de la «defensa» contra una representación intolerable de la génesis de síntomas histéricos por conversión de la excitación psíquica en fenómenos somáticos y de la formación de un grupo psíquico separado por aquella misma volición que impone la defensa. Tal era, exactamente, lo que en este caso había sucedido. La muchacha había hecho merced a su cuñado de una tierna inclinación, contra cuyo acceso a la consciencia se rebelaba todo su ser moral. Para lograr ahorrarse la dolorosa certidumbre de amar al marido de su hermana creó en su lugar un sufrimiento físico, naciendo sus dolores como resultado de una conversión de lo psíquico en somático, en aquellos momentos en los que dicha certidumbre amenazaba imponérsele (en el paseo con su cuñado, en la ensoñación sobre la colina, en el baño y ante el lecho mortuorio de su hermana). Al acudir a mi consulta había llevado ya a cabo totalmente la separación del grupo de representaciones correspondientes a dicho amor, de su psiquismo consciente, pues en caso contrario no hubiese aceptado someterse al tratamiento analítico. La resistencia que opuso repetidas veces a la reproducción de escenas de eficacia traumática correspondía realmente a la energía con la cual había sido expulsada de la asociación la representación intolerable.

Mas, para el terapeuta se inició aquí un difícil período. El efecto de la nueva acogida de la representación reprimida fue terrible para la pobre joven. Al resumir yo la situación diciendosecamente: «Resulta, pues, que desde mucho tiempo atrás se hallaba usted enamorada de su cuñado», protestó indignada, sintiendo en el mismo instante violentísimos dolores y haciendo un último y desesperado esfuerzo para rechazar tal explicación de su caso. Aquello no podía ser verdad; si en algún momento hubiera abrigado tan perversos sentimientos, no se lo perdonaría jamás. No era difícil demostrarle que sus propias palabras no permitían interpretación ninguna distinta, pero aún pasaron muchos días antes que llegaran a hacer impresión en su ánimo mis consoladoras alegaciones de que nadie es responsable de sus sentimientos y que su conducta y la enfermedad contraída bajo el peso de tales circunstancias constituían un alto testimonio de su moralidad.

En este punto del tratamiento había de buscar ya el alivio definitivo de la enferma por diversos caminos. Ante todo, tenía que procurarle ocasiones de «derivar por reacción» la excitación durante tanto tiempo acumulada. Con este propósito investigamos las primeras impresiones de su trato con el marido de su hermana, o sea, los comienzos de la amorosa inclinación relegada a lo inconsciente, descubriendo un considerable acervo de aquellos signos previos y presentimientos que tanta significación adquieren al ser revisados cuando la pasión que anunciaban se encuentra ya en pleno desarrollo. En su primera visita a la casa creyó el futuro cuñado que era Isabel la prometida que le destinaban y la saludó antes que a su hermana, mayor que ella, pero de menos apariencia. Una tarde mantenían tan animado diálogo y parecían comprenderse tan a maravilla, que la hermana los interrumpió con la siguiente sincera observación: «En realidad, tampoco vosotros dos os hubierais entendido mal.» Otra vez, hallándose ambas hermanas en una reunión en la que se ignoraba el noviazgo, recayó la conversación sobre el futuro cuñado de Isabel, y una de las señoras presentes manifestó haber advertido en la figura del joven cierto defecto, revelador de que siendo niño había padecido una enfermedad en los huesos. La novia oyó a la señora sin protesta alguna, y en cambio Isabel salió a defender, con un celo que luego le pareció inexplicable, la esbeltez del prometido de su hermana. Estas y otras reminiscencias análogas demostraron a Isabel que su tierna inclinación dormitaba en ella desde mucho tiempo atrás, quizá desde sus primeras conversaciones con el joven, habiéndose disimulado todo aquel tiempo bajo la máscara de un sentimiento puramente familiar.

Esta «derivación por reacción» hizo gran bien a la paciente. Pero aún cabía favorecerla más, ocupándose de sus circunstancias actuales. Con este propósito tuve una entrevista con su madre, mujer comprensiva y de fina sensibilidad, si bien un tanto deprimida por sus desgracias familiares. Por ella supe que la acusación de indelicadeza en asuntos económicos, de la cual había hecho objeto al viudo su otro yerno, y que tan dolorosa había sido para Isabel, carecía de todo fundamento, y a ruego mío quedó en dar a su hija las explicaciones que sobre este punto habían de serle gratas y provechosas, facilitándole en lo sucesivo ocasiones en las que desahogar lo que sobre su ánimo pesaba, tal y como yo la había acostumbrado a hacerlo.

Pasé luego a averiguar qué posibilidades de realizaciónpodían ofrecerse al deseo, ya consciente, de Isabel. Pero aquí tropezamos con circunstancias menos favorables. La madre dijo que desde mucho tiempo atrás había sospechado la inclinación de Isabel hacia su cuñado, aunque no imaginaba que dicha inclinación había surgido ya en vida de su otra hija. Todo aquel que los viera juntos -cosa que ahora sólo raras veces sucedía- tenía que observar en Isabel el deseo de agradar al viudo. Pero ni la madre ni los demás consejeros de la familia se sentían muy inclinados a concertar tal matrimonio. La salud del viudo, nunca muy robusta, había quedado aún más quebrantada por sus desgracias, y tampoco era seguro que se hubiese ya repuesto psíquicamente de la misma tanto como para aceptar sin repugnancia la idea de un nuevo matrimonio. Quizá fuera esta misma la razón que le mantenía retraído de ellas. Dada esta conducta por ambas partes, tenía que fracasar necesariamente la solución deseada por Isabel.

Al día siguiente comuniqué a mi enferma todo lo que su madre me había dicho, y tuve la satisfacción de ver que el esclarecimiento de la conducta de su cuñado en la cuestión ya detallada le hacía mucho bien, suponiéndola además con energías suficientes para conllevar sin trastornos la incertidumbre de su porvenir. El verano, ya muy adelantado, nos imponía dar fin al tratamiento. Isabel se sentía de nuevo mejor y no había vuelto a quejarse de dolores desde que habíamos erigido en tema del análisis las causas que lo habían provocado. Ambos teníamos la sensación de haber llegado al término de nuestra labor, sin más reserva, por mi parte, que la de no parecerme aún muy completa la «derivación por reacción» de la ternura retenida. De todos modos consideraba curada a Isabel y le indiqué, sin protesta ya por su parte, que, una vez iniciada la solución de su caso, ella sola se iría abriendo camino y afirmándose. Poco después salió de Viena, con su madre, hacia una estación veraniega, en la cual las esperaba ya la hermana mayor.

Poco queda ya por decir sobre el curso de la enfermedad de Isabel de R. Algunas semanas después de nuestra despedida recibí una desesperada carta de la madre. Al primer intento de tratar con su hija sobre sus íntimos asuntos se había rebelado Isabel violentamente, experimentando de nuevo intensos dolores en las piernas, ardiendo de indignación contra mí por haber publicado su secreto y negándose a toda explicación. Así, pues, la cura había fracasado por completo. ¿Qué debían hacer? La enferma no quería ni siquiera oír mi nombre. Nada de esto me sorprendió, pues era de esperar que al dejar de pesar sobre ella mi influencia, intentaría la sujeto rechazar la intervención de su madre y retornar a su impenetrabilidad. Por tanto, dejé incontestada la carta, con cierta seguridad de que todo se arreglaría, dando mi labor analítica el fruto deseado. Dos meses después, de retorno ya a Viena, el mismo colega que dirigió a la paciente a mi consulta me trajo la noticia de que se halla muy bien, observaba una conducta totalmente normal y sólo muy de tarde en tarde sentía aún ciertos dolores. Repetidamente me ha enviado Isabel desde entonces análogas noticias suyas agregando siempre a ellas la promesa de acudir un día a visitarme y no cumpliendo nunca su promesa, circunstancia esta última característica de la reacción personal que después de un tratamiento de esta naturaleza quedaentre el médico y el enfermo. Mi colega, que continuó viéndola como médico de cabecera, me aseguró que su curación era total y bien afirmada. Las relaciones del cuñado con la familia no experimentaron modificación alguna.

En la primavera de 1894 supe que Isabel iba a asistir a una reunión en casa de personas de mi amistad y no quise dejar pasar la ocasión de ver a mi ex paciente entregada a los placeres del baile. Posteriormente ha contraído matrimonio, por libre inclinación, con un extranjero.

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